Hay momentos en que nuestras acciones, el ir de aquí para allá, el hacer esto o aquello se desenvuelven de modo tan fácil y libre que nos parece como si todo pudiera ser de otro modo. En otros momentos, en cambio, todo aparece como rígido e inmutable, como si nada fuera libre o fácil y hasta nuestra respiración parece determinada por poderes extraños y por un destino fatal.

Las acciones llamadas «buenas» y de las cuales hablamos con placer, corresponden en general a ese tipo «fácil» y son las que olvidamos rápidamente. En cambio, los actos cuya evocación nos molesta, nunca llegamos a olvidarlos. En cierto sentido, son más nuestros que los otros y llegan a proyectar sombras que se prolongan sobre todos los días de nuestra vida.

En la casa paterna —grande y luminosa, situada en una calle también luminosa— se entraba por un alto portal. Apenas entrado, nos envolvía una penumbra y un frescor, un húmedo aire a piedras; luego nos acogía en su silencio un vestíbulo alto y lúgubre, cuyo piso de losas rojas subía ligeramente hasta la escalinata que empezaba muy atrás, en la semioscuridad. Miles de veces transponíamos el enorme portal sin reparar jamás en la puerta ni en el umbral, ni en las baldosas ni en la escalera; pero siempre se trataba de un tránsito a otro mundo: a «nuestro» mundo. El vestíbulo olía a piedra, era alto y oscuro, y la escalinata en el fondo llevaba desde las frescas tinieblas hacia la claridad y el luminoso bienestar. Pero siempre se chocaba primero en la sombría penumbra del vestíbulo con una atmósfera de dignidad y poder paternal, de castigo y conciencia culpable. ¡Cuántas veces la atravesaba riendo! Pero días había en que apenas entrado, uno se sentía en el acto oprimido y quebrantado y buscaba, embargado de miedo, la escalera libertadora.

Contaba yo once años y regresaba de la escuela en uno de esos días en los cuales el destino acecha en las esquinas, y en que a cada momento nos puede ocurrir algo. Es como si el desorden y desequilibrio de nuestra alma se reflejaran en el mundo que nos rodea, deformándolo. El desasosiego y la angustia nos oprimen y buscamos y hallamos sus causas fuera de nosotros; el mundo nos parece mal organizado y tropezamos por doquiera con obstáculos.

Aquél era uno de esos días. Desde la mañana, aunque no había incurrido en falta alguna, me atormentaba un sentimiento como de conciencia culpable, procedente quizá de los sueños nocturnos. Durante el desayuno creí advertir en los rasgos de mi padre una expresión de dolor y reproche. La leche estaba fría y desabrida. En la clase no me vi en apuros, pero todo me había parecido triste, inútil y desolador, despertando en mí una sensación de impotencia y desesperación que se me había hecho familiar, y que me sugería la idea de que en un tiempo sin término, permaneceríamos constantemente pequeños e impotentes, prisioneros de esa estúpida y hedionda escuela. Toda la vida se me antojaba repugnante y contradictoria.

También me había disgustado con mi amigo de entonces. Yo había trabado amistad con Oscar Weber, el hijo de un maquinista. En cierta ocasión se había jactado de que su padre ganaba siete marcos por día, replicándole yo al azar que el mío ganaba catorce. Impresionado, aceptó el hecho sin discutirlo y esto fue el principio de nuestra vinculación. Unos días después fundamos con Weber una sociedad, estableciendo una alcancía común, que nos serviría para adquirir un revólver, arma maciza con dos caños azulados, que yacía en la vitrina de un ferretero. Weber me había persuadido de que ahorrando metódicamente durante un tiempo, pronto podríamos comprarlo. Siempre disponíamos de algún dinero; a menudo él recibía una moneda por algún mandado o una propina y a veces se encontraba dinero en la calle u objetos de valor como herraduras, trocitos de plomo y otras cosas que podían venderse a buen precio. A las primeras de cambio Weber me entregó una moneda para nuestra alcancía y eso me convenció de que nuestro proyecto era realizable y de que obtendríamos buen resultado.

Aquel mediodía, cuando franqueé el umbral de nuestra casa y penetré en el húmedo y fresco aire con olor a sótano, en el que se agitaban mil oscuras advertencias de cosas y obligaciones molestas e irritantes, mi mente estaba absorta en mi amigo Oscar Weber. Sentía que no le amaba, aunque su rostro bonachón semejante al de una lavandera, me resultaba simpático. Lo que me atraía en él no era su persona sino otra cosa que podría llamar su estado; algo que tenía en común con casi todos los muchachos de su tipo y de su origen y que consistía en un desenfadado modo de vivir, un pellejo duro a prueba de peligros y humillaciones, cierta familiaridad con las pequeñas cuestiones prácticas de la vida: el dinero, las tiendas, los talleres, las mercancías y los precios, la cocina, el lavado, etc.

Los muchachos como Weber, que parecían no sentir los golpes en la escuela y que tenían parientes y amigos entre mozos, cocheros y obreras de fábrica, se hallaban en el mundo en una posición distinta y más segura que la mía; también eran más maduros, sabían cuánto ganaba el padre por día y no cabe duda de que en general conocían aún muchas cosas de las que yo carecía de experiencia. Se reían de frases y chistes que yo no comprendía. En general sabían reía de una manera vedada para mí, en una forma sucia y grosera, pero indiscutiblemente adulta y «masculina». ¿Qué importaba que uno fuera más inteligente que ellos y lograra mejores notas en la escuela? ¿De qué servía que uno anduviera mejor vestido y mejor lavado y peinado que ellos? Al contrario, en estas diferencias estribaba precisamente su ventaja. Me parecía que los muchachos como Weber podían entrar sin dificultad en el «mundo» tal como me lo imaginaba, sumido en romántica y fantástica luz crepuscular, mientras ese mismo «mundo» permanecía cerrado para mí y cada una de sus puertas se conquistaba penosamente a través de una infinita serie de cumpleaños, grados escolares, exámenes y amonestaciones.

Por supuesto que estos muchachos también encontraban herraduras, monedas y trozos de estaño en las calles, recibían propinas por los recados, en los comercios se les regalaba toda clase de objetos y así prosperaban en la vida por los más variados recursos.

Intuía oscuramente que mi amistad hacia Weber y su alcancía, expresaba sólo mi violenta nostalgia por ese «mundo». Lo único que me seducía en Weber era el secreto que le permitía estar más cerca que yo de los adultos y vivir en un mundo sin velos, más desnudo y vigoroso que el de mis sueños y deseos. Presentía que él me decepcionaría y que pese a mis esfuerzos no lograría arrancarle su secreto y la mágica llave de la vida.

Acababa de despedirme de él y sabía que ahora se dirigía a su casa, satisfecho y tranquilo, silbando alegremente, sin que le atormentara ninguna nostalgia o preocupación. Cuando se encontraba con las sirvientas y las obreras de las fábricas y tenía ocasión de entrever su vida enigmática, maravillosa o pecaminosa, esto no suponía para él ningún misterio o prodigioso secreto, ningún peligro, nada de brutal y emocionante; todo le parecía simple, conocido y familiar, y se hallaba en ese elemento como el pez en el agua. Yo, en cambio, sería siempre un espectador lejano, solitario y vacilante, lleno de intuiciones, pero falto de seguridad.

