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MOSCÚ, 1941

Una declaración de guerra inesperada ha de provocar, por fuerza, un claro trastorno en el país afectado. Y hay que reconocer que no había ningún estado tan poco preparado psicológicamente para ello como la Unión Soviética el 22 de junio de 1941. Stalin, el gran tramposo, se había negado a creer a quienes le advertían de la traición de Hitler.

Los ciudadanos rusos de a pie, persuadidos como estaban por incontables noticiarios y programas radiofónicos del poderío industrial y militar de su nación, no hubiesen llegado nunca a imaginar que los alemanes podrían osar atacarlos. Sin embargo, una vez que hubo de arrostrar la verdad, el pueblo de Rusia reaccionó con mucha más rapidez que sus dirigentes. De hecho, los voluntarios comenzaron a hacer cola para alistarse apenas unas horas después de que Radio Moscú emitiera el inexpresivo anuncio de Molotov (Stalin estaba demasiado afectado para poder hablar).

Algunas de las medidas improvisadas pudieron parecer ridículas a quien las mirase con ojo profesional, aunque no cabe dudar, en absoluto, de la determinación con que se acudió a defender la madre patria. Incluso el Teatro del Arte de Moscú se puso en pie de guerra: en el «rincón rojo» del edificio —el obligado santuario comunista, al que no debía faltar un busto de Lenin— se dieron clases de defensa antiaérea para civiles. A sus setenta y dos años, Olga Knipper-Chejova enseñaba a los principiantes cómo actuar ante una bomba incendiaria. «Hay que cogerla por las aletas —les explicaba— y lanzarla, por la ventana, a la arena [apilada en el exterior]. Así de sencillo».[1]

La confianza depositada por el pueblo en el poder del estado soviético no tardó en tambalearse cuando se hizo evidente que los alemanes no habían sido rechazados en la frontera. La Wehrmacht avanzaba con gran rapidez en tres frentes: uno marchaba hacia Leningrado, otro atravesaba Bielorrusia siguiendo la carretera de Moscú y el tercero se dirigía a Ucrania. «Entonces —escribió Liev— fue cuando comenzamos, de verdad, a aprender la geografía de nuestro país, a partir de los nombres de pueblos y ciudades que apenas habíamos oído mencionar con anterioridad y que en aquel momento semejaban dolorosas cicatrices en la piel de la madre patria».[2]

Cuando estalló el conflicto, Liev se encontraba en el Cáucaso central, aleccionando a los soldados del ejército soviético en las peculiaridades de la guerra en alta montaña en un campamento llamado Rot Front («frente rojo») en honor a los comunistas alemanes. Habían estado escalando una cima, y el 23 de junio, un día después de la invasión, regresaban a las instalaciones de aquél convencidos de que sus camaradas saldrían a darles la bienvenida. Sin embargo, la expresión de sus rostros se convirtió en el primer indicio del desastre que había sobrevenido al país. «No te extrañes —escribió de inmediato a la tía Olia— si te dicen que estoy en el frente, porque es lo que más deseo en estos momentos».[3] Pero, para gran consternación suya, recibió órdenes de permanecer en el campamento adiestrando a sus hombres.

En julio de 1941, pocas semanas después del inicio de la invasión, Magda Goebbels telefoneó a Olga Chejova para invitarla a un almuerzo dominical en Schwanenwerder y comunicarle que enviarían un coche del Ministerio a recogerla. A la comida asistieron treinta y cinco personas entre actores, diplomáticos y funcionarios del Ministerio de Propaganda.

Goebbels hizo patente su regocijo por el rápido avance de la Wehrmacht. Estaba convencido de que la toma de Moscú sería inevitable. Según Olga Chejova, se dirigió a ella y ambos mantuvieron la siguiente conversación:

—¡Pero si tenemos aquí a una experta en cuestiones rusas, Frau Tschechowa! Dígame: ¿no cree usted que la guerra habrá terminado antes de que llegue el invierno y podremos celebrar las Navidades en Moscú?

—No —asegura haber respondido.

—¿Por qué no? —quiso saber él.

—Napoleón pudo comprobar lo que eran las vastas tierras rusas.

—Pero hay una enorme diferencia entre nosotros y los franceses —repuso Goebbels con una sonrisa—: nosotros hemos entrado en Rusia como libertadores. La camarilla bolchevique está a punto de ser derrocada por una nueva revolución.

—Si se ven arrostrando un nuevo peligro, los rusos se solidarizarán como no lo han hecho nunca.

El anfitrión se inclinó ligeramente hacia ella y replicó con aire tajante:

—Me pregunto, señora mía, si quiere usted decir con eso que no cree en el poderío militar de Alemania. Está pronosticando nada menos que una victoria rusa.

—Yo no estoy pronosticando nada, Herr Minister. Usted me ha preguntado si nuestros soldados habrán llegado a Moscú para Navidades, y yo le he dado mi opinión, que puede ser correcta o estar equivocada.

Según escribió ella, Goebbels le clavó una mirada recelosa. Sin embargo, en los diarios de éste no hay referencia alguna al citado diálogo, y lo cierto es que ha sido imposible verificar si se ajusta a la realidad. Bien podría ser que se tratase de lo que a ella le habría gustado decir.

