I

Sentado en el expreso, después de la precipitación y las excitaciones de la fuga, pasada ya la frontera, pasado ya el febril torbellino de tensiones y acontecimientos, de peligros y emociones, todavía sorprendido de que todo hubiera salido bien, Federico Klein pudo sumirse por fin en sus pensamientos. El tren corría hacia el sur con extraña prisa —ahora que resultaba innecesaria— arrastrando a toda velocidad a los contados pasajeros, entre lagos, montes, cascadas y otras maravillas de la naturaleza, a través de interminables túneles y por sobre puentes oscilantes, que ofrecían un espectáculo exótico, hermoso y un tanto inútil, evocando imágenes de libros escolares o de postales, paisajes que uno recuerda haber visto alguna vez, pero que no interesan. Estaba ahora en tierra extranjera a la que pertenecería en adelante; ya no era posible regresar jamás. En cuanto al dinero, todo estaba en orden: lo llevaba consigo, en billetes de mil, que volvió a guardar, después de examinarlos, en los bolsillos interiores del saco.

Ansioso de reanimarse repetíase a sí mismo incesantemente la idea tranquilizadora de que ya no podía sucederle nada, que estaba más allá de la frontera y que su pasaporte falso le protegía por el momento de cualquier persecución y de cualquier sospecha; pero esa hermosa idea era como un pájaro muerto al que un niño le sopla en las alas. No vivía, no habría los ojos, era como un trozo de plomo en la mano, no difundía deleite, esplendor, alegría. Más de una vez en los últimos días había advertido ese fenómeno extraño: no podía pensar en lo que quería, no disponía libremente de sus pensamientos; éstos corrían a su antojo, insistiendo pese a su resistencia, en imágenes que le atormentaban. Su cerebro era como un caleidoscopio, en el que una mano extraña cambiaba sucesivamente las figuras. Acaso se debiera simplemente al largo insomnio y a la excitación; además, hacía ya mucho tiempo que estaba terriblemente nervioso. Todo esto era desagradable, y si no lograba encontrar rápidamente un poco de tranquilidad y de alegría, caería en la desesperación.

Federico Klein palpó su revólver en el bolsillo del tapado. Ese revólver era una herramienta que formaba parte de su nuevo equipo, de su nuevo disfraz. Cuán molesto y repulsivo era tener que arrastrar consigo todo aquello, y sentir que su veneno sutil penetraba hasta en el sueño: un delito, documentos falsos, el dinero cosido bajo el forro, un revólver, un nombre supuesto. Sabía a cuentos de indios, a romanticismo de mal gusto, y tan poco adecuado a ese buen hombre que era Klein… Lo sentía fatigoso y repugnante, y no le traía ni alivio ni liberación como tan ansiosamente había esperado.

Dios mío, ¿por qué, había tomado sobre si todo aquello, él, un hombre de casi cuarenta años, conocido como un honesto funcionario y un tranquilo e inocuo burgués, con aspiraciones intelectuales, padre de buenos niños? ¿Porque? Comprendió que debían haber existido un móvil, un impulso y una coacción muy fuertes para inducir a un hombre como él a lo imposible; también comprendió que sólo cuando conociera ese impulso y esa fuerza motriz, cuando pusiera de nuevo orden en su interior, sólo entonces podría respirar aliviado.

Se enderezó violentamente, apretando las sienes con los pulgares y esforzándose por pensar. No era fácil, pues a causa de las excitaciones, el cansancio y el insomnio, sentía su cabeza como si estuviera vacía. Pero no había más remedio: tenía que pensar. Tenía que buscar y encontrar algo; debía hallar un nuevo centro de gravitación en sí mismo, en cierto modo debía volver a conocerse y a comprenderse. De lo contrario, la vida se tornaba intolerable.

Penosamente trató de hilvanar los recuerdos de los últimos días, como quien junta con una pinza los fragmentos de porcelana, para reparar un viejo jarrón. Eran fragmentos muy pequeños, no había relación entre ellos, ninguno recordaba por la forma y el color la estructura del todo. ¡Qué recuerdos! Vio una pequeña caja azul de la que sacaba con mano temblorosa el sello de su jefe. Vio al viejo empleado de la caja, que le pagó el cheque con billetes marrones y azules. Se vio hablar en una cabina telefónica, mientras apoyaba la mano izquierda contra la pared, para no desplomarse. Mejor dicho no se veía a sí mismo, veía a un hombre que ejecutaba estos actos, a un hombre extraño que se llamaba Klein y que no era él. Vio como ese hombre quemaba cartas, escribía cartas. Le vio comer en un restaurante. Le vio inclinarse sobre la camita de un niño dormido. ¡Dios mío, pero ése no era un extraño, ése era él, Federico Klein en persona! Si ése había sido él mismo. ¡Y que dolor aún ahora en el recuerdo! ¡Qué dolor ver el rostro del niño dormido, escuchar su respiración sabiendo que nunca más volvería a ver abiertos esos queridos ojos, que nunca más recibiría un beso de él! ¡Qué dolor! ¿Porque ese hombre, ese Klein se hería a sí mismo de ese modo?