¡Ese día la vida carecía para mí de todo! Era un sábado pero parecía lunes, un lunes tres veces más largo y monótono que los demás días de la semana. ¡Qué vida más desgraciada y repulsiva, falsa e hipócrita! Los adultos se conducían como si el mundo fuera perfecto, como si fueran semidioses. Y nosotros, los muchachos, chusma y la hez de la humanidad. De los maestros, ¡preferible no hablar!… Los niños sentíamos anhelos y ambiciones, teníamos apasionados y sinceros arranques hacia lo bueno, ya se tratara de aprender los verbos irregulares griegos, de mantener aseadas las prendas, de obedecer a los padres y de soportar con heroico silencio los dolores y las humillaciones. A menudo nos levantábamos llenos de piadoso fervor, para consagrarnos a Dios y seguir el sendero puro e ideal que lleva a las máximas alturas, practicar las virtudes, tolerar resignados las maldades, ayudar a nuestro prójimo… ¡pero eso nunca pasaba de un arranque, de una tentativa, de un breve e inseguro aleteo! Siempre sucedía que al cabo de unos días, a veces sólo pocas horas, se presentaba algo inesperado, algo miserable, triste, vergonzoso. ¡Siempre en medio de las más firmes y nobles resoluciones y promesas, caíamos de pronto irremediablemente en el pecado y en el mal, en lo ordinario y lo mediocre! ¿Por qué reconocíamos y sentíamos tan hondamente la belleza y la justicia de los buenos propósitos, si la vida (incluíamos en este concepto a los adultos) hedía a trivialidad y estaba organizada para el triunfo de lo mezquino y lo vulgar? ¿Cómo era posible arrodillarse perpetuamente: de mañana en el lecho, de noche ante los encendidos cirios, jurando consagrarse a todo lo hermoso y puro, invocando a Dios y desafiando al mal… para luego, acaso sólo pocas horas más tarde, traicionar miserablemente esos irrevocables juramentos e intenciones, dejándose arrastrar a una estúpida carcajada ante el más vulgar de los chistes escolares? ¿Porque era ello así? ¿Acaso para otros era distinto? ¿Los héroes romanos y los griegos, los caballeros, los primeros cristianos, habían sido acaso hombres diferentes, mejores, más perfectos, sin malos instintos, provistos de algún órgano que me faltaba y que les impedía caer desde el cielo a una tierra de bajeza, desde lo elevado a lo defectuoso y vulgar? ¿Acaso desconocían el pecado original, los héroes y los santos? ¿La bondad y la nobleza de ánimo eran privilegio de unos pocos individuos selectos? ¿Pero si yo no era un elegido, por qué experimentaba ese anhelo hacia todo lo bello y elevado, esa intensa y vehemente nostalgia por la pureza, la bondad, y la virtud? ¿No era una burla? ¿Cómo sucedía que en el mundo de Dios un ser humano, un muchacho era portador de instintos buenos y malos, y debía sufrir y desesperarse, para servir —infeliz y grotesca criatura— de diversión a un Dios espectador? ¿Cómo era posible? ¿Pero, entonces, no se convertía el mundo en una broma diabólica, en algo sólo digno de un escupitajo?, ¿y el mismo Dios no resultaba sino un monstruo, un insensato, un estúpido y repulsivo bribón? ¡Y mientras pensaba estas cosas con cierto amargo placer de rebelde, ya mi corazón temeroso me castigaba haciendo surgir el miedo ante las blasfemias proferidas!

Todavía, después de treinta años, veo con todos sus detalles la pared, las altas ventanas ciegas que daban al muro vecino difundiendo apenas un poco de luz, los blancos escalones de abeto, los descansillos, y el pasamanos liso de madera dura, lustrada por mis vertiginosas bajadas. Aunque mi infancia esté tan lejana y me parezca tan incomprensible y fantástica, recuerdo exactamente el sufrimiento y la contradicción que turbaban entonces mi felicidad, ya existían en mi corazón infantil los sentimientos que ahora me embargan: la duda acerca de mi propio valer, un continuo fluctuar entre la estima de mí mismo y el desaliento, entre un idealismo desdeñoso y una vulgar voluptuosidad. Entonces consideraba —igual sigo pensando después— estos rasgos de mi carácter, sea como síntomas de una despreciable enfermedad, sea como signos de distinción; por momentos creía que por aquel tormentoso camino Dios quería llevarme a un grado más elevado de aislamiento y profundidad; y otras veces, en cambio, me parecían simplemente manifestaciones de una vergonzosa debilidad de carácter, de una neurosis análoga a la que miles de otros seres arrastran penosamente por la vida.

Si quisiera reducir todos estos sentimientos y su dolorosa contradicción a un sentimiento fundamental, para designarlo con un único nombre, no sabría hallar palabra más apropiada que miedo.

Sí; era miedo, miedo e inseguridad lo que experimentaba en las horas en que veía alterarse mi felicidad infantil; miedo frente al castigo, miedo frente a mi propia conciencia, miedo frente a las emociones de mi alma que yo consideraba prohibidas y pecaminosas.

También ese día, mientras subía la escalera gradualmente más luminosa, y me acercaba a la puerta de vidrio, me volvió a acometer ese sentimiento angustioso. Comenzaba con una opresión en el bajo vientre que llegaba hasta la garganta, donde se convertía en sofocación o en náuseas. En esos momentos, igual que ahora, experimentaba una desagradable vergüenza, el deseo de que no se me observara, un ansia de estar solo y de ocultarme.

Con esa molesta y nauseabunda sensación, que se confundía con un verdadero sentimiento delictuoso, llegué al pasillo y al comedor. Sentía que el diablo andaba suelto y que sucedería algo. Lo sentía con desesperada pasividad, como un barómetro advierte un cambio de presión atmosférica. ¡Ahí estaba de nuevo ese algo indefinible! El demonio se deslizaba por la casa, el pecado original roía el corazón; detrás de cada pared esperaba gigantesco e invisible, un espíritu, un padre, un juez.

Aún no sabía nada, era una mera intuición, un amargo desasosiego. Por lo común en esos instantes lo mejor era caer enfermo, vomitar y acostarse. Entonces todo pasaba sin daño, acudía mi madre o mi hermana, me daban una taza de té, me sentía rodeado de cariñosa solicitud y podía llorar o dormir, para despertarme curado y contento en un mundo transformado, libre y luminoso.

Mi madre no estaba en el comedor y en la cocina encontré sólo a la criada. Decidí buscar a mi padre, cuyo estudio se hallaba en el piso superior, al final de una estrecha escalera. Aunque le temía, a veces, sin embargo, me hacía bien dirigirme a él, como cuando le pedía perdón. Con mi madre era más sencillo y más fácil hallar consuelo; pero el consuelo de mi padre tenía más valor, significaba estar en paz con la conciencia, una conciliación, una nueva alianza con los poderes del bien. Cuántas veces después de escenas deplorables, investigaciones, confesiones y castigos, yo había salido del cuarto de mi padre, bueno y puro, castigado y amonestado, pero lleno de buenos propósitos, fortalecido por la alianza con el poderoso contra el enemigo maligno. Decidí llegar hasta él y decirle que no me sentía bien.

Subí la pequeña escalera que conducía al estudio. Esta escalera con su característico olor a empapelado y el sonido seco de sus peldaños de madera, livianos y huecos, representaba, aún más que el vestíbulo, un camino significativo y fatal a la vez. A menudo, obligado por graves motivos había subido los peldaños, arrastrándome cientos de veces lleno de miedo y remordimiento, terquedad o ira, y con frecuencia había encontrado liberación y nueva seguridad. Abajo, en nuestras habitaciones, madre e hijo nos sentíamos a gusto: allí reinaba una atmósfera apacible; aquí arriba, en cambio, moraban el poder y el espíritu, aquí estaba el tribunal, el templo, el «reino del padre».

Un tanto cohibido, como siempre, oprimí el picaporte de forma anticuada y abría a medias la puerta. Inmediatamente me envolvió el familiar olor del estudio paterno: perfume de libros y tinta mezclado con el aire azulado que fluía por las ventanas semiabiertas; olor a blancas y limpias cortinas y un rastro perdido de agua de colonia; en el escritorio había una manzana. La habitación, empero, estaba vacía.

Entré con un sentimiento de desilusión y alivio a la vez. Amortigüé mis pasos caminando de puntillas, como teníamos que hacerlo cuando mi padre dormía o tenía jaqueca. Apenas me di cuenta de ello, mi corazón comenzó a latir violentamente y la angustiosa opresión en el vientre y en la garganta se hizo más fuerte. Me deslicé lleno de miedo, paso a paso, y ya no me sentía el inocente visitante que viene a suplicar, sino un intruso. Ya otras veces, en ausencia de mi padre, me había introducido furtivamente en sus habitaciones, espiando y explorando su reino secreto y hasta le había sustraído algo en dos ocasiones.

En el acto me invadió aquel recuerdo y comprendí que se avecinaba la catástrofe, que sucedería algo, que haría algo prohibido y malo. Nada de huir. Pensaba, empero, en eso, ansiosa y ardientemente; deseaba escaparme, bajar las escaleras y refugiarme en mi cuartillo o en el jardín… Sin embargo sabía que no lo haría, que no podía hacerlo. Ansiaba ardientemente que mi padre me oyera en la habitación contigua y entrara para romper el horrible y diabólico hechizo que me fascinaba y dominaba. ¡Ojalá viniera! ¡Qué llegara, así fuera para retarme, pero que llegara antes de ser demasiado tarde!

