Preámbulo

Isla de Pandor, una noche al claro de lunas, mucho tiempo después.

Mira qué bonitas son esas dos lunas… esos reflejos en el océano Infinito… —dijo Cloé—. Creo que nunca me cansaré de ellas. Y pensar que nada más pueden verse desde las islas Protegidas…

—Sí —murmuró Norn con la mirada clavada en el cielo—, tenemos mucha suerte de haber nacido en Pandor.

Y así sucedía todas las noches desde hacía cierto tiempo —más o menos a la misma hora—, según el ritmo de las mareas. Se sentaban en el saliente de rocas de la punta Vavat, meciendo los pies a merced de las olas que morían allí con suavidad contenida. A veces, una ola mayor que las demás los salpicaba, y ellos se echaban a reír y agitaban sus irisadas alas para escurrirlas un poco, esperando la siguiente. Ambos iban a cumplir quince años y sabían que estaban hechos el uno para el otro. Los verdes ojos de los dos jóvenes, de rizos cobrizos, titilaban de vida y ternura, y sus exquisitas bocas, de trazo tan delicado, alternaban los besos y las palabras cristalinas propios de los pandoranos. En medio de esa calma etérea, muy de vez en cuando, disonaba el cristal todavía por pulir de las voces de los niños… Como ocurrió aquella noche, en que el joven Naém y la pequeña Budshu, sentados con las piernas entrecruzadas un poco alejados de ellos, en la gran duna, se peleaban a causa de las lunas porque no se ponían de acuerdo acerca del sitio que cada una ocupaba en el cielo, o cuál era la negra, o cuál era la blanca, o cuál, la de la eternidad… Esas riñas infantiles no suponían nada grave, pero en Pandor no se permitía ningún tipo de crispación.

—Yo diría que Naém está algo excitado —opinó Cloé.

—Es normal. Ya sabes, acaba de cumplir siete años y le está entrando la razón. Y eso siempre altera. Venga, vamos a calmarlos.

—¿Qué pasa aquí? ¡Se os oye a los dos desde lejos!

—Es Naém, que siempre me engaña. Dice que la luna de la reina mala es esa de ahí… —protestó Budshu, señalando con el dedo la luna que se hallaba más a la izquierda en el firmamento.

—¡Pues vaya! No vale la pena discutir por eso; pero lo siento, perlita: Naém tiene razón.

—¿Ves? ¡Te lo he dicho! —exclamó triunfante el niño dándole una palmada en el hombro a Budshu.

—¡Eh, que eso duele…!

—Bah, no te he dado tan fuerte… ¡Qué delicada eres!

—¡Respuesta equivocada! —intervino Cloé—. Fuerte o no, no se pega a nadie. Ya sabes que la espalda es muy sensible cuando empiezan a crecer las alas. Acuérdate de cuando te salieron las tuyas; tampoco hace tanto de eso.

—Ah, es verdad… Yo… No lo he pensado.

Norn se agachó ante los pequeños, les puso las manos en los hombros y los miró a los ojos:

—Si no queréis volver a confundiros con las lunas, pedidle al viejo Ménéas que os cuente la historia. Creedme: cuando la has escuchado una vez, la recuerdas toda la vida.

—Pero ya la contó el año pasado —se lamentó Naém, algo contrariado—. ¿Te parece que querrá explicarla otra vez?

—¡Evidentemente! Ménéas la seguirá contando mientras viva y cada vez que alguien quiera escucharla. Lo mejor será ir a verlo enseguida. Así que… ¡andando! Estoy seguro de que se alegrará.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro del niño, y Budshu tampoco se hizo de rogar para seguir a los chicos. Mientras se acercaban los cuatro a mi refugio, vi cómo Cloé le daba un cómplice golpecito de ala a su enamorado.

—¿Sabes qué, Norn? Me pregunto quién se alegrará más porque, aunque ya tengo quince años, a mí también me encanta esa historia. Parece que sea tan infinita como el océano que nos rodea.

Así pues, se plantaron aquí al anochecer; era una noche ideal para contar la historia, ya que ambas lunas iluminaban el cielo. Y tal situación siempre es preferible a las noches oscuras porque las lunas tienen su propia memoria, y el aliento que insuflan a los relatos contiene su buena porción de magia.

