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ENEMIGOS FORÁNEOS

En el preciso instante en que la frágil paz europea tocaba a su fin, se estrenó Bel-Ami, la película más importante de las rodadas por Olga Chejova en la época anterior a la guerra. La obra, sofisticada y algo decadente, estaba basada en un cuento de Maupassant y parecía pertenecer más a los tiempos de Weimar que a la inflexible era nacionalsocialista. Una vez declarado el conflicto, empero, Babelsberg se vio movilizada, y sus producciones tomaron un aire más nacionalista. De sus actores también se esperaba que se ofreciesen voluntarios al servicio que les era propio, ayudando a hacer publicidad del esfuerzo bélico y entreteniendo a los soldados. El programa creado con este fin fue bautizado con un nombre que sólo podía haber salido del magín de un burócrata nazi: Edificación y Alegría en Tiempos Difíciles.[1]

En septiembre de 1940, durante la batalla de Inglaterra, Olga Chejova visitó una escuadrilla de cazas de la Luftwaffe destinada cerca del château de Beauregard, en Normandía. En su honor se organizó un desfile al que no faltó banda de música, y la actriz firmó autógrafos a los combatientes y se fotografió al lado del morro amarillo de los Messerschmitt 109. En octubre, en París, mientras actuaba en el Théâtre des Champs-Elysées, apareció rodeada de soldados en la portada de Das Illustrierte Blatt. Asimismo visitó a las tropas alemanas emplazadas en Bruselas y Lille.

Fue en esta última ciudad, en el restaurante en que la había invitado a tomar una copa el aburrido comandante de la plaza, donde conoció al nuevo amor de su vida, un joven capitán de aviación «alto y seguro de sí mismo —conforme a su descripción—, pero sin un asomo de arrogancia».[2] Se sintió fascinada por sus ojos cuando la miró desde la puerta antes de echarse a reír, tras lo cual se acercó a ella y le dijo: «Sabía que me iba a topar con usted». Entonces se pusieron a hablar como si se hubiesen conocido de toda la vida. Según supo, se llamaba Jep y mandaba una escuadrilla del ala de caza al mando del general Adolf Galland.

Después de su deprimente enlace con Marcel Robyns, Olga Chejova, que contaba entonces cuarenta y tres años, había comenzado a inclinarse, más bien, por hombres jóvenes y llenos de vida. A Carl Raddatz lo superaba en quince años, y la diferencia de edad que lo separaba de Jep era muy similar. Sin embargo, a ella no le cabía la menor duda de que el haber conocido a este último era cosa del destino. A pesar de todo, si bien su aventura con Raddatz no le había causado problemas, ya que el joven vivía cerca de la casa de campo que ella tenía en la ribera de Gross Glienecke, el hecho de que Jep estuviese destinado al norte de Francia obligó a los amantes a depender, sobre todo, de cartas y de alguna llamada telefónica ocasional. En aquéllas, él le hablaba de combates aéreos librados sobre el canal de la Mancha y el sur de Inglaterra, en tanto que ella lo entretenía con los rumores que circulaban por el estudio.

La actriz estaba preparando una nueva película, Der Fuchs von Glenarvon, obra de propaganda anti-británica ambientada en Irlanda. Encarnaba el papel de Gloria Grandison, patriota irlandesa que defendía de forma enconada a los guerrilleros en el mismo momento en que la Wehrmacht se estaba dedicando a fusilarlos en el acto, junto con los rehenes apresados, en la Europa ocupada. Un año más tarde la siguió Menschen in Sturm, que, supuestamente, justificaba la invasión alemana de Yugoslavia por medio de la historia de una familia perseguida de origen germano. (El hecho de que en el país en cuestión no existiese minoría alemana alguna no suponía, huelga decirlo, ningún obstáculo para un buen melodrama nacionalista). La escena final estaba protagonizada por Olga Chejova, abatida por los soldados yugoslavos mientras trataba de huir en un carro tirado por caballos hacia la frontera alemana. Antes de morir como un mártir, el personaje pronuncia sus últimas palabras: «Wir fahren in die Heimat». («Nos dirigimos a la patria»). Sin embargo, hay que reconocer que no resulta fácil determinar qué entendía por su patria la actriz que tal frase declamaba.