Renunció. No podía componer los fragmentos. El tren se detuvo en una gran estación extranjera. Golpear de puertas, baúles oscilando frente a las ventanillas, chillones carteles azules y amarillos, que anunciaban: Hotel Milano—Hotel Continental. ¿Debía ser prudente? ¿Era necesario? ¿Existía peligro? Cerró los ojos y quedó un instante como adormecido, pero súbitamente despertó sobresaltado, abrió los ojos desmesuradamente, y se puso alerta. ¿Dónde estaba? Todavía estaba en la estación. Un momento… ¿Cómo me llamo?, ensayaba por centésima vez. Bueno: ¿cómo me llamo? Klein. ¡No, al diablo! Nada de Klein; Klein ya no existe. Tanteó en el bolsillo de su chaleco, en busca de su pasaporte.

¡Cómo cansaba todo esto! ¡Cuán penoso y terrible papel es el de delincuente!… Cerró los puños para dominar el cansancio. Nada de eso le interesaba, en absoluto. Podía prescindir tranquilamente del Hotel Milano, de la estación, de los changadores. No, se trataba de otra cosa, de algo mucho más importante. ¿Pero qué era?

Dormitando, mientras el tren emprendía de nuevo su marcha, volvió a sus pensamientos. Era muy importante: se trataba de seguir viviendo o no. ¿No sería más sencillo acabar con esa locura absurda y agotadora? ¿Acaso no llevaba veneno? ¿Opio? ¡Ah, no! Recordó que no había podido conseguir el veneno. Pero tenía el revólver. Sí, sí. Muy bien. Magnífico.

Dijo «muy bien» y «magnífico» en voz alta y también, otras palabras parecidas. De pronto se dio cuenta que hablaba solo y se estremeció al ver reflejado en el vidrio de la ventanilla su rostro alterado, el rostro de un desconocido desfigurado por una triste mueca. ¡Dios mío!, gritó para sus adentros. ¡Dios mío! ¿Qué hacer? ¿Para qué vivir? ¡Quién pudiera precipitarse de cabeza contra esa monstruosa y pálida imagen, en ese estúpido cristal opaco, morderlo, y cortarse el cuello con él! Golpear luego el cráneo en el andén, con un sonido sordo y retumbante y ser arrollado bajo las ruedas de los numerosos coches, para que todo, entrañas y cerebro, huesos y corazón y los ojos también, fueran triturados en las vías, reducidos a nada, borrados. Era lo único deseable, lo único que quizás tuviera todavía sentido.

Con la nariz pegada contra el vidrio, mirando desesperadamente su imagen, volvió a dormirse. Quizá sólo por unos segundos, quizá por horas enteras. Su cabeza tambaleaba a derecha e izquierda, pero él no abría los ojos.

Por fin despertó de un sueño cuya última parte recordaba. Había soñado que se hallaba sentado en un automóvil que corría a toda velocidad, subiendo y bajando imprudentemente por las calles de una ciudad extraña. A su lado iba el conductor. Él le asestó un golpe en el vientre, le arrancó el volante de las manos y comenzó a guiar a campo traviesa en forma peligrosa y desenfrenada, pasando muy cerca de caballos y vitrinas, y rozando árboles mientras una lluvia de chispas se sacudía ante sus ojos.

Fue este sueño el que lo despertó. El golpe en el vientre había sido bueno, todavía se alegraba al recordarlo. Comenzó a reconstruir y a reflexionar. ¡Cómo corría y silbaba el coche entre los árboles! ¿Quizá se explicara por el viaje en tren? ¡Pero, aun en medio del peligro, había sido un placer, una felicidad, una liberación manejar de tal modo! Sí, era mejor guiar personalmente, aunque fuera a estrellarse, que dejarse conducir y dirigir siempre por otros.

¿Pero a quien le había dado ese golpe en el vientre? ¿Quién era el extraño chofer sentado a su lado en el volante del coche? No podía recordar ni su rostro ni su figura… Era sólo una sensación, un vago y oscuro sentimiento. ¿Quién podía ser? Sin duda alguien a quien estimaba, a quien acordaba autoridad en su vida, a quien toleraba por encima de sí y que sin embargo odiaba secretamente, asestándole al fin de cuentas un puntapié en el vientre. ¿Quizás era su padre? ¿O uno de sus jefes? O… ¿o era acaso?…

Klein abrió los ojos sobresaltado. Había encontrado un cabo del hilo perdido del ovillo. Ahora lo comprendía todo. Olvidó el sueño. Había cosas más importantes. Ahora entendía, ahora comenzaba a saber, a intuir, a saborear por qué estaba sentado ahí en el expreso, porque ya no se llamaba Klein, porque había sustraído dinero y falsificado documentos. ¡Por fin, por fin!

