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EL GRAN TERROR

Tal vez parezca extraño que los miembros de la familia Knipper pudiesen seguir intercambiando correspondencia entre la Alemania nazi y la Unión Soviética hasta finales de 1937. Por otra parte, apenas sí cabe albergar dudas de que la censura epistolar de la NKVD y el registro al que sometía cualquier paquete eran mucho más minuciosos que los que imponía la Gestapo, organización caracterizada por una gran dejadez.

Es evidente que Olga Chejova había disfrutado haciendo el papel de «tío americano» a principios de la década de 1930, época en que envió no pocos regalos desde el extranjero. Así, siendo aún un niño su primo Vova —hijo de su tío Vladimir—, le había hecho llegar un alfabeto alemán; más tarde, un jersey, y después, un traje. Por último, le regaló un gnomo cuyos ojos se encendían con un chisporroteo al presionar un botón. Asimismo, envió a su sobrino Andrei, hijo de Liev, un traje de marinero, como si en la Unión Soviética siguiera siendo de rigor, a la sazón, vestir a los pequeños a la moda zarista.

Cuando Vova preguntó a su padre quién le había mandado el gnomo, «papá montó en cólera y pasó un buen rato hablando a voz en cuello, diciendo que en Alemania se estaban volviendo locos».[1]

Entonces mostró a su hijo la fotografía de una hermosa mujer con vestido blanco de verano y le hizo saber que era su prima y trabajaba de actriz en el cine. Acto seguido, escondió el juguete y el retrato de Olga en el último cajón de su escritorio y prohibió a Vova que dijese nada a nadie del regalo ni de los familiares que vivían en Alemania. Los Knipper moscovitas no habían podido respirar tranquilos desde 1934, ya que a su origen germánico debían sumar la pertenencia a la comunidad artística, un sector de la sociedad al que las autoridades no dejaban de mirar con lupa.

La manipulación tiránica de los artistas que, con intenciones políticas, se llevaba a cabo en la Unión Soviética llevaba aparejada toda una serie de medidas no menos draconianas en contra de quienes se oponían al régimen. Las acciones emprendidas en perjuicio de los «escritores contrarrevolucionarios» que rechazaron el realismo socialista empezaron adoptando un carácter relativamente suave para intensificarse de forma evidente durante el Gran Terror de 1937 y 1938. La noche del 16 de mayo de 1934, poco después de la llegada de la poetisa Anna Ajmatova al apartamento de Osip y Nadezhda Mandelstam, irrumpieron en la vivienda tres oficiales de la OGPU (dos meses antes de que ésta se convirtiera en la NKVD). No dejaron papel sin examinar ni libro sin desencuadernar en busca de una poesía sobre Stalin que el vate había recitado a sus amigos —entre los cuales debía de haber un confidente de los servicios secretos—. Los agentes fueron incapaces de dar con aquellos versos, pero obligaron a Mandelstam a escribirlos de nuevo en la Lubianka, precedidos de esta confesión: «Soy el autor del siguiente poema de índole contrarrevolucionaria». Sus versos más peligrosos hacían referencia a los grandes ojos burlones de cucaracha de Stalin.[2]

En un principio fue condenado al exilio interior, pues tal vez Stalin no deseaba provocar demasiada polémica en torno a su caso. Sin embargo, el segundo arresto y la subsiguiente condena a los campos de trabajo no dejaron al enfermo escritor esperanza alguna de sobrevivir. Murió a finales de año, el 27 de diciembre, en un campo de tránsito situado a las afueras de Vladivostok. Lo enterraron en una fosa común destinada a prisioneros del Gulag, y como último agravio a su persona —bien que, en este caso, involuntario—, la NKVD escribió mal su nombre en el certificado de defunción.