El 13 de noviembre de 1940, acababa apenas de despuntar un día gris y húmedo cuando llegó a Berlín un tren con dos lujosos vagones restaurante que se detuvo en el Anhalter Bahnhof, a pocos metros al sur de la Cancillería del Reich. Ante la alfombra roja aguardaban Joachim von Ribbentrop y el general Wilhelm Keitel, acompañados por una guardia de honor de la Leibstandarte Adolf Hitler, de la SS. La estación estaba decorada con banderas rojas en las que se alternaba, de un modo un tanto incongruente, la cruz gamada nacionalsocialista con la hoz y el martillo de oro de la soviética.

La banda comenzó a tocar en el momento en que Viacheslav Molotov, ministro de Asuntos Exteriores soviético, ponía un pie en el andén. Ribbentrop y Keitel lo recibieron con el saludo nazi, en tanto que, por su parte, Valentín Berezhkov, intérprete del ministro, no pudo menos de pensar que aquella debía de ser la primera vez que se oía en Berlín La internacional desde que, siete años y medio antes, Hitler había aplastado a los comunistas alemanes. «Por cantar esta pieza proletaria, la Gestapo había enviado a muchos a los campos de exterminio, y en aquel momento, en pleno Anhalter Bahnhof, los generales alemanes y los altos funcionarios del Reich nacionalsocialista debían mantenerse en posición de firmes mientras sonaba el himno comunista».[3]

Acto seguido, partió de la estación una caravana de enormes Mercedes negros de seis ruedas escoltados por motocicletas de la SS en dirección norte, al Schloss Bellevue, donde se alojaban. Berezhkov asegura haber visto a algunos trabajadores agitando, sin ser vistos, pañuelos rojos desde las ventanas de una fábrica cercana, si bien la anécdota parece, más bien, producto de una imaginación muy optimista.

Tras un suntuoso desayuno, se dirigieron, a través del centro de Berlín, a la Cancillería. Tal como describe el intérprete de Molotov, los anfitriones condujeron a la delegación soviética a través de «altas puertas revestidas de bronce» y «toda una hilera de salas de tenue iluminación y vestíbulos sin ventanas», flanqueados siempre por centinelas que hacían chocar sus tacones a su paso y levantaban el brazo extendido a la manera del saludo nazi. La entrada del colosal despacho de Hitler «presentaba una apariencia teatral de la que sólo eran capaces los nazis. Dos hombres de la SS, rubios, altos, uniformados de negro y con el correaje bien ajustado, dieron un taconazo y abrieron, con un solo gesto, decidido y bien ensayado, las hojas de una puerta cuyo dintel llegaba casi al techo». Hitler, vestido con su acostumbrada guerrera de color gris ratón ornada con la Cruz de Hierro, parecía empequeñecido por las ciclópeas dimensiones de su propio salón.

Todo hace pensar que el servicio alemán de espionaje ignoraba la verdadera identidad de los dos personajes de mayor importancia de la comitiva de Molotov. Su subordinado inmediato, Vladimir Dekanozov, un diminuto georgiano de calva incipiente que mantenía una estrecha relación con Beria, fue el primer director del Departamento Exterior de Espionaje de la NKVD enviado al extranjero en calidad de embajador. De hecho, su nombramiento como legado diplomático en Berlín fue anunciado durante aquella misma visita. Con todo, y a pesar de su dilatada experiencia, Dekanozov se limitó a secundar la obcecada ceguera de que dio muestras Stalin en lo tocante a la creciente amenaza que suponía Alemania para la Unión Soviética. En el transcurso de los meses siguientes, se convenció, al igual que su dirigente, de que toda advertencia relativa a la operación Barbarroja no era más que una provocación por parte de los servicios secretos británicos, que seguían un plan diseñado por Churchill para conseguir mediante engaños que la Unión Soviética entrase en guerra con Alemania.