Todo parecía apuntar a que la predicción de Goebbels era acertada: Smolensk había caído, y el grupo de ejércitos del centro, integrado por medio millón de soldados acaudillados por el mariscal de campo Von Bock, daba la impresión de ser imparable. El día 22 de julio, Moscú sufrió su primer bombardeo, y los aviones de la Luftwaffe sostuvieron el ataque durante dos noches más. Las ventanas de los apartamentos, incluido el del número 23 del bulevar Gogolevski, tenían los cristales hechos añicos, y los perros callejeros habían enloquecido por el pánico. Con todo, los daños estructurales eran relativamente escasos.

La escasez de alimentos ya se había generalizado. Dada su profesión de cantante de ópera, Vladimir Knipper se beneficiaba a diario del almuerzo gratuito que le ofrecían en la Casa Central de Trabajadores de las Artes. Su hijo, Vova, dependía cada vez más del contenido del pequeño cazo de sopa y patatas que su padre compartía con él. La ración del muchacho consistía tan sólo en cuatrocientos gramos de pan, y aun así, ya lo habían enviado a cavar zanjas antitanque en las afueras de Moscú. Su perro fue el primero en sucumbir por efecto de las incursiones aéreas y el hambre. Vladimir Knipper también se vio obligado a pedir dinero prestado a la tía Olia, que seguía haciendo las veces de banquero de la familia con resignada generosidad.

A mediados de aquel verano tan terrible para la Unión Soviética, la anciana actriz fue, junto con su gran amiga Sofía Ivanovna Baklanova, a despedirse de Vladimir y su hijo, Vova, toda vez que algunos integrantes del Teatro del Arte de Moscú iban a ser evacuados al Cáucaso. Ninguno de ellos sabía bien qué decir. La tía Olia propuso a su hermano y su sobrino que se uniesen a ellos; pero Vladimir, a todas luces triste y nervioso, respondió que no podía dejar allí sus libros y su piano.

La tía Olia mantuvo, no obstante, el contacto con Moscú, adonde escribía una vez por semana. El 15 de agosto aseguró que estaban viviendo en un tren estacionado al lado de un extenso peral desde el que se divisaban, a lo lejos, los picos nevados de la cordillera del Cáucaso. Apenas podía pensar en nada que no fuese volver a su hogar. Una semana después pidió a Vladimir que hiciese por comprobar cómo se encontraba el resto de la familia.

En septiembre comunicó a su hermano que Tarasova y Moskvin, dos de los miembros más prominentes del grupo del Teatro del Arte, estaban intentando regresar a Moscú. Saltaba a la vista que estaba desconsolada y sentía envidia. «La compañía les ha pedido que vuelvan, y a los demás nos han dejado como a Firsov».[4] Se refería al sirviente antañón que queda olvidado, abandonado, justo antes de que caiga el telón en El jardín de los cerezos.

Su único consuelo fue una visita de Liev, que había ido a verla desde el campo de adiestramiento de montaña. Su amiga Sofía, empero, se mostró intranquila ante el «hijo adoptivo» de la tía Olia. «Estamos desorientadas por completo, sin saber qué es lo que deberíamos hacer —escribió aquélla a Vladimir Knipper—. Muchos de los del Teatro del Arte van ya de regreso a Moscú. Liova ha regresado a la montaña. Sigue siendo el mismo, aunque hay muchas cosas en él que no acabo de ver claras. Olga Leonardovna no sabe nada de Andriusha, y eso nos preocupa».[5]

Tenían razón para estar inquietas por el bienestar de Andrei, el hijo de Liev, pues tanto él como su madre, Liuba, estaban al borde de la inanición en Tashkent, y el compositor no se había dignado responder a sus peticiones de ayuda. Cuando Vova Knipper le preguntó, un mes más tarde, si tenía noticias de su hijo, Liev se sintió, a todas luces, avergonzado, y trató de hacer creer que la situación en que se hallaba con Mariya Garikovna le hacía casi imposible mantenerse en contacto con Liuba.

El sufrimiento personal apenas despertaba interés en un momento como aquel, de sumo peligro para la madre patria. La operación Tifón, como se denominaba el asalto alemán a Moscú, se inició el 30 de septiembre de 1941. Los carros de combate de Guderian avanzaron con gran celeridad por el flanco meridional y entraron en Orel. En el centro de esta población, los tanques rebasaban a un tranvía tras otro ante la mirada atónita de los pasajeros, que no tenían la menor idea de que el enemigo se les había echado encima.

El 5 de octubre, un avión de reconocimiento soviético divisó una columna de carros blindados de veinte kilómetros de longitud que avanzaba por la carretera de Yujnov, a no más de ciento treinta kilómetros de Moscú. La noticia provocó tal descrédito en el Kremlin que Beria quiso arrestar por «provocador» al oficial de las fuerzas aéreas que la había transmitido. Entonces se enviaron otros dos aparatos para que confirmasen la información, y los pilotos no pudieron menos de corroborarla. En el Kremlin cundió el pánico, y Stalin dio órdenes al comandante del distrito militar de Moscú de movilizar todos sus efectivos. No sabía que Hitler ya había anunciado la victoria y jurado que haría correr a la capital soviética una suerte comparable a la de Cartago, siendo así que tenía la intención de arrasar Moscú e inundarla para crear un gigantesco lago en su lugar.