Si, era así, ya no tenía sentido ocultárselo a sí mismo. Todo había sucedido a causa de su mujer, únicamente a causa de su mujer. ¡Qué bueno era saberlo por fin!

Partiendo de esta intuición creyó ver como desde la cima de una torre, amplios horizontes de vida que desde hacia tiempo se le presentaba despedazada en mil trozos deshilvanados y sin sentido. Abarcó en largo trecho, toda la época de su matrimonio y le pareció un largo, fatigoso y monótono camino por el que se arrastraba entre el polvo un hombre solo cargado de pesados fardos. Lejanas y ocultas detrás de la cortina de polvo, sabía que estaban las alturas luminosas y las verdes cimas ondulantes de su juventud. Sí, había sido joven una vez, y no un joven común; había soñado con grandes ilusiones, había exigido mucho de la vida y de sí mismo. Pero sólo había encontrado cargas pesadas y un largo camino polvoriento, calor y rodillas doloridas, y una perpetua nostalgia muda, pero al acecho en su corazón marchito. Así había sido su vida.

Miró por la ventanilla, y se sobresaltó. Cuadros insólitos surgían ante su vista. Estremecido comprendió que se hallaba en el sur. Se enderezó maravillado, y asomó la cabeza; entonces un nuevo velo se esfumó, y el enigma de su destino siguió aclarándose. Estaba en el sur. Vio parras creciendo sobre verdes terrazas, muros parduscos en ruinas, como en los antiguos grabados, y grandes rosales rojos florecidos. Una pequeña estación con un nombre italiano, algo terminado en ogno o en ogna. Pasó velozmente ante sus ojos.

Ahora Klein podía interpretar mejor el barómetro de su destino. Se alejaba de su matrimonio, de su empleo, de todo lo que había sido hasta entonces su vida y su hogar. ¡Y se dirigía al sur! Solo entonces comprendió porque en medio de la precipitación y del entusiasmo de la fuga, había elegido como meta aquella ciudad de nombre italiano. Había buscado en una lista de hoteles, sin intención especial, al azar; lo mismo le hubiera dado Amsterdam, Zurich o Malmö. Pero ahora veía que no se trataba de una casualidad. Se hallaba en el sur, había atravesado los Alpes, realizado así uno de los más luminosos sueños de su juventud, de aquella juventud, cuyo recuerdo se desvaneciera y perdiera en el largo y desolado camino de una vida sin sentido. Un poder desconocido había determinado que se cumplieran los dos más ardientes deseos de su vida: la remota y olvidada nostalgia por el sur y el secreto afán, jamás aclarado y confesado, de huir y librarse de la esclavitud y la miseria de su vida conyugal. Aquella disputa con su jefe, aquella inesperada oportunidad para sustraer el dinero, todo eso que le pareciera tan importante, se reducía ahora a pequeñas coincidencias insignificantes. No habían sido ellas las que lo determinaron. Simplemente habían triunfado esos dos grandes deseos de su alma; todo lo demás sólo habían sido medios y recursos para ese otro fin.

Klein quedó profundamente horrorizado frente a esta nueva evidencia. Se sentía como un niño que al jugar con fósforos ha prendido fuego a una casa. Ahora la casa ardía. ¡Dios mío! ¿Y que provecho obtenía? ¿Si lograba llegar a Sicilia o Constantinopla, acaso ese hecho podría quitarle veinte años de encima?

Mientras tanto el tren corría y corría, una aldea tras otra desfilaban ante su vista, todas exóticas y hermosas, como en un álbum ameno, con todas aquellas lindas cosas que se espera encontrar en el sur y que se conocen por las postales: puentes de piedra tendidos en armonioso arco por sobre torrentes y rocas tostadas, muros de viñedos cubiertos de pequeños helechos, altos y delgados campaniles, fachadas de iglesias pintadas con vivos colores o sombreadas por abovedados pórticos con arcos livianos de elegantes curvas, casa en rojo fuerte con espesas arcadas pintadas de color azul pálido, frondosos castaños; de vez en cuando negros cipreses, cabras que trepaban, y en el prado de una casa señorial las primeras palmeras, bajas y de gruesos troncos. Todo asombroso y como inverosímil, pero en su conjunto extraordinariamente hermoso y anunciando consuelos. Este sur existía, no era un cuento de hadas.

