En los primeros días de setiembre, después de varias semanas de sol abrasador e insólita sequedad, empezaron las lluvias. En aquellos días Klingsor pintó su autorretrato en la sala de altas ventanas de su palacio de Castagnetta.
Este cuadro terrible y de mágica belleza, su última obra acabada, es la coronación de aquel verano, de aquel extraordinario período de trabajo ardiente y vertiginoso. Muchos se asombraban de que todos los que habían conocido a Klingsor, le reconocieran infaliblemente en este cuadro, aunque jamás un retrato estuvo tan alejado como ése del parecido natural.
Como todas las obras tardías de Klingsor, también este autorretrato puede considerarse desde los más distintos puntos de vista. Para algunos, especialmente para los que no conocieron al pintor, el cuadro representa una sinfonía de color, una alfombra de maravillosa armonía, de afecto apacible y delicado en medio de la vivacidad y variedad de los colores. Otros ven en él una última, audaz y casi desesperada tentativa para librarse del objeto: un rostro pintado como un paisaje, cabellos que evocan follaje y corteza de árboles, las órbitas de los ojos como grietas en las rocas… Dicen que este cuadro se relaciona con el objeto natural sólo de lejos, por analogía como algunos perfiles de montañas que se parecen a rostros humanos, como algunas ramas que recuerdan manos y piernas. Muchos, al contrario, ven precisamente en esta obra sólo el objeto, el rostro de Klingsor, analizado e interpretado por él mismo con inexorable psicología, una gigantesca confesión, un testimonio brutal, conmovedor y aterrador. Otros, entre los que se cuentan algunos de sus adversarios más acerbos, consideran este retrato como el producto y la prueba de la supuesta locura de Klingsor. Comparándolo con la cabeza original de Klingsor o con fotografías, afirman que la deformación y exageración de los rasgos corresponde a una mentalidad primitiva, degenerada, atávica y animal. Algunos de ellos critican el fetichismo y exceso de fantasía del cuadro, ven en él una especie de autoadoración monomaniaca, mezcla de blasfemia y autoglorificación, con aspecto de megalomanía religiosa. Todos estos puntos de vista y muchos otros más son verosímiles.
Durante los días que trabajó en esta obra, Klingsor no salía sino de noche para ir a beber; comía solamente pan y fruta que le traía la dueña de casa, y su rostro sin afeitar, con los ojos hundidos bajo la frente tostada, inspiraba realmente horror. Pintaba sentado y de memoria; sólo de vez en cuando, por lo general en las pausas de descanso, se acercaba al enorme espejo antiguo adornado con guirnaldas de rosas pintadas, que colgaba en la pared del norte, y estiraba el cuello, abría desmesuradamente los ojos y hacía muecas. Muchos rostros veía detrás del rostro de Klingsor reflejado en el espejo entre las estúpidas guirnaldas de rosas; muchos rostros pintó en su retrato: dulces y asombrados rostros infantiles, frentes de adolescentes llenos de ensueños y entusiasmo, sarcásticos ojos de borracho, labios de sediento, de perseguido, de atormentado, de insatisfecho, de libertino. El cráneo, empero, lo construyó majestuoso y brutal, como el de un ídolo primitivo, un Jehová celoso y enamorado de sí mismo, un espantajo al que se sacrifican primogénitos y vírgenes. Éstos eran algunos de sus rostros. Pero había otros: el de un decadente, el de un hombre que se hunde y que se resigna a su ocaso; el musgo crecía en sus sienes, los dientes se destacaban viejos y torcidos, profundas grietas surcaban la piel marchita y en los surcos se veían algunos de sus amigos. Dicen que es el hombre, el «ecce homo», el hombre agotado, codicioso, violento, infantil y refinado de nuestra época tardía, el europeo moribundo y dispuesto a morir, perfeccionado por todas las nostalgias, enfermo de todos los vicios, entusiasta e inspirado por la conciencia de su ocaso, preparado para todo progreso, maduro para cualquier retroceso, lleno de ardor y cansancio a la vez, entregado al destino y al dolor, como el morfinómano al veneno; aislado, minado, decrépito, Fausto y Karamasof, animal y sabio al mismo tiempo, despojado de todo disfraz, libre de toda ambición, completamente desnudo, angustiado por un pueril miedo a la muerte y lleno de cansada disposición a morir.
Y detrás de todos estos rostros dormitaban otros rostros más lejanos, más profundos, pétreos, como si el último hombre de la tierra recordara en el instante de la muerte, con la velocidad del sueño, todas las formas de su prehistoria y de la juventud de la humanidad.
En esos días tensos y vertiginosos Klingsor vivió como un extático. Por la noche se llenaba de vinos pesados y se paraba luego con la vela en la mano frente al viejo espejo, contemplando su imagen, la sonrisa melancólica y sarcástica del borracho Klingsor. Una noche estaba con una amante tendidos en el sofá del estudio, y mientras la tenía abrazada desnuda entre sus brazos, miraba por sobre su hombro en el espejo, viendo junto a sus cabellos sueltos su propio rostro contraído, lleno de voluptuosidad y de asco hacia la voluptuosidad, con los ojos enrojecidos. Le pidió que volviera, pero estaba horrorizada y ya no volvió más.