Tosí para anunciar mi presencia, y al no recibir contestación, llamé en voz baja: ¡Papá! Todo quedó en silencio, los libros en los estantes seguían mudos; un postigo de la ventana se movió con el viento, echando un fugaz reflejo se sol sobre el piso. Nadie llegaba para librarme, y yo mismo carecía de fuerzas para luchar con el demonio. Un sentimiento de culpabilidad me oprimía el estómago y me enfriaba la punta de los dedos mientras mi corazón latía temeroso. Aún no sabía lo que haría. Pero sí sabía que era algo malo.

Me acerqué al escritorio, cogí un libro y leí un título en inglés que no entendí. Odiaba el inglés, que mis padres usaban cuando querían que no los entendiésemos o cuando disputaban. En un platillo yacían varios pequeños objetos: escarbadientes, plumitas de acero, alfileres. Tome dos plumitas y las guardé en el bolsillo, Dios sabe por qué, pues no las necesitaba; no me faltaban plumas. Lo hacía obedeciendo a esa presión que casi me ahogaba, a la necesidad de hacer algo malo, de perjudicarme, de mancharme con una culpa. Hojeé los papeles de mi padre, vi una carta empezada y leí las palabras: «Nosotros y los niños estamos bien, gracias a Dios», y entonces las redondas letras latinas parecieron mirarme como si fueran ojos.

Luego me dirigí a hurtadillas al dormitorio. Ahí estaba el catre de hierro de mi padre, debajo del cual asomaban sus zapatillas marrones. En la mesita de luz había un pañuelo. Aspiré la atmósfera paterna de la fresca y luminosa estancia, que me evocó en el acto la imagen de mi padre, mientras el respeto y la rebelión se disputaban mi alma abrumada. Por momento le odiaba y recordaba con maligna satisfacción cómo yacía, en los días de jaqueca, silencioso y hundido en su bajísimo catre, tieso y estirado cuán largo era, con un trapo mojado sobre la frente, lanzando continuos suspiros. Intuía que tampoco él, el poderoso, tenía una vida fácil, y que detrás de su dignidad también conocía la duda y el temor. Pero mi extraño odio se desvaneció al punto para convertirse en ternura y compasión. Mientras tanto había abierto uno de los cajones de la cómoda. Vi sus ropas dispuestas en orden y un frasco del agua colonia que le agradaba; quise aspirar su aroma, pero estaba herméticamente cerrado, por lo que volví a colocarlo en su lugar. A su lado advertí una cajita redonda con pastillas que sabían a regaliz y me puse unas cuantas en la boca. Experimenté cierta desilusión, pero al mismo tiempo me sentí contento de no haber hallado y sustraído nada más.

Con un sentimiento de alivio y dispuesto a renunciar y a irme, abrí jugueteando otro cajón, mientras me proponía colocar de nuevo en su lugar las dos plumas robadas. Quizá me fuera posible volver atrás y arrepentirme, arreglarlo y librarme del mal. Acaso la mano de Dios fuera más fuerte que la tentación…

En eso eché todavía rápidamente un vistazo por la rendija del cajón apenas abierto. ¡Oh! ¿Por qué no había allí medias, camisas o viejos diarios? Allí estaba la gran tentación y en el acto me acometió otra vez esa contracción en el estómago y esa angustia; mis manos comenzaron a temblar y mi corazón a latir violentamente. En un platillo de mimbre, de factura india, descubrí algo sorprendente: toda una argolla de higos secos espolvoreados con azúcar.

La tomé en la mano; ¡qué pesada y magnífica era! Saqué dos o tres higos, me puse uno en la boca y los otros en los bolsillos. De todos modos el miedo y la aventura no habían sido en balde, ya que no había encontrado allí liberación y consuelo, por lo menos no quería irme con las manos vacías. Saqué tres o cuatro higos más de la argolla, la que apenas perdió peso, y otros aún, hasta que más de la mitad de los higos desaparecieron en mis bolsillos ya llenos; arreglé entonces los que quedaban sueltos en el anillo pegajoso para que no se notara la falta de tantos. Luego, presa de repentino pavor, cerré de un golpe el cajón, atravesé corriendo las dos habitaciones, bajé la pequeña escalera y llegué jadeando a mi cuartito, donde me quedé de pie apoyándome en mi pupitre, con la sensación de que se me doblaban las rodillas y me faltaba la respiración.

Poco después sonó la campanilla del almuerzo. Con la cabeza vacía y lleno de desprecio y asco hacia mí mismo, metí los higos en mi estante, ocultándolos detrás de los libros y me dirigí al comedor. Antes de entrar advertí que mis manos estaban pegajosas de azúcar. Me las lavé en la cocina. En la sala ya estaban todos reunidos a la mesa. Murmuré un breve «buenos días»; mi padre pronunció la oración. Y yo me dispuse a tomar mi sopa. No tenía hambre; cada trago me costaba un esfuerzo. A mi lado se hallaban sentadas mis hermanas, y enfrente mis padres, todos alegres y satisfechos, y yo entre ellos como un miserable delincuente aislado e indigno, temiendo hasta las miradas afables, fresco aún el sabor de los higos en mi boca. ¿Había cerrado yo la puerta del dormitorio de mi padre? ¿Y el cajón?

Pero ya lo irremediable había ocurrido. Hubiera dado mi mano porque los higos se encontraran de nuevo arriba, en la cómoda. Resolví tirarlos, o llevarlos a la escuela para regalarlos. ¡Con tal que desaparecieran, con tal que no los viera más!

—Tienes mal semblante, —dijo mi padre observándome. Bajé los ojos sobre mi plato mientras sentía su mirada interrogativa. Ahora se daría cuenta. Siempre lo comprendía todo. ¿Pero por qué me atormentaba primero con otras preguntas? ¿No era acaso mejor que me llevara inmediatamente arriba, aunque me matara a golpes?

—¿Te pasa algo? —inquirió de nuevo.

Mentí, diciéndole que me dolía la cabeza.

—Deberías acostarte un poco, luego —dijo él—. ¿Cuántas horas de clase tienes esta tarde?

—Sólo ejercicios físicos.

—Bueno, no creo que te haga mal. ¡Pero deberías comer algo, empéñate un poco!, ya te pasará.

Le miré de soslayo. Mi madre no dijo nada, pero yo sabía que me miraba. Apuré mi sopa, luché luego con la carne y las verduras, ayudándome con dos copas de agua. Nadie habló más. Me dejaron tranquilo. Cuando mi padre pronunció la oración final: «Señor nuestro, te agradecemos pues eres piadoso y tu bondad es eterna», me pareció como si un cuchillo ardiente me separara de las puras y edificantes palabras sagradas, y de todos los que se encontraban en la mesa. Mis manos unidas para rezar eran una mentira y mi actitud devota una blasfemia.

Cuando me levanté, mi madre me acarició los cabellos, tocando por un momento mi frente para ver si tenía fiebre. ¡Cuán amargo era todo esto!

Luego en mi piecita me detuve frente al estante de los libros. Mis pensamientos de la mañana no me habían engañado; todos los presagios resultaban ciertos. Era un día de desgracias, el día más infeliz de mi vida. Ningún ser humano podría soportar algo peor. Si ocurriese una cosa más grave, sólo cabía quitarse la vida. En general era preferible estar muerto más bien que vivir en un mundo donde todo era falso y feo. Permanecí un buen rato meditando, mientras cogía distraído uno tras otro los higos escondidos, comiéndomelos casi sin darme cuenta.

De pronto advertí nuestra alcancía que estaba en el borde del estante. Era una caja de cigarrillos en cuya tapa, después de clavarla, yo había tallado una tosca abertura con un cortaplumas. El tajo era grosero e imperfecto, con astillas salientes. Ni siquiera eso sabía hacerlo bien. Tenía compañeros que con empeño y paciencia tallaban tan impecablemente, que sus trabajos parecían ejecutados por un carpintero. Yo, en cambio, trabajaba mal, siempre tenía prisa y jamás llevaba a cabo algo bueno. Ya se tratara de tallar, ya de mi caligrafía o de mis dibujos, con cualquier cosa era lo mismo. Yo no servía para nada. Y ahora, para colmo, había robado de nuevo, y peor que otras veces. También las plumitas se hallaban todavía en mi bolsillo. ¿Para qué? ¿Por qué las había tomado? ¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué había de hacer lo que no se quería?

En la caja de cigarrillos resonaba una sola moneda, la de Oscar Weber. Desde entonces no le habíamos agregado nada. También ese asunto de la alcancía era una empresa digna de mí. ¡Cualquier cosa que emprendiera carecía de valor, abortaba de entrada, fracasaba! ¡Qué el diablo se llevara esa estúpida alcancía! No quería verla más.

