Eran los comienzos de un verano apasionado y alegre. Los largos y calurosos días ardían como banderas en llama; a las breves y bochornosas noches de claro de luna, seguían breves y bochornosas noches de lluvia y a éstas, fugaces como sueños y colmadas de imágenes las ardorosas semanas.
Pasada la medianoche, Klingsor, de regreso de una caminata nocturna, hallábase de pie en el estrecho balcón de piedra de su estudio. Debajo de él se hundía el viejo jardín con sus terrazas hondas y escarpadas; una inmensa y umbrosa maraña de espesas cimas de árboles, palmeras, cedros, castaños, árboles de Judas, hayas rojas y eucaliptos cubiertos por enredaderas, lianas y glicinas, ahondaba su espesura. Entre la superficie negra del follaje relucían con pálidos destellos las enormes y metálicas hojas de las magnolias estivales, entre ellas, gigantescas flores blancas a medio abrir, grandes como cabezas humanas, opalinas como la luna y el marfil, de las que subía en oleadas un penetrante e intenso aroma de limón. De algún lugar lejano llegaban los fatigados compases de un música, de una guitarra o un piano, difíciles de distinguir. En los gallineros chillo de repente un pavo real; una, dos, tres veces, el breve y maligno timbre seco de su martirizada voz atravesó el bosque nocturno, como si todo el dolor del mundo animal, resonara auténtico y desesperanzado desde aquellas profundidades. La luz sideral se esparcía por el selvático valle. Muy en lo alto y abandonada en medio del inmenso bosque, se veía una antigua y blanca capilla encantada. Lago, montañas y cielo se confundían en el lejano horizonte.
Klingsor, en camisa, los brazos desnudos apoyados en la baranda de hierro del balcón, contemplaba con ojos ardientes las constelaciones en el pálido cielo y los suaves reflejos de las estrellas sobre la negra, informe espesura de los árboles. El grito del pavo real lo volvió a la realidad. Si, de nuevo estaba alta la noche; habría debido dormir era preciso que durmiese a cualquier precio. Acaso si pudiese dormir una serie de noches seguidas, seis u ocho horas de sueño profundo, recobraría sus fuerzas, los ojos descansados volverían a obedecerle, su corazón latía más tranquilo y de sus sienes desaparecía el dolor. Pero entonces pasaría este verano, este desenfrenado y fúlgido sueño de verano y con él mil copas llenas se volcarían intactas. Roto estaría el hechizo de mil miradas de amor inobservadas y perdidos miles de cuadros que bullían en su imaginación.
Oprimió la frente y los ojos doloridos en el hierro fresco de la baranda y durante un momento experimento cierto alivio. Al cabo de un año, o antes, estos ojos estarían ciegos y apagado el fuego en su corazón. No, ningún hombre podía soportar por mucho tiempo esta vida abrasadora; tampoco él, tampoco Klingsor, pese a sus diez vidas. Nadie podía mantener encendidas, de día y de noche, durante mucho tiempo todas las luces, todos sus volcanes; nadie podía por más de un breve lapso arder con tan intensa llamarada, ofrendando cada día los frutos de un trabajo apasionado y cada noche el martilleo de hondos pensamientos; gozando siempre, creando siempre, claro y despierto como en perpetua vigilia; como un castillo detrás de cuyas ventanas una música resuena día tras día, y noche tras noche brillan mil velas encendidas. Se acercaba el fin, ya había derrochado mucha fuerza, ya había quemado mucha luz de sus ojos y vertido mucha sangre de su vida.
De pronto rió, enderezándose. Recordó que ya muchísimas veces había sentido lo mismo, que ya muchas veces había pensado y temido todo esto. En todas las épocas buenas, creadoras y ardientes de su vida, desde su juventud, había vivido de ese modo, quemando la vela por los extremos, con una sensación entre alegre y melancólica de vertiginoso despilfarro y consunción, con una desesperada ansia de apurar la copa y un profundo y secreto miedo del próximo fin. ¡Oh!, a menudo había vivido así, vaciando el cáliz, ardiendo en vivas llamaradas. A veces estos momentos terminaban muy suavemente, en un modo de profundo sueño invernal. Pero otras veces el resultado era terrible: devastación inútil, dolores insoportables, médicos, triste renuncia, en una palabra: el triunfo de la debilidad. El final de cada periodo de exaltación fue tornándose cada vez peor, cada vez más triste, más perjudicial. Pero siempre lo había superado y después de semanas o meses de martirio y aturdimiento sobrevenía la resurrección, un nuevo incendio, una nueva explosión del fuego interior, nuevas obras más ardientes, una nueva, brillante embriaguez de la vida. Si, así era, y los periodos de sufrimiento y de renuncia, esos miserables intervalos se hundían en el olvido. También ahora todo saldría bien, como tantas otras veces.
