Con los amigos de Barengo y con Agosto y Ersilia, Klingsor emprendió la gira a Careno. Atravesando el cálido bosque en declive, bajaron de madrugada por entre las enredaderas perfumadas y las telarañas todavía húmedas por el rocío hasta el valle de Pambambio, donde descansaban en la carretera amarilla unas chillonas casas amarillas, aturdidas por el calor estival, un poco torcidas y como muertas. A lo largo del cauce del torrente seco, los blancos y relucientes sauces doblaban sus pesadas alas sobre los prados dorados. Los amigos se deslizaban en pintoresca caravana por el verde valle, humeante, los hombres vestidos con seda y lino en blanco y amarillo, las mujeres en blanco y rosa, mientras el exquisito verde veronés de la sombrilla de Ersilia refulgía como una joya en un anillo mágico.
—Es una lástima, Klingsor —se quejó el doctor con su voz bondadosa—; dentro de diez años sus maravillosas acuarelas estarán todas blancas; los colores que usted prefiere son pocos resistentes.
—Sí —contestó Klingsor—, y lo peor es que también sus hermosos cabellos castaños estarán canosos dentro de diez años y un poco más tarde nuestros lindos y alegres huesos yacerán en algún lugar bajo la tierra; desgraciadamente también los suyos, tan hermosos y sanos, querida Ersilia. Chicos, no empezaremos justo ahora, en la madurez de la vida, a ser sensatos. Hermann, ¿cómo dice Li Tai Pe?
Hermann, el poeta, se detuvo y recitó:
Pasa la vida como un relámpago,
Eternos y libres flotan el cielo y la tierra,
rápido surca el tiempo mudable por el semblante de los hombres.
¿Qué haces sentado frente a la copa llena?
¿Por qué no bebes, dime, por qué esperas todavía?
—No —le interrumpió Klingsor—, pensaba en otros versos, unos con rimas, que hablaban de los cabellos que a la mañana aún estaban negros…
Inmediatamente Hermann recitó:
Esparce la noche nieve en tus cabellos
Cuando aún de mañana eran negros y bellos
Aquél que no quiere que el dolor lo consuma
¡Levante la copa y enamore a la luna!
—¡Bravo Li Tai Pe! Tenía intuiciones, sabía muchas cosas. Nosotros también sabemos muchas cosas, pero él es nuestro inteligente hermano mayor. Este día embriagador le gustaría; es precisamente un día en el que sería hermoso morir de noche con la muerte de Li Tai Pe, como él, en un bote en medio del silencio río. Van a ver que hoy todo será maravilloso.
—¿Cómo fue la muerte ésa de Li Tai Pe? —pregunto la pintora.
—No, basta ahora —la interrumpió Ersilia con su afable y profunda voz—. Al que pronuncie una palabra más acerca de la muerte y del morir no le querré más. «¡Finisca adesso, brutto Klingsor!».
Klingsor se le acercó riendo:
—¡Tiene razón, «bambina»! Si vuelvo a hablar de la muerte arránqueme ambos ojos con su sombrilla. ¡Pero en serio, hoy es un día maravilloso, queridos amigos! Hoy canta un pájaro, un pájaro mágico como en los cuentos de nadas; ya le oí de madrugada. Y sopla un viento mágico, como un niño celeste que despierta a las princesas dormidas y roba el buen sentido a los hombres. Hoy florece una flor legendaria, una flor que brota una sola vez en la vida y quien la coge conquista la felicidad.
—¿Qué quiere decir esto? —pregunto Ersilia al doctor.
Klingsor la oyó y continuó:
—Quiero decir que este día no volverá jamás y quien no lo goza y agota en todos sus placeres la habrá perdido por toda la eternidad. Nunca brillará el sol como hoy; hoy gira en la constelación de Júpiter y ésta es una relación especial conmigo, con Agosto, con Ersilia y con todos nosotros, y esa constelación no volverá jamás; ni dentro de mil años. Por eso quiero caminar un poco a su izquierda, Ersilia, porque trae buena suerte, y llevar su sombrilla esmeralda; bajo su reflejo mi cráneo parecerá un ópalo verdoso. Pero usted tiene que secundarme y cantar una de sus más lindas canciones.
Tomó el brazo de Ersilia, los rasgos agudos de sus rostro parecían más suaves bañados en la sombra verde azulada de la sombrilla, de que estaba enamorado y cuyo luminoso y tierno color le encantaba.