En los días como ése, el tiempo entre el almuerzo y la hora de la escuela era siempre fastidioso y no sabía cómo emplearlo. En los días buenos y pacíficos, constituía un momento hermoso y deseado; lo pasaba leyendo en mi cuarto alguna historia de indios o me dirigía al punto al patio de la escuela, donde siempre encontraba compañeros alegres y jugábamos, gritábamos, corríamos y nos acalorábamos hasta que el toque de la campana nos llamaba a la olvidada «realidad». Pero ¿con quién podía jugar en días como aquél y cómo matar el diablo en mi pecho? Yo presentía que tenía que llegar el momento, quizás no fuera hoy, pero sí otra vez, tal vez pronto, en el cual se pronunciaría mi destino. Bastaba un poco más de temor, un poco más de angustia y desconcierto para que la copa desbordara y un final horroroso coronara mi vida. Algún día, un día como ése, yo me hundiría definitivamente en el mal, tercamente y con ira, y no pudiendo soportar por más tiempo esa vida sin sentido, cometería una acción horrenda y decisiva, algo terrible que, sin embargo, me libraría, que acabaría para siempre con mi miedo y con mis tormentos. No sabía exactamente qué haría, pero ya más de una vez se habían agitado en mi mente confusas fantasías y alucinaciones, visiones de delitos con los que me vengaría del mundo, entregándome y aniquilándome también a mí mismo. A veces imaginaba que prendería fuego a nuestra casa: veía llamas gigantescas que devoraban la noche con sus lenguas monstruosas, el incendio extendiéndose a casas y calles y toda la ciudad ardiendo contra un cielo negro. Otras veces el crimen que cometía en mis sueños era una venganza contra mi padre, un asesinato, un horrendo homicidio, yo me comportaría luego como aquel delincuente, aquel único y verdadero delincuente que había visto conducir por las calles de nuestra ciudad. Era un asaltante que había sido capturado y llevado a la comisaría, con las manos esposadas, un sombrero hongo inclinado sobre la cabeza, y precedido y seguido por policías. Este hombre arrastrado por las calles, entre un gentío de curiosos, en medio de enjambres de maldiciones, de bromas malignas y de votos perversos formulados a gritos, no tenía nada de común con esos pobres diablos asustados, que veía de cuando en cuando acompañados por un agente y que por lo general eran sólo míseros aprendices de mendicantes. No, aquél no era un aprendiz, no parecía tímido, amedrentado, ni lacrimoso, ni se refugiaba en una estúpida sonrisa embarazada, como muchos que había visto; aquél era un delincuente auténtico, que llevaba audazmente inclinado el sombrero sobre la obstinada e indómita cabeza; era pálido y sonreía con silencioso desprecio, y el pueblo que le escupía y escarnecía se transformaba a su lado en chusma y populacho, yo también grité:

—¡Lo agarraron, que lo cuelguen!

Pero al advertir su andar derecho y orgulloso, el gesto altanero de sus manos esposadas y la audacia con que llevaba su sombrero hongo como una fantástica corona sobre el cráneo terco y maligno, al advertir cómo sonreía, enmudecí, yo también sonreiría y mantendría la cabeza erguida como aquel delincuente cuando me arrastraran frente al tribunal y a la horca, y cuando la gente se agolpara a mi alrededor, para injuriarme y zaherirme, nada diría, sólo los contemplaría con silencioso desprecio.

Y después de la condena, cuando ya muerto me presentara en el cielo ante el juez supremo, tampoco entonces me doblegaría ni me sometería. No, aún cuando Dios estuviera rodeado por todos los coros de ángeles y refulgiera de santidad y dignidad. ¡Qué me condenara, pues! ¡Qué me hiciera hervir en alquitrán! ¡Yo no me disculparía, no me humillaría, no le pediría perdón, no me arrepentiría! Cuando me preguntara: «¿Hiciste esto o aquello?», yo contestaría gritando:

—Sí, lo hice; hice todavía más y fue justo que lo hiciera, y siempre que pueda volveré a hacerlo, una y mil veces. He matado, he prendido fuego a las casas, porque me divertía y porque quería ofenderte e indignarte. Sí, porque te odio y te escupo a los pies, Dios. Me has atormentado y vejado, has creado leyes que nadie puede cumplir, has puesto a los adultos para que nos envenenen la vida a nosotros los muchachos.

Cuando lograba representarme estos cuadros con todos sus detalles y creer que realmente podría actuar y hablar así, experimentaba durante unos instantes una sombría satisfacción. Pero al rato volvían a asaltarme las dudas: ¿no sería débil, no tendría miedo, no cedería al fin? Y aún en caso de seguir el dictado de mi obstinada voluntad, ¿no encontraría Dios alguno de sus múltiples recursos, algún engaño de aquéllos con los que siempre logran los adultos y los poderosos salirse, a la postre, con la suya, para avergonzarnos, no tomarnos en serio y finalmente humillarnos con el maldito pretexto de la benevolencia? ¡Oh, que todo terminara de ese modo!

Mis fantasías se sucedían incansablemente; ora triunfaba yo, ora Dios; tan pronto me elevaba a la categoría de delincuente inflexible como me rebajaba al grado de niño débil e indefenso.

Estaba frente a la ventana y miraba hacia el pequeño patio de la casa vecina. Allí había unas vigas apoyadas en la pared y un jardincito donde reverdecían algunas verduras. De pronto unos toques de campana rompieron el silencio de la tarde, duros y reales en medio de mis visiones; primero fue un toque cristalino y severo, y luego otro. Eran las dos y yo volvía asustado, desde mis sueños de angustia a la realidad. Comenzaba la clase de gimnasia y aún cuando hubiera estado dotado de alas mágicas que me llevaran derecho a la sala de ejercicios, con todo habría llegado demasiado tarde. ¡También aquí me perseguía la mala suerte! Pasado mañana habría un llamamiento, amonestaciones, y castigo. Ya no valía la pena ir; de cualquier modo la cosa no tenía arreglo. Acaso con una buena excusa, sutil y verosímil, pudiera salvarme; pero en ese momento, por más que nuestros maestros nos habían educado maravillosamente para la mentira, no se me ocurría nada aceptable; no me hallaba en condiciones de mentir, de inventar, de construir. Era mejor faltar a clase. ¿Qué importaba si a la gran desgracia se le agregaba una pequeña desgracia más?

Pero el sonido de la campana me había despertado paralizando el juego de mi fantasía. De repente me sentí muy débil; mi cuarto me envolvía con su intensa realidad; el pupitre, la cama, los cuadros, el estante de los libros, me miraban severamente como testigos de un mundo en el que era menester vivir y que hoy de nuevo se me presentaba en extremo hostil y peligroso. ¿Acaso no había perdido la hora de gimnasia? ¿No había, además, robado, robado miserablemente y no estaban todavía, detrás de los libros, los higos que aún no había comido? ¿Qué me importaban ahora el delincuente aquél, el buen Dios y el juicio final? Todo eso vendría luego, a su tiempo, pero en este momento se hallaban muy lejos, no eran más que estúpidas fantasías.

Lo positivo era que había robado y que el delito podía descubrirse en cualquier momento. Acaso ahora mismo, mi padre estuviera ya abriendo el cajón, ahí arriba, y al descubrir mi oprobiosa acción, meditara ofendido e indignado en el modo de castigarme. Acaso se hallaba ya camino de mi cuarto y si no huía en el acto, pronto tendría ante mí un rostro severo y sus antipáticas antiparras. Por supuesto que inmediatamente sabría que yo era el ladrón. No existían otros delincuentes en la casa; mis hermanas, Dios sabe por qué, no hacían jamás nada parecido. Pero, él, mi padre ¿por qué ocultaba en su cómoda semejante rosca de higos?

Abandoné mi piecita y salí por la puerta trasera del jardín. Las quintas y los prados se extendían bañados por la luz del sol, y las mariposas revoloteaban en el aire. Sin embargo todo se me antojaba feo y amenazador, mucho más que a la mañana, ya conocía esa sensación, pero me parecía no haberla experimentado jamás tan intensamente. El paisaje, con su conciencia tranquila, me miraba como si nada hubiera pasado; la ciudad y la iglesia, los prados, el camino, las flores y las mariposas, todas estas cosas hermosas y alegres que siempre deleitaban mi vista, me parecían extrañas y alejadas como por arte de encantamiento. Sí, yo conocía este sentimiento; yo sabía lo que era atravesar presa de remordimientos una región familiar. Podría volar sobre la pradera la más rara mariposa y luego venir a posarse a mis pies: todo sería en vano; nada me produciría placer, ni me daría consuelo, y si el cerezo más soberbio me ofreciera sus ramas cargadas, tampoco me interesaría, tampoco me haría feliz. Lo único que importaba era huir, huir del padre, del castigo, de mí mismo, de mi conciencia, huir sin descanso, hasta que llegara el fin inevitable e inexorable que yo presumía.

