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TRAS LA GUERRA

Para la fecha en que Olga Chejova regresó de Moscú, las infatigables cuadrillas de trabajo de ciudadanas alemanas habían despejado la mayor parte de las calzadas y aceras. Muchas de estas Trümmerfrauen («mujeres escombro»), agotadas, hacían cuanto estaba a su alcance por vivir sin pensar, con la única esperanza de lograr reconquistar cierta normalidad en la vida de sus hijos.

Para la mayoría de ellas era fácil desterrar de su mente cualquier reflexión relativa al conflicto bélico que acababa de llegar a su fin, toda vez que habían alcanzado la Stunde null, u «hora cero» en que su pueblo había tocado fondo. La extenuación y el trastorno de la derrota, unidos al empeño con que los Aliados trataban de hacerles reconocer su parte de culpa en lo tocante a los campos de concentración, hacían que, para la mayoría, pensar se convirtiese en un ejercicio demasiado arduo. Lo único que podían hacer era seguir poniendo un pie delante del otro.

Sus esposos seguían confinados en campos soviéticos, y demasiadas de ellas se habían enfrentado a las violaciones en la misma soledad con que habían arrostrado los incesantes bombardeos Aliados sobre la ciudad o la violenta acometida de las tropas soviéticas. Muchas guardaban indelebles cicatrices de la experiencia vivida, y no eran pocas las que estaban destrozadas, si bien parece que la mayor parte se había encallecido a impulsos de la necesidad de sobrevivir a la caída de la Alemania nazi.

De entre las ruinas surgieron enseguida indicios de su determinación de seguir adelante. Así, en los alrededores de la Puerta de Brandeburgo y en el Tiergarten no tardaron en surgir centros de compraventa en los que floreció el mercado negro. La prostitución se convirtió en el camino más corto para obtener alimentos y otros artículos de primera necesidad, pese a que la ubicuidad de las infecciones venéreas resultaba aterradora. Las recién llegadas tropas británicas aseguraban que, en Berlín, las iniciales VD correspondían a «Veronika danke-schön».[1] Los carros de combate calcinados servían de soporte a carteles que anunciaban clases de baile en aquella extraña ciudad habitada por soldados extranjeros y mujeres alemanas cuyos esposos y novios habían sido apresados por aquéllos.

Olga Chejova, que debía su fortaleza al hecho de haber sobrevivido a la Revolución rusa, se había librado del sufrimiento que habían tenido que soportar otras mujeres en la Alemania de 1945. Con todo, no debemos subestimar la tensión nerviosa a la que se vio sometida durante su estancia en Moscú. En una época en la que el descubrimiento de un arma de fuego en el interior de una casa comportaba la ejecución inmediata de quienes la habitaban, la actriz descargó una noche su pistola sobre soldados soviéticos borrachos que trataban de robar su vehículo. El simple hecho de que le hubiesen proporcionado una ya es significativo, como lo es el que escribiera de inmediato a Abakumov para solicitarle un mayor número de centinelas que custodiasen su mansión ribereña de Friedrichshagen. Para ella, la Stunde null no existía: fuera como fuese, estaba resuelta a mantener su trabajo de actriz, y como quiera que en los tiempos que corrían era muy improbable que se rodaran muchas películas, se dedicaba a ofrecer representaciones y «veladas musicales» en teatros improvisados o reconstruidos, sobre todo en Berlín Oeste. Ni siquiera la división, cada vez más marcada, entre este sector y el soviético supuso estorbo alguno a su libertad de movimientos.

Quizás el caso de supervivencia más extraordinario que se dio en el círculo de los Chejov fuese el del hijo de Kachalov, Vadim Shverubovich. Tras escapar del campo de prisioneros austríaco de la Wehrmacht en que se encontraba confinado y refugiarse en Italia, hubo de enfrentarse a un indignante destino en total consonancia con la brutal indiferencia del sistema soviético.

Las cartas que había remitido su padre a Stalin acabaron por dar su fruto, y Vadim fue localizado en el campo estadounidense situado al norte de Italia en el que se encontraba ayudando a traducir las declaraciones de los refugiados. Se hizo todo lo necesario para que volviese a la Unión Soviética; pero tan pronto hubo regresado, sufrió arresto a manos de la NKVD por su mera condición de antiguo prisionero de guerra. Todo soldado del Ejército Rojo que se hubiese rendido a los alemanes era sospechoso de traición y debía ser investigado. La mayoría acababa confinada en campos de trabajo.

