V

Repentinamente comenzó el verano, transformando al mundo con dos días de calor; los bosques parecían más profundos, las noches, como hechizadas. Las horas se perseguían calurosas, el sol volaba rápidamente por su ardiente hemiciclo; rápidas y presurosas lo seguían las estrellas; la vida abrasaba febrilmente; una silenciosa y ávida prisa recorría el mundo.

Llegó una noche en que la danza de Teresina en el casino fue interrumpida por una violenta e imprevista tempestad. Las luces se apagaron, rostros extraviados y contraídos aparecían por entre las blancas llamadas de los relámpagos; las mujeres chillaban, los mozos gritaban, las ventanas se sacudían ruidosamente con la tormenta.

Klein condujo enseguida a Teresina a la mesa, donde estaba sentado con el viejo cómico.

—¡Magnífico! —dijo él—. Vamos. ¿No tienes miedo?

—No, no tengo miedo. Pero tú no debes venir conmigo hoy. Van tres noches que no duermes y tienes un aspecto horrible. Me acompañarás a casa y luego iras a dormir a tu hotel. ¡Toma veronal si lo necesitas! Vives como un suicida.

Se fueron tomados del brazo, Teresina envuelta en el sobretodo de un mozo, atravesando la calles vacías y desoladas entre tormenta, relámpagos y sibilantes remolinos de polvo. Sonoros y alegres restallaban en la opulenta noche los truenos enredados y de pronto se desencadenó la lluvia, salpicando con fuerza el empedrado, siempre más intensa y densa entre los sollozos del espeso follaje estival bajo el violento aguacero.

Empapados y tiritando llegaron a la casa de la bailarina; Klein no se fue al hotel nadie habló más de ello. Reconfortados entraron al dormitorio, se quitaron riendo los vestidos mojados, mientras la luz cegadora de los relámpagos detrás de la ventana hería de cuando en cuando sus ojos; afuera rugía el viento y la lluvia agitándose entre las acacias.

—Todavía no volvimos a Castiglione —dijo Klein irónicamente—. ¿Cuándo iremos?

—Ya regresaremos, no te preocupes. ¿Acaso te aburres?

Él la trajo a su lado, ambos estaban como afiebrados y en su abrazo llameaba todavía el reflejo de la tormenta. Por la ventana penetraba en oleadas el fresco y húmedo aire, mezclado al amargo perfume de la hojas y al característico olor a tierra. Después de la lucha amorosa ambos se durmieron profundamente. Su rostro demacrado yacía junto al rostro lozano de ella; su cabello ralo y reseco al lado de su melena tupida y reluciente. Afuera, en la noche, la tempestad desencadenaba sus postreros relámpagos. Hasta que fatigada se atenúo, durmiéndose y cediendo a una apacible lluvia que fluía silenciosa por los árboles.

Poco después de la una, Klein, que ya no conocía sueño más largo, despertó de una pesada y bochornosa maraña de sueños, con la cabeza confusa y los ojos abiertos, tratando de acordarse dónde estaba. Era de noche; alguien respiraba a su lado; estaba con Teresina.

Se enderezó lentamente. Ahora volverían los tormentos; de nuevo se veía condenado a yacer hora tras hora con el dolor y la angustia en el corazón, solo, padeciendo sufrimientos inútiles, cavilando pensamientos y preocupaciones inútiles. Aún bajo el influjo de la pesadilla que le había despertado, le dominaban todavía pesados sentimientos de asco y horror, saciedad y desprecio de sí mismo.

Buscó tanteando el conmutador y encendió la luz. La fría luminosidad se desparramo por las blancas almohadas, las sillas llenas de vestidos, y la pared en que se abría el negro hueco de la ventana. Sobre el rostro inclinado de Teresina caían las sombras; su cabello y su nuca resplandecían.

Cuántas veces había visto a su mujer tendida a su lado, mientras él luchaba con el insomnio, envidiando su sueño, sintiéndose casi burlado por una sana y satisfecha respiración. ¡Jamás se estaba tan absolutamente y completamente abandonado por su prójimo como cuando este dormía! De nuevo, como en otros momentos, recordó el cuadro de Jesús sufriendo en el jardín de los Olivos, sofocado por angustia mortal, mientras sus discípulos dormían y dormían.