Dormía poco. A menudo se despertaba en plena noche, en medio de una pesadilla, el rostro bañado en sudor, impetuoso y cansado de la vida, y sin embargo se levantaba en el acto para contemplar en el espejo del ropero, sombrío, lleno de odio o sonriendo con maligna satisfacción, el desolado paisaje de esos rasgos alterados. Una vez soñó que le torturaban, vio los clavos hundidos en sus ojos y la nariz desgarrada por un gancho; luego dibujó con carbonilla sobre la tapa de un libro ese rostro martirizado con los clavos en los ojos; después de su muerte se encontró el singular esbozo. Otra vez, durante un ataque de neuralgia, agachado y retorciéndose sobre el respaldo de una silla, gritando y riendo de dolor, contemplaba en el espejo las contracciones de su rostro desfigurado y se burlaba de las lágrimas.
Y en ese cuadro no pinto sólo su rostro o sus infinitos rostros, no pintó sólo sus ojos y sus labios, la dolorosa hondonada de la boca, la roca hendida de la frente, las manos como raíces, los dedos temblorosos, las ironías de la razón, la muerte en el ojo. Con sus pinceladas caprichosas, apretadas y estremecidas, pintó también su vida, sus amores, su fe, su desesperación. Mujeres desnudas como una bandada de pájaros arrastrada en la tormenta, víctimas expiatorias sacrificadas al ídolo Klingsor; un adolescente con el rostro de un suicida, templos y bosques; un viejo dios barbudo, imponente y estúpido; un seno de mujer partido por un puñal; mariposas con caras pintadas en las alas, y en el fondo del cuadro, al margen del caos, la muerte, un espectro gris que atraviesa, como una lanza pequeña como un alfiler, el cerebro de Klingsor.
Después de haber pintado durante horas enteras se levantaba presa de inquietud, corría intranquilo y agitado por las habitaciones, golpeando las puertas, arrancando botellas del ropero, libros de los estantes, carpetas de las mesas; se tendía en el suelo para leer, se asomaba por las ventanas aspirando profundamente el aire; buscaba viejos dibujos y fotografías y llenaba el piso, las mesas, las camas y las sillas de todas las piezas con papeles, cuadros, libros y cartas. A cada ráfaga de viento que la lluvia arrojaba por la ventana, todo volaba en confuso remolino. Entre unos trastos viejos encontró una fotografía de cuando tenía cuatro años, con un traje blanco de verano y un dulce y terco rostro infantil bajo bucles de un rubio casi blanco. Halló los retratos de sus padres y fotografías de sus amantes juveniles. Todo despertaba su curiosidad, le atraía, le interesaba, le atormentaba con sentimientos contradictorios, y él arrancaba todo y arrojaba todo, hasta que sacudía los hombros, volvía a su caballete y seguía pintando. Ahondaba aún más los surcos en el terreno escabroso de su rostro, ensanchaba aún más el templo de su vida, expresando la majestuosa eternidad de toda existencia, sollozando sobre su pasado, suavizando aún más su sonriente símbolo, burlándose de su condena de toda descomposición. Luego volvía a levantarse, como perseguido y corría como un preso por su celda. Alegría y arrebato creador le sacudían como una alegre y húmeda tormenta y hasta que el dolor le aterraba de nuevo, descubriéndole los fragmentos de su vida y de su arte. Estaba loco, como lo está todo creador. Pero en el furor de la creación acertaba con suprema inteligencia, como un sonámbulo, todo lo que favorecía su obra. Sentía con profunda fe que en esta lucha cruel por su retrato no cumplía sólo el destino y la justificación de un individuo, sino algo humano, general, necesario. Sentía que estaba de nuevo frente a una tarea, frente a un sino, y todo el miedo precedente y su refugio en la ebriedad y en el aturdimiento, habían sido sólo miedo y fuga frente a esta tarea. Ahora no había más posibilidad de miedo ni de fuga; se trataba de seguir adelante, recibir golpes y estocadas, vencer o perecer. Triunfaba y se hundía; sufriendo y riendo se abría su camino; mataba y moría; daba a luz y nacía.
Vino a verle un pintor francés; la dueña lo introdujo en el vestíbulo; el desorden y la suciedad lo invadían todo. Klingsor salió, gris y sin afeitarse —manchas de color en las mangas, manchas de color en el rostro—, y comenzó a medir con largos pasos la pieza. El extranjero le llevaba saludos desde Paría y Ginebra, le expresaba su admiración. Klingsor seguía paseando intranquilo como si no le oyera. El huésped enmudeció, desconcertado y se dispuso a marcharse; entonces Klingsor se le acercó, apoyó su mano llena de color en el hombro del forastero, lo miró en los ojos y dijo despacio y casi penosamente:
—Muchas gracias, muchísimas gracias, querido amigo. Estoy trabajando, no puedo hablar. En general, se habla demasiado. No lo tome a mal y salude a mis amigos; dígale que los quiero mucho. Y después de estas palabras se alejo deprisa.
Terminado el cuadro, al cabo de estos días azotados, lo guardó en la cocina que no se usaba y cerró con llave. Nunca lo mostró a nadie. Luego tomó veronal y durmió un día y una noche. Cuando despertó, se afeitó, se lavó, mudó de ropa y se fue a la ciudad a comprar fruta y cigarrillos para regalarle a Gina.
FIN