Corría y corría sin detenerme; corrí monte arriba, muy alto, hasta el bosque, y bajé desde el robledal hasta el molino; crucé la plancha sobre el río y volví a subir cuesta arriba a través de los bosques. Allí habíamos instalado nuestro último campamento indio. Allí el año pasado, mientras mi padre se hallaba de viaje, mi madre había celebrado con nosotros las Pascuas, escondiendo los huevos en el bosque y entre el pasto. Allí mismo una vez, durante las vacaciones con mis primos, construí un castillo, cuyos restos aún podían verse. Por doquiera huellas, por doquiera espejos, desde los cuales me miraba un muchacho, distinto del que era en ese momento. ¿Podía haber sido yo aquel chico alegre, contento y agradecido, tan cariñoso con mi madre, valiente, buen compañero y maravillosamente feliz? ¿De veras había sido yo ese niño? ¿Cómo pude transformarme así, hasta llegar a ser un muchacho tan distinto del que era entonces, tan malo y miedoso, y destrozado? Todo estaba igual que antaño: el bosque y el río, los helechos y las flores, el castillo y los hormigueros; y sin embargo todo parecía envenenado y desolado. ¿No existía ningún camino para retornar hacia la felicidad y la inocencia? ¿Jamás podría ser como antes?

Corría y corría, la frente bañada en sudor, y tras de mí corría la culpa y la sombra de mi padre, que me perseguía, gigantesca y terrible.

A mi lado pasaban en vertiginosa huida las arboledas, las pendientes y los bosques, precipitándose al valle. Por fin me detuve en una altura alejada del sendero y me eché en el pasto mientras mi corazón latía violentamente; quizás había corrido demasiado cuesta arriba, pero, sin duda, pronto mejoraría. Ahí abajo se extendían la ciudad y el río; veía la sala de gimnasia, donde, terminada ya la clase, se dispersaban los alumnos; veía también el techo alargado de mi casa paterna. Ahí estaba el dormitorio de mi padre y el cajón del que faltaban los higos, y más abajo mi pequeño cuartito, donde al volver sería castigado. ¿Y si no regresara?

Sin embargo, sabía que regresaría. Siempre regresaba al hogar, todas las veces regresaba. Terminaba siempre en la misma forma. No podía alejarme, no podía irme a África o a Berlín, era pequeño, no poseía dinero, nadie me ayudaría. ¡Quizás si todos los niños se unieran para apoyarse mutuamente!… Los niños éramos muy numerosos, había muchos más niños que sus padres. Pero los niños no eran todos ladrones y delincuentes. Muy pocos eran como yo. Quizá yo era el único. Pero no, no era el único, sabía muy bien que estas cosas pasaban a menudo; también un tío nuestro había robado, cuando muchacho, y cometido muchas travesuras; lo había oído una vez, escuchando a hurtadillas una conversación de mis padres, lo que hacía siempre que deseaba enterarme de algo importante. ¿Pero de qué me servía eso? Aún en el caso de estar mi tío, tampoco me defendería. Ahora había crecido y se había convertido en adulto; era pastor y haría causa común con los otros adultos, abandonándome a mi destino. Así eran todos. Cuando se trataba de nosotros, los niños, se transformaban en falsos y mentirosos, representaban un papel, mostrándose distintos de lo que eran. La madre quizás no fuera así. O, por lo menos, no tanto.

¿Y si de veras no regresara? ¿Podría sucederme algo, podría romperme el pescuezo o ahogarme o caer bajo un tren? Entonces todo cambiaría. Me llevarían a casa y todos llorarían, mudos y asustados, todos me compadecerían; nadie haría cuestión por los higos.

Sabía muy bien que uno podía quitarse la vida. También pensaba que algún día lo haría, más tarde, cuando sucediera lo peor. Me hubiera venido bien enfermarme, pero no con una simple tos, sino enfermarme gravemente, como aquella vez que tuve la escarlatina.

Ya había pasado la clase de gimnasia y la hora durante la cual me esperaban en casa para el té. Acaso en esos momentos me llamaban y buscaban en mi pieza, en el jardín, en el patio y en el vestíbulo. Pero si mi padre había descubierto el robo, no me buscarían, pues ya comprenderían.

No podía continuar tendido en el pasto. El destino no me olvidaba, me perseguía. Comencé de nuevo a correr. En el parque pasé, por un banco que me evocaba algo del pasado, otro recuerdo hermoso y bello, que ahora me abrasaba como el fuego. Años atrás mi padre me había regalado un cortaplumas y fuimos a pasear felices y en paz: él se había sentado allí, en ese banco, mientras yo cortaba una varita entre los arbustos. En mi entusiasmo rompí el cuchillito nuevo y regresé desesperado. Estaba afligido por la pérdida del cortaplumas y porque esperaba una reprimenda. Pero mi padre se limitó a sonreír, me palmoteo el hombro y dijo:

—¡Qué lástima, pobrecito!

¡Cuánto le amé, en aquel momento y por cuántas cosas le pedí perdón en lo profundo de mi ser! Ahora, al evocar el rostro de mi padre, su voz, su compasión, me sentía un verdadero monstruo por haberle causado tantas penas mintiéndole y hasta robándole.

Cuando retorné a la ciudad por el puente superior, lejos de nuestra casa, anochecía ya. Desde un almacén en cuyo interior ardían las lámparas, salió corriendo un muchacho que se detuvo llamándome por mi nombre. Era Oscar Weber. Ningún encuentro podía caerme peor. De todos modos me contó que el maestro no había advertido mi ausencia en la clase de gimnasia. Luego me preguntó dónde había estado.

—En ninguna parte —contesté evasivamente—, no me sentía muy bien.

Me mantuve lacónico y reservado hasta que al cabo de un rato, que me indignó por lo largo, Oscar Weber comprendió que resultaba molesto. Entonces se enojó.

—Déjame en paz, —le dije fríamente—, puedo volver solo a casa.

—¿Ah, sí? —gritó él—. ¡Yo también puedo ir solo, mocoso estúpido! No soy tu bedel, para que lo sepas. ¡Pero antes quisiera que me digas qué pasa con nuestra alcancía! Yo puse una moneda y tu nada.

—Tu moneda puedo devolvértela ahora mismo, si temes por ella. Ojalá no te viera más. ¡Cómo si alguna vez hubiera aceptado algo tuyo!

—Pero hace poco te gustó tomarla, —replicó él irónicamente, aunque su voz dejaba entrever la posibilidad de una reconciliación.

Pero yo estaba ya muy excitado e indignado y todo el temor y el desconcierto acumulados en mi alma estallaron en violencia. ¡Weber no podía decirme nada! Frente a él tenía la razón de mi parte y la conciencia tranquila. Y yo necesitaba alguien frente a quien sentirme importante, orgulloso y justo. Todo mi desorden y mi oscuro desequilibrio interno desembocaron en este recurso. Hice lo que en general evitaba cuidadosamente: me las eche, de niño bien, insinué, que para mí no representaba un sacrificio renunciar a la amistad de un chico de la calle. Le dije que ahí acababan para él las diversiones en mi casa, los juegos con mis juguetes o el comer fresas en mi jardín. Me sentía encendido y animado: tenía un enemigo, un adversario, un culpable de carne y hueso a quien podía atacar. Todos mis instintos vitales se concentraron en esta ira liberadora y bienhechora, en la amarga satisfacción de tener un enemigo que estaba fuera de mí mismo, con quien podía enfrentarme, que me miraba con ojos desorbitados, sorprendidos e indignados, cuya voz podía oír, cuyos reproches podía desdeñar, y a cuyas palabras injuriosas podía replicar con otras peores.

Trabados en un altercado siempre más violento, bajábamos muy cerca el uno del otro por la calleja sumida en la penumbra; de vez en cuando alguien nos miraba desde el umbral de una puerta, yo descargaba sobre el infeliz Weber toda la ira y el desprecio que sentía contra mí mismo. Cuando me amenazó con acusarme ante el maestro de gimnasia, experimenté verdadera voluptuosidad, pues se rebajaba, se portaba como un canalla y esto me fortalecía en mi posición.