Los Panzer del mariscal de campo Von Bock lograron establecer un imponente cerco doble en Briansk y otro en Viazma. Destruyeron 1242 carros soviéticos y aislaron a 665 000 soldados del Ejército Rojo. A estos detenidos les esperaban terribles padecimientos, lo que en muchos casos significó morir de hambre o enfermedad en campos alemanes de prisioneros de guerra. Uno de ellos era el hijo de Kachalov, Vadim Shverubovich, el militante blanco que había sido compañero de Liev en el exilio. Entonces tenía cuarenta años, y después de que le hubiesen impedido luchar en la guerra civil española, había pasado a formar parte de los cuatro millones de personas que fueron a convertirse en opolchentsi al servició de su país: voluntarios civiles, mal pertrechados hasta extremos escandalosos, a los que destinaban a ataques por demás desesperados contra la Wehrmacht y las divisiones de la SS que se traducían en un número de víctimas aterrador. Muchos de ellos no disponían siquiera de uniforme militar, por lo que corrían el riesgo de que los fusilasen sin más como guerrilleros.

Vadim y sus camaradas, que habían agotado todas sus fuerzas mientras trataban de escapar del cerco enemigo, se despertaron una mañana, agarrotados por la escarcha matinal y la nieve, para encontrarse rodeados de soldados alemanes. Los llevaron a un campo de concentración cercano a Yujnov, donde pudieron experimentar el horror que comportaba ser capturado en el frente oriental. Les ofrecieron poca agua, menos comida y ningún cobijo. De vez en vez, les lanzaban alimentos por encima de la cerca, y los centinelas reían al verlos luchar entre ellos, desesperados por rescatar del barro los pedacitos caídos. La ausencia de cabañas, tiendas o, siquiera, letrinas hacía insoportables las condiciones de vida en el recinto. Cuando, poco después, llegó el verdadero invierno, «los dejaron morir sobre la nieve».[6]

Cierta mañana, Vadim se despertó rodeado de cadáveres, y paró mientes en que él también moriría si seguía allí tumbado. Movido por el amor propio que le quedaba, decidió afeitarse. Al igual que la mayoría de los soldados del Ejército Rojo, llevaba en su bolsa un trozo de espejo y una maquinilla oxidada. Como es de suponer, no disponía de jabón, por lo que tuvo que arreglarse con su propia saliva. Uno de los oficiales alemanes reparó en tan curiosa operación y en el contraste que ofrecía frente a un entorno tan atroz. En tono burlón, gritó: «¿Crema?; ¿talco?; ¿masaje?». Shverubovich levantó la mirada para clavarla en su captor. Este le ordenó cuadrarse, y el prisionero obedeció.

—¿Hablas alemán? —le preguntó el oficial.

—Sí —de hecho, su alemán era excelente.

—¿Quieres trabajar?

—Sí.

—Habla con los otros: quiero saber quién más puede trabajar.

Cuando Shverubovich tradujo sus palabras, hubo varios hombres que se pusieron en pie a duras penas.

—Si queréis que trabajemos —respondió el improvisado intérprete—, tendréis que darnos primero de comer.

Les ofrecieron algo de sopa, y casi de inmediato, Vadim sintió que recuperaba sus fuerzas. Su padre, Kachalov, que se hallaba con la tía Olia en el Cáucaso, recibió con gran temple la noticia de su desaparición. A la anciana actriz no se le escapaba cuánto debía de estar sufriendo, pues podía imaginar lo que significaría para ella enterarse de que a Liev le había sucedido algo semejante.

El 14 de octubre, la división Das Reich de la SS y la 10.ª de Panzer llegaron al campo de batalla de Borodino, lo que llevó a sus integrantes a pensar en 1812, las guerras napoleónicas y la entrada del emperador francés en Moscú. Con todo, muchos de ellos sacaron de tales recuerdos una conclusión errónea. Aquel mismo día, la 1.ª división de Panzer se hizo con la ciudad de Kalinin, así como con su puente sobre el Volga, y cortó así la línea férrea que unía Leningrado con la capital.

La noche del 15 de octubre, las embajadas extranjeras y los departamentos gubernamentales recibieron instrucciones de prepararse para abandonar la ciudad. Se dio orden de evacuar al personal a Kuíbishev, a ochocientos kilómetros al este. Hasta el cadáver momificado de Lenin fue sacado en secreto del mausoleo en que descansaba, erigido en la plaza Roja, y enviado al este en un vagón de tren refrigerado. En los patios de los ministerios se hicieron colosales hogueras para destruir los archivos del gobierno. El centro de la capital se llenó así de un perceptible olor a papel quemado, y las pavesas flotaban en el aire de un modo semejante a como lo habían hecho, en otro tiempo, las cenizas procedentes del monasterio de Donskoi. «Pisábamos nieve de color negro», escribiría más tarde Vova Knipper.[7]

Lo cierto es que no faltaban reminiscencias de las purgas, más aún cuando los pelotones de fusilamiento de la Lubianka y otras prisiones de la NKVD comenzaron a hacer horas extras para ejecutar a los prisioneros y evitar así que cayesen en manos del enemigo.