Nadie le creyó cuando aseguró que le habían ordenado volver para presentarse en la capital. «¿Cómo? —replicó con aire de desdén el oficial de la NKVD—. ¿En Moscú? Me da en la nariz que vas a tener que trabajar más… ¡talando árboles!».[2] En consecuencia, Vadim fue trasladado a un campo de concentración del Gulag cuyas condiciones eran tan malas como las de los campos alemanes en que había estado recluido. Allí permaneció durante el verano y el otoño de 1945, hasta que, a resultas de una nueva investigación emprendida por el Kremlin, las autoridades dieron con su paradero. La administración de la NKVD volvió a enviarlo entonces a la Lubianka. A esas alturas se encontraba en un estado pésimo: enfermo, escuálido y con un pie en la tumba. Con el fin de encubrir su error, los servicios secretos lo mantuvieron allí durante un mes para engordarlo a fuerza de «raciones dobles de oficial». Acabado este período, le comunicaron, un buen día, que podía irse a casa. Dado el pésimo estado de su ropa de recluso, se le procuró un elegante traje apenas usado. Al ir a ponérselo, Shverubovich advirtió que la chaqueta tenía dos orificios en la espalda, y dedujo que provenía del almacén en que guardaba la NKVD las prendas de calidad que habían recuperado de los cadáveres de sus víctimas más distinguidas. En cualquier caso, fue lo único que recibió de sus captores, de modo que tuvo que regresar a pie al apartamento de sus padres, sito en la calle Briusov.

Acabada la guerra, la tía Olia acudía a menudo a la casa de campo de Kachalov, con quien había compartido profesión y amistad durante medio siglo. Ambos solían sentarse en el porche de la vivienda, rodeado de altos árboles. La tensión provocada por la contienda había hecho mella en los dos, preocupados como habían estado en todo momento por Liev, aquélla, y Vadim, éste. «Me he distanciado de la vida —escribió ella a Ada, la hermana de Olga, en una carta remitida a Berlín—. Ya no dispongo de las fuerzas necesarias para vivir al paso que exige el presente».[3] Las únicas veces que salía de Moscú era para dirigirse a Crimea y alojarse en su amada Gurzuf. Liev y Mariya Garikovna fueron a visitarla allí y llevaron con ellos un gran caniche negro que respondía al nombre de Judy. Con todo, llegado 1947, la anciana actriz hubo de permanecer en casa durante períodos cada vez más largos, y a menudo debía hacer grandes esfuerzos para respirar.

No obstante, por más que se hubiera distanciado de la vida, ésta no había dejado en ningún momento de visitarla, encarnada en numerosos amigos y admiradores. «Por la noche, siempre se presenta alguien, y Sofía [Baklanova] cocina algo delicioso».[4] Las celebraciones de Año Nuevo que se hacían en su piso durante el primer período de posguerra eran memorables. Para la mejor, la de 1947, encendieron velas en el árbol de Navidad, dispusieron la comida y prepararon el piano de cola para Liev y los amigos que asistían del mundo de la música, como Sviatoslav Richter. Liuba, la antigua esposa de aquél, acudió con su nuevo marido, el director de orquesta Nikolai Pavlovich Anosov, y los Kachalov se presentaron con su familia.

El año siguiente, 1948, era el del quincuagésimo aniversario del Teatro del Arte de Moscú. Para entonces, la salud de Kachalov, quien, junto con la tía Olia, era el único que quedaba vivo de la época en que se fundó la compañía, comenzaba a resentirse. En consecuencia, la actriz visitaba su casa de campo con tanta asiduidad como le era posible. «Y allí nos sentamos, él y yo: los últimos de la vieja guardia». Tal como anunció a Ada en una carta, se acercaba el cuadragésimo cuarto aniversario de la muerte de Antón Chejov, «y yo sigo con vida».[5]

Tampoco había año en que no se organizase, el 22 de septiembre, una fiesta para celebrar el cumpleaños de la tía Olia. Mariya Shverubovich, nieta de Kachalov, recuerda a Liev, cuyos cabellos comenzaban a tornarse blancos, y su «rostro encantador», que «siempre parecía bronceado». A la sazón, el compositor estaba empezando a perder el aspecto duro y atormentado que presentaba en fotografías de épocas anteriores.