Los puentes y cipreses eran sueños realizados de su juventud; las casas y las palmeras le decían: ya se ha ido lo viejo, ahora empieza algo nuevo. El aire y los rayos del sol parecían aquí más aromáticos y más fuertes, la respiración más fácil, la vida más soportable, el revólver menos imprescindible, y menos urgente el ser destrozado entre las vías del tren. Quizá pudiera intentarlo. Quizás al final fuera posible vivir.

De nuevo le acometió la postración, y entonces se abandonó con el ánimo más tranquilo y durmió hasta que sobrevino la noche y le despertó el nombre sonoro y la pequeña ciudad turística. Bajó deprisa.

Un lacayo en cuyo gorro leyó: «Hotel Milán» le habló en alemán; él ordeno una pieza y se hizo dar la dirección. Soñoliento aún, abandonó tambaleando la galería llena de humo y salió al aire tibio de la noche.

«Así me había imaginado Honolulú», pensó vagamente.

Un paisaje fantástico e intranquilo, casi sumido en las tinieblas, se abría ante él, extraño e incompresible. Delante de él el cerro declinaba escarpado, ahí abajo se extendía profundamente encajada la ciudad, y desde arriba podía ver las plazas iluminadas. De todas partes empinados cerros puntiagudos se precipitaban a pico en un lago que se distinguía por el reflejo de miles y miles de linternas en los muelles.

Un funicular, que disfrazaba lo peligroso con su aspecto de juguete, bajaba como un canasto por el pozo de mina hasta, la ciudad. En la pendiente de algunos de los altos picos resplandecían luminosas ventanas diseminadas hasta la cima en caprichosas hileras, en escalinatas o formando constelaciones. Abajo, en la ciudad, sobresalían los techos de los grandes hoteles y entre ellos, negros jardines; una cálida brisa veraniega, cargada de polvo y perfumes, soplaba alegremente en la luz aguda de las linternas. Desde las centelleantes y confusas tinieblas al borde del lago subían los compases rítmicos y un tanto ridículos de la música de una banda.

Que fuera Honolulú, México o Italia, ¿qué le importaba a él? Era tierra extraña, era un nuevo mundo, un nuevo aire, y aun cuando le desconcertara, infundiéndole una secreta angustia, olía, sin embargo, a éxtasis y a olvido, y a nuevos sentimientos desconocidos.

Una de las calles parecía conducir a las afueras; se encaminó por ella, indolentemente, pasando junto a galpones y vehículos de carga vacíos, junto a pequeñas casitas suburbanas, donde resonaban voces sonoras hablando fuerte en italiano y cerca del patio de una posada donde se escuchaban las notas estridentes de una mandolina. En la última casa cantaba una muchacha; una ola de armoniosas melodías le oprimió el corazón, advirtió con alegría que comprendía muchas palabras y hasta pudo retener en la memoria el estribillo:

Mamma non vuole, papa nemmeno,

Come faremo a fare l’amor.

Evocaba sueños de juventud. Siguió caminando automáticamente, adentrándose, seducido, en la cálida noche, llena del canto de los grillos. Al llegar a un viñedo se detuvo extasiado: una rueda de pequeñas lucecitas verdes resplandecían, un verdadero fuego de artificio llenaba el aire y la alta hierba perfumada; millones de asteroides bailaban como ebrios. Era un enjambre de luciérnagas, que volaban lentas y silenciosas como fantasmas por la cálida noche estremecida. La atmósfera estival, la tierra misma parecían desintegrarse fantásticamente en figuras luminosas, en cientos de pequeñas constelaciones móviles.

Largo rato permaneció el forastero arrobado por el hechizo de ese espectáculo singular, olvidado de las angustias de su viaje y de la angustiosa historia de su vida. ¿De veras existía una realidad? ¿Existían negocios y policías? ¿Asesores y cotizaciones? ¿Y una estación a diez minutos de distancia?

Lentamente emprendió el regreso a la ciudad, el pobre fugitivo que por breves instantes había trocado su vida por un cuento de hadas. Entrevió la luz de los faroles. La gente le gritaba palabras que no comprendía. Árboles que no conocía levantaban sus ramas en flor, una iglesia de piedra colgaba sobre el abismo con una terraza a vertiginosa altura; calles claras, interrumpidas por escalinatas, bajaban a la pequeña ciudad como torrentes de la montaña.