Ersilia comenzó a cantar:
Il mio papa non vuole,
Ch’io spos’ un bersaglier…
Otras voces se unieron y cantando llegaron al bosque y siempre cantando se adentraron en él, hasta que la pendiente se hizo demasiado empinada, pues el sendero subía a la cima como una escalera entre exuberantes helechos.
—¡Qué rectitud maravillosa en esta canción! —exclamo Klingsor—. El papá está en contra de los enamorados, como sucede siempre. Ellos toman un cuchillo que corta bien y matan al papá. Ya se han librado de él. Lo hacen en la noche, solo la luna los ve y ella no los va traicionar, y las estrellas, que son mudas, y el buen Dios, que ya les perdonara. ¡Qué hermoso y franco! Un poeta moderno sería lapidado por una sinceridad semejante.
Siguieron trepando por la estrecha senda bajo la sombra de los frondosos castaños entre cuyas hojas jugaban los rayos de sol. Mirando hacia arriba Klingsor veía las delgadas pantorrillas de la pintora, rosadas bajo las medias transparentes. Volviendo la vista atrás aparecía la bóveda azul turquí de la sombrilla de Ersilia sobre su renegrida melena de mora. Y más abajo la seda violeta de su vestido; era la única figura en color oscuro.
Junto a una casa de labriegos, azul y anaranjada, encontraron unas manzanas verdes caídas en el pasto; recogieron algunas y las comieron; eran frescas y agrias. La pintora refería con melancólica nostalgia una excursión por el Sena, en París, antaño, antes de la guerra. ¡Si, París y los felices tiempos pasados!
—Nunca volverán aquellos días. Nunca.
—Y no deben volver —exclamo violentamente el pintor, sacudiendo indignado su cabeza de gavilán—. ¡Nada debe volver! ¿Para que? ¡Son deseos pueriles! La guerra ha convertido en un paraíso todo lo anterior, hasta lo más estúpido e inútil. Está bien, era hermoso vivir en París, y era hermoso en Roma y era hermoso vivir en Arles. ¿Pero acaso ahora y aquí es menos bello? Ni París, ni la época de la paz son el paraíso; el paraíso esta aquí, ahí arriba en la cima de esa montaña, adónde llegaremos dentro de una hora y nosotros somos los ladrones a quienes fuera dicho: «Hoy mismo estarán conmigo en el paraíso».
De la sombra jaspeada de luz del sendero salieron al ancho y libre camino carretero, luminoso y tórrido, que conducía en amplias espirales a la cima del monte. Klingsor, los ojos protegidos por los anteojos oscuros, iba el ultimo en la fila, deteniéndose con frecuencia para observar el movimiento de las siluetas y las pintorescas constelaciones de colores que ellas formaban. Adrede no había llevado los útiles para trabajar, ni siquiera la libreta de apuntes y sin embargo se paraba a cada instante conmovido por los cuadros que se le ofrecían. Su figura enjuta se destacaba solitaria y blanca en la carretera rojiza, al borde del matorral de acacias. El estío abrasaba la montaña, los rayos caían verticalmente, vapores irisados de infinitos colores subían desde las profundidades del valle. Detrás de las montañas más próximas que se levantaban verduscas y rojas, salpicadas de blancos poblados, asomaban azuladas cadenas de montes, y detrás otras sierras y otras cordilleras, más claras y de un azul más intenso y luego a lo lejos, casi irreales, los picos cristalinos de los nevados. Por encima del bosque de acacias y castaños se elevaba libre e importante, en rojo y violeta, la loma rocosa y el picacho quebrado del Monte Salute. Pero lo más bello eran los hombres, repartidos como flores en medio del luminoso verdor; la sombrilla esmeralda refulgía como un gigantesco escarabajo, y debajo, la melena negra de Ersilia, la blanca y esbelta pintora de cara rosada y todos los otros. Klingsor absorbía todo con ojos sedientos, pero sus pensamientos volaban hacia Gina. Solo dentro de una semana podría verla de nuevo; ella estaba empleada en una oficina de la ciudad y escribía a máquina; en raras ocasiones lograba verla y nunca a solas. Y sin embargo la amaba, precisamente a ella que no sabía nada de él, que no lo conocía y no lo comprendía; para la cual él era solo un personaje excéntrico y raro, famoso pintor forastero. Era sorprendente que su deseo quedara aferrado precisamente a ella, que ningún otro cáliz de amor le satisficiera. No estaba acostumbrado a dar largos rodeos por una mujer. Por Gina, empero, los hacía, solo para poder estar una hora con ella, para tocar sus delgados dedos diminutos, empujar su zapato debajo del suyo, para estampar un beso fugaz en su nuca. Meditaba sobre este misterio, ridículo enigma para sí mismo. ¿Era el principio del retroceso? ¿Era la vejez? ¿Acaso era ya la segunda primavera del cuarentón que le hacía buscar la muchacha de veinte?