Resultaba imposible olvidar la guerra, siquiera en los lugares más insospechados. Cuando tuvo la oportunidad, en 1947, Liev organizó otra expedición de montañeros al Cáucaso. Junto con un pequeño grupo de éstos, acometió la ascensión al monte de Elbrus, el pico más alto de Europa. Durante la escalada, se toparon con búnkeres, almacenes para alimentos y soldados alemanes de unidades alpinas que habían muerto congelados en la nieve. Sus cadáveres, conservados por la acción del frío, tenían la piel de color pardo oscuro. Habían pertenecido al 49.° cuerpo de montaña del general Konrad, unidad que había combatido en la ladera de la montaña en 1942, apenas comenzada la batalla por Stalingrado. Uno de sus grupos había logrado llegar a la cima, y Goebbels no vaciló en anunciar la gesta a bombo y platillo en la prensa nazi.[6]

En el transcurso de los viajes emprendidos durante la época inmediatamente posterior al final de la contienda, Liev se encontró a menudo con prisioneros de guerra que reparaban caminos o trabajaban en proyectos de construcción. Huelga decir que, en tales casos, se deleitaba ante las muestras de sorpresa y curiosidad que daban éstos cuando hacía uso de su perfecto alemán para charlar con ellos. Liev habría de permanecer a las órdenes del general Sudoplátov hasta 1949, pues aún tenían por delante la labor de identificar a los rusos anticomunistas afincados en el extranjero.[7] Sin embargo, una vez terminada la guerra no volvieron a requerir sus servicios, y acaso fue esta sensación de gradual alejamiento de la NKVD lo que le permitió, por fin, comenzar a relajarse.

Tal vez no sea ninguna coincidencia el que su relación con Mariya Garikovna, que, en cierta manera, había constituido el aspecto más intenso de su participación en las actividades de la NKVD, comenzara a desintegrarse. Durante el verano de 1947, ella tuvo que pasar una temporada en Moscú, para cuidar a su madre, quien se hallaba a un paso de la muerte a causa de un cáncer de estómago, en tanto que Liev marchó al Cáucaso a fin de practicar la escalada con su hijo, Andrei. Si bien el compositor había conseguido recuperar la amistad de su primera esposa, Liuba, lo cierto es que su segundo matrimonio estaba empezando a dar paso al tercero.

Es difícil saber si Mariya Garikovna seguía teniendo miedo de su marido, aunque de lo que no cabe duda es de que su música seguía inspirándole cierto temor reverencial. Siempre que llegaba visita cuando Liev se había sentado a componer, se acercaba de puntillas a los recién llegados para susurrar: «Liova está trabajando». En tales ocasiones encerraban a Judy, el caniche, en otra habitación de modo que no desconcentrase al maestro. Aun después de que él la abandonara, se sentía muy contrariada cuando no le concedían algún premio importante. «¿Cómo es —se preguntaba— que no se lo han dado a Liova?».[8]

Mariya Garikovna siguió poniendo sus brillantes dotes de lingüista al servicio del espionaje soviético. La misma mañana en que se presentaba al examen oficial del Instituto de Idiomas, Liev le hizo saber que su relación había terminado. Ella repuso, dando muestras de un humor amargo, que podía haber esperado a que acabase la prueba. El compositor no se llevó otra cosa que su portafolios cuando se marchó, algo que, entre los hombres rusos que abandonaban a sus esposas, constituía una cuestión de honor. El marido de su primera mujer, el director de orquesta, no tardó en salir corriendo tras él con un voluminoso abrigo gritando: «¡Liova, no seas inconsciente! ¡Estamos en pleno invierno!».[9]

El sufrimiento de Liev, con todo, fue mínimo en comparación con el de Mariya Garikovna. Ésta se sintió embargada por tal tristeza al asumir la verdad, que perdió la visión durante una semana. Cuando, transcurrido un tiempo, fue a visitarla el compositor y le sugirió que siguiesen siendo amigos y amantes, ella le respondió cruzándole la cara.[10]