El otro pez gordo que acompañaba a Molotov, Vsevolod Nikolaievich Merkulov, tenía aún menos de diplomático. Muchos años después se supo que había sido responsable de la matanza de oficiales polacos perpetrada en el bosque de Katyn por órdenes de Beria. Aquella era la primera vez que viajaba fuera del territorio soviético. Era el subordinado inmediato del director de la NKVD, y había acudido a Berlín a fin de aprovechar tan oportuna tapadera «para evaluar personalmente la situación operativa de Alemania».[4] Las purgas habían sembrado el caos en el Departamento Exterior de Espionaje, y para colmo de males, Stalin había impuesto toda una serie de restricciones a las actividades secretas en Alemania con la intención de evitar contrariar aún más a Hitler. Las únicas redes de agentes útiles de que disponía estaban ligadas al servicio de inteligencia militar (GRU). En Berlín, apenas contaban con más espías que la propia Olga Chejova, aun a pesar de que ésta no fuese más que una «durmiente». La purga de agentes de inteligencia extranjera durante el Gran Terror había sido desastrosa.

La reunión mantenida con Hitler aquel día fue muy frustrante, si no alarmante, para la delegación soviética. Al dirigente nazi sólo le interesaba hablar de su inminente victoria sobre Gran Bretaña y de los planes que albergaba para desmembrar su imperio, dando a entender que estaba dispuesto a compartir los despojos con la Unión Soviética. Por más que Molotov volviera con insistencia al asunto que preocupaba, por encima de todo, a su país, es decir, el creciente número de tropas alemanas apostadas en Finlandia y Rumanía, aquél se negaba a dar una sola respuesta satisfactoria. El Führer llegó incluso a asegurar que los soldados acantonados en Finlandia se hallaban de paso en su camino a Noruega, lo que, de ser cierto, habría supuesto para sus tropas un rodeo nada despreciable. Mientras Hitler hablaba, Ribbentrop se limitaba a mirarlo de hito en hito, sentado y con los brazos cruzados. El ministro nazi de Asuntos Exteriores no era más que un presumido vano e insustancial. «De cuando en cuando —señala Berezhkov—, posaba ambas manos sobre la mesa y hacía tamborilear suavemente los dedos sobre su superficie para, después de repasar a todos los presentes con una mirada que no dejaba vislumbrar nada de lo que debía de estar pensando, volver a su posición anterior».[5]

Aquella noche, Molotov organizó una recepción en honor de sus anfitriones nazis en el gigantesco edificio de la embajada soviética, situado en Unter den Linden. En la sala marmórea se dispuso un bufé para quinientas personas sobre mesas cubiertas de manteles blancos, con gran abundancia de claveles y cubertería antigua de plata confiscada tras la Revolución. Hitler no asistió a la celebración, y delegó tal compromiso en otros dirigentes nazis, incluidos Ribbentrop, Rudolf Hess y el Reichsmarschall Goering, quien se presentó ataviado con el uniforme de colores celeste y plata que había diseñado él mismo. La fascinación que sintieron los delegados soviéticos al contemplar los enormes anillos que llevaba en los dedos fue comparable a la que habían experimentado al oír las historias que aseguraban que solía vestir toga romana y sandalias incrustadas con diamantes cuando disfrutaba de la tranquilidad de su hogar.