Estaba en la cima y por el otro lado se abría a la vista un nuevo mundo: el Monte Gennaro, altísimo e irreal, todo hecho de pirámides y picos puntiagudos; bajo los rayos oblicuos del sol, cada plataforma relucía como de esmalte, bañada en profundas sombras violáceas. Y en medio de la encandilante luz, perdido en infinitas honduras, el estrecho brazo azul del lago, extendiéndose fresco y tranquilo detrás de los verdes bosques encendidos.
Un minúsculo pueblito en la loma del monte; predio señorial con su pequeña casa y cuatro o cinco caseríos de piedra, pintados de color azul y rosa, una capilla, una fuente, cerezos. Todos se detuvieron al lado del pozo, al sol; Klingsor continuo andando; atravesó el arco de un portal y penetro en un umbroso cortijo donde se alcanzaban tres casitas azuladas, con pocas, pequeñas ventanas, hierbas y trechos de rocallas, una cabra, ortigas. Una niña se escapo al verlo, él la llamo ofreciéndole chocolate. La niña se detuvo, él la alcanzo, la acarició y le dio la golosina; era esquiva y hermosa: una niña morena, con oscuros ojos de animal aterrado y delgadas piernas desnudas, atezadas y bruñidas.
—¿Dónde vives? —le pregunto Klingsor y la pequeña corrió sin contestar hacia la próxima puerta que se abría en el caserío. De un tenebroso cuartucho de piedra, como viniendo de cuevas prehistóricas, salió una mujer, la madre y ella también acepto chocolate. Entre los vestidos sucios se levantaba un cuello moreno y un cuello ancho, firme y hermoso, tostado por el sol, con una boca amplia y carnosa y grandes ojos negros; un suave y tosco encanto de sexualidad y maternidad emanaba apacible y silencioso de sus tranquilos rasgos asiáticos. Se inclino sobre ella seductor y galante, pero ella le evito sonriendo y coloco a la niña entre ellos. Él siguió su camino, decidido a volver. Quería pintar a esa mujer, o ser su amante, aunque fuera por una hora. Era madre, niña, amante, animal y madonna a la vez.
Lentamente regresó hacia la fuente, el corazón lleno de sueños. Sobre el muro de la propiedad, cuya casa parecía cerrada y vacía, estaban incrustadas viejas y ásperas balas de cañón; una caprichosa escalera entre arbustos conducía a un bosquecillo y a un cerro, en cuya cima se hallaba un monumento, un busto solitario de estilo barroco, traje a la Wallestein, patillas y barbita ondulada. Fantasmas y ensueños vagaban por la montaña en la luz deslumbrante del mediodía; el mundo respondía a una tonalidad nueva y lejana. Klingsor calmo su sed en la fuente; una enorme mariposa llego volando y sorbió las gotas de agua salpicadas sobre el borde de ladrillos calcinados del pozo.
Siguiendo la cresta, el camino iba entre castaños y avellanos ora asoleado, ora umbroso. En un recodo, una vieja ermita amarillenta, en cuyo nicho podían verse antiguos cuadros descoloridos; una cabeza de santo, dulce e infantil como la de un ángel, con trozos de ropaje rojo y sepia y el resto desmoronado. A Klingsor le gustaban los cuadros antiguos; cuando los encontraba inesperadamente, se deleitaba ante los frescos, le gustaba observar el retorno de estas hermosas obras al polvo y a la tierra.