Tiró suavemente de la almohada en que yacía la cabeza durmiente de Teresina. Entonces pudo ver su rostro, tan extraño en el sueño, tan concentrado, tan lejano. Un hombro y un pecho estaban descubiertos: debajo de la sábana se levantaba a cada aliento la suave curva de su vientre. ¡Qué raro, pensó, que en las expresiones de amor, en las poesías, en las cartas amorosas, se hablase siempre de los dulces labios y mejillas y nunca del vientre y de las piernas! ¡Hipocresía! ¡Nada más que hipocresía! Contempló un buen rato a Teresina. Cuántas veces le fascinaría y seduciría aún con ese hermoso vientre, ese seno y esos blancos, sanos, fuertes y cuidados brazos y piernas; tomaría de él goce y placer, para descansar y dormir luego, profundamente, sin dolores, sin temor, satisfecha y sin sospecha, como duerme un sano animal. Y él yacería a su lado insomne, con los nervios crispados y el corazón lleno de angustia. ¿Cuántas veces más? ¿Por cuánto tiempo más? ¡Oh, no, no duraría ya mucho, unas pocas veces más, quizás nunca más! Se estremeció. Si, si, ahora lo sabía: ¡nunca más!

Gimiendo se oprimió el pulgar en las órbitas, donde entre el ojo y la frente anidaban esos diabólicos dolores. Sin duda también Wagner, también el maestro Wagner había padecido estos dolores. Si, si, durante años y años había sufrido esos dolores monstruosos soportándolos y tolerándolos, creyendo madurar y acercarse a Dios en sus tormentos, en sus inútiles tormentos. Hasta que un día no pudo soportarlo más, como también él, Klein, ya no podía soportarlo más. ¡Y los dolores eran lo de menos, pero los pensamientos, los sueños, las pesadillas! Y una noche Wagner se había levantado comprendiendo que no tenía sentido pasar más noches así, tan llenas de tormento; que no se acercaba con ello a Dios; y busco el cuchillo. Quizás fuera inútil, quizás fuera necio y ridículo de parte de Wagner haber matado. Pero el que no conocía sus tormentos, el que no había sufrido sus penas, no podía comprenderlo.

Hacía poco, en un sueño, él también había apuñalado a una mujer con un cuchillo, porque sus rostro desfigurado le pareció insoportable. Naturalmente todo rostro amado parecía desfigurado, alterado, cruel e irritante cuando ya no mentía, cuando callaba, cuando dormía. Entonces uno penetraba hasta el fondo y no encontraba amor, como tampoco se hallaba amor en el propio corazón, cuando se hurgaba en lo profundo. Sólo había ansia de vivir y miedo, y solamente por miedo, por un estúpido e infantil miedo al frío, a la soledad, a la muerte, los hombres se buscaban, se besaban, se abrazaban, apoyaban la mejilla en la mejilla ajena, la pierna en otra pierna y echaban nuevos seres al mundo. Así era. Así se había acercado una vez a su mujer. Así, al principio de su nuevo camino había venido a él la mujer de un posadero descalza y callada en una desnuda celda de piedra, empujada por el miedo, por el ansia de vivir, por la necesidad de consuelo. Los mismos motivos le habían arrastrado hacia Teresina y a ella hacia él. Siempre el mismo instinto, el mismo deseo, el mismo malentendido. Y siempre la misma desilusión, el mismo amargo sufrimiento. Se creía estar cerca de Dios y se tenía a una mujer en los brazos. ¡Se creía haber conquistado la armonía, mientras sólo se había descargado la culpa y la infelicidad sobre un ser futuro! ¡Se tenía a una mujer en los brazos, se besaba su boca, se acariciaba su pecho y se engendraba con ella un niño, y un día el niño, alcanzado por el mismo destino, yacería de nuevo así al lado de una mujer, y al despertar de la embriaguez, miraría con ojos doloridos el fondo del abismo, maldiciendo al mundo y a la vida! ¡Era insoportable pensar y comprender todo esto!