Los fotógrafos y cámaras de noticiarios dejaron constancia de la llegada de los invitados y el recibimiento dispensado por Molotov. En determinado momento, alguien, tal vez un miembro de menor relevancia de la embajada, apartó del grupo a Olga Chejova para presentarla a Merkulov. Tal iniciativa no revestía peligro alguno, aun en el supuesto de que hubiese sido advertida por algún agente de la Gestapo, dado que, a los ojos de los alemanes, no tenía nada de extraño que un ciudadano ruso quisiese conocer a un vástago de la familia Chejov. También cabe suponer que hubo de ser mucho más fácil para ellos hablar sin ser molestados inmediatamente después de que los presentes levantaran la copa para hacer el primer brindis, por cuanto, en ese preciso instante, las sirenas antiaéreas alertaron de un nuevo bombardeo de la aviación británica.

Al decir de Berezhkov, los dirigentes nazis corrieron enseguida hacia la puerta con objeto de ser trasladados a sus refugios antiaéreos, construidos a la vuelta de la esquina, en la WilhelmStrasse. La embajada soviética disponía de su propia sala de tortura diseñada para interrogar a miembros sospechosos del personal y de la comunidad soviética afincada en Berlín; más carecía de un espacio en el que poder protegerse de ataques aéreos, a pesar de que Alemania y Gran Bretaña llevaban más de un año de hostilidades. Daba la impresión de que las teorías de conspiración de Stalin no le permitían siquiera creer que la pérfida Albión pudiese estar lanzando bombas de verdad contra Alemania.

Pese a que los servicios de inteligencia no pensaban emplear a Olga «como un informante más», lo cierto es que parecía hallarse en una posición excelente para ayudar a alcanzar sus dos objetivos prioritarios. El primero procedía de la insistencia con que los acuciaba Stalin para que descubriesen «la fuente del poder» con que contaba Hitler en el interior de su propio país, el modo como había logrado hacerse con semejante número de seguidores y tamaño poderío. El otro consistía, tal como ya se ha indicado, en identificar a personas influyentes en Alemania opuestas a la idea de atacar a la Unión Soviética. Ciertos miembros de la vieja escuela, como el conde Von der Schulenberg, embajador alemán en Moscú, creían a pie juntillas en la máxima bismarckiana según la cual Alemania no debía atacar nunca a Rusia; y las autoridades soviéticas tenían la esperanza de que Olga Chejova pudiese prestar, al igual que el príncipe Janusz Radziwill, ayuda en este particular. Es difícil imaginar lo que uno y otra podrían haber logrado en la práctica, y en cualquier caso, lo más probable es que la policía secreta sobreestimara la efectividad de los contactos de que disponía Olga Chejova, quizá después de ver la fotografía en la que aparecía sentada al lado de Hitler, que había hecho que, en algunos corrillos de Moscú, circulara el rumor de que, de vez en cuando, la actriz hacía las veces de anfitriona del Führer.

A ella, cuando menos, la conversación mantenida con Merkulov le sirvió para tranquilizarse al saber que la parte de su familia que había permanecido en la Unión Soviética se hallaba bien. No falta quien diga, casi con toda certeza, que aquél le hizo llegar un mensaje de Liev por el que éste le aseguraba que todos gozaban de protección.[6]

Olga Chejova regresó a Francia al mes siguiente para encontrarse, de nuevo, con Jep. Estando en París recibió, el 23 de diciembre, un voluminoso paquete navideño remitido por Hitler a través de la embajada de Alemania. En su interior había una tarjeta con el retrato del Führer dedicado, pasteles, chocolate, nueces y bizcocho de jengibre, como si el destinatario hubiera sido un soldado que luchase en el frente. Dado que estaba a punto de regresar a Alemania y albergaba la esperanza de poder pasar de contrabando grandes cantidades de dispendioso perfume y otros regalos, se deshizo de todas aquellas pequeñas exquisiteces para rellenar el continente con sus artículos de lujo prohibidos. En la frontera, las autoridades aduaneras y militares insistieron en registrar aquel paquete grande y pesado; pero al dar con la felicitación navideña en la que el Führer había escrito de su puño: «Para Frau Olga Tschechowa, con sinceras admiración y veneración. Adolf Hitler», no dudaron en cuadrarse como movidos por un resorte y, con el brazo extendido a la manera del saludo nazi, gritar: ¡Heil Hitler![7]