De nuevo árboles, viñedos, tórrida carretera deslumbrante, otro recodo y de pronto la meta: una oscura puerta de entrada, una iglesia grande y alta, de piedras coloradas, levantando alegre y segura sus brazos al cielo; una plaza llena de sol, polvo y paz, pasto quemado y rojizo, quebrándose bajo los pies, luz meridiana reflejadas por paredes chillonas; una columna con una estatua, y casi invisible por el torrente de luz, una baranda de piedra circundando una amplia plaza y pendiente sobre el infinito azul. Detrás, el pueblo de Careno, vetusto, apretujado, oscuro, sarraceno; sombrías cuevas de piedra bajo techos de tejas descoloridas, callejas estrechas, tenebrosas y opresivas como en los sueños, interrumpidas inesperadamente por pequeñas plazoletas blancas inundadas de claridad solar; África y Nagasaki a la vez. Bosque en torno; abajo el abismo azulado; blancas nubes, satisfechas y gordas, en el cielo.
—Es curioso —observó Klingsor—, ¡cuánto tiempo se necesita para conocer un poco el mundo! Una vez, hace años, cuando me dirigía al Asia, pase en el expreso nocturno a seis o diez kilómetros de aquí, sin saberlo. Iba a Asia y, entonces, era muy necesario que fuera. Pero todo lo que encontré allí, lo vuelvo a ver hoy aquí: selva virgen, calor, criaturas nuevas, hermosas y sin nervios, sol, santuarios. Largo rato hace falta para saber que es posible visitar tres comarcas en un solo día. ¡Aquí están las tres! ¡Te saludo, India! ¡Te saludo, África! ¡Te saludo, Japón!
Los amigos conocían una joven que moraba allí arriba, y Klingsor pregustaba la visita a la desconocida. La había bautizado con el nombre de Reina de las Sierras, titulo de un misterioso cuento oriental de sus libros de infancia.
Llena de curiosidad la caravana penetró en el laberinto azul; ni un hombre, ni un sonido, ni un gallo, ni un perro. Pero en la penumbra del arco de una ventana, Klingsor descubrió una figura inmóvil, una muchacha de ojos negros, con un pañuelo escarlata sobre el cabello negro. Su muda mirada, espiando al forastero, se encontró con la suya; durante un segundo el hombre y la joven se miraron seriamente en los ojos; dos mundos extraños se unieron por un instante. Luego ambos sonrieron cálidamente en el eterno saludo de los sexos, en la antigua, dulce y ávida hostilidad, y ya el forastero había doblado la esquina de la casa, desapareciendo de la vista, imagen entre imágenes, sueño entre sueños en los recuerdos de la muchacha. En el corazón nunca satisfecho de Klingsor asomo una pequeña tentación, durante un momento dudo y pensó volver atrás, pero Agosto le llamo y Ersilia comenzó a cantar; transpusieron un pequeño muro y frente a ellos se abrió, silenciosa y refulgente en la canícula hechizada, una pequeña plaza luminosa con dos palacetes amarillos, con estrechos balcones de piedra, y persianas cerradas; un magnífico escenario para el primer acto de una ópera.
—Llegamos a Damasco —exclamó el doctor—, ¿dónde vive Fátima, la perla entre las mujeres?
Desde el palacete más pequeño llego una inesperada contestación. De la frescas tinieblas detrás del balcón medio cerrado se desprendió una nota extraña, repetida una vez, dos y diez, y luego la octava correspondiente repetida otras diez veces; era un piano que estaban afinando, un piano melodioso, con infinitos tonos, en medio de Damasco.
Ésa tenía que ser la casa; sin duda vivía allí. Pero parecía no tener puertas; solo se veía una pared de un suave anaranjado con dos balcones y arriba, en el frontón, un antiguo fresco con flores azules y rojas y un papagayo. Solo cabía esperar que se abriera una puerta disimulada, al golpear tres veces y al pronunciar la palabra mágica Salomón; entonces recibían al viajero perfumes de esencias persas y la Reina de las Sierras en su trono, cubierta de velos. Habría esclavas sentadas a sus pies y un papagayo pintado volaría chillando sobre el hombro de su ama.
Encontraron una minúscula puerta en la calleja lateral; una diabólica y estridente campanilla interrumpió el silencio; adentro una escalera estrecha y perpendicular conducía al piso de arriba. ¿Cómo habría entrado el piano en esta casa? ¿Por la ventana? ¿Por el techo?
