Capítulo 1

El islote de Nat

Entreabriendo apenas la puerta del dormitorio común para no despertar a sus hermanos y hermanas, Piphan salió muy temprano esa mañana. Todo el mundo en el orfanato dormía todavía bajo el resplandor rosado del alba, que se reflejaba en la lisa superficie de la laguna. Fue Bertille quien le dio la buena noticia, insistiendo mucho en su carácter secreto: su padrino, Mercurio, llegaría con el primer avión de la mañana, pero la madre Pélagie no debía saberlo.

A Piphan le pareció curioso que Mercurio quisiera sorprenderla, sobre todo teniendo en cuenta su relación, pues cuando su padrino, de quien podía decirse que no había nadie más educado que él, visitaba el islote de Nat, la madre Pélagie se convertía en el ser más empalagoso del mundo. Porque era evidente que no tenía ninguna intención de exponer a la luz del día las jugarretas y bribonadas que sufrían los jóvenes en aquel lugar.

El motivo de que nadie la denunciara era el mismo que la hacía callar a ella, y es que estaban en juego las colectas de los padrinos y las madrinas que mantenían el orfanato. Cuando en la mesa sólo había un hueso de pollo que compartir, los niños temblaban ante la idea de que alguna vez éste ni siquiera tuviera tuétano.

Pero un día Épiphane se enteró, por indiscreto, de que su padrino pagaba por él doce sidés[1] cada mes. Si se multiplicaba este importe por los treinta huérfanos, resultaba que la madre Pélagie se embolsaba todos los meses una bonita suma que, sin saber cómo, desaparecía en Albaran, la isla de enfrente, adonde no tenían derecho a ir.

Precisamente, en la punta de Albaran se encontraba la pista de aterrizaje, y era también el lugar en que la laguna se estrechaba más. Piphan podría haberla cruzado a nado pero, esa mañana, decidió tomar prestada la piragua del orfanato. Por supuesto, coger la embarcación sin permiso estaba tan prohibido como ir a la punta, pero no iba a despertar a la madre Pélagie por una autorización que le habría negado de cualquier modo. Hay días en que no debe importar una infracción de más o de menos. Pero sobre todo estaba convencido de que lograría la inmunidad al regresar acompañado de su padrino. Aquel día se anunciaba radiante.

Y aunque de veras fue el día más excepcional de su vida, aquel en que todo empezó, no pintaba demasiado bien.

De entrada, Piphan no encontraba a su padrino. Había visto aterrizar el pequeño avión y a todos los pasajeros bajar de él y atravesar la pista, pero ni rastro de Mercurio. ¿Se habría confundido Bertille de fecha? No, no podía ser. Bertille prestaba demasiada atención a todo para equivocarse de día; además, sabía muy bien lo importantes que eran para Epiphane las visitas de su padrino. Ella opinaba que los sentimientos suponían una prioridad.

Pese a ello, había que rendirse a la evidencia: ¡el avión se marchaba ya y Mercurio no estaba ahí!

Le temblaban las piernas. Cinco minutos antes, conservaba toda la esperanza del mundo y estaba tan henchido de felicidad que, como Atlas, habría sido capaz de echarse el mundo entero sobre los hombros. Pero todo había cambiado. Ahora era simplemente un chaval de casi quince años, descalzo y con una camiseta no muy gruesa, que se hallaba en el desconchado vestíbulo de un aeropuerto del extremo del mundo.

Tras la felicidad, lo embargó la amargura y se disponía a regresar cuando alguien lo interpeló en voz baja. Una mujer se le aproximaba, una vaza de cabello corto y rubio, vestida de color claro y de una belleza que él conocía gracias a las revistas de los Países Exteriores, sobre todo de la Nueva Europa.

—Tú eres Piphan, ¿verdad? —preguntó con una voz amortiguada que incitaba al secreto.

Al ver que él asentía, le dijo que tenía un mensaje de su padrino: Mercurio le rogaba que lo disculpase por aquel contratiempo. Había llegado con el avión de la víspera, pero un asunto importante lo retenía en la ciudad.

—¿Quiere decir que ya se encuentra en Albaran?

—Sí, y vendrá a verte como te prometió, dentro de dos o tres días. Mientras tanto, me ha encargado que te entregue esto.