Alrededor de la ciudad se dispusieron erizos de acero con la intención de impedir la entrada por carretera de los carros blindados alemanes, y se envió a las afueras a decenas de miles de ciudadanos mal equipados para que cavasen más zanjas antitanque. Corrían rumores de que Moscú estaba a punto de ser abandonada a su suerte ante el enemigo, y buena parte de la población fue presa del pánico. Familias enteras tomaron por asalto las estaciones orientales de ferrocarril, y sobre todo la Kazanski, desesperadas por hacerse un sitio en el que pensaban que sería el último tren que podría salir de la capital antes de que la rodearan los alemanes. Apenas habían abandonado sus apartamentos, los vecinos y los supervisores de edificios corrieron a saquearlos.

Incluso los funcionarios del gobierno, de los que se suponía que habían de permanecer en su puesto, lo abandonaron para huir de la ciudad. Cuando, el 16 de octubre, Alexei Kosiguin, vicepresidente del Sovnarkom (Consejo de Comisarios del Pueblo), entró en la sede de éste, se encontró, de hecho, con que había quedado desierto. El único movimiento que pudo percibir fue el de unas cuantas hojas de papel que volaban por acción de la corriente; el único ruido, el de un teléfono que sonó una o dos veces, aunque la persona que había al otro lado colgó tan pronto como él contestó. Por fin, una de las veces que tomó el auricular pudo oír a alguien que preguntaba, con malos modos, si se iba a entregar Moscú.

Los establecimientos en que se vendían alcohol o alimentos fueron objeto de pillaje, y las calles no tardaron en llenarse de borrachos. Los rumores corrían sin freno, y algunos hablaban incluso de la llegada de paracaidistas alemanes a la plaza Roja. Natalia Gesse, amiga del físico Andrei Sajarov, estuvo a punto de ser linchada por el simple hecho de andar por la calle con muletas tras someterse a una operación quirúrgica, lo que hizo pensar a muchos que se había roto las piernas al caer en paracaídas. Entre los que se dedicaron a cundir el pánico no faltaban quienes asegurasen saber de buena tinta que Stalin había sido arrestado a resultas de un golpe de estado en el Kremlin.

También se hablaba en toda la ciudad —y en este caso, la noticia era cierta— de que se habían colocado potentes cargas de demolición en el metro «por razones de todos conocidas». La mayoría de los moscovitas seguían teniendo miedo a expresar de forma abierta la idea de que la ciudad pudiese sucumbir al enemigo. El crimen de derrotismo se pagaba ante el pelotón de fusilamiento, y no obstante, el pavor vivido en el Conservatorio de Moscú era tal que el padre de Vova había llegado a ver a otros profesores quemando a la vista de todos sus carnés del Partido Comunista, delito que llevaba aparejada la pena de muerte.

El 19 de noviembre, Beria envió a varios regimientos de soldados de la NKVD para que restablecieran el orden por mediación de ejecuciones sumarias. Todo aquel considerado sospechoso de deserción, saqueo e incluso ebriedad —hecho que implicaba su participación en el asalto a puntos de venta de alcohol— fue arrestado y llevado al paredón sin que nadie se molestase siquiera en simular al menos una investigación previa.

En medio de este ambiente de caos y desesperación, Vova, que contaba entonces diecisiete años, supo que su novia Margo se había enamorado de un teniente coronel de la NKVD, un hombre de cuello de toro que bien podría haber sido su padre. Vova se la encontró un día, al entrar en el piso de ella, sentada en su regazo. Al irrumpir él en la habitación, Margo se separó de un salto de su amante y le aseguró con precipitación que acababan de regresar. «Nikolai está cazando desertores», añadió, como si aquello bastase para explicar su proceder. Mientras salía de allí renegando, Vova se cruzó en el pasillo con la madre de la joven, que no pudo menos de volver la cara avergonzada. El muchacho alcanzó la calle anegado en lágrimas: el cariño que, de pronto, profesaba Margo a un tipo como aquel en un momento como el que vivían formaba parte de la atmósfera de «sálvese quien pueda» imperante.

