Como caído de cielo había llegado inesperadamente Luis el Cruel, el antiguo amigo de Klingsor, viejo y caprichoso pájaro migrador, que vivía en el tren y llevaba su taller en la mochila. Buenas horas les deparo el cielo en esos días; agradables brisas soplaban para ellos. Pintaron juntos en el Monte de los Olivos y en Cartago.
—¿Tendrá algún sentido este pintarrajeo? —pregunto Luis en el Monte de los Olivos, tendido desnudo en el pasto con la espalda al rojo por el sol—. Mi querido, al fin y al cabo pintamos «faute de mieux». Si tuvieras siempre sobre tus rodillas la chica que te gusta en cada instante, o en el plato de comida que te apetece ese día, sin duda no te agotarías en ese absurdo juego de niños. La naturaleza tiene diez mil colores y nosotros nos hemos empeñado en reducir la escala a veinte. Y ésta es la pintura. Jamás nos satisface y todavía tenemos que alimentar a los críticos. En cambio, una buena sopa de pescado, «caro mío», con un suave Borgoña y luego una milanesa y como postre peras con gorgonzola y un café turco, ¡éstas son realidades, señor mío, son valores! ¡Qué mal se come aquí en vuestra Palestina! Dios mío, quisiera estar sobre un cerezo y que las cerezas me cayeran en la boca y más arriba en la escalera esa muchacha morena y apasionada que hemos encontrado esta mañana. ¡Klingsor, déjate de pintar! Te invito a un buen almuerzo en Laguno; vamos, ya es tiempo.
—¿En serio? —pregunto Klingsor, guiñando el ojo.
—En serio. Pero antes tendré que hacer una escapada a la estación. Tengo que confesarte que telegrafíe a una amiga que estoy en peligro de muerte; puede llegar a eso de las once.
Klingsor río y saco del caballete el estudio empezado.
—Tienes razón, muchacho. ¡Vamos a Laguno! Pero ponte la camisa, Luigi. Las costumbres aquí son muy inocentes pero desgraciadamente no puedes ir desnudo a la ciudad.
Se dirigieron a la pequeña ciudad, pasaron por la estación, para recibir a la amiga de Luis, un hermoso ejemplar de mujer; comieron bien y alegremente en un restaurante, y después de los meses de olvido de vida rústica, Klingsor se asombró de que todavía existieran en el mundo pequeñas cosas agradables como truchas, jamón asalmonado, espárragos, Chablís, Dole, Benedictine…
Después del almuerzo viajaron los tres en el funicular, atravesando la empinada ciudad, entre casas, ventanas y jardines colgantes; estaban encantados y se quedaron, para volver a bajar y subir una y dos veces. El mundo era extraordinariamente hermoso y sorprendente, lleno de colores, un tanto chillón e inverosímil, pero maravilloso. Klingsor estaba un poco cohibido; aparentaba cierta frialdad, pues no quería enamorarse de la hermosa amiga de Luigi. Fueron de nuevo a un café, luego al parque, vacío al mediodía y se tendieron a orillas del agua, bajo los gigantescos árboles. Vieron muchas cosas dignas de ser pintadas: cosas rojas como piedras preciosas en medio del verde espeso, árboles serpientes y árboles pelucas, cubiertos de musgo azul y rojizo.
—Has pintado cosas hermosa y alegres, Luigi —dijo Klingsor—, todas cosas que quiero mucho: mástiles con banderas, payasos y circos. Pero lo que más me gusta es una mancha sobre el tiovivo nocturno. Sobre la carpa violácea, lejos de las luces, ondea en la oscuridad una fresca y pequeña banderita rosa, tan hermosa, tan fresca, tan solitaria, ¡horriblemente sola! Es como una poesía de Li Tai Pe o de Paul Verlaine. En esa pequeña e insignificante banderita rosada está representado todo el dolor y toda la resignación del mundo y también toda la buena risa por encima del dolor y de la resignación. Tu vida se justifica suficientemente por esa humilde banderita; por esa banderita te estoy agradecido.
—Sí, sé que te gusta.
—Tú también la quieres. Mira, si no hubieras pintado unas cuantas cosas como ésa, de nada te servirían las buenas comidas, los vinos y los cafés; serias un pobre diablo. Así, en cambio, eres un hombre rico, un muchacho que se hace querer. Mira, Luigi, a menudo pienso como tú que todo nuestro arte es solo un sustituto, una subrogación penosa y demasiado cara por la vida perdida, por la animalidad y el amor perdidos. Con todo no es así. Es muy distinto. Se sobrestima lo sensual al considerar lo espiritual como un sustituto de emergencia para la ausencia de lo sensual. Lo sensual no es ni una pizca superior a lo espiritual y viceversa. Lo mismo da si abrazas a una mujer o haces una poesía. Con tal de que exista lo principal, el amor, la pasión, la emoción, es indiferente que seas un ermitaño sobre el Monte Athos o un vividor en París.
Luis le miró detenidamente con sus ojos irónicos.
—Vamos, muchacho, no te dejes vencer por sentimentalismos.
En compañía de la hermosa mujer recorrieron la región. ¡Observar era su punto fuerte, eso sabían hacerlo! Dando vueltas por un par de pequeñas ciudades y pueblos, ellos veían con su fantasía a Roma y al Japón y al Océano Pacifico, y destruían en seguida, jugueteando, las bellas ilusiones; su capricho encendía las estrellas en el cielo y las volvía a apagar. Soltaban sus cohetes luminosos en las noches exuberantes; el mundo era una pompa de jabón, un paso de comedia, un alegre desvarío.