A despecho de la incondicional admiración que pudiese profesar Mariya Garikovna a Liev en calidad de compositor, lo cierto es que su carrera musical no gozaba de nada semejante al éxito que conoció antes de la guerra. Y si bien se incluía entre los autores a los que se invitó a crear un nuevo himno nacional, no fue su versión la elegida. En 1948, cuando el estalinismo estaba entrando en un nuevo período maníaco, las autoridades acusaron a Prokofiev y Shostakovich de «formalismo».[11] Se dice que Andrei Zhdanov, encargado de que se hicieran cumplir los dictados de Stalin en lo tocante a cuestiones culturales, arrancó de oído algunos pasajes a un piano para hacer ver qué tipo de música era la que quería el Partido. Liev perdió también el valimiento de las autoridades, al parecer por haber cometido la imprudencia de hablar en favor de los dos compositores anatematizados. Asimismo se sentía frustrado por causa de su propia música, y la tía Olia había de recordarle a menudo que en la vida tenía que haber tanto fracasos como éxitos. Los primeros procedían, en parte, de las concesiones que había hecho ante las presiones políticas de finales de la década de 1930. Años después, Liev reconoció que muchos pensaban que sus sinfonías eran, en cierto modo, como «carteles propagandísticos».[12]

El misterio de su hermana, por otra parte, se tornó, si cabe, más insondable. En 1949, Olga Chejova y su familia al completo abandonaron, de súbito, la casa que ocupaban en Friedrichshagen bajo la protección del SMERSH para trasladarse a un apartamento de Charlottenburg, en el sector occidental. El que lograra hacer tal cosa en aquella época de gran tensión debida al puente aéreo establecido por las potencias occidentales y al bloqueo soviético respecto de los sectores situados al oeste de la ciudad no deja de ser, cuando menos, llamativo.

La actriz había estado, desde 1947, en contacto con Alexandr Demianov, uno de los principales agentes de la NKVD, que trabajaba con el coronel Shchors, antiguo pagador de Liev.[13] Todo apunta a que no dejó de comunicarse con Abakumov y el general Utejin hasta que, poco después, en agosto de 1951, ambos fueron víctimas de las purgas.[14] Haciendo uso de sus inimitables métodos tortuosos, Stalin se había servido del primero para atacar a Beria y, después, había permitido a éste que lo destruyera de un modo lento y cruel. Abakumov fue retenido en pésimas condiciones, sin saber siquiera, un día tras otro, si al siguiente irían por él para liberarlo o para ejecutarlo. Las fotografías dan fe del espectacular envejecimiento que experimentó en cinco años.[15] Habida cuenta de los contactos que había mantenido con él, Olga Chejova pasó a ser considerada una persona peligrosa, si bien parece que a Beria seguía interesándole reservarla como quien guarda un as en la manga.

En 1952, el director de operaciones del KGB en Berlín-Karlshorst recibió órdenes de recoger toda la información que le fuera posible en relación con la actriz. En la sede moscovita habían oído «un rumor» que aseguraba que la habían llevado a la capital soviética al final de la guerra, y querían determinar el motivo, con lo que queda demostrada la confusión a la que dio pie la existencia de compartimentos estancos en el seno de los servicios de espionaje.[16]

La muerte de Stalin, acaecida en marzo de 1953, provocó patentes muestras de dolor en la Unión Soviética, incluso por parte de las familias que habían sufrido durante el Gran Terror. La gente corriente lloraba a moco tendido en las calles, y cientos de miles de ciudadanos hicieron cola día y noche para pasar ante el ataúd, no menos acongojados por el miedo que por la pérdida del dirigente. Muerto su adalid, se preguntaban, ¿qué suerte los esperaba? ¿Habría otra guerra?

El interregno que siguió a su desaparición estuvo caracterizado por la intranquilidad, provocada, sobre todo, por el nerviosismo que se había enseñoreado, no sin razón, del Politburó. Lavrenti Beria había recuperado el mando de los servicios de espionaje y seguridad soviéticos. Nadie ignoraba que su poder no provenía sólo de su posición: Beria era el más enérgico e inteligente de todos los que componían la cúpula del gobierno. Por otra parte, tal como pudieron descubrir en breve, tenía un plan maestro: quería poner fin a la guerra fría por medio de la reunificación de Alemania a cambio de que la Unión Soviética recibiese cuantiosas ayudas de Estados Unidos. Tal vez resulte irónico que el personaje más temido del sistema soviético pretendiese tal cosa. Sin embargo, y a pesar de no haber sido nunca precisamente un demócrata, Beria era, cuando menos, un hombre pragmático, y sabía que la nación no podría derrotar a Occidente en lo económico a través de un sistema de inflexible autarquía.