Vova debía de estar aterrorizado, habida cuenta de su apellido alemán, en aquella época de luchas despiadadas. A diario podían leerse, pegados en árboles o paredes, los boletines publicados por el Informburó. En uno de ellos pudo ver, con gran estremecimiento, el extracto de una carta hallada en el cadáver de un soldado alemán llamado Hans Knipper. Cierto día, un compañero suyo de escuela, un alemán del Volga a punto de ser llevado a Siberia, fue a verlos desesperado. El padre de Vova, Vladimir, le recomendó alistarse en el ejército si quería evitar una condena de trabajos forzados en el exilio que no tenía visos de ser mejor que el Gulag; pero el amigo de su hijo le hizo saber que no lo aceptarían como voluntario, toda vez que las autoridades habían estampado en sus papeles el sello de «Alemán».[8] Los ciudadanos de origen germano estaban considerados, de manera implícita, enemigos potenciales del estado, y la NKVD no tenía intención alguna de elaborar un expediente para cada uno de los que conformaban el millón y medio que habitaban la Rusia soviética: los departamentos locales de la policía secreta, «desde Leningrado hasta Extremo Oriente», iniciaron las detenciones inmediatamente después de la invasión de la Wehrmacht.[9] No obstante, ninguno de los Knipper sufrió arresto.

En Moscú había otros alemanes que se encontraban en una posición poco usual, si bien por razones diferentes. En el mismo edificio de los Knipper vivía la familia de Friedrich Wolf, el célebre dramaturgo comunista que había abandonado Alemania en 1933 tras la llegada al poder de Hitler. Él y los suyos formaban parte de la llamada «inmigración moscovita» de comunistas extranjeros llegados a la Unión Soviética en busca de asilo, quienes estarían expuestos a una ejecución sumarísima a manos de los nazis en caso de que cayera la ciudad. Vova solía apostarse en el tejado, junto con los dos hijos de Wolf, Markus y Koni, con objeto de avistar los incendios provocados por los bombardeos de la aviación y hacer frente a las bombas incendiarias. Con el tiempo, Markus se convertiría en director de los servicios secretos de la Alemania Oriental y serviría de inspiración para el perverso Karla de las novelas de John Le Carré. Su hermano Koni llegaría a ser director de cine, escritor y presidente de la Academia de las Artes de la Alemania Oriental. Durante las incursiones aéreas, Vladimir Knipper y Friedrich Wolf se sentaban en el sótano a charlar en alemán. «Quienes nos rodeaban —escribió Vova— se volvían para mirarlos entre airados y temerosos. Y allí seguían los dos: en pleno centro de Moscú, discutiendo sobre lo que fuera en la lengua del enemigo».[10]

Para sorpresa de Vladimir y Vova, Liev se presentó un día de improviso en su apartamento poco después de que recibieran una carta en la que la tía Olia, inquieta, les preguntaba si sabían algo de él. Pese a lo desesperado de la situación, el compositor conservaba «sus enérgicos andares de deportista», y no había dejado de llevar «la ceja izquierda siempre levantada». Apareció acompañado de su nueva esposa, Mariya Garikovna, a quien Vova recuerda como «una armenia de gran belleza y piernas largas y firmes».

Liev puso a su tío y a su primo al corriente del peligro que amenazaba a Moscú y se ofreció a disponer la evacuación de ambos. Pidió a Vova que lo acompañase a la habitación de al lado, el dormitorio del muchacho. Allí vio la foto de su novia, Margo, y adivinó que era ella la razón por la que él no quería abandonar la capital. «No olvides —señaló— que eres un Knipper, y por lo tanto vas a tener muchachas como ésta a patadas».[11] El adolescente no supo qué responder. «Me sentía intimidado por Liova —escribió más tarde—. Llevaba una vida extraña, diferente. Desaparecía de Moscú cuando todos permanecían allí para regresar uno de los días más fríos del invierno con un marcado bronceado. Sonreía a menudo, dejando ver sus dientes fuertes, algo amarillentos por el tabaco. En determinado momento de la guerra, no me resultó muy simpático».

A su padre, sin embargo, lo conmovió la visita de su sobrino. Éste les había llevado café de verdad, algo imposible de conseguir en Moscú, y Vova se puso a molerlo. «¡Mmm! —suspiró Vladimir—. El aire huele a tiempos de paz». El mal estado de sus piernas y el terror que sentía ante la idea de tener que abandonar sus libros lo llevaron a declinar la oferta de Liev. Y Vova, que aún añoraba a Margo, hizo otro tanto. La joven le había telefoneado para hacerle una conmovedora confesión: Nikolai, el gigantón oficial de la NKVD, le había propinado varias palizas. Admitió incluso haberse sentido excitada en un principio, cuando él la había invitado a montar en un Voronok, uno de los vehículos camuflados en los que transportaba la policía secreta a sus prisioneros.

Vova no era el único que se sentía intranquilo ante la presencia de su primo. Mariya Garikovna fue con él a cierta estación de ferrocarril con el fin de despedir a una amiga íntima que estaba siendo evacuada, y con los ojos llenos de lágrimas, le dijo, refiriéndose a Liev: «Tengo miedo de él».[12] Bien pudo deberse a que su esposo estaba aún más dispuesto a morir defendiendo Moscú que ella misma. Pasado el período, durante el Gran Terror, en que trataba de superar sus persistentes escrúpulos morales a impulsos de creer en la madre patria soviética, Liev había adoptado una actitud de exultante abnegación.