Salió un enorme perro negro, seguido por un pequeño león rubio, gran alboroto; la escalera chirriaba; arriba el piano tocaba por undécima vez la misma nota. De un cuarto de paredes rosadas emanaba una suave y apacible luz; se oyó el ruido de puertas que golpeaban. ¿Dónde estaba el papagayo? ¿Había un papagayo?
De pronto apareció la Reina de las Sierras, esbelta y elástica flor, erguida y ondulante, toda en rojo, ardiente como una llama, símbolo de la juventud. Todas las queridas imágenes desaparecieron frente a los ojos de Klingsor, cediendo lugar a este nuevo cuadro luminoso. Inmediatamente comprendió que la pintaría, no según la naturaleza, sino según la luz que difundía; pintaría la poesía, la dulce, rústica tonalidad que acogiera en su alma: una rubia, juvenil amazona de color rojo fuego. Ahora la contemplaría durante una hora, quizás varias horas. La vería mientras caminaba, se sentaba, reía, quizá la vería bailar y la oiría cantar. El día estaba coronado, el día había encontrado su sentido. Todo lo demás que vendría seria lo superfluo, el regalo. Tenía que ser así: el acontecimiento importante no llegaba nunca solo, siempre le precedían mensajeros e indicios precursores: los primitivos ojos asiáticos de aquella madre en el cortijo, la hermosa muchacha morena en la ventana del pueblo.
Durante un instante pensó dolorido: ¡Si tuviera diez años menos, diez fugaces años de menos, esta chica podría conquistarme, seducirme, dominarme! ¡Pero no, eres demasiado joven, pequeña Reina escarlata, eres demasiado joven para el viejo mago Klingsor! Te admiraré, te aprenderé de memoria, te pintaré, fijaré eternamente en el dibujo la canción de tu juventud; pero no haré ningún peregrinaje por ti, no amarraré escaleras en la ventana para obtenerte, no mataré por ti, no tocaré serenatas frente a tu balcón. No, desgraciadamente el viejo pintor Klingsor no hará nada de eso, ese viejo borrico. No te amara, no te echara miradas seductoras como a la mujer asiática o a la morena en la ventana, que quizás no cuenta ni un día menos que tu. Pero para ellas yo no soy demasiado viejo; solo para ti, lo soy, Reina de las Sierras. Flor encarnada de la montaña. Unicamente para ti, oh, clavel de las rocas, Klingsor es demasiado viejo. Pues para ti no es suficiente el amor que Klingsor puede brindar entre un día lleno de trabajo y una noche de borrachera. Tanto mejor, mi ojo saciará su sed en ti, y te recordará como una llama luminosa, cuando ya tú te hayas apagado para mí.
Por estancias de piso enlosado y arcos abiertos llegaron a una sala, donde toscas figuras de estuco barroco sobresalían de las altas puertas, y a lo largo de las paredes corría un friso pintado de oscuro, con delfines, corceles blancos y cupidos rojos sobre un mar poblado de figuras mitológicas. Unas cuantas sillas y en el piso, las partes desmontadas del piano; nada más que en el gran local; solo dos puertas seductoras que se abrían sobre los pequeños balcones con vista a la radiante plazoleta de ópera y a los dos balcones del palacete vecino, adornadas también con pinturas: un obeso cardenal escarlata nadando en el sol como un pez dorado.
Se quedaron. Desempaquetaron las provisiones; tendieron una mesa y corrió en exquisito vino blanco del norte, que evocaba ejércitos de recuerdos e imágenes. El afinador se había retirado, el piano desmontado callaba. Klingsor contemplo pensativo al armazón de las cuerdas, luego cerro lentamente la tapa. Sus ojos le dolían, pero en su corazón el estío cantaba su canción, cantaba la madre sarracena, cantaba azul y cálido el sueño de Careno. Comió y bebió, choco su copa contra las otras copas, charlando alegremente pero en su taller interior todo estaba alerta, su mirada perseguía al clavel de las rocas, a la flor de fuego, amoldándose como el agua en torno al pez. Un diligente cronista en su cerebro anotaba formas, ritmos, y movimientos, como en cifras de bronce.