En primer lugar, sin embargo, necesitaba tantear, a través de fuentes no oficiales, cuál sería la reacción de Occidente. Para tal fin, volvió a recurrir al príncipe Janusz Radziwill, a quien pidió que se dispusiera a visitar Estados Unidos en calidad de emisario personal suyo. Asimismo decidió averiguar, por mediación de Olga Chejova, qué opinaban ciertas personalidades de la Alemania Occidental. Con todo, los organismos soviéticos de espionaje seguían sobrestimando la importancia de la actriz, «tanto en el ámbito cultural alemán como en el político».[17] En junio, Beria hizo llamar a Zoya Ivanovna Ribkina, directora del departamento alemán del KGB y coronel de la Seguridad del Estado, quien había supervisado las actividades de Zarah Leander durante la guerra. Le dio instrucciones de volar a Berlín para reunirse con Olga e informarla de su misión.[18] No obstante, el 17 de junio, los obreros de la Alemania Oriental comenzaron a causar disturbios, aunque Beria, pese a la alarma que había cundido entre sus colegas a raíz de estos desórdenes, decidió seguir adelante con sus planes.

El 26 de junio, Ribkina se encontró con Olga Chejova en Berlín Este. No podemos precisar, en absoluto, si alguno de los servicios de espionaje occidentales estaba siguiendo los pasos de la actriz y supo de esta cita. Sea como fuere, lo cierto es que el proyecto estaba condenado al fracaso por una razón diferente: aquella misma mañana, en el Kremlin, varios jefes del ejército armados de pistolas y encabezados por el mariscal Zhúkov irrumpieron, por orden de Nikita Jruschov, en una reunión para arrestar a Beria. Sus rivales lo habían denunciado y habían tachado su plan de reunificar Alemania de «patente capitulación ante el imperialismo».[19]

Olga Chejova debió de regresar a Berlín Oeste sin ser notada. Ribkina, por su parte, corría un serio peligro. Jruschov, que tenía nociones de lo que se estaba tramando, no perdió tiempo alguno: ordenó al general Grechko, que se hallaba en la capital alemana para una «misión especial», que investigase las actividades que estaba llevando a cabo allí el KGB. En consecuencia, se interrogó a los oficiales del cuartel general de Karlshorst a fin de determinar si había llegado a la ciudad alguien procedente de la sede en Moscú.

Ribkina se salvó merced a uno de los oficiales del servicio de espionaje militar (GRU) a las órdenes de Grechko al que había conocido durante la guerra. Él la ayudó a subir a un avión que regresaba a Moscú en el preciso instante en que se estaba deteniendo a otros miembros del KGB leales a Beria. La purga fue más minuciosa aún en la capital soviética. El general Sudoplátov, que había trabajado codo a codo con Beria durante las hostilidades, fue sentenciado a quince años de prisión después de que se presentase contra él una de las acusaciones falsas de costumbre. También fueron muchos los de graduación más baja que sufrieron las consecuencias. La que había ejercido de oficial de enlace de Liev durante la batalla de Moscú, Zoya Zarubina, fue expulsada del KGB por el mero hecho de pertenecer al grupo de Sudoplátov, y Rubkina se vio obligada a dejar la organización. La enviaron a Kolimá, en el extremo noroeste de Siberia, a formar parte de la administración de campos de concentración del Gulag.

Ella, sin embargo, no protestó, y cuando su superior del KGB le preguntó asombrado: «Pero ¿te das cuenta de adónde vas a ir?», se limitó a responder: «Sí».[20] Pasó dos años en Kolimá, donde trató de ayudar a todos los prisioneros que conocía. Llegó incluso a encontrarse con un alemán, confinado allí, al que había conocido antes de la guerra, cuando había visitado Moscú formando parte de una compañía de ópera alemana.