Al llegar a la calle de los carniceros nos fuimos a las manos, y unos curiosos se detuvieron para observar nuestra riña. Nos asestamos muchos golpes en el vientre y en el rostro, ayudándonos a fuerza de puntapiés. En el entusiasmo combativo lo olvidé, todo por unos instantes, y aun cuando Weber era mucho más fuerte, yo en cambio era más ágil, más inteligente, más ligero y más arrojado. Acalorados y enfurecidos nos pegábamos con verdadera exasperación. Cuando Weber, ciego de furor, me desgarro el cuello de la camisa, sentí deslizarse voluptuosamente una corriente de aire frío por mi pecho encendido.

En medio de los golpes, los empujones y los pisotones, luchando y estrangulándonos, no cesábamos de insultarnos, injuriarnos y aniquilarnos con palabras que crecían en violencia, cada vez más necias y malignas, cada vez más extrañas y fantásticas. También en eso yo lo superaba: había más refinamiento, más riqueza poética, más inventiva en mis injurias. Si él gritaba «perro», yo le replicaba perro cochino; a la palabra «infame», yo respondía «Belcebú». Ambos sangrábamos, pero no lo sentíamos; mientras nuestras palabras expresaban pérfidos deseos e invocaban los más terribles hechizos, nos recomendábamos mutuamente a la horca; ansiábamos cuchillos para hundirlos y revolverlos entre las costillas; ultrajábamos nuestros nombres, nuestros orígenes, nuestros padres.

Era la primera y única vez que yo me aventuraba a fondo y con pleno fervor en una pelea semejante, con todos los golpes, todas las crueldades y todas las inventivas del caso. Más de una vez había asistido a tales escenas y escuchado con horripilante placer aquellas vulgares y primitivas maldiciones y palabrotas; ahora las gritaba yo mismo, como si desde antiguo hubiera estado acostumbrado a oírlas y usarlas. Las lágrimas corrían por mis mejillas y la sangre me llenaba la boca. Pero el mundo era magnífico, tenía sentido; así era bueno vivir, hacia bien asestar golpes, hacía bien sangrar y hacer sangrar.

Jamás pude hallar en mi memoria el final de esta lucha. En algún momento terminó, y de pronto me halle, solo en la muda oscuridad, reconocí las esquinas y los jardines, y advertí que estaba cerca de mi casa. Poco a poco se desvanecía la ebriedad, poco a poco se acababa el zumbido y el tronar en mi cerebro, y la realidad se abría paso por mis sentidos. Primeramente mis ojos empezaron a ver. Ahí estaba la fuente, y ahí el puentecillo. Sangre en mi mano, vestidos desgarrados, medias caídas, un dolor punzante en la rodilla, otro en el ojo, sin gorro —todo se hacía presente poco a poco, convirtiéndose en realidad y explicándome la situación—. De repente me sentí profundamente cansado, mis rodillas se doblaron, mis brazos temblaban y busqué tanteando el apoyo de una pared.

Bueno, ahí estaba nuestra casa. ¡Gracias a Dios! Lo único de que tenía conciencia en aquel instante era que allí encontraría refugio, paz, claridad, techo. Con un suspiro de alivio empuje la alta puerta.

E inmediatamente la fresca y húmeda atmósfera de piedras evocó los recuerdos palpitantes y candentes. ¡Dios mío! Olía a severidad, a ley, olía a responsabilidad, a padre y a Dios. Había robado. No era un pobre niño extraviado que volvía por fin a su casa, para hallar calor y compasión en el regazo de su madre. Era un ladrón, era un delincuente. Allí arriba no existían para mí ni paz, ni cama, ni sueño, ni comida, ni cuidados, ni consuelo, ni olvido. A mí solo me esperaban la culpa y el castigo.

Creo que entonces, por primera vez en mi vida, mientras atravesaba el vestíbulo envuelto en la oscuridad de la noche y subía penosamente uno por uno los peldaños de la escalera, respire por momentos el éter helado de la soledad, el sentido de lo irrevocable, del destino. No veía posibilidad de salvación, no tenía proyectos, ni siquiera miedo, sólo un frío y áspero sentimiento traducible en las palabras: «Así debe ser». Me arrastraba sosteniéndome en la baranda. Frente a la puerta de vidrio tuve deseos de sentarme por un instante en la escalera, de tomar aliento, para descansar un rato. Pero no lo hice; no tenía objeto. Había que entrar, era inevitable. Mientras abría la puerta se me ocurrió pensar qué hora seria.

Me detuve en el umbral. Todos estaban sentados a la mesa; acababan de comer; todavía había un plato con manzanas. Debían ser las ocho. Nunca había regresado tan tarde sin permiso, jamás había faltado a la cena.

—¡Gracias a Dios que llegas! —exclamó mi madre, vivamente.

Comprendí que había estado preocupada. Se me acercó corriendo y se detuvo horrorizada al ver mi rostro y los vestidos sucios y rotos. No pronuncie palabra, no miré a nadie, pero sentí que mi padre y mi madre se ponían silenciosamente de acuerdo en su actitud para conmigo. Mi padre calló, pero yo sentía que estaba muy enojado. Mi madre se ocupó de mí, me lavó el rostro y las manos y me aplicó tela adhesiva; luego me dieron comida. Rodeado de compasión y solicitud, comí en silencio, profundamente avergonzado, gozando pese a mi conciencia culpable el calor que me envolvía. Después me mandaron a la cama. Sin mirarlo, le di la mano a mi padre.

Tendido ya en la cama, entro mi madre en la habitación. Sacó mi ropa de la silla y me puso ropas nuevas para el día siguiente, que era domingo. Luego empezó a inquirir prudentemente y tuve que referirle mi reyerta. La cosa le pareció bastante grave, pero no me reprendió; al contrario, quizás se asombró de que por tal motivo estuviera tan deprimido y medroso. Luego me dejó solo.

Y ahora, pensé yo, ella estará convencida de que todo se ha arreglado. Ella creerá que he tenido una disputa y recibido mis buenos golpes; ahora había sangre, pero mañana todo seria olvidado. Nada sabía de lo otro, lo esencial. Se había mostrado afligida, pero desenvuelta y cariñosa. Sin duda también mi padre ignoraba aún mi delito.

Me invadió un horrible sentimiento de desilusión. Comprendí que desde el momento en que pise nuestra casa me había penetrado y encendido un solo vehemente deseo. El deseo de que estallara la tormenta, de que se me pidiera cuentas; de que lo terrible se convirtiera en realidad y cesara el horrendo miedo a lo que vendría. Estaba pronto para cualquier cosa, estaba dispuesto a todo. ¡Qué mi padre me castigara severamente, que me pegara y encerrara! ¡Qué me hiciera pasar hambre! ¡Qué me echara su maldición y me arrojara a la calle, pero que acabara la angustia de la expectativa!

Y en cambio, me encontraba de nuevo en mi cama y despierto, esperando y temblando. Me habían perdonado mis trajes desgarrados, mi ausencia, el haber faltado a la cena porque estaba fatigado y sangraba, y me compadecían, pero sobre todo porque ni siquiera sospechaban lo otro, porque solo conocían mis travesuras, pero ignoraban mi crimen. ¡Naturalmente cuando se descubriera me tocaría un castigo mucho más terrible! Quizá me mandaran, como me habían amenazado una vez, a un correccional, donde se comía pan viejo y duro y durante todos los ratos libres había que cortar leña y limpiar zapatos; donde se dormía en dormitorios vigilados por guardianes que pegaban con un bastón y que despertaban a los chicos a las cuatro de la mañana con un chorro de agua fría. ¿O acaso me entregarían a la policía?

De todos modos, viniera lo que viniera, nuevamente debía sufrir una larga espera. Tenía que soportar todavía ese miedo, seguir con mi secreto, estremecido ante cualquier mirada o al oír pasos en la casa. Tenía que seguir sin poder mirar a nadie en la cara.

¿Y si no se llegaba a descubrir mi robo? ¿Si todo quedaba como antes? ¿Si hubiera estado atormentándome en vano durante todas esas horas? ¡Oh! ¡Si llegara a suceder tal cosa, si fuera posible algo tan fantástico, tan extraordinario, empezaría una vida completamente nueva, le daría de rodillas las gracias a Dios y me mostraría digno de tal milagro viviendo por siempre una vida pura e inmaculada! ¡Entonces triunfaría en lo que tantas veces había intentado sin éxito; entonces, después de esa desgracia, después de ese infierno y esas torturas, mi propósito y mi voluntad serían bastante fuertes! Todo mi ser se apoderó de esta esperanza, aferrándose a ella apasionadamente. Era un consuelo inesperado; el futuro se me presentaba diáfano y luminoso. En medio de estas fantasías sobrevino por fin el sueño y dormí tranquilo toda la noche.

