Había llegado el último día de julio, el mes preferido de Klingsor. La gran fiesta de Li Tai Pe había pasado y no volvería jamás. En los jardines, los girasoles dorados se elevaban hacia el cielo azul. En compañía del fiel Thu Fu, Klingsor emprendió aquel día una gira por una región que amaba mucho: suburbios abrasados por el sol, carreteras polvorientas entre altas alamedas, chozas rojas y anaranjadas en la costa arenosa, carruajes y desembarcaderos, largos muros violáceos, pobre gente de color. Al atardecer se hallaba en la periferia de un suburbio, acurrucado en el polvo, al borde del camino, en la dehesa desnuda y hundida, pintando los toldos multicolores de un tiovivo, las carretas de los gitanos, fascinado y embebido por los vivaces colores del pintoresco conjunto. Se empeñó en el lila intenso de un ribete del toldo, en el alegre verde y rojo de un coche-vivienda, en los barrotes blancos y azules del armazón. Pintaba con ímpetu, casi con encono, aquí el cadmio y allí el fresco y dulce cobalto, y líneas de rojo granza trazadas en el cielo verde y amarillo. Dentro de una hora o quizá menos tendría que terminar, vendría la noche y mañana empezaría agosto, el mes de fiebre abrasadora, cuyo ardiente cáliz le producía miedo y angustia mortal. La guadaña esperaba afilada, los días se hacían más cortos, la muerte reía oculta en el follaje rojizo. ¡Pero tú, cadmio, brillarás aún más alegre y vivaz! ¡Y tú, rojo granza, ostenta tu exuberante plenitud! ¡Cómo ríes clarísimo y espléndido amarillo limón! ¡Acércate, oh montaña lejana y azulada! ¡Y ustedes, verdes árboles cubiertos de polvo! ¡Cómo cuelgan cansadas vuestras piadosas y devotas ramas! ¡Yo aspiro y absorbo esos fenómenos fugaces! Y prometo duración e inmortalidad, yo que soy el más perecedero, el más incrédulo y el más triste de todos, que padezco más que ustedes el miedo a la muerte. Julio ha terminado de arder, raudo pasará el mes de agosto, y de pronto, en las frescas madrugadas aparecerá el Gran Fantasma entre el follaje amarillo cubierto de rocío. Noviembre arrecia en el bosque, ya ríe el Gran Fantasma, ya penetra el frío en nuestro corazón, ya caen de los huesos nuestras queridas carnes rosadas; en el desierto gime el chacal, y el cuervo canta su maldita canción. Y un maldito periódico de gran ciudad reproduce mi retrato con estas palabras: «Excelente pintor expresionista, gran colorista, murió el 16 de este mes».
Lleno de odio trazó un surco de azul parisiense debajo de la verde carreta de los gitanos. Lleno de amargura arrojó amarillo de cromo sobre los recodos del camino. Con profunda desesperación llenó de bermellón una mancha, y se lanzó exterminador sobre el blanco provocativo. Luchaba sangrando por subsistir, imprecaba con verde chillón y amarillo de Nápoles contra el Dios inexorable. Gimiendo arrojó más azul en el insulso verde polvoriento; suplicando encendió luces más cálidas en el cielo nocturno. Su pequeña paleta llena de colores puros de extraordinaria fuerza luminosa, era su consuelo, su fortaleza, su arsenal, su libro de oraciones, su cañón con que tiraba contra la muerte maligna. El púrpura era la negación de la muerte, el cinabrio era su burla a la descomposición. Su arsenal era bueno, su valiente pequeña tropa se sostenía dignamente, sus cañonazos resonaban y resplandecían en el cielo. Pero de nada servía; era inútil disparar y sin embargo hacía bien, era una felicidad y un consuelo, eso significaba todavía vivir y triunfar.
Thu Fu había ido a visitar a un amigo que vivía en su castillo mágico entre la fábrica y el embarcadero. Ahora volvía en compañía del astrólogo armenio.
Klingsor, que había terminado el cuadro, respiró aliviado al ver a su lado esos dos rostros amables: el suave cabello rubio de Thu Fu, y la barba negra del mago con su boca risueña sembrada de blancos dientes, y con ellos llegó también la Sombra, la Sombra larga y negra con los ojos hundidos en las profundas órbitas. ¡Bienvenida también tú, Sombra querida!