Encontró su hotel y al entrar en el sobrio local, con el vestíbulo y escalera fuertemente iluminados, se desvaneció su embriaguez, y volvió a dominarle la angustia primera, su maldición, su signo de Caín. Se deslizó cohibido ante las miradas vigilantes y escrutadoras del conserje, del mozo, del ascensorista, de los huéspedes del hotel, para refugiarse en el rincón más solitario del restaurante. Pidió con voz débil la lista de los platos y leyó con suma atención los precios como si fuera todavía pobre y debiera preocuparse por el gasto; ordenó un plato económico, se reanimó artificialmente con media botella de Bordeaux, que no le gustó, y se sintió feliz cuando por fin estuvo tendido, a puertas cerradas, en su mísera y pequeña habitación. Al rato concilio el sueño y durmió profunda y ávidamente, pero sólo dos o tres horas. En plena noche despertóse nuevamente.

Volviendo desde los abismos del subconsciente, miraba con ojos aterrorizados la penumbra hostil sin tener noción del lugar donde se hallaba, con el sofocante sentimiento de culpabilidad, de haber olvidado u omitido algo importante. Tanteando confundido en la oscuridad buscó un conmutador y prendió la luz. El pequeño cuarto apareció de pronto iluminado desagradablemente, extraño, desolado, sin sentido. ¿Dónde estaba? Los sillones de terciopelo le observaban casi malignamente. Todo parecía mirarle fría e interrogativamente. En eso se rió en el espejo y leyó en su rostro lo que había olvidado. Sí, ahora recordaba. Jamás había tenido antes un rostro parecido, nunca tuvo esos ojos, esas arrugas, ni eso color. Era una cara nueva, que ya descubriera otra vez, al reflejarse en un cristal, hacia no sabía cuánto tiempo, en medio del drama de los últimos insensatos días. No era su rostro, el rostro bueno, silencioso, paciente de Federico Klein. Era el rostro de un hombre marcado, en el que el destino imprimiera un nuevo signo, una cara más vieja y más joven que la de otrora, una máscara animada, empero, por una ardiente vida interior. Rostros así no gustaban a nadie.

Ahí estaba con su rostro marcado, solo en el cuarto de un hotel del sur. En su hogar lejano dormían sus niños que él abandonara. Jamás volvería a verlos dormidos, jamás los vería despertar, jamás oiría sus voces. Nunca más tomaría agua de la copa sobre su mesita de luz, donde al lado de la lámpara yacía el correo y un libro, y arriba en la pared los retratos de sus padres. En cambio fijaba sus ojos desmesurados en ese espejo de un hotel de viajeros, sobre el rostro lúgubre y angustiado del delincuente Klein, mientras los muebles de terciopelo lo miraban fríos y malignos y todo era distinto y todo estaba mal. ¡Si su padre hubiera vivido todo aquello!

Jamás, desde sus años juveniles, Klein había podido entregarse tan directamente y en absoluta soledad a sus sentimientos; jamás se había hallado así en tierra extraña, desnudo bajo los rayos verticales del inexorable sol del destino. Siempre había estado ocupado con algo que no era su propia persona; siempre tuvo cosas que hacer, múltiples preocupaciones; ora se trataba de dinero, ora de un ascenso en el empleo, o de la paz familiar o de asuntos de escuela y de enfermedades infantiles; siempre le habían ocupado los grandes y santos deberes del ciudadano, del esposo, del padre; él se había sacrificado por ellos, viviendo bajo su sombra y su protección y su vida había adquirido gracias a ellos justificación y sentido. Ahora se encontraba de pronto suspendido en el universo, solo y en plena desnudez frente al sol y a la luna, envuelto en una atmósfera sutil y helada.

Lo más asombroso era que no había sido arrastrado a esa triste y peligrosa situación por algún terremoto, por algún dios o demonio, sino por sí mismo. ¡Él había sido! Su propia acción le había arrojado allí, colocándolo solitario y perdido en medio del infinito extraño. Todo había germinado y crecido en su propio corazón, el delito y la rebelión, el repudio de los deberes sagrados, el aislamiento y quizás el suicidio. También otros vivían horrores y trastornos por guerras e incendios, por accidentes o por la maldad ajena, pero él, el delincuente Klein, no podía apelar a nada semejante, no podía disculparse con nada, no podía hacer responsable a nadie; cuanto más, acaso a su mujer. ¡Sí, ella sí; ella podía y tenía que compartir toda la responsabilidad, podía denunciarla algún día, cuando se le pidieran cuentas!

Sintió nacer una gran ira y de pronto recordó algo, algo mortífero que le abrasaba como fuego, una maraña de visiones y vivencias. Tenía relación con el sueño del automóvil y con el golpe que le asestara en el vientre a su enemigo.