Instantes después, ya éramos más de veinte rebuscando entre los arbustos del gran cocotal, pues les pedí que recogieran todas las ramas posibles para encender una gran hoguera porque, pese a que la arena aún estaba tibia, se preveía una noche un poco húmeda, y algunos de los presentes todavía no tenían alas con qué calentarse. Por no hablar de que el relato solicitado es una historia muy larga…

—Es larga, pero muy bonita —me dijo Yéul, que, a sus trece años, ya se la sabía de memoria—. Espero que hoy cuentes al menos hasta el momento en que Piphan…

—No te preocupes: mientras mantengas la atención, oirás lo que desees. Durará hasta el alba si es necesario… Pues, ¿quién sabe si algún día ocuparás tú mi lugar?

A decir verdad, aunque me da una alegría inmensa ver a los míos reunidos, no me sorprendería que fuera Yéul quien heredase el título de Gran Arconte de las islas Protegidas, un honor supremo con que me agració el Consejo Septentrional. De todos los que representan el futuro de Pandor, Yéul ya ha comprendido la importancia de narrar estas aventuras sin cesar. Él sabe que, a través de dichos relatos, mi único y último deber consiste en mantener la memoria, ya que el porvenir siempre echa raíces en los meandros del pasado. No debemos olvidar. No debemos olvidar nunca por qué y cómo el pueblo pandorano vive hoy en el más fantástico universo, en este planeta Gaya que varias veces se ha librado de una buena…

De modo que las llamas crepitaron de nuevo y un gran círculo de rostros atentos se cerró en torno al fuego. Sin hacerles esperar, señalé con el dedo la gran duna en que Naém y Budshu se encontraban un rato antes.

—¿Veis esa larga duna de arena blanca que ondula como una serpiente de plata? Pues bien, hubo un tiempo en que esa serpiente estaba viva; era una barrera de coral que rodeaba una magnífica laguna de aguas turquesas. A un lado de la laguna había una isla pequeña que se llamaba islote de Nat, y al otro, una más grande llamada Albaran. Cuando la laguna se llenó de tierra y no quedó ni el más mínimo hilo de agua entre las dos islas, el conjunto pasó a llamarse Pandor, que es como lo conocemos hoy.

Me interrumpí brevemente para plegar las alas y ocupar un sitio en el círculo. A mi lado, vi cómo las llamas bailaban en los ojos de Yéul; cerré los míos para leer en el gran libro de mi memoria y sentí hasta qué punto me estimulaban todos esos alientos contenidos de los que me escuchaban.

—Os voy a contar la historia de alguien’que fue un ángel, un ángel terrestre; un Elegido. Aunque eso es algo que él ignoró durante mucho tiempo. Y durante mucho tiempo ignoró también por qué se llamaba Épiphane, ya que siempre le llamaban Piphan. En fin, cuando digo que fue un ángel me refiero a que se ganó sus alas. Pues lo que hoy en día nos parece natural no siempre lo fue, y nosotros, los pandoranos, le debemos el poder liberar nuestras alas. Las suyas asomaron el día en que cumplió quince años. De hecho, siempre las tuvo, pero estaban ocultas, como todo aquello que aguarda una revelación en cada uno de nosotros. Unas alas para volar, para creer por un instante que uno escapa de la opresión del mundo; eran de lo más práctico por aquel entonces. Sobre todo a los quince años, si lo pensáis bien… Aunque no las utilizaba a menudo por falta de ocasión o de tiempo.