Observó atentamente el rostro de la durmiente, su hombro, su seno y su cabellera rubia. Todo esto lo había entusiasmado y engañado, seduciéndole y prometiéndole placer y felicidad. Ahora se acababa, ahora se saldaban las cuentas. Había entrado en el teatro Wagner y comprendido porque todo rostro aparecía tan alterado e insoportable en cuanto se desvanecía la ilusión.

Klein se levantó de la cama y fue en busca de un cuchillo. Al rozar la silla arrastro al suelo las medias tostadas de Teresina; en ese instante recordó fugazmente cómo la viera la primera vez en el parque y cómo de su paso, su zapato y su media estirada había emanado el primer atractivo. Rió por lo bajo, casi con maligna satisfacción; tomo los vestidos de Teresina, palpándolos pieza por pieza y los dejo caer al suelo. Luego siguió buscando, por momentos olvidado de todo. En la mesa estaba su sombrero, lo tomo en las manos, completamente ausente, sintió que estaba mojado y se lo puso en la cabeza. Se detuvo frente a la ventana mirando en la oscuridad, escuchando el ruido de la lluvia que evocaba cantos de lejanos tiempos pasados. ¿Qué querían de él la ventana, la noche, la lluvia? ¿Qué le importaba ese viejo álbum de la infancia?

De pronto se sobresaltó. Tenía un objeto en la mano y lo miraba. Era un espejo ovalado con un marco de plata, y en él se reflejaba su rostro, el rostro de Wagner, un rostro contraído de loco, de rasgos devastados y duros, excavado por profundas sombras. Era singular que le ocurriera ahora mirarse tantas veces en un espejo, le parecía que antes, durante decenios enteros jamás había contemplado su imagen. También eso pertenecía al teatro Wagner.

Se quedó inmóvil observando el vidrio. Ese rostro del antiguo Federico Klein estaba acabado y desgastado, había cumplido su misión, cada arruga pedía a gritos su aniquilamiento. Ese rostro tenía que desaparecer, tenía que ser borrado. Era muy viejo ese rostro, mucha mentira, mucho engaño y mucho polvo y lluvia habían corrido por él. Una vez había sido liso y hermoso; él lo había cuidado y amado regocijándose y odiándolo también a menudo. ¿Por qué?, ya no podía comprenderlo.

¿Y por qué se hallaba ahora de noche en esta pequeña habitación extraña con un espejo en la mano y un sombrero empapado en la cabeza, como un pobre bufón? ¿Qué le sucedía? ¿Qué quería? Se sentó en el borde de la mesa. ¿Qué quería? ¿Qué buscaba? ¡Si, había buscado algo, algo muy importante!

¡Ah, sí!, un cuchillo.

Violentamente sacudido saltó y corrió a la cama. ¡Se inclinó sobre ella, dónde yacía la muchacha dormida entre sus rubios cabellos desparramados por la almohada! ¡Aún vivía! ¡Todavía no lo había hecho! El horror heló sus miembros. ¡Dios mío, ahora había llegado a ese punto! Ahora ocurriría lo que siempre y siempre presintiera en sus horas más terribles. ¡Ahora él, Wagner, estaba junto a la cama de una mujer dormida y buscaba un cuchillo! No, no quería. No, no estaba loco. ¡Gracias a Dios no estaba loco! ¡Oh, ahora todo se arreglaría!

Por fin sobrevino la paz. Se vistió lentamente los pantalones, el saco, los zapatos. Ahora todo se arreglaría.

Cuando quiso acercase de nuevo a la cama, sintió algo blando debajo de sus pies. Era la ropa de Teresina, las medias, el vestido gris perla. Los levantó cuidadosamente y los colgó en la silla.

Luego apagó la luz y salió del cuarto. En la calle la lluvia goteaba silenciosa y fresca, ni una luz, ni un hombre, ni un ruido; solamente la lluvia. Levantó la cabeza dejando que el agua le mojara la frente y las mejillas. No se veía ni un pedazo de cielo. ¡Qué negro estaba todo! ¡Cómo le hubiera gustado ver una estrella!