Era un sentimiento o una fantasía, un estado de ánimo singular y morboso, una tentación, una insensata apetencia o como se quiera designarlo. Era la representación o visión de un terrible hecho sangriento que él cometía, matando a su mujer, a sus hijos y quitándose luego la vida. Mientras el espejo seguía mostrándole su rostro marcado, sus perturbadas facciones de delincuente, se acordó que una vez, muchísimas veces, debía haber visto aquel cuádruple homicidio y acaso muchas veces más debía haberse defendido desesperadamente contra una horrible y demente obsesión, como la que se le presentaba ahora, y precisamente entonces habían comenzado las ideas, los sueños y los estados de angustia y tormento, que luego con el tiempo lo llevarían al robo y a la fuga. Acaso no le había ahuyentado de su casa la aversión creciente que experimentaba contra su esposa y su vida conyugal, sino el temor de cometer algún día aquel crimen mucho más espantoso: matarlos a todos, degollarlos, verlos bañados en su propia sangre. Además aquella representación tenía un precedente. Le había acometido por momentos como un ligero vértigo, como una sensación de desplomarse. ¡Pero la idea del asesinato se remontaba a un acontecimiento especial! ¡Era increíble, que sólo ahora se diera cuenta!

Cuando se le presentó por primera vez la idea obsesiva de la matanza de su familia cuya diabólica visión le lleno de mortal horror, acudió a él también, sarcásticamente, un pequeño recuerdo. Años atrás, cuando su vida era aún cándida y casi feliz, hablaba cierta vez con sus colegas del crimen atroz perpetrado por un maestro de la Alemania meridional cuyo nombre comenzaba con la letra W. (por el momento no lograba recordarlo). Ese hombre había degollado en forma horrible y sangrienta a toda su familia, intentando suicidarse luego. Se había planteado la cuestión de hasta que punto podía hablarse de responsabilidades un caso así y de como correspondía interpretar y explicar semejante acción, semejante explosión de horrible bestialidad humana. Él, Klein, se había mostrado más excitado de lo necesario, atacó muy violentamente a su colega, que quería explicar el homicidio por motivos psicológicos. Declaró que frente a crimen tan horrendo la única actitud posible para un hombre decente era la indignación y el aborrecimiento; que semejante hecho de sangre solo podía surgir en el cerebro de un demonio y que para un delincuente de tal calaña no existía castigo, pena o tortura que fueran bastante severos y graves. Aún hoy recordaba exactamente la mesa en torno a la cual estaban reunidos y la mirada asombrada y un tanto crítica con que le rozó, después de ese arrebato de indignación, aquel colega más avanzado en años.

Cuando por primera vez se vio en aquella horrenda fantasía como asesino de los suyos, retrocediendo estremecido frente a esa representación, recordó súbitamente aquella remota discusión acerca del homicida W. y cosa rara: aunque hubiera podido jurar que entonces había expresado con absoluta sinceridad su más profunda convicción, ahora una voz en su interior se burlaba de él y le gritaba: «ya entonces, ya entonces, hace muchos años, cuando se hablaba del maestro W., tú habías comprendido, comprendido y aprobado interiormente su acción, y tu exagerada indigestión y acaloramiento, procedían precisamente del hecho de que el pedante y el hipócrita que hay en ti querían sofocar la voz del corazón». ¡Los terribles castigos y torturas que invocó para el homicida conyugal y las palabras de horror con que señaló la acción estaban dirigidos contra sí mismo, contra el germen del delito, que sin duda ya dormitaba en él! Su profunda cólera en aquella ocasión se debía en realidad a que él se veía a sí mismo como el acusado del hecho sangriento y por eso trataba de salvar su conciencia acumulando sobre él los más graves castigos y sentencias. Como si en esa forma, ensañándose contra sí mismo, pudiera castigar o apagar el germen de delincuencia oculto en su interior.

Hasta aquí llegó Klein con sus pensamientos y sintió que se trataba de algo importante: de su misma vida. Sin embargo le era terriblemente penoso hilvanar y ordenar todos aquellos recuerdos e ideas. Un último y fugaz atisbo de un conocimiento libertador sucumbió al cansancio y a la repugnancia por toda su situación. Se levantó, se lavó el rostro, paseó descalzo por la pieza hasta que sintió frío y pensó que ahora dormiría.