La vaza rubia sacó un paquete de su equipaje de mano. Viniendo de su padrino, seguro que se trataba de un regalo, pues en cada visita le traía uno. La mayoría de las veces eran libros, que significaban largas y hermosas horas de placer y ensueño. Su preferido hasta entonces era un grueso volumen de mitología, con pocas ilustraciones pero con unas historias tan fabulosas… Aunque quien no lo veía con tan buenos ojos (y a pesar de todo se lo pedía prestado más de la cuenta) era Anicet, brujo y presidente de la isla. Este le decía:

—Todo eso es cosa de vazas. Por mucho que hagáis, no me quitaréis de la cabeza la idea de que nada vale tanto como la tradición oral. ¡Las palabras escritas te devoran el alma!

Epiphane quería mucho al viejo Anicet, pero sus razones no bastaban para hacerle cambiar de opinión, pues las lecturas en que lo iniciaba su padrino lo transportaban una barbaridad. Con los años le había regalado montones de libros de aventuras, donde una magia increíble conseguía que todo pareciera posible. Esas páginas le daban el aliento de los héroes. Por ellas andaba, cabalgaba, trepaba y navegaba, es decir, el mundo estaba al alcance de su mano… salvo que, sea cual fuere la historia, siempre había un dueño y señor de las Tinieblas, cuyo mero nombre ya daba que pensar, y entonces Piphan no estaba muy seguro de querer ser un héroe. Pero puede que en el paquete que le tendía la vaza hubiera otro libro, una historia nueva, que explicara algún sistema para dejar de tenerle miedo al Señor Oscuro…

—Bien, yo tengo que irme —dijo la vaza, sacándolo de su ensueño—. Encantada de conocerte, Piphan.

—Cragias… ¡gracias!

Su equivocación la hizo reír; luego se alejó hacia los taxis interurbanos con destino a Lakinta, la capital de Albaran.

Lleno de impaciencia, no aguardó hasta llegar a la punta de Albaran para abrir el paquete. Se trataba de una alargada caja de bombones que daba fe de su gusto por los dulces y de la buena memoria de Mercurio. Pero, además, el paquete contenía un objeto curioso: una pieza de madera, de bordes redondeados, en torno a la cual se enrollaba una cuerda. Le habría gustado saber por qué su padrino le había mandado un cordel cuando descubrió una carta doblada en cuatro bajo la caja.

Querido Piphan:

Perdóname este contratiempo, pero te prometo que en cuanto pueda iré a verte. No te desilusiones si este paquete no contiene los libros habituales. Se están produciendo grandes cambios, y te suplico que no hables más de magia con nadie. Insisto en ello. No me es posible explicarte el porqué en esta carta, pero lo sabrás muy pronto.

Por el contrario, en la caja encontrarás un instrumento; es un rombo. Eres lo bastante astuto para averiguar cómo funciona. Aunque quiero hacerte una advertencia: es realmente mágico. Puedes utilizarlo pero no abuses de él. Y una última cosa: quema esta carta en cuanto la hayas leído.

Hasta pronto. Un abrazo de tu Mercurio.

Con estas últimas palabras, Piphan comprendió que la misiva no era ningún engaño, porque su padrino siempre firmaba «tu» Mercurio. ¡Como si hubiera otros! Para él no había más que uno, aquel al que adoraba. Así que no faltaba mucho para que cambiasen las cosas… Se metió, pues, el rombo y la carta en el bolsillo y regresó a la laguna.

El sol había ganado altitud y ahora bañaba los árboles de la punta de Albaran con una hermosa luz dorada. De pronto Piphan se dio cuenta de que regresaba sin su padrino. Si en el orfanato habían detectado su ausencia, ya podía prepararse. Pero lo que de verdad le hizo acelerar el paso fue no ver la piragua. Normalmente, incluso a esa distancia, debería haberla distinguido entre los cocoteros. Y eso no era todo… Cuanto más se acercaba, más oía crecer un rumor; llegaban gritos de la otra orilla. El clamor iba en aumento.