Voces y risas llenaban la sala vacía. Bondadosa e inteligente resonaba la risa del doctor; profunda y gentil la de Ersilia, fuerte y baja la de Agosto, liviano como un trino la de la pintora, el poeta hablaba de cosas serias; Klingsor bromeaba; la Reina Roja se movía entre sus huéspedes, observándolos, un poco tímida, rodeada por delfines y corceles, ora en medio de los amigos, ora al lado del piano, sentándose en un almohadón, cortando pan, o escanciando vino con mano inexperta. Una ruidosa alegría reinaba en la fresca sala; ojos negros y azules brillaban felices y detrás de las altas puertas luminosos de los balcones acechaba inmóvil la tórrida canícula.
En las copas siempre llenas brillaba el vino dorado, contrastando agradablemente con la frugal comida fría. El fulgor rojizo del vestido de la Reina se reflejaba ora aquí, ora allí en la amplia y alta sala; atentas y despiertas le seguían las miradas de los hombres. Desapareció y regreso con un pañuelo azul en la cabeza.
Después de comer se levantaron cansados satisfechos y se dirigieron alegremente al bosque donde se tendieron entre el pasto y musgo. Sombrillas relucientes; rostro encendidos bajo sombreros de paja; sol abrasador en el cielo ardiente. La Reina de las Sierras descansaba toda roja en el pasto verde; su cuello blanco y delgado se destacaba sobre el vestido llameante. Satisfecha y animada la botita se amoldaba a su pie esbelto. Klingsor cerca de ella la miraba, la estudiaba, la absorbía, como cuando muchacho leía, absorto y olvidado, el cuento de hadas de la Reina de las Sierras. Descansando, dormitando, charlando y luchando con hormigas pasaban las horas; alguien creyó escuchar el arrastrar de una serpiente; cáscaras espinosas de castañas se enredaban en los cabellos de las mujeres. Klingsor pensaba en amigos ausentes que hubieran armonizado con la reunión. En realidad no eran muchos; únicamente añoraba a Luis el Cruel, el pintor de circos y tiovivos; su espíritu fantástico flotaba entre ellos.
La tarde transcurrió como un año en el paraíso. Al despedirse se rieron mucho y Klingsor se lo llevo todo atesorado en su corazón: la Reina, el bosque, el palacete, la sala de los delfines, los dos perros y el papagayo.
Al bajar con los amigos por la montaña, le invadió poco a poco ese humor alegre y desbordante que conocía solo en los raros días en que dejaba voluntariamente el trabajo. Tomado de la mano con Ersilia, Hermann, y la pintora, se deslizaba bailoteando por la soleada carretera, entonaba canciones, gozaba infinitamente con bromas y juegos de palabras, reía con abandono. Corría adelante y se escondía entre arbustos para asustarlos.
Por más que caminaran ligero, el sol rodaba más rápidamente y al llegar a Palazzetto ya se hundía detrás de la montaña, sumiendo en la oscuridad el valle ahí abajo. Habían errado el camino y bajado demasiado, estaban hambrientos y fatigados y tuvieron que renunciar a los proyectos que tenían previstos para la noche: una caminata por los campos de grano hasta Barengo y una cena con pescado frito en la posada del pueblito de pescadores.
—Queridos amigos —dijo Klingsor, sentándose en un muro al borde del camino—, nuestro plan era muy lindo y sin duda yo haría honor a una buena cena de pescados en Monte d’oro. Pero no podemos seguir así; yo por lo menos no puedo. Estoy cansado y tengo hambre. No daré un paso más después del próximo «Grotto», que sin duda no estará lejos. Allí habrá vino y pan. ¿Quién me acompaña?
Todos lo aprobaron y pronto encontraron el «Grotto»: una estrecha terraza en la pendiente escarpada, mesas y bancos de piedra, a oscuras entre los árboles. Desde la cantina, entre las rocas, el posadero trajo vino fresco y pan. Comieron en silencio, contentos de hallarse por fin sentados. Detrás de los anchos troncos iba muriendo el día, el monte azul se tornaba lentamente negro, y la blanca carretera rosada; se oyó el chirrido de un carruaje y el ladrido de un perro en el camino invadido ya por las tinieblas; en el cielo se escondían poco a poco las estrellas y en la tierra las luces, sin que pudieran distinguirse las unas de las otras.