Atravesó tranquilo las calles, empapándose en la lluvia. Ni un hombre, ni un perro le salió al encuentro, el mundo estaba muerto. A orillas del lago fue de bote en bote, pero todos estaban tirados en la playa y asegurados con gruesas cadenas. Recién en las afueras encontró uno cuya cuerda estaba flotando y pudo desatarla. Lo soltó y tomo los remos. Pronto desapareció la costa, perdiéndose en la bruma como si nunca hubiese existido; en el mundo no había más que gris y negro y lluvia, lago y cielo gris, aguas sin fin en el lago gris y aguas en el cielo gris.

Afuera, muy adentro en el lago, retiro los remos. Había llegado el momento y se sentía satisfecho. Antes, en las ocasiones en que había creído inevitable tener que morir, siempre había dudado postergándolo para el día siguiente, haciendo una última tentativa para seguir viviendo. Ahora no quedaba nada de eso. Él no era más que su pequeño bote, esa pequeña vida suya, artificialmente limitada y asegurada, pero alrededor se extendía la inmensidad gris y eso era el mundo, eso era el todo y Dios, y dejarse caer en eso no era pesado, era fácil y alegre.

Se sentó en el borde del bote con las piernas hacia afuera, sus pies tocaban el agua. Se inclinó despacio, se inclinó más y más hasta que el apoyo se le escapó suavemente. Ya estaba en el Todo. Los pocos segundos que vivió todavía a partir de ese instante fueron más cargados de vivencia que los cuarenta años que vivió antes de llegar a esa meta.

En el momento en que cayó, durante esa fracción de segundo en que estuvo suspendido entre el borde del barco y el agua, comprendió que cometía un suicidio, una puerilidad, una cosa que no era mala pero bastante estúpida. Lo patético de querer morir y lo patético de la muerte se desmoronaban, eran puro énfasis. No era necesario morir, ahora la muerte ya no era necesaria. La deseaba, era hermosa y bienvenida, pero no era necesaria. Desde ese instante, breve como un relámpago, en el que, con todo su querer, con la renuncia a todo querer y con absoluto abandono se dejó caer del bote en los brazos de Dios, desde ese instante la muerte perdía todo significado. Todo era tan sencillo, todo era tan maravillosamente fácil, ya no existían más abismos ni dificultades. El secreto desidia en dejarse caer. Esa idea iluminó su ser como conclusión de toda su vida: ¡dejarse caer! Cuando uno se abandonaba, entregándose, renunciando a todo apoyo y sostén, para escuchar solamente la voz de su propio corazón, todo estaba ganado, ya no existían el miedo y el peligro.

Había alcanzado lo único grande, el único valor posible: ¡dejarse caer! No hubiera sido necesario caer en el agua y en la muerte, lo mismo hubiera podido dejarse caer en la vida. Pero no interesaba, no era importante, Viviría, regresaría. Y entonces no le haría falta suicidarse ni andar por extravagantes rodeos, ni pasar por penosas y crueles locuras, pues habría superado el miedo.

¡Oh, idea maravillosa; una vida sin miedo! Vencer el miedo, he ahí la felicidad, la liberación. Durante su vida entera había padecido angustia y ahora que la muerte le iba estrangulando no sentía más ni miedo, ni horror, sólo sonrisa, liberación, conformidad. De pronto comprendió lo que era el miedo y que solamente podía ser superado por el que penetrara su significado. Se sentía miedo a mil cosas, a los dolores, a los jueces, a la propia conciencia, se sentía miedo al sueño y al despertar, a la soledad, al frío, a la demencia, a la muerte. Especialmente a eso, a la muerte. Pero eran solo máscaras y disfraces. En realidad, se temía solamente una cosa: dejarse caer, el salto en lo incierto, ese pequeño salto por sobre todas seguridades que existían. El que se había entregado una vez, una única vez, el que había practicado la gran confianza, encomendándose al destino, aquél estaba libertado. No obedecía más a las leyes de la tierra, había caído en el universo y giraba al lado de los astros. Así era. Tan sencillo que cualquier niño podía comprenderlo, cualquier niño podía saberlo.