Lo que descubrió al llegar al borde de la laguna lo dejó pasmado: una multitud de hombres, mujeres y niños —casi todo el pueblo— se concentraba en la orilla opuesta, gritando y clamando hacia donde él se hallaba. Algunos de ellos caminaban por el agua, golpeando la superficie con bastones o aporreando con todas sus fuerzas viejas marmitas, pedazos de chapa y todo cuanto pudiera armar jaleo. A cada lado de esa furiosa multitud había dos piraguas, una de las cuales era la del orfanato. Al muchacho se le hizo un nudo en la garganta y, al descubrir que a bordo de las piraguas había policías, se formó una idea de la situación: era una expulsión, un destierro. Ya había sido testigo de un acto semejante cuando era más joven.

A la cabeza del cortejo reconoció al viejo Anicet, pero hoy (por lo visto era un día especial para todo el mundo) el presidente de la isla se había puesto su traje de trumba, de Gran Brujo. Este entró en el agua con paso lento y la cabeza erguida, sin mirar para nada hacia atrás, como lo exigía el ritual, sosteniendo en una mano el largo bastón, de cuyo extremo colgaban los amuletos sagrados de los ancestros. Dicha actitud no dejaba lugar a dudas: la persona a quien señalaba el camino de salida únicamente podía ser alguien maléfico.

En este caso se trataba de una mujer menuda, huesuda y esmirriada, cuyos largos cabellos chorreantes se le pegaban en la frente y en los hombros, y le enmarcaban el demacrado rostro; en él destacaban las arrugas de la boca, seguramente, desdentada. La mujer avanzaba con los pechos al aire, azuzada por los agudos gritos de las mujeres que la zarandeaban para impedir que retrocediera. Era una bruja, lo que significaba que sólo las mujeres tenían derecho a tocarla. Ellas eran las únicas que podían darle empujones, decirle de todo y escupirle; pero estaba prohibido pegarla. Los policías, como representantes del orden, velaban para que se cumplieran esos requisitos, ya que al Gran Brujo no le estaba permitido girar la cabeza.

Por su parte, éste, cuando se halló a unos quince metros de Epiphane, lo miró fijamente y le indicó con un gesto del bastón que se apartara de la orilla. En cuanto el Gran Brujo pisó la arena de la punta de Albaran, el estrépito cesó de golpe y las enfurecidas mujeres se quedaron inmóviles en el agua sin decir ya ni mu, mientras los policías se aproximaban.

En medio de aquel silencio tan denso, la bruja humillada, como un animal herido de muerte, pisó también la orilla. Surgida de detrás del trumba, fue directa hacia Epiphane y se detuvo a menos de un metro de él. Sus miradas se entrecruzaron con intensidad, y la bruja emitió un silbido agudo y vibrante, como el de una serpiente a punto de atacar. En ese momento a Epiphane le pareció ver una lengua bífida que asomaba por la vieja boca agrietada, pero todo ocurrió tan deprisa que dudó de sí mismo; por su parte, los ojos de la mujer, tan profundamente fijos en los de él, se parecían mucho a los de las serpientes. Y eso no se lo imaginó, pues ya no los olvidaría jamás: dos canicas amarillas de pupilas estrechas y verticales. Era tal el poder de unos ojos así, más grandes que los suyos y tan cercanos a su ^ rostro, que no conseguía desprender la mirada de ellos. Detrás de las pupilas, adivinaba la profundidad extraña de un abismo que lo atraía como un imán. De modo que los pulmones dejaron de funcionarle, y sintió que una fuerza invisible le robaba la energía. Consciente de que debía liberarse de esa influencia a toda costa, cerró los ojos realizando un esfuerzo considerable.

Entonces fue cuando lo invadió un aliento cálido, junto con una voz interior que muy pronto se le haría familiar. Y la voz le dijo que se enfrentara al miedo:

«¡Concéntrate! ¡Todo irá bien! Eres infinitamente más fuerte que esta simple bruja, y ella lo sabe.»

—¡Sí, sí, más fuerte…! —se mofó la mujer-serpiente, como si hubiera oído aquella voz interior—. Ya veremos quién será el más fuerte dentro de veintiocho días. ¡Sólo falta una luna, muchacho!

«¡Diga lo que diga, no la escuches! ¡Atrévete a mirarla a la cara! No puede hacer nada, absolutamente nada contra ti.»