El verdadero motivo para que volviese a aparecer en Moscú junto con Mariya Garikovna no podía ser más extraordinario. A finales de la primera semana de aquel octubre, Stalin había dejado bien claro a su entorno más allegado, y en especial a Beria, que corrían el peligro de ser aniquilados y debían actuar, en consecuencia, sin ningún tipo de contemplaciones. Había que hacer que los grupos guerrilleros acosasen la retaguardia del enemigo. Asimismo debían encargarse de que se destruyeran todas las casas que pudiesen servir de refugio a los soldados alemanes durante el invierno próximo, fuera cual fuese el sufrimiento que supusiera tal hecho a los civiles rusos atrapados tras las líneas de éstos. Por encima de todo debía ampliarse la guerra de guerrillas hasta abarcar operaciones de venganza llevadas a cabo por una quinta columna de grupos especiales. Beria nombró al general Pavel Sudoplátov jefe del destacamento especial de la NKVD, cargo que fue a sumarse a sus demás responsabilidades. [13]

«En octubre de 1941 —escribió el general—, estando Moscú seriamente amenazada, Beria nos mandó organizar en la ciudad una red de espionaje que pudiera ser activada una vez capturada la ciudad por los alemanes. También creó un grupo autónomo concebido para acabar con las vidas de Hitler y sus colaboradores más íntimos en caso de que visitasen Moscú tras su toma. Esta operación deberían llevarla a cabo el compositor Liev Knipper, hermano de Olga Chejova, y su esposa, Mariya Garikovna».[14] Además de a su contacto más inmediato, el coronel de la Seguridad del Estado Mijail Makliarski, Liev informaba al comisario de la Seguridad del Estado Bogdan Kobulov, uno de los hombres más cercanos a Beria. Como medida de precaución, los mandamases de la NKVD se habían trasladado de la Lubianka a una escuela de bomberos cercana al cuartel general del Komintern.

Liev y Mariya Garikovna no eran, ni mucho menos, los únicos agentes de esta operación de resistencia clandestina, si bien su misión era la más ambiciosa. «El general Sudoplátov movilizó a todos sus oficiales y asignó a cada uno varios puestos —refiere Zoya Zarubina, oficial de enlace de la organización con Liev y Mariya Garikovna—. Recuerdo que yo tenía dos pasaportes diferentes y vivía en dos o tres sitios a la vez, por motivos de seguridad. En uno de ellos, estaba registrada como madre de un bebé; en el otro, como una sencilla estudiante».[15] El teniente coronel de la Seguridad del Estado Shchors, que también realizaba tareas de enlace con Liev, era responsable del suministro de agua de la ciudad en caso de llegada de los nazis, y su esposa hacía de operadora de radio. Existía al menos una docena de «grupos de batalla», que operaban de forma individual a modo de células. Disponían de pisos francos, depósitos secretos de armas e instrucciones relativas a los diversos escondrijos destinados al intercambio de correo confidencial. Los oficiales de Sudoplátov habían de dirigir a un conjunto de voluntarios poco común por lo abigarrado, pues en él se incluían «figuras clave de [la] intelectualidad rusa que actuaban como agentes fundamentales para [la NKVD]».[16]

Zarubina se puso en contacto con Liev y Mariya Garikovna, tal como se le había ordenado. Debido a una extraña coincidencia, resultó que había conocido a esta última en China, donde había estado con sus padres, miembros famosos de la OGPU y la NKVD. Sentía una gran admiración por ella, no sólo por su elegancia, belleza e inteligencia, sino también por su eficacia en cuanto agente secreto, para lo cual se servía de su encanto con efectos infalibles. A Liev, por el contrario, lo consideraba una persona introvertida, si bien había de reconocer que era muy competente y enérgico, a pesar de ser callado. Zoya Vasilievna Zarubina había sido reclutada en 1941, en parte por sus conocimientos de idiomas, aunque también porque costaba imaginar a nadie con mejores contactos en los círculos de la NKVD.[17] Su padre, Vasili Mijailovich Zarubin, había sido rezident (director de operaciones) ilegal en Alemania y Escandinavia, y más tarde desempeñó la misma labor en Washington. Su madrastra, Lisa Gorskaya, trabajaba con él y gozaba de una fama comparable en el ámbito del espionaje. El padrastro de Zarubina era Nahum Eitingon (llamado también general Kotov), quien había estado a cargo de la organización del asesinato de Trotski, había dirigido operaciones de guerrilleros en España contra Franco y actuaba, en aquel momento, de subordinado inmediato de Sudoplátov.