El acontecimiento que instigó las purgas de Stalin tuvo lugar el 1 de diciembre de 1934, día en que asesinaron a Serguei Kirov, jefe del Partido Comunista de Leningrado. Este hecho fue al régimen estalinista lo que había sido el incendio del Reichstag al gobierno nazi. Así, se suspendieron todas las libertades civiles —si bien, en realidad, éstas no habían pasado de ser hipotéticas—, y la NKVD hubo de trabajar día y noche una vez que se extendió la caza de brujas de saboteadores trotskistas para abarcar a todo aquel que tuviese algún contacto con el extranjero. Las autoridades soviéticas admitieron con el tiempo haber detenido, entre 1935 y 1940, a diecinueve millones de personas, de las cuales murieron más de siete millones, ya en el Gulag, ya ajusticiadas.[3]

En Moscú, las ejecuciones tenían lugar en celdas dotadas, para tal propósito, de un suelo inclinado a fin de que pudieran limpiarse con mangueras. Los cuerpos eran incinerados en el monasterio de Donskoi, en el centro de la ciudad, y las cenizas cubrían toda la zona como procedentes de un volcán que acabase de despertar. Otros eran enviados por millares a Butovo —lugar en que los oficiales del KGB construirían más tarde sus casas de campo— en camiones cubiertos. «Los pelotones de fusilamiento trabajaban sin descanso, a un ritmo terrible, y el ruido de los disparos quedaba ahogado por el ensordecedor estruendo de los motores en marcha. Se hacía formar a los presos ante un foso excavado con anterioridad y, acto seguido, se les pasaba por las armas… Después rellenaban el agujero, nivelaban la tierra y preparaban otra fosa».[4] Finalmente, a modo de típico sello de los «órganos de seguridad» soviéticos, se plantaban huertos sobre las tumbas a fin de ocultar tan atroces crímenes y hacer, a un tiempo, que los ciudadanos moscovitas, ajenos a todo lo ocurrido, pudieran beneficiarse de la desaparición de aquellos enemigos del pueblo.

La principal oleada de denuncias, falsas acusaciones y confesiones forzadas del Gran Terror recibió en Rusia el nombre de Yezhovshchina, ya que tuvo lugar siendo director de la NKVD Nikolai Yezhov. Stalin puso a este personaje, de carácter salvajemente inestable, al mando de lo que acabó por conocerse como «la máquina de picar carne».[5] Recibió todo el respaldo de las autoridades, que más tarde no dudaron en castigarlo por sus «excesos». En julio de 1938, Stalin nombró al georgiano Lavrenti Beria, paisano suyo, subdirector de Yezhov, para después destituir a este último a finales de aquel mismo año.

En verano de 1935, estando en Yalta, la tía Masha tuvo ante sí un atisbo apenas perceptible de los horrores que estaban por venir de la Alemania nazi cuando recibió una postal franqueada en Berlín en la que aparecía Olga Chejova representando uno de sus papeles. En el reverso, Ada, hermana de la actriz, le pedía que le remitiese «cierto documento» con la mayor brevedad posible.[6]

Necesitaba el papel en cuestión —una declaración que hubieron de firmar, en Yalta, el 14 de agosto de 1935, la tía Masha y su hermano Mijail para dar fe de que toda la familia Chejov era de ascendencia rusa ortodoxa— porque su sobrina Ada, la hija de Olga Chejova, se hallaba en peligro, toda vez que Natalia Golden, madre de Misha, había pertenecido al credo judío. Olga había decidido actuar de inmediato, tal vez después de oír hablar, en alguna recepción del Ministerio de Propaganda, de las Leyes de Núremberg, que se anunciarían más tarde, durante la convención del Partido Nacionalsocialista que tuvo lugar en septiembre.

La tía Masha y su hermano no tuvieron inconveniente en perjurar por una buena causa. «En nuestra familia no ha habido persona alguna que no profesase la fe cristiana, ya sea por línea paterna o materna —escribieron—. Nuestro difunto hermano Alexandr Pavlovich Chejov contrajo matrimonio con Natalia Alexandrovna Galdina, ciudadana rusa, cristiana ortodoxa y residente en Moscú».[7] De este modo, la madre de Misha —con su apellido, Golden, transmutado en Galdina— apostató, de forma póstuma, del judaísmo merced a los dos rublos que costó el registro.