—¿Sabes qué día es hoy? —preguntó Klingsor a su amigo.
—El último de julio.
—Hoy saqué un horóscopo —dijo el armenio—, y vi que esta noche me va a traer algo. Saturno esta extraordinario. Marte neutral, Júpiter domina. Li Tai Pe, ¿acaso usted no es un niño nacido en julio?
—Sí, nací el dos de julio.
—Ya me lo imaginaba. Su horóscopo es muy confuso, amigo, solamente usted podría interpretarlo. Su fecundidad lo rodea como una nube próxima a estallar. Muy singulares son sus astros, Klingsor, usted mismo debería sentirlo.
Li guardó sus útiles. Apagado estaba el mundo que acababa de pintar, apagado el cielo verde y amarillo, lejos la clara banderita azul, aniquilado y marchito el vivaz amarillo. Tenía hambre y sed y la garganta reseca de polvo.
—Amigos —dijo afectuosamente—, no nos separaremos en toda la noche. Jamás volveremos a estar juntos los cuatro; no lo veo en los astros, lo siento en mi corazón. Mi luna de julio ha pasado, oscuras arden sus últimas horas; la gran madre llama desde las profundidades. Jamás fue tan hermoso el mundo; jamás un cuadro mío fue tan bello, los relámpagos atraviesan el aire; toca la música del ocaso. Vamos a entonar nosotros también la dulce y angustiosa música, juntos vamos a beber vino y a comer pan.
Al lado del tiovivo cuyo toldo precisamente iban sacando para prepararlo para la noche, había una pequeña posada y en la sombra algunas mesas debajo de los árboles, entre las que se movía una sirvienta coja. Se sentaron allí frente a una mesa de tablas, sirvieron el pan y escanciaron el vino en los tazones de arcilla; se encendieron luces bajo los árboles, el órgano del tiovivo comenzó a tocar arrojando en la noche los compases ruidosos y chillones de su música entrecortada.
—Trescientas copas quiero vaciar —exclamó Li Tai Pe, brindando con la Sombra—. ¡Salud, oh, Sombra, imperturbable soldado de plomo! ¡Salud, amigos! ¡Salud, luces eléctricas, arcos voltaicos y refulgentes lentejuelas del tiovivo! ¡Oh, si estuviera aquí Luis, el pájaro migrador! Acaso ya nos precedió en el cielo. Quizás regrese mañana y no nos encuentre más; reirá el viejo chacal y pondrá arcos voltaicos y mástiles de banderas sobre nuestras tumbas.
El mago se levantó en silencio y trajo más vino; alegres sonreían sus blancos dientes en su boca roja.
—La melancolía —dijo echando una mirada de soslayo a Klingsor—, es una cosa que no habría que llevar consigo. ¡Es tan fácil vencerla! Una hora, una breve e intensa hora con los dientes apretados… y la melancolía está aniquilada para siempre.
Klingsor miraba atentamente su boca, esos dientes blancos y relucientes que en una ardiente hora habían estrangulado y mordido mortalmente a la melancolía. ¿Acaso él también podría lograr lo que había podido el astrólogo? ¡Oh, furtivo vistazo a un jardín lejano, dónde hay una vida sin miedo, sin melancolía! Pero sabía que estos jardines eran inaccesibles para él. Sabía que su sino era distinto, que su relación con Saturno era otra; otras canciones quería tocar Dios sobre sus cuerdas.
—Cada uno tiene sus astros —dijo Klingsor quedamente—, cada uno tiene su fe, yo creo sólo en una cosa: en el ocaso. Viajamos en una carreta por encima del abismo y los caballos se han desbocado. Todos nosotros estamos en pleno ocaso, tenemos que morir, tenemos que volver a nacer, ha llegado para nosotros la gran transformación. Por doquiera advertimos lo mismo: la gran guerra, el gran cambio en el arte, el desmoronamiento de los estados de Occidente. Aquí en nuestra vieja Europa ha muerto todo lo que era bueno y característico; nuestra hermosa razón se ha transformado en demencia, nuestro dinero en papel, nuestras máquinas sólo saben disparar y producir explosiones, nuestro arte es un suicidio. Nos hundimos, amigos, es nuestro destino; está entonada la música de Tsin Tse.