El 19 de octubre, Liev escribió a su madre adoptiva, la tía Olia. La carta, dictada por sentimientos encontrados de tristeza y feroz alegría ante su misión, es, sin duda, la más emotiva y espontánea que escribió en toda su existencia. «La ciudad me ha producido una impresión muy extraña —afirmaba—. Es una mezcla de Festín durante la peste [de Pushkin] y la famosa obra teatral de Hemingway [La quinta columna (1937), ambientada en el Madrid de la guerra civil española]. Yo también me encuentro raro, como un pájaro que estuviese posado sobre una rama y supiera que ha de echar a volar de un momento a otro… Y morir ni siquiera es tan espantoso. Por fin hay un puñado de cosas poderosísimas en las que creo y que me han ayudado a caminar erguido… Soy ruso, ruso hasta el tuétano. Me he dado cuenta de que amo esta patria mía ridícula, idiota, inculta y sucia; de que la amo con un amor tierno como el que le profesa Levitan [se refiere al pintor de magníficos paisajes rusos, cargados de espiritualidad, que tan estrecha amistad compartía con Antón Chejov], y me duele ver violado su cuerpo, tan grande como hermoso. Estoy muy seguro de qué es aquello por lo que voy a luchar y, de ser necesario, morir. Sólo ahora, que comienzan a caerse mis cabellos blancos, he empezado a entender muchas cosas. Pero ya es tarde, y podría morir con las cortinas de mi alma cerradas, de modo que quedase ésta sumida en el crepúsculo habiendo tanto sol a su alrededor, tanta alegría y tanto de ese bien primordial, que justifica la vida y que yo nunca he tenido: amor. Hay quien llora de felicidad, y yo lloro por la felicidad. Jamás encontraré mi camino, y toda la culpa es mía… No sufras por mí: no pienso dar la vida a cualquier precio».[18]

La misión que se asignó a Liev y Mariya Garikovna era de veras especial, e iba más allá de lo que describe de forma lacónica el libro de Sudoplátov. Tenían un segundo cometido aparte del de los otros grupos que debían actuar desde las posiciones enemigas. «Estaban recibiendo la preparación necesaria para ser enviados a Alemania y, una vez allí, establecer contacto con Olga —recuerda Zarubina, sin dejar de lado cierta renuencia profesional aun después de transcurridos más de sesenta años de los hechos—. La misión no era precisamente agradable».[19]

Este plan a medio plazo consistía en que la pareja cambiase supuestamente de bando para pasarse a los alemanes si se daba la ocasión.[20] De lo contrario, lucharían del mismo modo que el resto de «grupos de combate». Liev disponía de once hombres, incluido un operador de radio, pertrechados con «granadas con control remoto, explosivos, munición y todo lo que necesitaba para efectuar un asalto». Su objetivo prioritario consistía en asesinar a Hitler y a cualquier otro dirigente nazi que acudiese a Moscú para paladear su triunfo.

A Liev no le habría resultado difícil pasar por un oficial alemán, habida cuenta de su apostura aria, y su dominio del idioma y sus acentos regionales. Con todo, en el caso de que él y Mariya Garikovna se las ingeniasen para simular con éxito su deserción, tenía órdenes de asegurar que, como artista y alemán perseguido por sus orígenes, deseaba trabajar para los «libertadores» de la Unión Soviética y anhelaba volver a reunirse con su hermana Olga en Berlín. Los vencedores considerarían completamente natural que alguien como Liev odiase el estalinismo, por lo que todo apuntaba a que el proceso de investigación previa que se emprendería por razones de seguridad no iba a ser demasiado arduo. Asimismo, la estrecha relación, de todos conocida, que mantenía su hermana con el Führer y el resto de la cúpula nazi ayudaría a confirmar sus buenas intenciones.

Otras fuentes, empero, siguen insistiendo en que la labor que se había encomendado a Liev consistía en trasladarse nada menos que a Turquía para asesinar al embajador alemán destinado allí: Franz von Papen, el político que había permitido a Hitler hacerse con el poder en enero de 1933.[21]

El pánico de principios y mediados de octubre se tornó en valor colectivo en los albores de noviembre. Radio Moscú había dado a conocer la decisión de Stalin de permanecer en la ciudad, y la víspera del aniversario de la Revolución, el dirigente soviético pronunció un enérgico discurso en el que declaró: «¡Si lo que quieren es una guerra de exterminio, la tendrán!».[22]

Al día siguiente, 7 de noviembre, se celebró, a instancia de Stalin, el desfile de rigor en la plaza Roja. Beria y Molotov habían hecho patente su temor ante la amenaza de un ataque aéreo, pero aquél ordenó que estuviesen presentes todas las baterías antiaéreas de que se dispusiera e insistió en que los cazas brindasen cobertura desde el aire a la ciudad. Su idea, concebida sobre todo de cara a los noticiarios de todo el mundo, consistía en hacer marchar a los refuerzos destinados al frente de Moscú a través de la plaza Roja para que, tras pasar ante la tribuna situada sobre el mausoleo de Lenin —a la sazón vacío—, prosiguiesen su camino en dirección al oeste, donde se hallaba el enemigo.

Dos elementos demostraron ser decisivos en la batalla por Moscú: el tiempo atmosférico, que empeoró con gran rapidez y favoreció de este modo al Ejército Rojo, mucho más preparado para tal contingencia, y los refuerzos secretos a que Stalin había hecho acudir de Extremo Oriente. Después de que las señales de radio interceptadas lo convencieran de que los japoneses pretendían atacar a Estados Unidos, y no a la Unión Soviética (ni siquiera había confiado en los informes procedentes de Richard Sorge, brillante espía destinado en Tokio), Stalin estuvo en condiciones de trasladar hacia poniente a sus ejércitos siberianos. No hubo que esperar mucho tiempo antes de que las unidades soviéticas de esquiadores comenzasen a arremeter por sorpresa contra la retaguardia alemana y de los bosques empezaran a surgir nutridas formaciones de caballería, a lomo de peludos ponis cosacos, para matar a golpe de sable al personal de avituallamiento en sus depósitos provisionales. No obstante, la batalla principal se libró a ambos lados de la carretera de Minsk, la principal de las vías que desembocaban en la capital, y acabó en tablas, lo que no evitó un atroz derramamiento de sangre en aquel entorno helado. La temperatura había caído a veinte grados bajo cero, y el suelo estaba duro como el acero.