En la Unión Soviética, aparte de un reducido grupo de integrantes del Kremlin, casi nadie conocía las teorías racistas de Hitler. De hecho, el régimen no había ofrecido nunca explicación alguna de la palabra fascismo sino por medio de engañosas generalidades. Según la definición estalinista, se trataba de la forma más extrema de capitalismo y, en consecuencia, era algo semejante al Anticristo para el comunismo. Sea como fuere, lo cierto es que el de Stalin también habría de convertirse, a su manera, en un régimen xenófobo. Los comunistas extranjeros refugiados en la Unión Soviética, y en especial los alemanes, polacos y yugoslavos, quedaron expuestos a peligros nada baladíes. Entre tanto, los nativos que tenían raíces germánicas, como los Knipper, corrían el riesgo de convertirse en los judíos del totalitarismo soviético. A Liev, uno de los miembros de la familia, le iban a asignar, con el tiempo, un papel especial en el proceso de criba.

En tiempos del Gran Terror, Liev Knipper atravesó, al igual que cientos de miles de ciudadanos soviéticos, una evidente crisis, personal y política, durante la cual trató de convencerse a sí mismo por todos los medios del carácter legítimo del terror estalinista, a pesar de verse rodeado por aquel desenfreno de arrestos y denuncias. No disponemos de prueba alguna que demuestre su implicación directa en las actividades de la NKVD relacionadas con éstos, si bien es evidente que conocía a muchos de los detenidos, sobre todo en el caso de las purgas llevadas a término en la península de Crimea, que propiciaron la desaparición de muchos de los amigos de la tía Olia.

El primer vislumbre que tuvo su familia de la inflexibilidad política del compositor llegó, de súbito, durante cierta celebración de Año Nuevo —la de 1937, casi con toda seguridad— en el número 23 del bulevar Gogolevski. La tía Olia pidió al joven Vova Knipper que llamase a todos a la mesa.

—¡Gospoda! —gritó el muchacho, empleando la expresión rusa equivalente a «damas y caballeros» (dami i gospoda).

—Volodia —lo atajó su primo—, las damas y los caballeros están, desde hace mucho, en el fondo del mar Negro, sirviendo de alimento a los peces.

Los asistentes no pudieron menos de extrañarse ante un comentario así, que, además, procedía de un antiguo soldado del Ejército Blanco que había salvado la vida escapando a través del citado mar.

—¿De veras? —terció la tía Olia, que a todas luces discrepaba de su sobrino Liev—. Gospoda, ¿tendrán ustedes la amabilidad de venir a la mesa?[8]

A principios de abril de 1937, poco después de la segunda oleada de juicios farsa, el protagonista de esta anécdota hizo llegar a su tía una carta de contenido asombroso. «Mi vida —rezaba— se ha tornado mucho más complicada, confusa y dura de lo que era antes, cuando aún albergaba no pocas ilusiones de juventud y conservaba intactos mi engreimiento, mis fuerzas juveniles y una ferviente energía capaz de ocultar todo lo demás. Y ahora, llegado el momento de que el tiempo pase factura, me encuentro con que mi capital no ha producido interés alguno, y me veo obligado a recurrir a los fondos de emergencia».

«Cuando contaba veintitrés años, me fue dada una nueva vida gracias a ti… En cierta manera, todo me era indiferente: era como una ave que no sabe nada del mañana, como una criatura que, a mi parecer, vivía “feliz” su existencia. Lo cierto es que me elevé, como un cohete, por encima de muchos de mis colegas, y no voy a decir que de un modo inmerecido. Poseo no poco talento, cuento con unas energías nada desdeñables y tampoco me falta voluntad para vivir… El motivo de mi soledad son mi egoísmo y un aplomo quizá exagerado. Y ahora, a mis treinta y nueve años, me veo completamente solo en todos los sentidos. Eso es lo más terrible. Deseo, con toda la fuerza de mi mente, ser un bolchevique de verdad; mas carezco de los conocimientos necesarios. Y este hecho me ha impedido evolucionar en cuanto compositor durante los últimos tres o cuatro años… Nada podrá jamás borrar el sentimiento de culpa que albergo para con el Partido y el régimen soviético a causa de la guerra civil. Porque, cada vez que alguien menciona en mi presencia la expresión “combatiente blanco”, noto que ésta se hunde en mi carne como una espada y pienso que lo han dicho por mí. Este es el peor trauma psíquico de mi vida, y sólo hallo dos modos de curarlo: bien haciendo que el Partido me admita en sus filas, bien logrando que me llegue la muerte. No le tengo miedo, y no han sido pocas las veces que he pensado en ella durante los últimos cinco o seis años».[9]