—Como quieras —replicó el armenio escanciando vino—. Se puede decir sí y se puede decir no: todo no es más que un juego de niños. El ocaso no puede existir. Para que haya un ocaso y una aurora debiera existir un arriba y un abajo. Pero el arriba y el abajo no existen, son cosas que viven en el cerebro de los hombres, en la patria de las ilusiones. Todas las antítesis son ilusiones; ilusión es el blanco y el negro, e ilusión es la vida y la muerte, lo malo y lo bueno. Una hora, una ardiente hora con los dientes cerrados… y se habrá superado el reino de las ilusiones.
Klingsor escuchaba su bondadosa voz.
—Yo hablo de nosotros —contestó—, hablo de la Europa, de nuestra vieja Europa, que durante dos mil años creyó ser el cerebro del mundo. Esta Europa se hunde. ¿Crees que no te conozco, mago? Eres un mensajero de Oriente, me traes un mensaje también a mí; acaso eres un espía o un general disfrazado. Estás aquí porque aquí empieza la decadencia, porque presientes el ocaso. Pero nosotros nos hundimos gustosos, morimos con placer, no nos resistimos.
—También podrías decir: nacemos con placer —observó riendo el habitante de Asia—. A ti te parece el fin, a mí el nacimiento, y ambos son una ilusión. El hombre que cree que la tierra es un disco fijo bajo el cielo, ve y cree en el ocaso y en la aurora, ¡y casi todos los hombres creen en este disco fijo! Pero los astros ignoran el arriba y el abajo.
—¿Acaso no hay astros que se han extinguido? —exclamó Thu Fu.
—Para nosotros, para nuestros ojos.
De nuevo llenó los tazones; siempre era él quien servía, solícito y sonriente. Se alejó con la jarra vacía, para traer más vino. La música del tiovivo retumbaba estridente.
—Vamos allí, aquello es confortable —suplicó Thu Fu. Fueron y se quedaron en la barrera pintada, mirando el tiovivo que giraba vertiginosamente en el resplandor cegante de las estrellitas y espejuelos, mientras cien niños contemplaban con ávidos ojos aquella maravilla. Por un momento Klingsor sintió con profunda alegría lo primitivo y salvaje de aquella máquina, de aquella música mecánica, de aquellos cuadros y colores chillones y toscos, de aquellos espejos y absurdas columnas de adorno; el conjunto evocaba curanderos y charlatanes, antiquísimas artes de encantamiento y hechizo; todo ese alboroto bárbaro y brillante en el fondo no era más que el trémulo reflejo de la cucharita de plomo que el pez confunde con otro pececillo y con la cual se le pesca.
Todos los niños debían dar una vuelta en el tiovivo. A todos los niños regaló monedas Thu Fu, a todos los niños invitó la Sombra. Se agolpaban, colgándose de los vestidos, suplicando, agradeciendo. A una hermosa muchachita rubia de doce años, le pagaron, todos vueltas de tiovivo. En el relumbre de las luces, su corta falda ondeaba dulcemente sobre sus hermosas piernas de varoncito. Un muchacho lloró. Unos muchachos riñeron. Tintineando golpeaban los timbales al compás del órgano, vertían fuego en el ritmo, opio en el vino. Un buen rato permanecieron los cuatro en el alegre bullicio.
Luego se sentaron de nuevo bajo el árbol; el armenio escanció vino en los tazones, mientras hablaba del ocaso con luminosa sonrisa.
—Trescientas copas apuraremos hoy —cantaba Klingsor. Su cráneo tostado brillaba amarillento, su risa resonaba fuerte y sonora, pero la melancolía le oprimía como un gigante el corazón tembloroso. Brindaba, ensalzaba el ocaso, el ansia de morir, la tonalidad de Tsin Tse. Fragorosa rugía la música del tiovivo. Pero dentro en el corazón, anidaba el miedo; el corazón no quería morir, el corazón odia a la muerte.
