En aquellas regiones meridionales cerca de Pambambio, Careno y Laguno, que había ama de y visitado a menudo en sus años juveniles, vivió el pintor Klingsor a la edad de cuarenta y dos años el último verano de su vida.
Allí pintó sus postreros cuadros, aquellas libres paráfrasis del mundo de los fenómenos, aquellas obras extrañas, luminosas, vivaces y sin embargo apacibles y tranquilas como sueños, con sus árboles encorvados y sus casas parecidas a plantas, que los expertos prefieren a los de su época «clásica». Por aquel tiempo su paleta se componía de unos pocos colores luminosos: cadmio rojo y amarillo, verde veronés, esmeralda, cobalto, cobalto violeta, bermellón francés y geranio púrpura.
La noticia de la muerte de Klingsor estremeció a sus amigos a fines del otoño, ya algunas de sus cartas habían expresado presentimientos y deseos de muerte. De ahí quizá el rumor de que se quitara la vida, tan infundado como otros rumores que acompañaban inevitablemente a los artistas discutidos. Muchos afirmaban que desde hacía varios meses Klingsor estaba loco y hasta hubo un crítico de arte poco perspicaz que intento explicar lo paradójico y estático de sus últimos cuadros partiendo de esta presunta locura. Sin duda más cierta que estas habladurías es la historia, rica en anécdotas, de la inclinación de Klingsor a la bebida. Ésta existió realmente y nadie la admitía con más franqueza que el mismo. En determinadas épocas y también en los postreros meses de su existencia, no solo bebió frecuentemente, sino que busco a sabiendas en la ebriedad un calmante a sus dolores y a una melancolía a menudo difícil de soportar. Li Tai Pe, el autor de las más hermosas canciones báquicas, era su poeta preferido y en la ebriedad solía llamarse a si mismo Li Tai Pe o, como uno de sus amigos, Thu Fu.
Sus obras siguen viviendo y no menos viva reina en el pequeño círculo de sus amistades la leyenda de su vida y de aquel último verano.