Klingsor descansaba feliz, contemplando la noche, llenándose lentamente con pan negro y vaciando en silencio los tazones azulados llenos de vino. Ya satisfecho, comenzó de nuevo a charlar y a cantar, meciéndose al compás de la melodía, jugando con las mujeres y aspirando el perfume de sus cabellos. El vino le gustaba. Como experto seductor acalló fácilmente las propuestas de seguir de viaje, y continuo bebiendo y escanciando vino; brindo cariñosamente, con todos y ordenó más vino. Poco a poco, de los celestes tazones de arcilla, símbolo del pasado, se elevaron hechizos fantásticos, que vagaron por el mundo, dando color a las estrellas y a las luces.
Sentados en una hamaca suspendida sobre el abismo del mundo y de la noche, aquellos pájaros sin patria y sin peso frente a las estrellas, cantaban y cantaban en su jaula dorada canciones exóticas, y fantaseaban con los corazones embriagados por la noche, el bosque y el cielo, en el universo inverosímil y fantástico. Les contestaban las estrellas y la luna, los árboles y las montañas, evocando cálidos vapores de Egipto y férvidos perfumes de Grecia: Goethe y Hafis vagaban entre ellos, Mozart sonreía y Hugo Wolf tocaba el piano en la noche quimérica.
Un estruendo interrumpió el silencio, un resplandor crepitante atravesó el aire: debajo de ellos, en el corazón de la tierra, paso corriendo, lanzándose hacia la montaña y la noche, un tren con cientos de ventanas iluminadas, mientras arriba en el cielo resonaban las campanas de una iglesia invisible. Acechando subió la luna en el firmamento, y al reflejarse en el vino oscuro, iluminó la boca y los ojos de una mujer en las tinieblas, luego sonrío y subió más, para unirse al coro de estrellas. Solitario, acurrucado en un barco, estaba el espíritu de Luis el Cruel escribiendo cartas.
Klingsor, Rey de la noche, el cráneo coronado, apoyado en el asiento de piedra, dirigía la danza del mundo, llevaba el compás de la música, llamada a la luna, y mandaba desaparecer el tren, que pasó raudo como una estrellas fugaz que atraviesa la bóveda celeste.
¿Dónde estaba la Reina de las Sierras? ¿No resonaba un piano en el bosque, no rugía a lo lejos el pequeño y desconfiado león? ¿No había estado entre ellos la Reina escarlata con un pañuelo azul en la cabeza? ¡Salud, viejo mundo, y cuidado con no hundirse! ¡Por aquí, bosques! ¡Por allí, negras montañas! ¡Qué todos obedezcan al ritmo! ¡Oh, estrellas azuladas y ardientes como en la canción popular!: «¡Tus ojos ardientes y tu boca azulada!».
Sí, pintar era hermoso. Era un hermoso y agradable juegos para niños. Pero distinto, más grande y más importante era distinguir las estrellas, comunicar al mundo el ritmo de su propia sangre y la gama de colores de sus ojos, soltar al viento de la noche los ensueños de la propia alma. ¡Qué desaparezca el monte negro! ¡Transformándose en nube, y vuela hasta Persia y descarga tu lluvia sobre Uganda! Acércate espíritu de Shakespeare y cántanos tu embriagada canción de la lluvia, de la lluvia de cada día.
Klingsor besó una pequeña mano femenina y se inclinó sobre el seno palpitante y pleno de una mujer, un pie jugaba con el suyo debajo de la mesa. No sabía a quién pertenecía la mano y el pie, se sentía rodeado de cariño; era el antiguo y siempre encanto que volvía al corazón agradecido: todavía era joven, todavía estaba lejos del fin; aún brillaba y seducía, todavía le amaban las buenas y medrosas mujercitas; todavía contaban con él.
Su entusiasmo fue aumentando. Con voz baja y silenciosa empezó a contar una extraordinaria epopeya, la historia de un amor o mejor dicho de un viaje por los Mares del Sur, donde junto con Gauguin y Robinson descubriera la isla de los papagayos, fundando la libre federación de las islas felices. ¡Cómo refulgían en la luz de las estrellas los miles y miles de papagayos! ¡Qué fantásticos destellos producían sus largas colas azules, reflejadas en las verdes aguas de la bahía! Como un trueno resonaron los gritos y el chillido de los cientos de monos cuando Klingsor proclamo la república. La cacatúa blanca fue encargada de formar el gabinete y Klingsor bebió, en compañía de los pájaros, vino de las palmeras en los pesados cálices de coco. ¡Oh, luna de entonces, luna de las noches felices, una luna que brillaba sobre las chozas lacustres en el cañaveral! Kül Kalüa se llamaba la esquiva princesa morena, paseaba su talle y sus miembros esbeltos y finos por entre los bananeros; su cutis era tostado, reluciente como la miel bajo las jugosas y gigantescas hojas; ojos de corza en el rostro suave, agilidad felina en la espalda fuerte y flexible, en los tobillos elásticos y en las piernas musculosas. ¡Kül Kalüa, niña de pasión primitiva e inocencia infantil de las sagradas islas sudorientales! ¡Mil noches pasaste en los brazos de Klingsor y cada noche fue nueva, cada noche fue más intima y más dulce que todas las demás! ¡Oh, fiesta del Espíritu de la tierra, dónde las vírgenes de la isla de los papagayos bailaban en honor del dios blanco!