Los comandantes del ejército de Bock, el general Guderian y el mariscal de campo Von Kluge, tenían la intención de retirarse sin informar a Hitler. Entonces, el 5 de diciembre, dos días antes del ataque japonés sobre Pearl Harbour, el general Zhúkov destapó la sorpresa que les tenía reservada, haciendo que contraatacaran, una tras otra, todas las divisiones procedentes de Siberia y las unidades de carros de combate de la reserva, grupos de los que los alemanes no tenían noticia alguna. Estos, en consecuencia, se vieron obligados a retroceder con gran rapidez para evitar quedar rodeados. Moscú estaba a salvo.

El magnífico plan de asesinar a Hitler en Moscú resultó ser, en realidad, fruto de un doble error de cálculo por parte de Stalin, Beria y el general Sudoplátov, ya que la ciudad nunca llegó a caer en manos de los nazis, cuyo dirigente, según descubrieron acabada la guerra, no tuvo nunca intención alguna de visitar la capital soviética, ni siquiera de una forma tan rápida como cuando recorrió París, a primera hora de la mañana, durante el verano de 1940. Tanto Liev como Mariya Garikovna, no obstante, recibieron sendas medallas de la NKVD por su participación en la defensa de la ciudad. Al saber de la gran batalla de Moscú, la tía Olia se sintió atormentada por la preocupación, y el 6 de diciembre, día del mayor contraataque soviético, envió desde Tiflis un telegrama al número 23 del bulevar Gogolevski dirigido a su sobrino favorito. «Liova querido —rezaba— pienso en ti. Por favor escribe… escribe. Muy preocupada. Besos Olga».[23]

Liev Knipper, ruso de impoluta sangre alemana, se había transformado en un apasionado devoto de la causa soviética en la Gran Guerra Patriótica. Su hermana Olga Chejova, empero, se tornó, según todo parece indicar, cada vez más germánica, por más que estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudar a sus familiares en la Unión Soviética.

Se diría que la pasión —correspondida— que profesó durante la guerra por Jep, su amante de la Luftwaffe, evolucionó hasta convertirse en una verdadera relación telepática, a pesar de que, por lo general, se hallaban a varios cientos de kilómetros de distancia uno del otro. En sus cartas, él afirmaba oír su voz en el aire y le confiaba sus sueños. Su favorito era uno en el que lo obligaban a lanzarse en paracaídas sobre Inglaterra e iba a parar al jardincito lleno de vegetación de una casa de campo de gruesos muros, en cuyo interior la encontraba a ella sin compañía alguna. Entonces, los dos se arrodillaban ante el fuego del hogar, y ella le aseguraba que allí encontraría la paz. Y aquí, mal que le pesara, acababa el sueño.

A él le resultaba muy doloroso estar separado de ella, y esta sensación se tornaba insoportable cada vez que veía una foto suya en los periódicos o la oía por la radio. El cine local más cercano a la base aérea de la Francia septentrional en que estaba destinado proyectaba, de cuando en cuando, películas suyas. En marzo de 1941, Jep había vuelto a ver Befreite Hände —doblada al francés como Les mains libres— en una pequeña sala con la única intención de deleitarse con las imágenes de Olga, a pesar de lo extraño que le resultaba ver salir de su boca la «voz velada, más oscura» de la actriz francesa que la doblaba. El hecho de que el coprotagonista de la película, Carl Raddatz, hubiese sido su amante durante el rodaje parecía no importarle, aunque también cabe la posibilidad de que no supiese nada al respecto.

Su mayor consuelo cuando pilotaba su Messerschmitt era una cajita con un retrato de la actriz que Olga le había regalado y que se convirtió para él en un verdadero talismán. «El estuche con tu fotografía me proporciona una gran felicidad —le escribió—, porque siempre puedo llevarlo conmigo. Puedo contemplarlo siempre que quiera cuando me encuentro a miles de metros por encima de Inglaterra, y sé que compartirá conmigo la suerte que yo corra: se quemará conmigo si me estrello, será confinado en un campo de prisioneros de guerra si me capturan o se helará conmigo en las frías aguas del mar».[24] Da la impresión de que supiera que iba a morir, y ella debió de haberlo supuesto también, más aún después de conocer el sueño que le había contado. En diciembre de 1941, mes en que Liev salió ileso de la batalla de Moscú, Jep fue derribado mientras sobrevolaba Inglaterra, y sin duda cayó llevando consigo la fotografía de Olga en el estuche en que la guardaba.