De pronto resonó en la noche otra música salvaje, aguda, impetuosa, procedente de la casa. En la planta baja, al lado de la chimenea cuya cornisa estaba llena de botellas de vino alineadas graciosamente, tableteó un piano mecánico, como una ametralladora, violento, estruendoso, precipitado. Las notas desafinadas chillaban dolorosamente, el ritmo allanaba como una aplanadora los gemidos de las disonancias. Gente, luces, barullo, jóvenes y chicas que bailaban; también la sirvienta coja y también Thu Fu. Bailaba con la muchachita rubia; su corto vestidito de verano ondeaba liviano sobre sus delgadas y hermosas piernas; Thu Fu sonreía afable, el rostro lleno de amor. Los otros dos se sentaron en el rincón de la chimenea, junto a la música, en medio del alboroto. Klingsor veía tonos, escuchaba colores. El astrólogo sacaba botellas de la chimenea, las abría, escanciaba. La sonrisa iluminaba su inteligente cara morena. La música retumbaba furiosa en la sala de techo bajo. Lentamente el armenio abría una brecha en la hilera de las viejas botellas sobre la chimenea, como un sacrílego que roba uno tras otro los cálices de un altar.
—Eres un gran artista —susurró el astrólogo a Klingsor, mientras le llenaba de nuevo la taza—. Eres uno de los más grandes artistas de nuestra época. Tienes el derecho de llamarte Li Tai Pe, y sin embargo, Li Tai, no eres más que un pobre hombre perseguido, atormentado y lleno de miedo. Entonabas la música del ocaso y ahora están cantando en medio de tu casa que arde y no te sientes feliz, Li Tai Pe, aún cuando apures todos los días trescientas copas, brindándole a la luna. No te sientes a gusto; al contrario eres muy infeliz. ¿No quieres detenerte, cantor del ocaso? ¿No quieres subsistir?
Klingsor bebió y contestó también susurrando con su voz un tanto ronca:
—¿Acaso podemos cambiar el destino? ¿Existe el libre albedrío? ¿Acaso tú, que eres astrólogo, puedes modificar mi horóscopo?
—Yo no puedo modificar a los astros, sólo puedo interpretarlos. Pero tú puedes dirigirte a ti mismo. Existe el libre albedrío: se llama magia.
—¿Para qué tengo que practicar la magia, si puedo practicar el arte? ¿Acaso el arte vale menos?
—Todo es bueno y nada es bueno. Pero la magia nos libra de las ilusiones. La magia destruye la peor de las ilusiones, la que llamamos «tiempo».
—¿No hace el arte lo mismo?
—Lo intenta. ¿Pero acaso te basta el Julio que pintaste en tus cartones? ¿Eliminaste al tiempo? ¿Te has librado del miedo al otoño y al invierno?
Klingsor suspiró, sin contestar; en silencio apuró su taza, y en silencio el astrólogo volvió a llenarla. El piano automático rugía desenfrenado; entre los bailarines se destacaba angelical el rostro de Thu Fu. El mes de julio había llegado a su fin.
Klingsor jugaba con las botellas vacías, ordenándolas en círculo sobre la mesa.
—Éstos son nuestros cañones —gritó—. Con estos cañones aniquilamos al tiempo, a la muerte y a la miseria. También con los colores disparé sobre la muerte, con el verde vivo, el cinabrio encendido y el dulce rosa geranio. A menudo la alcancé en la cabeza, arrojándole el blanco y el azul en los ojos. Cuántas veces la obligué a huir. ¡Y cuántas veces todavía daré en el blanco, la dominaré, la engañaré! Miren al armenio; está destapando otra botella vieja y el sol concentrado de veranos pasados calentará nuestra sangre. También el armenio nos ayuda a disparar contra la muerte, y él tampoco conoce otra arma contra ella.
El astrólogo cortó pan y comió.
—No necesito armas contra la muerte, porque la muerte no existe. Lo único que existe es el miedo a la muerte. Y éste se puede curar, contra él sí que tenemos un arma. Es cosa de una hora superar el miedo. Pero Li Tai Pe no quiere. Li ama la muerte, ama su miedo a la muerte, su melancolía, su miseria; sólo el miedo le ha enseñado lo que sabe y aquello por lo cual lo queremos.