Mariya Garikovna también sufrió penalidades a causa de su pertenencia al entorno de Beria. La expulsaron del KGB y no pudo encontrar otro trabajo. Este era, sin duda, un mal menor en comparación con la suerte que habría corrido diez años antes, aunque tal consuelo no la libró de hallarse sumida en la pobreza por primera vez en su vida. Al decir de su sobrino, hubo de arreglárselas con un solo juego de ropa interior, que lavaba todas las noches y dejaba secar en el radiador. Tal estado de penuria económica se prolongó durante varios años, hasta que, de súbito, un nuevo equipo de los servicios secretos paró mientes en que se estaban desperdiciando sus dotes lingüísticas. Por consiguiente, volvieron a requerir sus servicios en el Departamento Exterior de Espionaje, sobre todo en la Europa occidental, donde había de actuar, al parecer, en calidad de «arcángel» de las delegaciones enviadas al extranjero en misiones culturales y económicas. No es que así se sacase gran provecho de su talento; pero lo cierto es que ese tipo de cosas era muy frecuente. Más tristes aún fueron las circunstancias de su muerte. Antes de un viaje a París, se sometió a una operación de cirugía plástica en el rostro, un tipo de intervención poco frecuente y, cuando menos, rudimentario en la Unión Soviética. Murió al día siguiente a consecuencia de una serie de complicaciones imprevistas.[21]

De todos los primos de la familia Chejov que se reunieron en Moscú en torno a 1914, uno de los primeros en morir fue Misha. La tía Olia mostró a Serguei Chejov, que casi había llegado a adorarlo, un ejemplar de periódico estadounidense fechado el 30 de septiembre de 1955 que anunciaba en sus páginas el fallecimiento del actor en Beverley Hills. Dada su condición de ungido de Stanislavski, Mijail Chejov se había convertido en un verdadero guía espiritual en lo tocante a los secretos del «método» para muchos actores, incluidos Gregory Peck y Marilyn Monroe. A la edad de sesenta y cuatro años, parecía ser mucho mayor. Serguei tenía la impresión —que acaso compartiese con el propio Misha— de que su primo no había alcanzado la altura que prometían las interpretaciones de los días en que encarnó, con el Teatro del Arte de Moscú, a Hamlet, Erik XIV, Malvolio o el inspector de Gogol. Cabe preguntarse si se marchitó su genio al hallarse fuera de su madre patria o si acabó por apagarse, sin más, a causa del alcohol.[22]

Por su parte, su ex mujer, Olga, no llegó nunca, al parecer, a consumirse, lo que se debió, en parte, a un espíritu por demás pragmático. A diferencia de Misha, jamás se permitió caer en la desilusión por el hecho de ver frustrados sus ideales. De hecho, su único ideal había sido el propio Misha, y probablemente, con el paso de los años, le estuviese agradecida por la dura lección que le había brindado su matrimonio fracasado.

Sabía que su profesión podía ofrecer cada vez menos cosas a una mujer de su edad, y sin embargo estaba resuelta a no rendirse. Su elegancia voluptuosa y, en cierto sentido, desvergonzada, le había prestado un gran servicio a la hora de interpretar incontables papeles cinematográficos; mas sabía que era algo del pasado. Debía, por lo tanto, encarnar a otros personajes más adecuados a sus cincuenta años. A fin de obtener el máximo provecho del hambre de cine que experimentaba la Alemania Occidental durante aquellos duros años anteriores al milagro económico, llegó incluso a fundar su propia productora, Venus-Film Munich/Berlín.[23] Asimismo entabló conversaciones con los viejos estudios UFA de Babelsberg, a la sazón propiedad del nuevo régimen comunista, a fin de proponer coproducciones y vender sus películas a la Alemania Oriental. Cometió un grave error, empero, al adjudicarse el papel principal en tres obras seguidas que no obtuvieron el éxito esperado, lo que provocó el fracaso de Venus-Film. Con todo, logró sacar un gran partido a aquel período de plenitud: entre 1949 y 1974 actuó en veintidós películas, de las que poco menos de la mitad se rodaron en 1950 y 1951.