El día siguiente era domingo, y ya en la cama saboreé casi como el sabor de un fruto, esa extraña pero exquisita sensación festiva del domingo, que me era familiar desde que iba a la escuela. La mañana del domingo era algo sumamente agradable: se podía dormir a gusto, no había escuela, había la perspectiva de un buen almuerzo, no olía a maestros ni tinta, y lo más importante era el mucho tiempo libre que había a disposición de uno. Solo perturbaban esa sensación feliz, unos matices extraños e insípidos: el culto o el catecismo, el paseo con la familia, la preocupación por los vestidos hermosos. Eran como notas falsas que alteraban un sabor puro y exquisito, como si se comiera al mismo tiempo dos viandas incompatibles, o como esos caramelos y bizcochos que daban de obsequio en los pequeños almacenes y que conservaban fatalmente un leve resabio a queso y aceite. Los comía y me gustaban, pero no eran algo completo y radiante, había que cerrar un ojo. En general el domingo era un tanto parecido, sobre todo si tenía que ir a la iglesia o a la escuela dominical, aunque por suerte no era frecuente.

El día de libertad adquiría entonces un aspecto de deber y de aburrimiento. En los paseos de familia sucedía generalmente algún incidente, alguna riña con las hermanas, corríamos demasiado o quedábamos rezagados y nos ensuciábamos los vestidos; casi siempre pasaba algo.

Todo eso no me preocupaba, yo me sentía a gusto. Desde ayer había transcurrido ya muchísimo tiempo. No es que hubiera olvidado mi vergonzosa acción; al contrario, la recordé apenas abrí los ojos, luego me parecía lejana y los temores del día anterior se me hacían remotos e irreales, ya había expiado mi culpa aunque sólo por mis remordimientos, había vivido una jornada desgraciada y espantosa. De nuevo me sentía confiado e inocente, y mi preocupación había desaparecido. El asunto todavía no estaba liquidado del todo; aún vibraba en mi conciencia cierta amenaza y malestar, del mismo modo que el hermoso domingo se veía turbado por aquellos pequeños deberes y disgustos.

Durante el desayuno todos estuvimos de buen humor. Se me dio a elegir entre la iglesia y la escuela dominical. Como siempre, preferí la iglesia. Allí, por lo menos se nos dejaba tranquilos y yo podía dar rienda suelta a mi fantasía; además, la sala alta y solemne con las ventanas multicolores me parecía a menudo hermosa y venerable, y si con los ojos semicerrados contemplaba el órgano allá lejos, al fondo de la nave alargada y crepuscular, se formaban a veces unas imágenes maravillosas; los tubos salientes del órgano se me antojaban en la penumbra, una luminosa ciudad con cientos de torres, y con frecuencia, cuando la iglesia no estaba llena, podía leer toda la hora sin molestias algún libro de cuentos.

Aquel día no lleve ninguno; tampoco intente faltar a la iglesia, como otras veces. Algo había quedado en mi de la noche anterior; los buenos y sinceros propósitos no se habían esfumado, y me sentía dispuesto a vivir de acuerdo y en paz con Dios, con mis padres y con el mundo entero. También mi ira contra Oscar Weber se había desvanecido. Si le hubiera encontrado le habría acogido con los brazos abiertos.

Empezó el culto y yo también entone los versos del coral, y el himno «pastor de tus ovejas», que habíamos aprendido en la escuela. De nuevo advertí cuán distinto era un verso cantado —sobre todo con la lenta y lánguida cantinela de la iglesia— de la simple lectura o recitación. Un verso leído era algo completo, tenía un sentido, se componía de frases, pero al cantarlo se convertía en una sarta de palabras, las frases no llegaba a formarse, el sentido se perdía; pero las palabras, esas palabras aisladas y arrastradas en el canto, adquirían una vida extrañamente fuerte e independiente; a veces una simple sílaba, algo en si incomprensible, se desligaba del conjunto, asumiendo forma y figuras propias. El verso «pastor de tus ovejas, que no conoce el sueño» carecía en la cantinela religiosa de toda conexión y sentido; no permitía evocar ni pastores ni ovejas, ni nada. Sin embargo, no resultaba aburrido. Algunas palabras, sobre todo ese «sue-e-ño», adquirían una plenitud tan singular y hermosa, que uno se sentía casi arrullado; y también el «conoce» sonaba misterioso y lleno, y evocaba conciencia e interioridad, las cosas oscuras, sensibles y casi desconocidas que tenemos dentro de nosotros. ¡Y agregado a todo esto, el acompañamiento del órgano!

Luego vino el cura de la ciudad, para pronunciar el sermón, por lo común terriblemente largo. Yo me esforcé para seguirlo mientras oía flotar en el aire como un vago campanilleo el timbre de su voz, en el que sólo de vez en cuando distinguía palabras aisladas, precisas y exactas, que yo trataba de comprender dentro de lo posible. ¡Si hubiera podido sentarme en el coro, en lugar de tener que estar entre todos aquellos hombres en la galería! En el coro, donde ya había estado durante los conciertos religiosos, uno podía hundirse en pesados sillones aislados, como pequeños y seguros edificios rematados por la bóveda reticulada y graciosa, mientras muy alto, en la pared, podía contemplarse, ilustrado en suaves colores, el sermón de la montaña, con su cielo celeste pálido en el que se destacaba la túnica del Salvador en rojo azul, produciendo un efecto extraordinariamente delicado.

A veces los bancos de la iglesia, por los que experimentaba profunda aversión, pues estaban pintados de un insulso color amarillo, siempre algo pegajosos, crujían desagradablemente. A menudo una mosca se elevaba zumbando y revoloteaba contra una de las ventanas, cuyos vidrios en arco agudo tenían pintadas flores en rojo y azul y estrellas verdes. Y de pronto, casi sin darme cuenta, el sermón había terminado y yo me asomaba para ver desaparecer al párroco en su estrecho y oscuro embudo de caracol. Se cantaba de nuevo, y la concurrencia, aliviada, se levantaba dirigiéndose a la salida; yo eche, en el limosnero los cinco céntimos que había traído, cuyo sonido metálico desentonó en el ambiente solemne y me deje arrastrar hacia la salida por la corriente de los feligreses.

Entonces llegaba el momento más bello del domingo: las dos horas entre la iglesia y el almuerzo. El deber estaba cumplido, y la hora de inmovilidad había despertado en mí ansias de movimiento, de juegos o caminatas, y también deseos de leer un libro; gozaba de absoluta libertad hasta el mediodía, cuando sin duda habría algo bueno para comer. Llego de pensamientos y propósitos afables, emprendí satisfecho y con paso tranquilo el camino de casa. El mundo estaba bien organizado, se podía vivir en él. Contento y en paz atravesé el vestíbulo y la escalera.

Mi piecita estaba bañada por el sol. Me ocupé con mi caja de orugas que el día anterior había descuidado, encontró algunas nuevas crisálidas y cambie el agua a las plantas.

De pronto se abrió la puerta.

En el primer momento no hice caso. Al cabo de un minuto el silencio me extrañó; levanté la cabeza. Era mi padre. Estaba pálido y parecía afligido. El saludo se me cortó en la garganta. Inmediatamente comprendí que él lo sabía. Había venido. Comenzaba el juicio. ¡Nada se había arreglado, nada estaba expiado y olvidado! El sol palideció y la hermosa mañana de domingo se hundió como una flor marchita.

Consternado y atónito contemplaba boquiabierto a mi padre. Le odiaba. ¿Por qué no había venido ayer? Ahora no estaba preparado, no tenía nada listo, ni siquiera remordimientos y sentimientos de culpabilidad. Y además, ¿para qué, guardaba higos en su cómoda?

Se dirigió al estante, buscó detrás de los libros y sacó algunos higos. Solo quedaban unos pocos. Me miró con una muda y dolorosa pregunta en los ojos. Yo no podía hablar. El sufrimiento y la obstinación me sofocaban.

—¿Qué hay? —dije por fin a duras penas.

—¿De dónde vienen estos higos? —preguntó él con una voz baja y contenida, que yo odiaba a muerte.

Empecé inmediatamente a hablar y… a mentir. Conté que había comprado los higos en una confitería; que era toda una rosca. ¿Quién me había dado el dinero? El dinero procedía de una alcancía que yo tenía en común con un amigo. Ambos habíamos puesto ahí todas las moneditas que recibíamos de a poco. Por lo demás, he aquí la alcancía. Mostré la caja con la rendija. Ahora no había más que una moneda de diez, porque ayer habíamos comprado los higos.