Pero el sueño no vino. Yacía entregado inexorablemente a merced de sus sentimientos, todos desagradables, dolorosos y humillantes: el odio a su mujer, la piedad por su persona, el desconcierto, la necesidad de explicaciones, disculpas y motivos de consuelo. Como el consuelo no venía, y el camino hacia la comprensión penetraba tan profunda y despiadadamente en las fragosidades más intimas y peligrosas de sus recuerdos y como tampoco podía conciliar el sueño, pasó el resto de la noche en un estado que jamás experimentara en grado tan agudo. Todos los odiosos sentimientos que disputaban en su alma convergieron en una horrible y asfixiaste angustia, en diabólica pesadilla que oprimía el corazón y los pulmones, y que aumentaba, incesantemente hasta el límite máximo de lo tolerable. Sabía lo que era el miedo, más aún, lo había frecuentado en las últimas semanas y días. ¡Pero jamás lo había sentido apretarle así la garganta! No podía librarse de pensar obsesivamente en las cosas más insignificantes, en una llave olvidada, en la cuenta del hotel, creándose montañas de preocupaciones inútiles y angustiosas. La pregunta de si aquel mísero cuartito costaría más de tres francos y medio por noche y si en este caso debería o no seguir allí, le quitó por más de una hora el aliento. Sin embargo, comprendía perfectamente la inopia de estos pensamientos y trataba de calmarse y exhortarse a la cordura, como se hace con un niño obstinado, e intentaba persuadirse de la absoluta inconsistencia de sus preocupaciones, ¡pero en vano, todo era en vano! Al contrario, detrás de estos consuelos asomaba una espacio de trágico sarcasmo que le decía que hasta esa intranquilidad no era más que comedia, como su indignación de entonces costra el asesino W. Comprendía muy bien que esa angustia mortal, esa horrible sensación de estrangulamiento y de temor a morir asfixiado, no procedía de la preocupación por el dinero o de otras causas parecidas. Detrás de ello acechaba algo peor, algo más serio, ¿pero que era? Sin duda algo relacionado con el maestro sanguinario, con sus propios deseos de homicidio, con todo lo morboso y desequilibrado que había en él. ¿Pero cómo podría descubrirlo? ¿Cómo llegar a las raíces y causas más hondas? Ahí en su fuero interno no existía ningún punto que no sangrara, que no estuviera enfermo y podrido. Sentía que no podría soportar por mucho tiempo una existencia tal. Si seguía en ese estado, sobre todo si tenía que pasar más noches como aquélla, enloquecería o terminaría por quitarse la vida.

Ansioso se enderezó en la cama, decidido a agotar y analizar hasta el fondo su situación, para acabar de una vez. Pero era siempre lo mismo: estaba ahí solitario y desamparado, febricitante, con una dolorosa opresión al corazón, presa de angustia mortal y solo frente al destino, como un pájaro frente a la serpiente, fascinado y roído por el miedo. Ahora sabía que el destino no procedía desde fuera, sino que crecía en la propia alma. Si no hallaba un medio para defenderse, sería devorado por él; paso a paso le perseguía el miedo, ése horrendo miedo, que desplazaba a la razón, paso a paso, hasta un fin que ya sentía cercano.

¡Cuán bueno sería poder comprender; quizás significara la salvación! No había agotado hasta el fin el conocimiento de su situación y de lo que había ocurrido en su interior. Al contrario, estaba apenas en los comienzos, lo sentía muy bien. Si pudiera hacer un esfuerzo y abarcarlo todo, ordenarlo y meditarlo, acaso encontrase el hilo perdido. Todo aquello adquiriría una figura, un sentido y quizás pusiera soportarse. Pero ese esfuerzo, esa última reacción era demasiado para él, superaba sus fuerzas; simplemente no podía. Cuanto más interesaba pensar con claridad, tanto peor le resultaba; en lugar de recuerdos y explicaciones encontraba el vacío, no se le ocurría nada, y mientras tanto le atormentaba de nuevo el miedo espantoso de haber olvidado acaso precisamente lo más importante. Hurgaba y buscaba en su memoria como un viajero nervioso que revuelve todos sus bolsillos y sus baúles en busca del boleto, que acaso tiene en la cinta del sombrero o hasta en la mano. ¿Pero de que le servía ese «acaso»?

¿No había tenido una hora antes una intuición, no había hallado un indicio? ¿Pero cuál era, cuál era? Lo había olvidado, no podía encontrarlo de nuevo. Desesperado se golpeó las sienes con los puños. Dios mío, ¿por qué no me haces encontrar la llave? ¡No me dejes perecer así, en forma tan miserable, tan estúpida, tan triste! Todo su pasado desfilaba frente a él, desgarrado como nubes empujadas por el viento, en millones de imágenes entrecruzadas y sobrepuestas, irreconocible y sarcásticas, evocando todas algo: ¿pero qué? ¿Qué?

De pronto sus labios pronunciaron el nombre «Wagner». Dijo inconscientemente: Wagner…, Wagner. ¿De dónde venía ese nombre? ¿De la profundidad de que pozo subía? ¿Qué significaba? ¿Quién era Wagner? ¿Wagner?