No lo pensó como se piensan los pensamientos, sino lo vivió, lo sintió, lo palpo, olió y saboreó. Saboreaba, olía, veía y comprendía lo que era la vida. Veía la creación y el fin del mundo, como dos ejércitos eternamente en marcha, en movimiento continuo, sin fin. El mundo nacía y moría constantemente. Cada vida era un hálito emitido por Dios. Cada muerte era un hálito absorbido por Dios. Quien había comprendido a no resistirse, a dejarse caer, moría fácilmente, y fácilmente nacía. Pero el que se revelaba padecía el miedo y moría y nacía con dificultad.

En la brumosa oscuridad de la lluvia, sobre el lago nocturno, el náufrago veía reflejado y representando el drama del mundo: soles y estrellas subían y bajaban en perpetua rotación; coros de hombres y animales, espíritus y ángeles, mudos, cantando, gritando, ejércitos de seres que marchaban unos contra otros, desconociéndose y odiándose, odiando y persiguiendo a los demás seres. Todos ansiaban la muerte y la tranquilidad, su meta era Dios y el regreso a Dios y la permanencia en Dios. Esta meta creaba angustia porque era un error. Pues no existía ni la permanencia en Dios ni la quietud. Existía solo el eterno hálito de Dios, la eterna aspiración y espiración, la formación y disolución, el nacimiento y la muerte, la partida y el regreso, sin pausa ni fin. Y por eso existía un solo arte, una sola doctrina, un solo secreto: abandonarse, no resistirse a la voluntad de Dios, no aferrarse a nada, ni al bien ni al mal. Entonces el hombre sería libre, libre del dolor, libre del miedo.

Su vida se extendía ante sus ojos como una región con bosques, valles y poblados que se contempla desde la cima de una montaña. Todo había sido bueno, sencillo y bueno, y únicamente su miedo y su rebelión lo había convertido todo en tormento y complicación, en horribles marañas y convulsiones de sufrimiento y miseria. No existía ninguna mujer sin la cual no fuera posible vivir, y no existía ningún mujer con la cual no fuera posible vivir. ¡No existía nada en el mundo cuyo contrario no fuera igualmente bello y deseable! Era dichoso vivir y dichoso morir para el que se hallaba suspendido en el espacio. La tranquilidad exterior no existía, no había paz ni en el cementerio ni en Dios; ningún milagro podía interrumpir la eterna cadena de los nacimientos, la serie infinita de lo hálitos de Dios. Pero sí existía otra paz que había que buscar en la propia interioridad. Significaba: ¡abandónate! ¡No te resistas! ¡Muere gustoso! ¡Vive gustoso!

Todos los personajes de su vida estaban junto a él, todos los rostros amados, todas las variaciones de su sufrimiento. Su mujer era pura y sin culpa como él mismo; Teresina sonreía infinitamente: El asesino Wagner, cuya sombra se extendiera tan ancha sobre la vida de Klein, le miraba sonriendo gravemente y su sonrisa decía que también la acción de Wagner había sido sólo un camino para la liberación, un hálito, un símbolo, que también el asesino, los hechos sangrientos, la bestialidad, no eran cosas que existían realmente sino solamente valoraciones de nuestra alma ávida de atormentarse. Él, Klein, había perdido años enteros de su vida preocupándose por ese homicidio. Desechándolo o aprobándolo, condenándolo o admirándolo, aborreciéndolo o imaginándose imitarlo se había creado una cadena infinita de tormentos, angustias y miseria. Cientos de veces había asistido horrorizado a su propia muerte, viéndose morir en el cadalso, cientos de veces había sentido en su nuca el frío cuchillo del verdugo y la bala en su sien, ¡y ahora que moría de veras, esa muerte tan temida resultaba tan fácil y tan sencilla!

La figura de Wagner se hundió en el horizonte. Ya no era Wagner; Wagner no existía más; todo había sido una ilusión. ¡Qué Wagner muriera, pues! Él, Klein, viviría.