Sin embargo, al principio, antes de que el tiempo se acelerase, éste era fluido, incluso muy elástico a veces. Pasaban buena parte de él en la laguna coralina de su islote de Nat, a bordo de piraguas, pescando tatangas o atrapando pulpos. Estoy hablando, naturalmente, de la banda de los cuatro. Épiphane, Kimyan y Vouki vivían internos en el orfanato que la madre Pélagie dirigía con moral de acero; el cuarto, Marusse, era hijo único. Según la tradición vawak, eso significaba que debía tomar el relevo del oficio de su padre: sería pescador. Pero ya lo era desde su nacimiento y, dado que en la escuela no enseñaban nada sobre peces, prefirió dedicarse en exclusiva a la pesca. De ese modo disponía de un montón de tiempo para localizar los mejores sitios del bosque o de la laguna, adonde llevaba luego a sus amigos. Vouki era el benjamín de la pandilla, ya que tenía dos años menos que los demás. Y en cuanto a Epiphane y Kim-yan… ¡Ay, Piphan y Kimyan! ¡Cuántas cosas los unían…!

Según la hermana Bertille, que fue quien los crio principalmente, ambos entraron en el orfanato el mismo día, dándose la coincidencia de ser también la fecha en que llegó ella. E igual que Kim, Piphan no sabía casi nada de sus orígenes. Su madre murió al darle a luz y, por si su ausencia no fuera poco, se llevó con ella el secreto de la paternidad del niño. Era el mismo caso de la mayoría de sus hermanos y hermanas del orfanato: eran hijos de la ausencia, hermanos y hermanas por abandono. Así que los auténticos pilares en que Piphan se apoyó siempre para crecer fueron Kimyan, a quien amaba como a un hermano, Bertille, su querida Bertille, cuyo amor infalible compensaba la dureza de la madre Pélagie, y Mercurio, su padrino vaza, que iba de vez en cuando a visitarlos.

Aquí llamaban vaza a cualquier extranjero. Era una cuestión muy sencilla: si nacías en el islote de Nat o en Albaran, eras vawak; si no, vaza. Un día Piphan acabaría aprendiendo que, sea cual sea el país o el rincón del mundo de que se trate, siempre hay vawaks y vazas, porque siempre se nace vawak en un determinado lugar y se es vaza en los restantes.

Mientras no llegó a dicha conclusión, sintió un gran orgullo de ser vawak. Pertenecer a un clan resulta tranquilizador, aunque lo cierto es que la sombra de su nacimiento planeó constantemente sobre su espíritu como una duda salvaje; por más que hubiera crecido aquí y todos lo considerasen uno de los suyos, no dejaba de ser un «pelo liso». Un vawak puro debe tener el pelo negro y crespo y la piel oscura. Su cabello, en cambio, era como el ébano pero liso, y no podía decirse que tuviera la piel negra. ¡Estaba claro que era mestizo! En el supuesto de que una ínfima pizca de raza negra se hubiera mezclado con sus genes, el resultado era más bien un tono amarillento, un hermoso color que el sol y la laguna convertían en cobrizo en cualquier estación. Lo mismo sucedía con Kimyan, de quien algunos decían que era euroasiático con un toque africano. No obstante, nadie lo sabía realmente y, de cualquier modo, cuando uno no tiene padres, qué más da ser de una tierra o de otra, sobre todo si se dispone de un único planeta.

Otra cosa que tenían en común Kim y él eran los ojos, que, según Bertille, eran más negros que una noche sin luna y sin estrellas; a esta afirmación, enseguida añadía que la luz que brillaba en ellos era más potente que mil soles. Todo lo que decía Bertille era siempre un torrente de amor, pues ella los inundaba de una ternura tan infinita como el océano del mismo nombre que los rodeaba.

Sin embargo, unos dos mil años más tarde (pues todavía a veces veo a Piphan), él me repite que no cree qu£ haya sabido amar nunca. Porque, si no, no existiría el mundo; al menos, no sería como es ahora. Por supuesto, esta conclusión no preocupará a los que no hayan sido ángeles o demonios, ni a los que no tengan la suerte de ser pandoranos.

En cualquier caso, mirando retrospectivamente y mientras contemplo a vuestro lado estas dos lunas de Pandor, reconozco que Piphan tiene razón al insistir en ello, ya que, en efecto, nos libramos de una buena. En la época en que empieza nuestra historia, cuando uno alzaba los ojos hacia la oscuridad se veía una luna en el cielo, una sola luna con que los hombres, ya fuesen vazas, vawaks, moazis o magos, se conformaron para iluminar sus sueños. Épiphane el vawak no sabía que también había moazis y magos. Pero un día…