No conocemos la respuesta de Olga Knipper-Chejova a su sobrino, aunque no cabe dudar de que debió de enfurecerse, en especial al leer el fragmento en que Liev se pregunta: «¿Qué me ha dado la vida antes de que cumpliera los veinticuatro? Nada. O, por mejor decir, sólo valores negativos. Y no puedo culpar a nadie». Habida cuenta de todo lo que había hecho ella por él durante su quebradiza infancia y el aliento que le había infundido mientras crecía en un entorno familiar muy dotado para la música, la actriz hubo de considerar su comentario acerca de los «valores negativos», cuando menos, desagradecido. Y lo más importante: en su contestación debió de poner el dedo en la llaga y hacerle ver que estaba tratando de convencerse a sí mismo de tales doctrinas en lugar de creer en ellas de forma natural.

Fuera cual fuere el contenido de la carta de ella, cuesta imaginar que la réplica de su sobrino lograse apaciguarla. «Ya ves, queridísima tía Olia: la política es una de las razones que hacen que tú y yo seamos incapaces de hablar con el corazón. Y eso se debe a que, para mí, se trata de algo hondamente personal, lírico y emocionante. Estoy luchando por el régimen soviético (y en consecuencia, le profeso un gran amor y me duelen todos sus errores).» Es de suponer que se refería a los millones de acusaciones falsas que había propiciado el Gran Terror. No obstante, Liev se mostraba absolutamente impenitente: «Para mí, mi vida personal, mi obra creativa… todo en absoluto está entrelazado con la vida del Partido. Tú no quieres creerlo: piensas que quiero “ser así”, y no ves que ya soy así».[10]

Más adelante, rechazaba la existencia de valores humanos «absolutos», concepto que atribuía a una «ética de intelectuales». Es evidente que estaba embebido de la crueldad esencial del leninismo. «Por encima de todo, no soporto a quienes se sirven de “principios propios de la intelectualidad” y de la “humanidad” para justificar un comportamiento anti-soviético tan general como profundo».

«Necesito saber qué tipo de persona tiene uno que ser para entrar a formar parte, en este momento decisivo de la batalla, de los millones de ciudadanos que dan todo lo que tienen (no desde el cerebro, sino desde el corazón) por el futuro de la humanidad».

«Por cierto —añadía al final—: nada de lo que escribí acerca de “valores negativos” tenía que ver, en absoluto, contigo. Nada más lejos de la realidad: a ti te tengo por uno de los más positivos, lo que hace que te quiera y te respete más aún. Sin embargo, la actitud que adoptas para con quienes te rodean (aunque no para contigo misma) te hace, a veces, llegar a conclusiones muy erróneas, y me irrita que una mujer tan inteligente como tú pase por alto tantas cosas. Dicho sea de paso: ¿te importaría hacer saber a Masha que han despedido a Rekst y han transferido su caso a los órganos de investigación? Creo que se encuentra en un apuro, tal como le dije a Masha el mes pasado». No resulta nada fácil determinar si Liev era consciente, a la hora de redactar estas cartas, de que las leería el censor de la NKVD. En caso de serlo, no cabe duda de que habría reparado en que la naturaleza misma de la discusión epistolar mantenida con la tía Olia pondría a ésta en una situación muy peligrosa. A no ser, claro está, que estuviese lo bastante sumergido en la brutalidad estalinista para considerar a «la tía que ha dado vida a su sobrino» una posible víctima accidental de la gran lucha.