Pensó sonriendo en Gina a quien había visto esa noche y que había ocupado tiernamente sus pensamientos durante el camino de regreso. ¡Qué hermosa y cálida era esa muchacha en su inexperta y temerosa pasión!
—¡Gina! ¡Gina! ¡«Cara» Gina! ¡«Carina» Gina! ¡Bella Gina! —dijo con emoción y como si susurrara de nuevo esas palabras al oído de la joven.
Entró en el cuarto y encendió la luz. De un pequeño y desordenado montón de libros saco un volumen de poesías en cuero rojo. Había recordado unos versos de amor de incomparable belleza y sensibilidad. Busco un buen rato hasta que los encontró:
¡Guárdame de la noche y del dolor,
Tierno candil, fosforescencia amada!
¡Es de la luna tu preciso albor,
sol rutilante, luz inmaculada!
Embriagado saboreó con profundo deleite el hondo sentimiento de estas palabras. Que hermoso, que profundo y encantador era eso: «… fosforescencia amada!» y aquello otro:«… es de la luna tu precioso albor».
Se paseó sonriendo ante las altas ventanas, recitando los versos que llamaban a la lejana Gina «luz inmaculada», con voz opaca de emoción.
Luego abrió la cartera que después del largo día de trabajo llevaba esa noche todavía consigo. Tomo el pequeño álbum de esbozos, el que más quería, y busco las ultimas hojas, las de los últimos dos días. Ahí estaba el picacho con las profundas sombras de las rocas; lo había concebido semejante a un rostro contraído; la montaña parecía gritar como si sus grietas hubieran reventado de dolor. El pequeño pozo de piedra semicircular apoyado en la pendiente, el arco de ladrillos lleno de sombras negras y por encima, las ramas encendidas y encarnadas de un granado de flores rojo sangre. Solo él, Klingsor, podía entender sus dibujos: era su clave secreta; fugaces y apasionados apuntes para captar un instante, recuerdos presurosos de cada momento, en los que la naturaleza y el corazón armonizaban en forma completamente nueva. Luego los esbozos a la acuarela, más grandes, en blancas hojas con luminosas manchas de color: el chalet escarlata en medio el bosquecillo, como un rubí de fuego sobre un terciopelo verde, y el puente de hierro de «Castiglia», bermellón sobre el fondo verde azulado de la montaña; a su lado, el dique violeta y la carretera anaranjada. Luego, la chimenea de la fábrica de ladrillos como un cohete rojo sobresaliente del fresco y claro verdor del ramaje; un poste azul y un cielo violeta claro con espesas nubes cilíndricas. Esa hoja era buena, podía quedar. Lástima que no hubiera podido terminar la entrada del establo; ese rojo ladrillo sobre el cielo de acero estaba bien, hablaba, tenía fuerza. Pero el sol que iluminaba de lleno el papel, le había causado horribles dolores a los ojos. Había tenido que refrescarse por un buen rato el rostro en un torrente. Sin embargo, ese rojo ladrillo sobre el azul metálico casi maligno era bueno, no tenía un matiz de más ni de menos; era una obra acabada. Sin su «Caput mortuum» no lo hubiera logrado. Y ése era el secreto. Las formas de la naturaleza, el arriba y abajo, el espesor y la ductilidad, podían desplazarse; en este campo se podía prescindir de todos los medios honestos con que suele imitarse a la naturaleza. Por supuesto que también podían falsearse los colores acentuándolos, moderándolos, interpretándolos de mil modos. Pero cuando se quería representar con colores un trozo de naturaleza, siempre era lo principal que los colores conservaran entre si la misma exacta relación, y disposición recíprocas que en la naturaleza. En eso no se podía ser independiente, en eso por el momento había que continuar siendo naturalista, aun cuando se usara el anaranjado en lugar del gris y el barniz de granza en lugar del negro.
Otro día perdido y un resultado escas: la hoja con la chimenea y el motivo rojo-azul y quizás el dibujo con el pozo. ¡Y ahora a la cama! Ya era la una pasada.
En el dormitorio se arrancó la camisa, se echó por los hombros una jarra de agua que salpico en el piso de mosaico, salto a la alba cama y apago la luz. A través de la ventana le miraba el pálido Monte Salute, cuyas formas Klingsor había interpretado cientos y cientos de veces tendido en la cama. El grito de una lechuza, ahí abajo, en el abismo selvático, resonó profundo y hueco como el sueño, como el olvido.