Dado que Babelsberg había quedado en el sector soviético de Berlín, la industria cinematográfica alemana hubo de renacer en Munich, merced al respaldo estadounidense. Olga Chejova se mudó allí en 1950, y otro tanto hizo su nieta, Vera, que también quería ser actriz. Aquélla, sin embargo, ya había tomado conciencia de que necesitaba emprender una trayectoria profesional paralela, por cuanto veía que sus días en el cine estaban contados. En 1952 publicó el primer volumen de unas memorias tan pintorescas como poco sinceras bajo el desvergonzado título de Ich verschweige Nichts («No tengo nada que ocultar»). Asimismo llevó a cabo su primera incursión en el mundo de la cosmética con la edición de una «guía de belleza y moda» titulada Frau ohne Alter («La mujer que no envejece»). Bien que embebido en la algo manida filosofía de la beldad de Olga Chejova, el libro adoptaba un enfoque sensual que no deja de resultar sorprendente dada la represión que caracterizó la década en que fue escrito. Alentada por la acogida que le brindó el público, se decidió a crear su propia empresa de cosméticos.

Olga Tschechowa Kosmetik se fundó en Munich en 1955 y «se expandió con gran rapidez».[24] Teniendo en cuenta que «los millones ganados a lo largo de su carrera profesional habían desaparecido» al final de la guerra y que Venus-Film había fracasado hacía poco tiempo, cabe preguntarse de dónde logró obtener la financiación que necesitaba.[25] Este hecho no carece de interés, ya que las fuentes del servicio soviético de espionaje están totalmente convencidas de que el dinero con el que se creó la empresa procedía, por entero, de Moscú.[26] No es descabellado pensar que Olga Tschechowa Kosmetik ofrecía una oportunidad única de establecer contacto con las esposas de los oficiales de la OTAN.

Sin embargo, este tipo de aseveraciones debe tomarse con la mayor cautela, dado que los rusos siguen preciándose de los éxitos logrados por la Unión Soviética en el terreno del espionaje, y este hecho ha dado pie a no pocas exageraciones y leyendas. Se ha llegado a decir incluso que Stalin había asegurado, en 1943: «La actriz Olga Chejova va a sernos de gran utilidad durante la posguerra».[27] A juzgar por los indicios de que disponemos en el día de hoy, este parece un comentario muy poco probable, si bien no podemos descartar que haya, en la trayectoria profesional de la actriz, aspectos desconocidos para nosotros. Lo cierto, de cualquier manera, es que el SMERSH la trató con no pocos cuidado y respeto después de que regresase a Alemania durante el verano de 1945. Los oficiales del KGB que entregaron a Vova Knipper la remesa de documentos disponibles en relación con su prima se refirieron a su caso como «una historia complicada y, hasta cierto punto, insólita».[28] Aún queda un número considerable de papeles en torno a ella que no ha visto la luz, y que acaso no la vea nunca.

Si bien sus fracasos no nos la presentan precisamente como una gran mujer de negocios, no cabe dudar de su carácter trabajador y por demás disciplinado. Su extraordinaria vitalidad, que la hizo capaz de atraer a hombres mucho más jóvenes que ella, no la abandonó siquiera una vez que hubo cumplido los sesenta. De hecho, mientras dirigía Olga Tschechowa Kosmetik, aún sacó tiempo para aparecer en otras seis películas, y no vaciló en alentar a su nieta Vera en su carrera de actriz.

Esta última le había echado el ojo al miembro más famoso del ejército estadounidense. El 2 de marzo de 1959, el soldado raso Elvis Presley se dirigió, junto con sus dos compañeros, Lamar Fike y Red West, a Munich con la intención de visitar a Vera Chejova en la casa que tenía su abuela en la FreseniusStrasse de Obermenzing. El cantante se había enamorado de aquella belleza de diecinueve años poco después de unirse al 7.° ejército de Estados Unidos, acantonado cerca de Frankfurt. Durante la estancia de Elvis en Munich, Vera actuaba todas las noches en una obra llamada Der Verführer («El seductor»), aunque a la pareja no le faltó tiempo para quedar durante el día. Él llegó incluso a soportar una proyección especial de todas sus películas, y regresó de nuevo en junio para estar con ella.

En 1962, Olga Chejova recibió el Deutscher Filmpreis como recompensa a toda una vida en la profesión, «por tantos años de destacada contribución a la cinematografía alemana». Más intrigante resultó, después del alboroto suscitado en torno a su supuesta Orden de Lenin, el galardón concedido, en 1972, por el gobierno de la Alemania Occidental. El presidente la condecoró con el Bundesverdienstkreuz, o la Cruz de la Orden del Mérito de la República Federal, medalla que recibió junto con Konrad Lorenz.