Sobre la isla, sobre Robinson y Klingsor, sobre el relato y los oyentes se extendía la blanquecina bóveda estrellada; dulce y apacible como un vientre que respira suavemente; pulsaba la montaña, bajo la húmeda luna perseguida por las estrellas en vertiginosa danza, rodando veloz y febril por el semicírculo del firmamento. Cadenas de estrellas hallábanse alineadas como la soga resplandeciente del funicular de paraíso. Selva virgen, oscura y material, cieno prehistórico evocando muerte y creación, reptiles y cocodrilos arrastrándose en el fango, la eterna corriente de las formas renovándose al infinito.
—Volveré a pintar —dijo Klingsor—, mañana mismo. Pero ya no pintaré casa, ni árboles. Pintaré cocodrilos y estrellas de mar, dragones y serpientes purpurinas, pero los representaré en su formación, pasado por la gran evolución, llenos de nostalgia por convertirse en nombres, por transformarse en estrellas; una concepción llena de nacimiento y descomposición, llena de Dios y de muerte.
Entre sus palabras apagadas en medio de esa hora ebria e intranquila, resonó la voz de Ersilia profunda y clara; canturreaba el «bel mazzo di fiori». Una dulce sensación de paz emanaba de la sencilla canción; Klingsor la escuchaba como si llegara desde una remota isla flotante por mares de tiempo y soledad.
Dio vuelta a su taza vacía; ya no iba a beber más. Se quedo inmóvil escuchando: era el canto de una mujer, una niña, una madre. Y él, Klingsor, ¿era un individuo extraviado y perverso, bañado en el fango del mundo, un vagabundo y un bribón o un pequeño niño estúpido?
—Sora Ersilia —dijo con respeto—, tu eres nuestra buena estrella.
Luego treparon cuesta arriba por el bosque tenebroso, aferrándose a ramas y a raíces, buscando el camino de vuelta. Llegaron al límite del bosque y se introdujeron en los campos cultivados, donde un pequeño sendero dormido entre el maíz prometía el regreso al hogar, mientras la luna se reflejaba en las hojas y a lo largo de las hileras de viñas. Klingsor empezó a cantar con su voz un tanto ronca, cantó mucho con voz apagada, en alemán y en malayo, con palabras y sin palabras, y mientras cantaba emanaba una concentrada plenitud, como cuando un muro oscuro difunde en la noche la luz absorbida durante el día.
De uno a uno por vez se despedían los amigos, desapareciendo por estrechos senderos a la sombra de las parras. Todos se iban, todos vivían para sí, alejaban camino del hogar, solos bajo el inmenso cielo. Una mujer le beso; su boca mordió la suya, ávidamente. Todos se fueron, todos se perdieron en la oscuridad. Cuando Klingsor subió solo los peldaños de su casa todavía iba cantando. Cantaba y alababa a Dios y a sí mismo, ensalzaba a Li Tai Pe y el buen vino de Pambambio. Descansaba como un ídolo en mares de paz y seguridad.
—Por dentro —decía—, soy como una esfera de oro, como la cúpula de una catedral; allí se reza arrodillado, el oro brilla en las paredes y en antiguos cuadros sangra el Salvador, y sangra el corazón de María. Nosotros, los extraviados, también sangramos, nosotros, astros y cometas, siete espadas atraviesan nuestro pecho dichoso. Te amo, rubia muchacha, y a ti, mujer morena, amo a todos, también a los pedantes; son pobres diablos como yo, pobres niños y semidioses frustrados como el borracho Klingsor. ¡Salud, vida querida! ¡Salud, muerte querida!