Entonces Piphan abrió los ojos como cuando uno sale de una pesadilla. La bruja ya no estaba ahí. Lo único que persistía era un ruido de hojas entre los arbustos por donde acababa de desaparecer.

Aún estaba conmocionado cuando se oyó otra voz:

—¡Piphan, Piphan!

Era Anicet el trumba, que lo sacudía agarrándolo de los hombros.

—¿Qué ha dicho? He visto que te hablaba.

—No, nada. Se ha limitado a… silbar.

—¿Cómo que a silbar?

—Pues no sé, como…

Se contuvo para no decir que lo había hecho como una serpiente. A un vawak no le dan miedo estos reptiles, pero hablar de ellos, sí. Afortunadamente, Anicet no insistió. Agradeció a los policías su ayuda y luego se colocó de cara a la laguna, blandió el bastón provisto de amuletos y gritó «¡Vita!», lo que marcaba el fin del exorcismo y del destierro. A partir de ese momento podía reemprenderse el parloteo y dispersarse los grupos. Algunos volvieron al islote de Nat y otros fueron hacia la punta; entre estos últimos, Épiphane divisó a Marusse. Pero hoy su amigo no lo invitaría a pillar pulpos.

—¡Espabila, Piphan! Creo que la madre Pélagie te va a echar la bronca.

Fue el duro retorno a las banalidades cotidianas. La expulsión de la bruja había llevado tanto tiempo, que resultaba imposible ocultarle nada a la madre Pélagie. Aunque Epiphane siempre podía usar el evento del destierro como excusa para justificar su travesía a la punta… En cuanto al préstamo de la piragua, Marusse explicaría que la habían requisado los policías y que le habían encargado a él en persona devolverla. Estaba acostumbrado a encubrir a su amigo, y la madre Pélagie no tenía ningún poder sobre él, pues no formaba parte del orfanato.

Mientras cruzaban la laguna, Épiphane quiso averiguar algo más sobre los motivos del destierro. Marusse sabía cuatro cosas, de las que se había enterado mientras seguía a la multitud: la bruja era originaria de Albaran, y se había instalado en el islote de Nat para preparar una poción y unos fetiches para provocarle la muerte a su cuñado. Y todo por una oscura historia de terrenos. Pero daba la casualidad de que ese hombre era alguien muy apreciado en el islote, y su muerte había encolerizado seriamente a los vawaks, de modo que la vindicta pública no tardó en llegar.

Estaban amarrando la piragua cuando Épiphane notó una mano firme que le tiraba de la oreja. Era la madre Pélagie, a quien no habían visto llegar.

—¿Y bien? ¿No es esto lo que llaman flagrante delito? No me dirás que has cogido la piragua para ir a misa en Albaran…

—No estaba en Albaran…

—¡No mientas! Te he visto: estabas en la punta.

—Ya… esto… pero no me he ido más lejos.

—Es verdad, señora. No hemos ido más allá de la punta —recalcó Marusse para defender a su amigo.

—A ti no te he preguntado nada; con que dejes de pervertir a los niños del orfanato me basta. Le estoy hablando al señor Epiphane.

Marusse retrocedió un poco bajo la presión de la mirada fulminante de la madre Pélagie, que retomó su interrogatorio.

—Te han visto en el aeropuerto. ¿Qué hacías ahí?

—Yo… esperaba correo.

—¡Correo, nada menos! Si aparte de tu padrino no te ha escrito nunca nadie.

—Precisamente; había una carta suya.

—¿Cómo? Maldit…

La madre Pélagie se contuvo. Detestaba a ese Mercurio de las narices, aunque no era tan tonta para hablar mal de él abiertamente. Así pues, continuó con falsa voz aplacada:

—No sé por qué te iba a escribir tu padrino si tiene que llegar cualquier día de éstos.

—De hecho, me escribe para decirme que ya está aquí.

—¿Que ya está aquí?

—Sí, está en Albaran y vendrá en cuanto solucione unos asuntos.

—¡Mientes! —exclamó ella, inquieta.

—¡No, es verdad! Hasta ha procurado que me entregaran esto —replicó Piphan enseñando el paquete.