Cerró los ojos, pensando en Gina y en las imágenes del día. ¡Dios mío, cuántas cosas esperaban, cuántos centenares de cálices llenos y listos para ser apurados! ¡No había objeto en la tierra que no mereciera ser pintado! ¡Ni mujer que no debiera amarse! ¿Porque existía el tiempo? ¿Por qué esa imbécil sucesión en lugar de una satisfactoria y ebria simultaneidad? ¿Porque yacía de nuevo solo en la cama como un viudo o como un anciano decrépito? En todos los momentos de la breve vida se podía gozar y crear, pero siempre sólo una canción a la vez, nunca resonaba la sinfonía entera y completa con todas sus voces e instrumentos.
En una época remota, a la edad de doce años, él se había hecho llamar «Klingsor el de las diez vidas». Era un juego de muchachos y cada uno de los bandidos tenía diez vidas, de las cuales perdía una cada vez que su perseguidor le tocaba con la mano o le alcanzaba con el dardo. Con seis, con tres y hasta con una sola vida todavía podía salvarse y liberarse; solo con la décima vida quedaba todo perdido. Pero él, Klingsor, empeñaba su orgullo en salvarse con todas sus vidas y consideraba vergonzoso perder alguna de ellas. Así había sido cuando muchacho, en aquel tiempo de leyenda cuando nada en el mundo parecía imposible y nada difícil; cuando todos amaban a Klingsor, cuando Klingsor dominaba sobre todos; cuando todo le pertenecía. Y así continuó, viviendo siempre con diez vidas. Y aun cuando nunca pudo alcanzar la saciedad, la sinfonía plena y rugiente, ¡jamás su canto había sido pobre y falto de sonidos, siempre había tenido en su guitarra unas cuantas notas más que los otros, más leña en el fuego, más táleros en el bolsillo, más caballos en su tiro! ¡Dios sea loado!
¡Cómo pulsaba la oscura quietud del jardín, semejante al respirar de una mujer dormida! ¡Cómo chillaba el pavo real! ¡Cómo abrasaba el fuego en su fecha, como latía su corazón, gritando y sufriendo, regocijándose y sangrando! Con todo, era hermoso el verano ahí arriba en Castagnetta; vivía magnificente en la antigua mansión desmoronada con aquella vista espléndida sobre los lomos cubiertos de orugas de los interminables bosques de castaños y también era bello abandonar de vez en cuando el viejo y noble mundo del castillo y del bosque para bajar sediento al valle a contemplar los alegres y vivaces juguetes y pintarlos en su chillona y amena luminosidad: la fabrica, el tren, el tranvía azul, la columna de los anuncios en el muelle, los orgullosos pavos reales, las mujeres, los curas, los automóviles. ¡Y cuán hermoso era e incomprensible y doloroso era, ese sentimiento arraigado en su pecho, de amor, de ansia por cualquier detalle colorido de la vida, esa dulce y vehemente necesidad de observar y dar forma a todo y al mismo tiempo ocultar bajo delgados velos la intima convicción de la puerilidad y futilidad de todos sus actos!
La breve noche estival se derretía en su propia fiebre; vahos perfumados subían del verde valle, en miles y miles de árboles hervía la savia; miles de ensueños asomaban en el ligero sueño de Klingsor; su alma atravesaba la sala de espejos de su vida, donde todas las imágenes se reflejaban multiplicadas, con nuevos rostros y nuevos significados y formando nuevas combinaciones, como si se sacudiera en un cubilete el cielo estrellado.
Entre todas le encantó y conmovió la siguiente visión: yacía en el bosque con una mujer de cabellos rojos sentada sobre sus rodillas y una de melena negra descansando sobre su hombro, mientras otra estaba arrodillada a su lado, con una mano en las suyas besándole los dedos, y por doquiera había mujeres y muchachas algunas todavía niñas, con largas piernas delgadas, unas en la flor de la vida, otras maduras ya y con los signos del saber y del cansancio en los rostros estremecidos; pero todas le amaban, todas querían ser amadas por él. De pronto se produjo una reyerta entre las mujeres; la pelirroja hundió con gesto violento su mano en la melena de la negra, arrastrándola al suelo y cayendo encima de ella, y entonces, todas se precipitaron a la lucha gritando, tirando, mordiendo, causando y recibiendo dolor, entre risas, chillidos y gemidos mientras la sangre corría por doquiera, y garras sangrientas se clavaban en las carnes mórbidas.
Klingsor despertó por unos instantes con una sensación de dolor y opresión, mirando con ojos muy abiertos y atónitos el hueco claro en la ventana en la negra pared. Todavía veía los rostros de las mujeres enfurecidas; a muchas las conocía y las llamo por su nombre: Nina, Erminia, Isabel, Gina, Edith, Berta y aún medio dormido murmuro con voz ronca:
—¡Niñas, niñas, basta ya! ¡Mienten todas, me engañan; soy yo, soy yo quien debe ser castigado!