Su primo Vova Knipper tenía un amigo que trabajaba de barbero en Serova, cerca de la Lubianka. La mayoría de sus clientes eran oficiales de la NKVD, y cuando abría el establecimiento a las ocho de la mañana, no eran pocos los interrogadores que, nerviosos y con una perceptible barba incipiente, acudían allí, con uniforme militar o de paisano, en busca de un buen afeitado y un masaje facial a fin de asearse tras una dura noche de trabajo sacando confesiones a sus prisioneros a fuerza de golpes. Asimismo querían que les frotase con agua de colonia las manchas de sangre de sus guerreras y pantalones. Algunos estaban tan agotados que se quedaban dormidos como lirones en el sillón, y al peluquero no le resultaba fácil despertarlos una vez despachada su labor. Sin embargo, los que se mantenían despiertos no podían dejar de hablar de su trabajo. El barbero, en consecuencia, previno a Vova de la necesidad de mantener la boca cerrada en todo momento. «Estamos todos metidos en una trampa», le advirtió.[11]

A la tía Olia no le faltaron oportunidades para ser consciente de los peligros a que se exponían en aquella época. En agosto de 1937, viajó a París junto con Kachalov y otros actores de Teatro del Arte de Moscú. La grandiosa Exposición Internacional que se celebraba en la capital francesa se había convertido en una lucha simbólica entre el fascismo y el comunismo en un momento en que España seguía castigada por la guerra civil. La Alemania nazi y la Rusia soviética rivalizaban para ver cuál de las dos presentaba un pabellón más impresionante, en tanto que Picasso acabó, para el de la España republicana, su Guernica, obra que evocaba las atrocidades de los ataques aéreos de la Luftwaffe. La visita del Teatro del Arte formaba parte de la guerra propagandística. Las críticas que se habían hecho desde París a los procesos farsa celebrados en Moscú habían alentado a las autoridades soviéticas a enviar allí a la compañía a fin de ofrecer cierta imagen de libertad política. Sin embargo, los integrantes de ésta estuvieron sometidos a la estrecha vigilancia de los agentes de la NKVD, a los que ellos se referían, en tono jocoso, como sus «arcángeles».

Cierto emigrado ruso llamado Leo Rabeneck, que había ayudado a Olga Knipper-Chejova en 1904 durante la agonía de su esposo, Antón, en Badenweiler, y que a la sazón vivía en París, la vio una noche sentada con dos hombres a la mesa de un restaurante. No bien lo hubo reconocido, la actriz bajó la mirada para fijarla en el plato que tenía ante sí, y Rabeneck, imaginando que algo debía de andar mal, prefirió no acercarse. A la mañana siguiente, se topó con Kachalov en los Campos Elíseos y le contó lo sucedido. «Estaba sentada con dos arcángeles —repuso él—, de modo que no tenía forma alguna de hablar contigo. Nos tienen vigilados y no nos dejan que confraternicemos con los exiliados».[12]

Lo que resulta aún más sorprendente es que, al parecer, permitiesen a la tía Olia detenerse en Berlín para ver a su sobrina homónima en el camino de vuelta a Moscú. Según refiere Vova Knipper, aquélla contaría más tarde, horrorizada, que Olga organizó una fiesta a la que asistieron varios dirigentes nazis. Con todo, la anécdota da la impresión de ser, más bien, un mito familiar, pues cabe esperar que, en una época como aquella, tía y sobrina se mostrasen mucho más circunspectas.

Olga Chejova aseguró tras la guerra que apenas sí podía considerársela una de las favoritas del régimen nacionalsocialista, siendo así que nunca recibió invitación alguna a las celebraciones íntimas de sus mandamases, a las que no asistían más que veinte o treinta personas. En parte, la aseveración es cierta, aunque tiene mucho de solapado. Parece ser que, en más de una ocasión, se dejó caer por casa de Goebbels con la intención de hablar de sus «preocupaciones y alegrías» o sus «problemas profesionales», tal como recogió el ministro en su diario, en cuyas páginas no se cansa de referirse a ella como «eine charmante Frau».[13]