Mi padre me escuchó con un semblante tranquilo y gesto contenido que no me inspiraban confianza.

—¿Cuánto costaron los higos? —preguntó con su voz demasiado baja.

—Un marco y sesenta.

—¿Dónde los compraste?

—En la confitería.

—¿En cuál?

—En la de Haager.

Siguió una pausa. Yo tenía en mis manos frías la caja con el dinero. Todas mis fibras temblaban de frío.

—¿Es verdad? —preguntó de pronto con una amenaza en la voz.

De nuevo comencé a hablar rápidamente. Sí, por supuesto que era verdad, mi amigo Weber los había comprado. El dinero pertenecía casi todo a Weber, lo mío era muy poco.

—Toma tu gorro —dijo mi padre—, y vamos juntos a la confitería de Haager. El sabrá si es verdad.

Traté de sonreír. El frío me llegó hasta el corazón y el estomago. Le precedí y en el pasillo cogí de la percha mi gorro azul. Mi padre abrió la puerta de vidrio; vi que también él llevaba el sombrero.

—¡Un momento, por favor! —dije yo—, tengo que ir al baño.

Él asintió. Fui al excusado, me encerré, solo y seguro por un instante aún. ¡Ojalá hubiera muerto allí mismo!

Esperé un minuto, y otro más. ¿De qué servía? No moría. Era menester aguantarlo. Abrí y salí. Bajamos la escalera.

Al pasar por el portal se me ocurrió algo bueno. —Pero hoy es domingo— dije rápidamente. —Haager está cerrado.

Esta esperanza no duró más que dos segundos.

—Entonces iremos a su casa —contestó mi padre muy tranquilo—. Vamos.

Y fuimos. Me arregle el gorro, hundí las manos en los bolsillos, y me esforcé en caminar a su lado como si nada. Pero sabía que toda la gente comprendía que era un delincuente preso, y trataba de ocultarlo con mil artificios. Hacía lo posible para respirar calmoso e indiferente; nadie tenía que ver como se me contraía el pecho. Procuraba aparentar un semblante sosegado, fingir naturalidad y seguridad. Me detuve para arreglarme una media, aunque no era necesario, y sonreía sabiendo muy bien que mi sonrisa debía parecer estúpida y artificial.

Pasamos por el restaurante, por la herrería, por la cochería, por el puente del ferrocarril. Ahí me había peleado anoche con Weber. Aún me dolía el ojo. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Caminaba automáticamente, entre desesperados esfuerzos por mantener un porte digno. Por la calle Adlerscheuer llegamos a la estación. ¡Cuán tranquila e inocente me pareció ayer esa calle! ¡Mejor era no pensar! ¡Adelante! ¡Adelante!

Ya estábamos cerca de la casa de Haager. En aquellos pocos minutos había vivido yo cientos de veces la escena que me esperaba. Llegamos. Ahora iba a suceder.

Pero ya no pude aguantar más. Me detuve.

—Bueno, ¿qué pasa? —preguntó mi padre.

—No entraré —contesté en voz baja.

Me miró. Si lo sabía desde un principio, ¿por qué había representado aquella comedia, que me costaba tantos esfuerzos? No tenía sentido.

—¿No compraste los higos en la confitería de Haager? —preguntó.

Sacudí la cabeza sin contestar.

—¡Ah, bueno! —replicó con aparente calma—. Entonces podemos regresar a casa.

Se portaba muy decentemente, me evitaba un escándalo ante la gente. La calle estaba muy animada; mi padre era saludado a cada paso. ¡Qué farsa! Pero yo no podía estarle agradecido por su consideración.

¡Sí, lo sabía todo! Me hacía bailar, me hacía ejecutar mis inútiles cabriolas, como se observa a un ratoncillo caído en la trampa antes de ahogarlo. Cuánto mejor hubiera sido que sin hacerme preguntas inquisitivas me hubiera golpeado con su bastón en la cabeza. Lo hubiera preferido a la calma con que me envolvía en mi insulsa red de mentiras ahogándome de a poco. Acaso fuera preferible un padre grosero a uno tan fino y justo. Cuando un padre ebrio o preso de ira pegaba injustamente a sus hijos, tal como lo había leído en fabulas y cuentos, el niño no se afectaba interiormente y podía despreciarlos por más duros que fueran los golpes. Con mi padre eso era imposible, era demasiado intachable; ¡jamás cometía una injusticia! Frente a él me sentía siempre pequeño y miserable.

Con los dientes apretados entre en la casa y subí nuevamente a mi pieza. Mi padre me siguió. Todavía estaba frío y tranquilo, mejor dicho, fingía estarlo, aunque yo bien sabía que era presa de violento enojo. Comenzó a hablarme en la forma acostumbrada.

—Quisiera saber que significa esta comedia… ¿Puedes decírmelo? Comprendí enseguida que tu lindo cuento era toda una mentira. ¿A qué, la farsa? ¿No te imaginaras que soy tan tonto como para creérmelo?

Seguí apretando los dientes y trague saliva. ¿Por qué, no acababa de una vez? ¡Cómo si yo mismo supiera por qué había inventado esta historia! ¿Y por qué, no lo había confesado inmediatamente mi delito y pedido perdón? ¡Cómo si supiera realmente porque robé esos malditos higos! ¿Acaso quería hacerlo? ¿Acaso lo hice reflexionando y a sabiendas y con motivos? ¿No estaba arrepentido? ¿No sufría más que él?

Él esperó mi contestación con un rostro nervioso en el que reflejaba una forzada paciencia. Por un instante comprendí subconscientemente con toda claridad la situación, aunque no hubiera sabido expresarla con palabras como lo hago hoy. Había robado porque al llegar necesitado de consuelo a la pieza de mi padre, sufrí una desilusión al encontrarla vacía. No quise robar. Solo quise espiar un poco, hurgar entre sus cosas, indagar sus secretos, descubrir algo acerca de él. Así era. Luego vi los higos y robé. Pero me arrepentí enseguida y pase todo el día entre tormentos y desesperación, deseando morir, condenándome severamente a mí mismo y concibiendo buenos propósitos para el futuro. Pero ahora la cosa era distinta. Había apurado hasta las heces los remordimientos y la amargura; ya no estaba excitado y experimentaba incomprensibles y gigantescas resistencias hacia mi padre y hacia todo lo que él esperaba y exigía de mí.

Si le hubiera podido decir todo esto me hubiera comprendido. Pero también los niños, por más que superen a los adultos en inteligencia, se hallan solitarios y perdidos frente al destino. Terco e inflexible, obstinado en mi dolor, seguía callando; mientras él se agotaba en palabras, yo observaba con pena y con extraña y maligna satisfacción a la vez, cómo todo se complicaba lentamente; cómo la situación empeoraba, cómo mi padre sufría y cómo se iba desilusionando, cómo apelaba en vano a todo lo mejor de mí mismo.

Cuando me preguntó: —¿De modo que tu robaste los higos?— sólo pude asentir con la cabeza. Tampoco logre abrir la boca, contestando solamente con un débil signo de cabeza, cuando me preguntó si lo lamentaba. ¿Cómo podía hacerme una pregunta tan estúpida, un hombre grande e inteligente como él? ¿Cómo podía no lamentarlo? ¿Acaso no veía como sufría, como ese asunto me retorcía las entrañas? ¿Acaso era posible que me alegrara de mi acción y gozara de esos malditos higos?

Quizás por primera vez en mi vida infantil experimenté hasta el límite de la razón y de lo consciente, hasta que punto la incomprensión puede separar a dos personas cercanas, que se quieren y que sin embargo se atormentan y martirizan recíprocamente y cómo en estos casos todas las palabras y toda la prudencia y todos los razonamientos sólo vierten aún más veneno, creando nuevos tormentos, nuevos dolores, nuevos errores.

¡Basta ya de este asunto! El fin de esta historia fue que yo pasé la tarde del domingo encerrado en la buhardilla. El duro castigo perdió buena parte de su horror, gracias a circunstancias que naturalmente eran mi secreto. En el oscuro y abandonado desván, había descubierto un cajón cubierto de polvo, con unos viejos libros, de los cuales algunos no estaban destinados ciertamente a manos infantiles. Y la luz para leer la conseguía alejando una de las tejas del techo.

Durante la noche de aquel triste domingo mi padre mantuvo, poco antes de la hora de dormir, un breve coloquio conmigo, que nos reconcilió. Tendido en la cama tuve la certeza de que me había perdonado del todo y completamente, más completamente que yo a él.