Luis, el pájaro, volaba en su bicicleta por la región serrana, estaba ora en un lugar, ora en otro, mientras Klingsor pintaba. Después de sacrificar algunos días, Klingsor comenzó a pasar de nuevo los días afuera, trabajando con ahínco. Luis no quería trabajar. Inesperadamente partió con su amiga y le mando una postal desde un lugar remoto. Luego apareció de nuevo, cuando Klingsor ya lo daba por perdido; llego con sombrero de paja y en mangas de camisa, como si nunca se hubiera alejado, y Klingsor sorbió nuevamente del cáliz más dulce de su juventud, el néctar de la amistad. Tenía muchos amigos, muchos le amaban, a muchos había dado y abierto su fácil corazón, pero sólo dos de esos amigos contestaron todavía durante aquel verano al antiguo llamado del corazón; Luis, el pintor, y el poeta Hermann, que se hacía llamar Thu Fu.
Algunos días Luis los pasaba sentado afuera en su sillita plegadiza, a la sombra de perales o ciruelos, pero no pintaba. Tenía el papel sujeto a la tablita de pintar, meditaba y escribía; escribía muchas cartas. ¿Puede ser feliz un hombre que escribe tantas cartas? Luis, el despreocupado, escribía con esfuerzo, a veces pasaba toda una hora con la vista penosamente en el papel. Muchos secretos llevaba consigo, y Klingsor le amaba por ello.
Pero Klingsor era distinto. Él no podía callar, no podía esconder su corazón. Los íntimos sufrimientos de su vida, que muy pocos sospechaban, los revelaba sin embargo al primer llegado. A menudo padecía angustia y melancolía, a menudo se hundía en el tenebroso pozo de la amargura y sombras de su vida pasada caían gigantescas sobre los días presentes, tornándolos negros. Entonces le hacía bien ver el rostro de Luigi. Entonces, a veces, se lamentaba con él.
Pero a Luis no le gustaban las debilidades. Le atormentaban, le exigían compasión. Klingsor se había acostumbrado a abrirle el corazón al amigo y comprendió demasiado tarde que así lo perdía.
Luis comenzó a hablar de nuevo de partir. Klingsor sabía que ahora solo podría retenerle aún por algunos días, tres, cinco quizás; pero luego inesperadamente le mostraría su baúl listo y partiría para no regresar en mucho tiempo. ¡Qué breve era la vida, y cuán irrevocable era todo! Había asustado y fastidiado al único amigo que comprendía hasta el fondo su arte, y que, a su vez, poesía un arte afín y del mismo nivel que el suyo. Le había echado a perder el buen humor y desilusionado, sólo por una estúpida debilidad y comodidad, solo por la infantil e indecorosa necesidad de no hacer ningún esfuerzo frente a un amigo, de no guardar secretos, de no mantener cierta reserva. ¡Qué imbécil y pueril había sido! ¡Y ahora que se lo reprochaba, ya era demasiado tarde!
El último día vagaron juntos por los valles dorados y Luis estaba de muy buen humor; viajar representaba la alegría de vivir para su corazón vagabundo. Klingsor estaba a tono; habían encontrado de nuevo el viejo acento liviano, juguetón e irónico y ya no lo abandonaron más. A la noche se sentaron en el jardín de una posada. Se hicieron preparar pescado frito, arroz con hongos y comieron durazno con marraschino.
—¿A dónde te irás mañana? —preguntó Klingsor.
—No sé.
—¿Vas a reunirte con la hermosa mujer?
—Sí. Quizá. ¿Quién puede saberlo? Pero no preguntes tanto. Como coronación vamos a beber todavía algún buen vino blanco. Yo abogo por un Neuchatel.
Mientras bebían, de pronto Luis exclamó:
—Es bueno que me vaya, viejo tiburón. A veces cuando estoy sentado a tu lado, por ejemplo añora, tengo ocurrencias idiotas. Pienso que aquí están sentados los dos mejores pintores que posee nuestra patria y experimento una horrible sensación en las rodillas como si fuéramos de bronce y estuviéramos tomados de la mano sobre un monumento como Goethe y Schiller, si recuerdas. Tampoco ellos tienen la culpa de que deban estar eternamente allí, teniéndose de las manos de bronce hasta resultarnos con el tiempo fatales y odiosos. Quizá fueron hombres geniales y encantadores; una vez, hace mucho, leí algo de Schiller y era realmente hermoso. Y sin embargo ahora se ha convertido en una celebridad; tiene que permanecer al lado de su hermano siamés, una cabeza de yeso al lado de otra cabeza de yeso y por todas partes se venden sus obras completas y se las comenta en las escuelas. ¡Qué horror! Imagínate que un profesor dentro de cien años le diga a sus alumnos: «Klingsor nacido en 1877 y un contemporáneo Luis, llamado el comilón, innovadores en la pintura, liberadores del naturalismo de los colores; estudiada detenidamente, una pareja de pintores ofrece tres periodos exactamente definidos». En realidad preferiría que me arrollara ahora mismo una locomotora.
Ya amanecían las estrellas en el cielo. De pronto Luis brindó con el amigo chocando su copa.
—Vamos, apuremos las copas y luego me iré en mi bicicleta. ¡Nada de largos despidos! Ya está todo pago. ¡A tu salud, Klingsor!
Chocaron las copas y bebieron; en el jardín Luis salto en su bicicleta, agito el sombrero y desapareció. Noche, estrellas. Luis ya estaba en la China. Luis era un mito.
Klingsor sonrío melancólicamente. ¡Cómo amaba a ese pájaro milagroso! Se quedo todavía largo rato sobre los guijarros del jardín, contemplando la carretera vacía.