De cualquier modo, no deja de ser cierto que los dirigentes nazis no eran, a la hora de ejercer de anfitriones, como las personas que pertenecían al círculo del teatro, y Olga Chejova no frecuentaba, claro está, la Cancillería ni el Berghof, cerca de la ciudad de Berchtesgaden, por el simple hecho de que nunca perteneció al cenáculo íntimo de la cúpula nacionalsocialista, conformado, en exclusiva, por miembros del partido. Con todo, apenas puede resultar sorprendente que la embajada soviética la considerase la «prima donna de la industria cinematográfica nazi», por cuanto acudía como invitada a las recepciones que recibían mayor publicidad.[14]

«Desde 1936 recibí muchísimas invitaciones —reconocería más tarde ella misma—, porque, a partir de ese año, comencé a gozar de un gran éxito en escena, y no había extranjero de paso al que no llevasen, durante su estancia en Berlín, a ver una de mis representaciones como a quien llevan a visitar el zoológico». Por otra parte, también es cierto que la actriz ansiaba la paz y la tranquilidad que le proporcionaba el hecho de hallarse lejos de su elegante apartamento del número 74 del Kaiserdamm, que, sin duda, debía de recordarle demasiado a su segundo matrimonio fracasado.

Todo apunta a que Marcel Robyns no la acompañó a ninguna de las fiestas berlinesas celebradas después de 1937, lo que se debió, más que nada, a que Olga, exasperada, lo había hecho regresar a Bruselas. Llegado septiembre de 1938, la actriz había decidido divorciarse de él. «En fin, ¡así es la vida!», anotó Goebbels en su diario.[15] La relación matrimonial no se había prolongado mucho más de dos años, durante los cuales lo hizo, además, de forma tan sólo nominal. Consciente del tremendo error que había cometido, Olga buscó consuelo en los brazos de un hombre de menor edad y mucho más divertido, el actor Carl Raddatz, con el que había rodado Befreite Hände. Era un joven rubio de belleza poco convencional, fumador de pipa y asiduo de la casa de campo de estilo ruso que tenía la familia Knipper en Gross Glienecke. Esta vivienda sencilla, de una sola planta, situada al oeste de Berlín, a cierta distancia de la residencia de recreo que poseía Goebbels en Schwanenwerder, al otro lado del río Havel, proporcionaba un gran sosiego a la actriz, que cada vez pasaba menos tiempo en el Kaiserdamm. Asimismo ofrecía la ventaja de brindar, por carretera, un fácil acceso a Babelsberg.

En mayo de 1939, Olga Chejova se reunió a menudo con el ministro de Propaganda. El día 4, éste fue a verla representar Aimée. «La obra no es ninguna maravilla —confió a su diario—, pero la actuación de la Tschechowa ha sido magnífica, llena de encanto y gracia».[16] Después fue a visitarla y pasó horas charlando y riendo con ella y con Raddatz antes de irse, tarde, a dormir. Tuvo que ser todo un acontecimiento, dado que Olga lo invitó a un almuerzo dominical celebrado, diez días después, en Gross Glienecke. Era «un espléndido domingo soleado de mayo», y el Reichsminister pudo disfrutar, mientras conducía hacia la casa de la actriz, de la «naturaleza que comienza a despertar». Según recogió en su diario, pasó «toda la tarde riendo y charlando. —A lo que añadió—: Algo así resulta muy beneficioso después de tanto trabajo».[17]

Ese mismo mes, Joachim von Ribbentrop dio una pródiga recepción en el jardín de su vivienda para el cuerpo diplomático, y sentó a Olga en primera fila, al lado de Hitler. La fotografía tuvo una gran difusión, y los rumores a que dio pie llegaron incluso a Moscú, lo que no hizo sino aumentar la intranquilidad de los Knipper que residían en la Unión Soviética.

