Al fresco
De no haber sabido que su padrino andaba por esos parajes, se habría sentido solo en el mundo por segunda vez aquel día. Siempre que las cosas no marchaban, afloraba su sentimiento de abandono, pues que tu madre muera al traerte al mundo, deja un dolor asentado en tu interior. Y si encima no puedes ponerle un rostro, ese dolor es abstracto. En cambio, los sentimientos de Piphan hacia su padre estaban extrañamente atenuados. Puesto que nadie le había dicho que hubiera muerto, a veces lo suponía vivo en algún sitio; otras se preguntaba por qué lo habría abandonado, o se imaginaba que quizá su padre también pensaba en él en ese momento. Quizás hasta intentara encontrarlo y enmendar su error…
Eran suposiciones sin solución; el silencio de la ausencia.
A la madre Pélagie la llamaba «madre», pero esa expresión no significaba «mamá». Entonces Piphan se decía que le quedaban Bertille y Kimyan para consolarse de su incertidumbre, y que no le iba tan mal. Y también tenía a todos esos hermanos y hermanas con los que había crecido. Sí, los quería, lo habían compartido todo, pero era algo un poco forzado, porque no estaban unidos por la carne ni por la sangre. Tarde o temprano, los que tenían la suerte de ser adoptados desaparecían y no los volvían a ver; y ya se sabe que… ojos que no ven, corazón que no siente.
Y
Después de caminar sin rumbo fijo, Piphan se encontró en la colina Belevequia. Desde ella, el paisaje abarcaba todo el universo a su abasto, un universo bastante restringido por cierto. El islote de Nat podía recorrerse a pie en cuestión de horas, y parecía que la isla de enfrente constituía su única perspectiva de futuro; alrededor de las dos islas, el océano se prolongaba hacia el infinito. ¡Oh, claro, ya sabía que existían otras islas, pero a él qué más le daba! Eran tan lejanas e inaccesibles… Oficialmente, pertenecían a los Países Exteriores, y la única manera de llegar a ese mundo tan remoto era trasladándose en avión. Así pues, disponiendo de cuatro cauris, a modo de calderilla, no valía la pena ni planteárselo. A menudo la condición de vawak significaba estar condenado a quedarse siempre donde se habitaba.
«Como si fuera un árbol», pensaba en ocasiones.
Hasta de Albaran lo ignoraba casi todo. Puede que la madre Pélagie estuviera en lo cierto al insistir en que era una isla demoníaca, habitada por bandidos y por frescas. ¿Cómo saberlo?
Pero, de pronto, se le ocurrió que ésa era la única cuestión: saber, averiguar cosas por sí mismo… ¡Rechazar las verdades trilladas! ¿Y si en el mundo aún quedaban montones de cosas por descubrir? Lo referente a los Países Exteriores ya se vería más adelante, pero lo de Albaran dependía de él. Ya era hora de que tomara las riendas de su destino, así que, ¿por qué no ponerlo en práctica enseguida? Para empezar, no volvería al orfanato, sino que dormiría al fresco.
La ausencia de luna aumentaba el esplendor de una Vía Láctea tan hechicera, que se sumergió en ella dándole la impresión de contemplar por primera vez la eternidad. De vez en cuando una estrella fugaz surcaba el cielo, otra parpadeaba… Y en un momento dado tuvo la clara sensación de que algunas cambiaban de lugar, o de que se reagrupaban de otra manera para formar nuevas constelaciones en el espacio. Atribuyó esta visión al cansancio, sin sospechar lo mucho que se equivocaba. Ya hemos dicho que aquél fue un día excepcional, y Piphan se durmió bajo una bóveda celeste especialmente benévola.
Y
Al alba, desayunó algunos mangos muy jugosos mientras pensaba en el día que tenía por delante. ¿Qué haría? ¿Regresaría al orfanato? No era ésta la conclusión que había sacado consultando con la almohada. Aparte de que no le apetecía nada ir a deshacerse en excusas ante la madre Pélagie, algo había cambiado para siempre. Un destino inmediato se le perfilaba con claridad: partir en busca de su padre. Decidió avisar a su padrino Mercurio y, con esta idea, abandonó la colina Belevequia para bajar a la laguna.