Aquella fue una época de gran inquietud para los Knipper de Moscú, que no ignoraban que, en caso de que estallase una guerra con Alemania, y dado que la mitad de la familia que residía en Berlín se hallaba tan cercana a la cúpula nazi, se encontrarían en una posición muy peligrosa. Cuando los rumores que corrían sobre Olga llegaron a oídos de su tío Vladimir Knipper, afirmaban ya que había sido el mismísimo Führer quien la había presentado a Molotov como su anfitriona. Poco después se vio, recorriendo sin prisas el bulevar Gogolevski, un camión pequeño con una antena que giraba en la parte alta, y los Knipper dieron por supuesto, al punto, que los estaba espiando.

«Tenemos que cuidar de nosotros mismos —afirmó Vladimir Knipper, más por darse a sí mismo una justificación que por ofrecer una explicación a su hijo Vova—. Eran buenas chicas [Olga y Ada], pero tuvimos que dejar de mantener correspondencia con ellas. Es absurdo, pero es lo que hay que hacer hoy día».[8]

Sólo Liev parecía ajeno a estos temores. De hecho, se diría más bien que había recobrado la confianza en sí mismo tras regresar de la misión en Polonia durante la primavera de 1941. No cabe duda de que esta actitud pudo deberse, en gran medida, a su relación con Mariya Garikovna, cuya naturaleza extrovertida casaba a la perfección con el carácter de él y aun lo animaba a relajarse.

Las distintas fuentes de que disponemos se muestran discordantes en lo que respecta a cómo se conocieron, y hay quien piensa que su relación no comenzó hasta 1941. El antiguo teniente coronel de la Seguridad del Estado Shchors, más tarde oficial de enlace entre Liev y el general Kobulov, llega incluso a creer que Mariya Garikovna fue seleccionada como compañera de operaciones del compositor, y que ambos recibieron órdenes de casarse. Al parecer, esta era una práctica habitual en aquel tiempo, y no eran muchos los que presentaban objeciones. «Bueno —señala Shchors—, yo he oído hablar de un hombre que, en una ocasión similar, exigió un certificado médico que diese fe de que su prometida era virgen. Sin embargo, por lo común todo iba sobre ruedas». Y quien tal cosa afirma no había visto nunca a su esposa antes de que ésta se presentara en su apartamento con un pasaporte recién expedido a nombre de Natalia Shchors. Ahora llevan juntos sesenta años; así que es natural que no vea razón alguna por la que Liev hubiese debido oponer ningún reparo.[9]

Vova Knipper, que a la sazón estaba a punto de acabar su educación secundaria, recordaba el momento en que oyó sonar el teléfono en el domicilio de la familia. Al descolgar el auricular, pudo reconocer la voz de Liev. «¿Quién eres?; ¿el joven Knipper? ¿Está tu padre?». Media hora más tarde se presentó en el apartamento. Vova profesaba una gran admiración a aquel primo que tantos años le llevaba. «Traté de aprender a caminar como él, con los andares elásticos propios de un experto tenista —escribiría mucho después—. Había jugado en el equipo más importante del Ejército Rojo y fue campeón en Crimea, aunque no había nada que lo apasionase tanto como el montañismo. En aquel tiempo, de hecho, ejercía de instructor de los grupos de montaña del Ejército Rojo».[10] Vova se encontraba, tal como reconoció él mismo, en una edad muy impresionable. Su ingenuidad lo había llevado a negarse a creer que pudiesen existir prostitutas en una sociedad como la soviética, razón por la que sus compañeros de estudios lo llevaron a que las viese rondar la plaza que se extendía frente al teatro Bolshoi, a apenas unos centenares de metros del Kremlin. De cualquier modo, lo cierto es que no estaba ciego en lo tocante a su adoración por Liev: tenía la sensación de que había algo muy inquietante en torno a su persona.