Al decir de Olga, estuvo bailando toda la noche con el conde Ciano, yerno de Mussolini y su ministro de Asuntos Exteriores, quien le pidió que representase en Italia el papel de Ana Karenina. La actriz asegura haber oído, cuando se marchaba, a Goebbels decir a su esposa que se encargase, junto con la condesa Attolico, esposa del embajador de Italia, de mantener a los italianos en el saloncito, porque no dejaban de «meter las narices en todas partes».[18]

Al mes siguiente, los nazis concedieron ocho días de celebraciones en honor del príncipe Pablo, regente de Yugoslavia, cuya amistad estaban tratando de conciliarse por todos los medios. Hitler comenzó con un banquete en la Cancillería y cinco horas de Los maestros cantores de Núremberg, de Wagner. Goebbels dio una fiesta en su casa de campo, situada a sesenta kilómetros al norte de Berlín, y Ribbentrop organizó otra en Potsdam. Con todo, la más extravagante fue, sin duda, la recepción organizada por Goering, a la luz de las velas, en el castillo de Charlottenburg. Todos los asistentes llevaban disfraces de la época de Federico el Grande, fáciles de conseguir, dado que las obras cinematográficas que versaban sobre el monarca prusiano eran las favoritas del régimen. «Después de cenar, me senté en el jardín con la pareja real —refirió Olga más tarde—, y hablamos de mis películas y de mis actuaciones en calidad de artista invitada». La actriz aseguraba que se había solicitado expresamente su asistencia porque ambos la habían visto en la gran pantalla, y la princesa Olga, esposa del regente, por cuyas venas corría sangre rusa, deseaba conocerla.

Ha existido, en la antigua Unión Soviética, cierta tendencia a exagerar el papel desempeñado en aquella época por Olga Chejova. Algunas fuentes aseguran que se mantuvo en contacto con Moscú a través de «nuestros hombres en Escandinavia»; pero esto resulta más que improbable.[19] Según otros, perdió toda relación con Moscú a partir de 1937 a resultas de las purgas del Departamento Exterior de Espionaje de la NKVD, pese a no ser, como Zarah Leander, una agente regular. De lo que apenas cabe dudar es de que el contacto por mediación de Liev se tornó mucho más peligroso.

El cometido de Olga, en caso de que se requiriese su intervención, consistía en ponerse en contacto con los generales y funcionarios contrarios a la idea de entrar en guerra con Rusia. De hecho, Stalin consideraba este un asunto prioritario en aquel momento, pues sabía que, después de la purga a la que había sometido al Ejército Rojo, necesitaba ganar tiempo antes de poder hacer frente a las fuerzas armadas alemanas. La debilidad de que había dado muestras Gran Bretaña en lo tocante a Checoslovaquia lo había convencido de que apenas podía confiar en las democracias occidentales. La extrema paranoia estalinista, sumada a una serie de indignantes falsedades, hizo que el Kremlin se persuadiese de que tal apaciguamiento formaba parte de un plan secreto concebido por británicos y franceses a fin de instigar a Hitler a arremeter contra la Unión Soviética.

Tras la firma, en agosto de 1939, del pacto Ribbentrop-Molotov, el Kremlin decidió mostrar al agregado militar alemán las fábricas de armamento de los Urales con objeto de hacerle ver que la Wehrmacht habría de sostener una contienda larga y dura si se decidía a atacar. Por otra parte, después de que, en septiembre de ese mismo año, los alemanes invadieran Polonia, Beria ordenó, una vez ocupada por el Ejército Rojo la zona oriental del país, que llevasen directamente al príncipe Janusz Radziwill a la Lubianka. El director de la policía secreta se encargó de interrogarlo en persona, y cuando aquél convino trabajar para él, éste le dijo: «Príncipe, en este mundo inestable siempre será necesaria la gente como usted».[20] Radziwill fue enviado de nuevo a sus dominios polacos con todos los honores. Se le había confiado el cometido de dirigirse a Alemania y reunirse con su gran compañero de tiro al blanco, Hermann Goering, para disuadirlo de invadir la Unión Soviética.

El amor que sentía Liev Knipper por las montañas del Cáucaso lo había arrastrado a cierta relación que pudo haber sido aún más peligrosa. A finales de la década de 1930, había empezado, cada vez con más frecuencia, a dejar en Moscú a Liuba y Andrei con la intención de pasar más tiempo con Marina Garikovna Melikova, una atractiva joven medio armenia y medio ucrania. Su padre, Garik Melikov, había sido fiscal zarista en Tiflis, y tras la Revolución había obtenido el perdón de Beria a cambio de su colaboración.