El agua le llenó la boca y trago. De todas partes, por todos sus sentidos entraba agua, todo se disolvía. Era absorbido, era aspirado por el gran hálito. En torno a él, muy apretujados, tan juntos como las gotas en el agua, nadaban otros seres, nadaba Teresina y el viejo cómico, su mujer, su padre, su madre y su hermana y miles y miles de otros hombres; también cuadros y casas y casas, la Venus de Ticiano y la catedral de Estrasburgo. Todo fluía llevado por una majestuosa corriente, rápida y vertiginosa, apremiada por la necesidad. Y en dirección opuesta a esa gigantesca corriente llegaba otra corriente inmensa, vertiginosa y llena de rostros, piernas, vientres, animales, flores, pensamientos, asesinatos, suicidios, libros escritos, lágrimas lloradas, ojos de niños, rizos negros y cabezas de pescado, una mujer con un largo cuchillo clavada en el vientre ensangrentado y un hombre joven que se le parecía, con un rostro iluminado por sagrado entusiasmo. Ése era él mismo a los veinte años, el Klein de entonces, ya desaparecido. ¡Era maravilloso que se revelara también este postrer conocimiento: que el tiempo no existía! Lo único que separaba la vejez, de la juventud, Babilonia de Berlín, el bien del mal, el dar del quitar, lo único que causaba en el mundo diferencias, valoraciones, dolor, disputas y guerras, era el espíritu humano, ese joven, violento y cruel espíritu humano en el período de impetuosa juventud, todavía alejado del saber, todavía lejos de Dios. Inventaba contradicciones, inventaba nombres. Llamaba hermosas a unas cosas y feas a otras, a aquellas buenas y a estas malas. Una parte de la vida se llamaba amor y otra asesinato. Así era ese espíritu, joven, necio, ridículo. Una de sus invenciones era el tiempo. Una gran invención, un instrumento refinado para atormentarse aún más profundamente, para hacer al mundo aún más complicado y difícil. ¡Sólo el tiempo separada al hombre de todo lo que ansiaba, sólo el tiempo, esta insensata invención! Era uno de los apoyos, una de las muletas que había que tirar en primer término para libertarse.

Y la corriente de las formas seguía fluyendo absorbida por Dios, mientras la otra corría en dirección opuesta surgida del hálito de Dios. Klein veía seres que se resistían a la corriente, héroes, delincuentes, locos, pensadores, amantes, religiosos que se revelaban, entre horrendas contorsiones, creándose espantosos tormentos, felices como él en la íntima voluptuosidad de la entrega y de la conformidad. El canto de los beatos y el infinito grito de martirio de los infelices creaba una esfera o bóveda transparente de sonidos que abarcaba las dos corrientes, una catedral de música, en cuyo centro se hallaba Dios, unos rayos luminosos y clarísimos, casi invisibles por el resplandor, una síntesis de luz, envuelta en la música de los coros del mundo, del eterno oleaje.

Héroes y pensadores, profetas y precursores se elevaban por sobre el colosal torrente.

«Mira, ése es Dios, el Señor, y por su camino se llega a la paz», grito uno, y muchos le siguieron. Otro anunciaba que Dios llevaba a la lucha y a la guerra. Uno lo llamaba luz, otro noche, algunos padre y otros madre. Todos le alababan, para unos era reposo y para otros movimiento o también fuego, frescura, juez, consolador, creador, aniquilador, piadoso, vengativo. Pero Dios no tenía nombre. Deseaba que se lo nombrara, quería ser amado, y ensalzado, maldito, odiado, venerado, pues la música de los coros del mundo era su casa y su vida; pero le era indiferente con que nombre se le ensalzara, si se le amaba o se le odiaba, si se buscaba en él reposo y olvido o excitación y frenesí. Todos podían buscar. Todos podían encontrarlo.

Entonces Klein oyó su propia voz. Cantaba. Con una voz nueva y sonora, cantaba con fuerza y entusiasmo la alabanza y el elogio de Dios. Cantaba en la vertiginosa corriente, profeta y predicador en medio de millones de criaturas. Su canto resonaba muy fuerte entre todos, subiendo a la bóveda de los sonidos, en cuyo centro resplandecía Dios. Vertiginosas y enormes bramaban las olas.