En 1964, cinco años después de la muerte de la tía Olia, Olga Chejova escribió a la compañera de ésta, Sofía Baklanova para ponerla al corriente de que tenía la intención de visitar Moscú acompañada de una reducida comitiva compuesta, entre otros, por su masajista, su secretario y su médico. Pensaba alojarse en una suite del hotel Nacional, y proponía ir a ver las tumbas del tío Antón y la tía Olia al cementerio de Novodévichi. En los formularios que hubo de rellenar, volvió a afirmar que había actuado en el Teatro del Arte de Moscú bajo la dirección de Stanislavski. Al final, no llegó a hacer el viaje. Y perdió, así, su última oportunidad de ver a Liev.

El compositor, sin embargo, sí contestó a una carta remitida por Ada diez años después. Seguía viajando, sobre todo por Siberia y el Asia central, y concibiendo nuevos proyectos musicales. Iba a visitar la Alemania Oriental para producir una sinfonía oratorio sobre la Alemania de entre 1933 y 1945. Asimismo estaba componiendo una ópera, El conde Cagliostro, basada en la novela de Alexei Tolstoi, a quien había convencido de que regresara a la Unión Soviética cincuenta años antes.[29] Liev siguió componiendo de forma obsesiva hasta que le llegó la muerte, en julio de 1974. Pocos días antes, recibió el título de artista del pueblo de la Unión Soviética, un último consuelo para un patriota de moral atormentada como él.

Es evidente que su hermana no sufrió nunca ansiedad política de ningún tipo. Siguió viviendo en Obermenzing y se negó a ver un solo documental televisivo sobre la guerra. En una carta a su hermana, Ada, se quejaba de que su empresa de cosméticos estaba creciendo demasiado, por cuanto daba ya trabajo a ciento cuarenta empleados. La autoritaria matriarca estaba, a todas luces, harta de todos los aspectos sociales y las relaciones con el personal que tal hecho comportaba. «Un proletario siempre será un proletario —escribió—. ¡La demanda es cada vez mayor, pero las facultades de la razón no están a la altura!».[30]

En el tramo final de su vida, Olga Chejova demostró tener un gran coraje, y no se resistió a cierto impulso de seguir la tradición familiar. A la edad de ochenta y tres años, hubo de sufrir una dolorosa agonía por causa de la leucemia, mas no llegó a quejarse en ningún momento. El 9 de marzo de 1980, sabedora de que su fin se hallaba cerca, susurró su último deseo a su nieta, Vera.

Cuando Antón Chejov se hallaba postrado en su lecho de muerte de Badenweiler, había dicho a la tía Olia que le apetecía una copa de champán, y había muerto después de bebérsela. Su sobrina, Olga Chejova, decidió seguir su ejemplo, y fue capaz incluso de indicar a Vera en qué anaquel de la bodega se hallaba la botella. Cuando ésta regresó, su abuela apuró la copa antes de pronunciar sus últimas palabras: «La vida es bella».[31]

A pesar de ser de sangre germánica y credo luterano, y haber adoptado la nacionalidad alemana más de medio siglo atrás, Olga Chejova quiso ser enterrada según el rito de la Iglesia ortodoxa rusa.

Los rumores relativos a su misteriosa vida no dejaron de crecer. Así, cierto diario alemán escribió que Himmler había querido arrestarla en 1945, convencido de que era una traidora. En Rusia no faltó quien asegurase que, por orden expresa de Stalin, la actriz se dirigió, con la ayuda del general Walter Schellenberg, de la SS, al campo de concentración en que se hallaba confinado Jakob Dzhugachvili, el hijo del dirigente soviético, aunque no logró salvarlo. Más tarde, el presidente de Rusia Boris Yeltsin hizo unas declaraciones espectaculares acerca de la Cámara de Ámbar, la magnífica sala de resina fósil que regaló un rey de Prusia a un zar de Rusia y que desapareció después de que la Wehrmacht se hiciera, durante la guerra, con los paneles que la recubrían. Yeltsin aseguró que este tesoro se hallaba oculto en un bunker de Turingia que recibía el nombre en clave de Olga. De haber sido cierta la información, pocos nombres podrían haber sido tan adecuados, ya que Olga Chejova constituía un claro ejemplo de la fascinación mutua, tan antigua como peligrosa, existente entre Rusia y Alemania, una inmensa zona de contacto de límites y lealtades cambiantes.