Brindó sonriendo irónicamente; sus dientes resplandecían; su rostro aparecía siempre más alegre, como si ignorara el dolor. Klingsor tiraba con cañones de vino contra la muerte. Ésta se detenía enorme ante las puertas abiertas de la sala congestionada de gente, de vino y de música. Gigantesca, esperaba afuera la muerte, sacudiendo lentamente los negros árboles de acacia, acechando tenebrosa en el jardín. Por doquiera vagaba la muerte; sólo adentro, en la sala bulliciosa, se luchaba todavía, se luchaba maravillosamente y con valentía contra el negro enemigo sitiador que gemía en las ventanas.
Ironía y sonrisa se dibujaban en el semblante del astrólogo; sonriendo sarcásticamente llenaba las tazas vacías. Klingsor rompía tazas, el armenio traía otras. También él había bebido mucho pero se mantenía tan erguido como el mismo Klingsor.
—Bebamos, Li —dijo con voz baja y burlona—. Tú amas la muerte, quieres hundirte de buena gana, quieres morir sin rebelarte. ¿Acaso no era esto lo que dijiste hace un rato?… ¿o me engañé, o quizás al fin y al cabo me engañaste a mí y te engañaste a ti mismo? ¡A beber, Klingsor, a hundirse!
Klingsor montó en cólera. Se irguió derecho y alto, el viejo gavilán de agudo perfil escupió en el vino y estrelló en el suelo su tazón lleno. El vino rojo salpicó la sala, los amigos palidecieron, la gente desconocida rió con fuerza.
Pero el astrólogo trajo mudo y sonriente otra taza, la llenó sonriendo y la ofreció sonriendo a Li Tai Pe. Entonces Li sonrió, entonces él también sonrió. Como la luz de la luna, la sonrisa iluminó su semblante contraído.
—¡Hijos míos —exclamó—, dejen hablar al forastero! El viejo zorro sabe mucho; viene de una cueva muy profunda y escondida. Es muy sabio, pero no nos comprende. Es demasiado viejo para comprender a los niños. Es demasiado prudente para entender a los locos. Nosotros, los moribundos, conocemos a la muerte mejor que él. Nosotros somos seres humanos, no somos astros. Miren esta mano mía que sostiene una pequeña taza azul llena de vino. Muchas cosas sabe hacer esta mano; es muy capaz esta mano morena. Ha pintado con muchos pinceles, arrancando a las tinieblas trozos de mundo, para revelarlos, a los ojos de los hombres. Esta mano atezada acarició muchos rostros de mujeres y sedujo a muchas jovencitas, recibió muchos besos, lágrimas cayeron sobre ella y Thu Fu le dedicó una poesía. Esta querida mano, amigos, estará pronto cubierta de tierra y de gusanos; ninguno de ustedes se atrevería a tocarla. Sin embargo, precisamente por eso la amo. Amo a mi mano, amo mis ojos y amo mi vientre blanco y delicado, los amo con pesar, con desprecio y ternura, porque pronto tendrán que marchitarse y pudrirse. ¡Oh, Sombra! ¡Tenebroso amigo, viejo soldadito de plomo sobre la tumba de Andersen! A ti también te sucede lo mismo, querido muchacho. ¡Brinda conmigo, porque vivan nuestros amados miembros y entrañas!
Brindaron y la Muerte sonrió sombría desde sus profundas órbitas… De pronto una ráfaga atravesó la sala como el hálito de un espíritu. La música calló de repente, los bailarines desaparecieron como tragados por las tinieblas y la mitad de las luces se apagó. Klingsor miró hacia los negros huecos de las puertas. Afuera acechaba la muerte. La veía, la oía. La muerte olía a gotas de lluvia en el polvo de las carreteras.
Entonces Li apartó las tazas, se levantó con ímpetu de la silla y salió despacio de la sala, desapareciendo en el jardín oscuro y en las tinieblas, solo en la noche cruzada de relámpagos. Su corazón le pesaba en el pecho como una piedra sobre una tumba.