Al ver la caja, y sobre todo la letra de la nota, la madre Pélagie comprendió que el chico no le tomaba el pelo.

—En este caso, ya ajustaremos cuentas después. Ahora hay que ir a misa.

Los domingos había que ir a misa varias veces al día. Así que se celebraron la de las 8.00 horas, la de las 10.00 horas y luego, las vísperas, y al final la cosa no fue tan mal. Al caer la tarde y empezar a oscurecer, la madre Pélagie mandó llamar a Piphan y a Bertille.

—Así que tu padrino está en Albaran.

—Sí, madre.

—¿Y tú, hermana Bertille, estabas al corriente?

—Claro que no, madre. ¿Cómo iba a estarlo? —contestó Bertille con su voz más angelical.

—Claro, claro…

El tono de la madre Pélagie daba a entender que no se creía ni una palabra. Miró con dureza a Epiphane para intimidarlo, rabiosa por no estar al corriente de la llegada del padrino del chico mientras que él sí estaba informado, y además, porque había recibido de una desconocida un paquete que, como era de esperar, ella confiscó.

Menos mal que Piphan sacó la carta y el rombo mágico del paquete. Ignoraba por qué era un secreto la llegada de Mercurio, y todavía no había tenido tiempo de quemar la carta, no pensaba traicionarlo. Sin embargo, le fastidiaba la idea de que la madre Pélagie se atiborrara con los bombones de jengibre que a él le habría gustado compartir con sus hermanos y hermanas.

—Muy bien —dijo la madre Pélagie—. Te diré lo que haremos.

Mandó llamar al guarda-chófer-recadero, hombre para todo del orfanato y ejecutor de los trabajos sucios que la religión no le permitía ejecutar a ella misma.

—Coge el taxi y vete directo a casa de nuestro amigo Loki, en el centro de la ciudad. Está enterado de todo lo que se mueve en Albaran. Si Mercurio está ahí, saldremos de dudas antes de esta noche. Y tú, hermana Bertille, puedes retirarte, que trabajo no falta. En cuanto a ti…

Se interrumpió hasta que Bertille y el guarda tuvieron a bien abandonar el despacho, y luego prosiguió en voz más alta:

—En cuanto a ti, espero que digas la verdad. Si tu padrino está aquí, arreglaremos juntos tus problemas de indisciplina. Si no… ¡ya sabes lo que te espera!

—¿El depósito?

—Sí, señor, el depósito. Encerrado con los desperdicios y las ratas, como si fueras de su misma calaña. Y no por unas horas, no, sino por unos días. Coger la piragua, irte a Albaran, mentir, andar con gamberros… Un día de depósito por cada acto de ésos y otros tantos para calmarte, porque ya estoy hartísima de ti. Pronto cumplirás quince años, y ni una sola vez te he visto ser un ejemplo para tus hermanos y hermanas pequeños. Quince años rogándote en vano, esperando a que pase esta rebelión estúpida. ¿No entiendes que esa actitud no te llevará a ninguna parte? La ley es la ley y el reglamento es el reglamento. ¿Quién te crees que eres para querer escapar de ellos? Épi-phane por aquí, Épiphane por allá… ¡Ya he tenido bastante!

Cuanto más alzaba el tono la madre Pélagie, más crecía en él la cólera. Ya no tenía edad para que le hablasen como a un niño. Se dirigió a la puerta y puso una mano en el picaporte.

—¡No te he dicho que te retires! —casi aulló la mujer.

Fue la gota que colmó el vaso. Piphan se dio la vuelta y soltó con una voz que pretendía ser segura:

—Ya no… ¡ya no tengo nada que hacer aquí! A mis amigos los elijo yo, y usted… usted es una… una… usted es una…

Le habría encantado vaciar el buche, pero la emoción era demasiado intensa y no le salían las palabras. Así que escapó como un torbellino, dando tal portazo que todos los objetos colgados de las paredes de falafa[2] se vinieron abajo, provocando un ruido de tenderete de baratijas. La madre Pélagie, perpleja, se dejó caer en su silla como un queso agrio. Nadie, pero sobre todo ningún interno del orfanato, le había replicado nunca de esa forma. Cuando logró recuperarse, Piphan ya estaba lejos.