Se obstino en ese nombre. Representaba; una tarea, un problema; era mejor que permanecer suspendido en la informe nada. ¿Quién era Wagner? ¿Qué me importa Wagner? ¿Porque mis labios, esos labios contraídos en mi rostro de delincuente pronuncian en medio de la noche ese nombre: Wagner? Se concentró. Mil cosas surgieron en su mente. Pensó en Lohengrin y en su posición equívoca frente al músico Wagner. Primero, a los veinte años, lo había amado con delirio. Más tarde sintió desconfianza y con el andar del tiempo encontró una cantidad de objeciones y reparos en su contra. Había criticado mucho a Wagner y acaso esas críticas no se dirigieran tanto contra Ricardo Wagner como contra su antigua adoración por él. ¡Ah, ah!, estaba atrapado de nuevo. ¿No había descubierto un engaño, una pequeña mentira, una inmundicia? Si, si, todo eso aparecía a la luz: la vida intachable del funcionario y esposo Federico Klein no era por cierto intachable y limpia; en todos los escondrijos había un perro enterrado. Si, también con Wagner había pasado lo mismo. Federico Klein juzgaba severamente y odiaba al compositor Ricardo Wagner. ¿Porque? Porque Federico Klein no podía perdonarse a sí mismo el haber venerado en sus años mozos a ese Wagner. En Wagner perseguía su propia adoración juvenil, su propia juventud, su propio amor. ¿Pero por qué? Porque la juventud, el amor y Wagner le recordaban desagradablemente algo perdido, pues se había casado con una mujer que no amaba, o que por lo menos no amaba de veras y bastante. Y no sólo contra Wagner procedió así ese honesto empleado Klein. ¡El señor Klein era un hombre honrado, pero detrás de su probidad se ocultaban indecencias e infamias! Sí, hablando sinceramente: ¿cuántos pensamientos secretos no había tenido que ocultar frente a sí mismo? ¡Cuántas miradas a las lindas muchachas en la calle! ¡Cuánto envidiaba a las parejas de amantes que encontraba por la noche en su camino, al volver del empleo al lado de su mujer! ¡Y las ideas de homicidio! ¿No había dirigido acaso también contra aquel maestro de escuela el odio, que hubiera debido orientar contra su propia persona?…

Se estremeció. ¡Otro punto de contacto! ¡Pero si el maestro asesino se llamaba Wagner! ¡Ahí estaba el núcleo esencial! Wagner… así se llamaba aquel monstruo, aquel loco criminal que matara a toda su familia. Por lo visto toda su vida desde hacía años, estuvo relacionado con ese Wagner. ¿Acaso no le habrá seguido por todas partes esta sombra siniestra?

Gracias a Dios había vuelto a encontrar el cabo de la madeja. Una vez, en tiempos pasados y mejores había protestado con ira e indignación contra aquel Wagner, concitando sobre él los castigos más crueles. Y sin embargo más tarde, sin acordarse siquiera de Wagner, había tenido él también la misma idea; se había visto a sí mismo, como en una especie de visión, quitando la vida a su mujer y a sus hijos.

¿No era acaso algo bien comprensible? ¿No era fácil llegar a un punto en que la responsabilidad por la existencia de los hijos resultara insoportable e igualmente insoportable el propio ser y la propia existencia, formados tan sólo de error, culpa y tormento?

Suspirando se obligó a analizar hasta el fondo este pensamiento. Ahora le parecía seguro que ya entonces, cuando se enteró por primera vez del asesinato de Wagner, lo había comprendido y aprobado interiormente; por supuesto aprobado sólo como posibilidad. Ya entonces, tantos años atrás, cuando aún creía amar a su esposa y confiaba en el amor de ella, lo más intimo de su ser había comprendido al maestro Wagner, aprobando secretamente su horrible sacrificio humano. Todo lo que dijo no había sido más que la opinión de su intelecto, no la de su corazón. Su corazón —donde estaban las hondas raíces de las que surgía el destino— había tenido siempre otra opinión, había comprendido y justificado el crimen. Siempre había habido dos Federico Klein, uno visible y otro oculto, un funcionario y un delincuente, un padre de familia y un asesino.

En otro tiempo se había inclinado por el yo «mejor», por el funcionario y hombre honesto, por el esposo y buen ciudadano. Jamás había aprobado su oculta opinión interior, ni siquiera la había conocido. ¡Y sin embargo esa voz interna lo había guiado imperceptiblemente, convirtiéndole al final en fugitivo y proscripto!

Retuvo agradecido este pensamiento. Por lo menos tenía cierta lógica, era razonable. Sin duda no era suficiente, lo más importante quedaba todavía en las tinieblas, pero había conquistado cierto grado de claridad, un poco de verdad. Y, la verdad era lo único que importaba. ¡Con tal que no perdiera de nuevo ese pequeño cabo de hilo!

Entre sueño y vigilia, enfurecido por el agotamiento, oscilando en el límite entre el pensamiento y el ensueño, perdió cientos de veces el hilo, y cientos de veces volvió a encontrarlo. Hasta que amaneció y el ruido de la calle subió hasta sus ventanas.