Antes de asumir el mando de la NKVD, este último había comenzado a crear su propia red de espías e informantes, y Mariya Garikovna —como siempre se la conoció— se convirtió, ya movida por un sentimiento de gratitud, ya por obligación, en uno de sus agentes no oficiales. Y hasta cierto punto, llegó a ser también la protegida de Beria. Era una mujer alta, ágil y de gran inteligencia: una belleza morena dotada de una elegancia que resultaba sorprendente en el contexto de la Rusia soviética.

Había llegado a Moscú en 1932, a la edad de veintidós años, y allí le habían ofrecido un trabajo en las oficinas de la OGPU. Entonces se fijó en ella un destacado oficial del servicio exterior, el general Nikolai Baldanov, buriato procedente de la frontera de Siberia y la Mongolia exterior. No tardaron en irse a vivir juntos, y ella lo acompañó a las misiones que se le asignaron en París e incluso en China.[21]

Mariya Garikovna estaba emparentada, a través de su madre, de origen ucranio, con el príncipe Kochubei, prominente emigrado blanco que a la sazón vivía en Bruselas.[22] En consecuencia, la emplearon en operaciones emprendidas a mediados del decenio de 1930 contra los exiliados, y demostró ser una agente muy eficaz. Sin embargo, en 1937, Baldanov sufrió arresto y fue ejecutado, lo que lo convirtió en una víctima más del servicio exterior en una época de xenofobia paranoica.[23] Ella tuvo, tal vez, suerte de escapar sin más daños que la confiscación del apartamento y las pertenencias de su compañero. No obstante, gracias a la progresiva caída de Yezhov durante la segunda mitad de 1938, Beria fue capaz de devolverle su puesto de trabajo.[24]

Disponer de conexiones en el extranjero siendo ciudadano soviético equivalía, durante la Yezhovschina, a un delito de «traición organizada en la retaguardia». Paul Armand, el gran amigo de Liev, fue detenido, a despecho de su estrella de oro de Héroe de la Unión Soviética, poco después de su regreso, al igual que sucedió a muchos veteranos de la guerra civil española. No obstante, él tuvo una suerte nada común, ya que lo liberaron de súbito, tal vez debido a la intercesión de Liev. El hijo de éste, Andrei, recuerda el momento en que Armand se presentó en el apartamento de la tía Olia. «¡Liovka, hijo de puta! —le espetó a voz en cuello—. ¿Cómo es que no estás en la cárcel, como toda la gente honrada?».[25]

Poco después de que Alemania invadiese Polonia, en septiembre de 1939, la NKVD volvió a solicitar los servicios de Liev para enviarlo al sureste del país, que sus ocupantes soviéticos habían rebautizado como «Ucrania Occidental». Según el hijo del que sería después su supervisor, el músico «se convirtió en una figura central a la hora de desenmascarar el espionaje alemán en operaciones de alto riesgo», para lo cual recibió una pistola Walther. Asimismo estaba al cargo de la Bucovina y la región de Besarabia, tomada a Rumania.

Liev viajaba con un grupo de bailarines del Ejército Rojo, aunque tal pretexto, claro está, no era más que una tapadera: su misión consistía, en realidad, en interrogar y cribar a los alemanes detenidos por la NKVD bajo las órdenes del general Serov, que estaba llevando a cabo deportaciones y ejecuciones masivas de polacos. Al parecer, Liev fue responsable de la identificación de un agente alemán de contra-espionaje conocido por el nombre en clave de Alma.[26] Serov, hombre de rostro zorruno, tenía la intención de darse la gran vida mientras sometía a los ciudadanos polacos a una terrible represión. Parece ser que tomó como amante, haciendo quizá uso de la fuerza, a la célebre cantante del país Bandrowska-Turskaya.

Pese a que Stalin no quería disgustar a sus nuevos aliados, los servicios secretos soviéticos no albergaban duda alguna de que los alemanes habían infiltrado un número considerable de agentes en la región para que espiasen sus movimientos. El régimen estalinista se hallaba ya atrapado en la curiosa obcecación de saber que Hitler pretendía atacar la Unión Soviética tras la derrota de Francia y, no obstante, negarse a creerlo.