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TIEMPOS DE TOTALITARISMO

El 30 de enero de 1933, después de un día presidido por la confusión y la incertidumbre, la prensa vespertina de Berlín anunció: «Hitler, canciller del Reich». Transcurridas apenas unas horas, pudieron verse nutridas formaciones de camisas pardas de la SA desfilar victoriosas bajo la Puerta de Brandeburgo, profusamente iluminada con focos. Arracimados a ambos lados de la Pariserplatz, sus seguidores daban vítores y gritaban consignas con los brazos levantados en el saludo nazi.

Desde las ventanas del hotel Adlon, los más acaudalados contemplaban el espectáculo como si ocuparan palcos del teatro, incapaces aún de tomar en serio aquella burda representación callejera. Con todo, ni siquiera quienes estaban en condiciones de imaginar lo que aquello significaba podían sustraerse a cierta sensación de incredulidad mezclada con enojo. No eran pocos los que odiaban a los nazis en Berlín, ciudad que siempre se había enorgullecido de sus chistes irreverentes. De hecho, y mal que pesara a Goebbels, representante del partido en la capital, el número de votos obtenido en ésta había sido siempre menor que en cualquier otra ciudad. Fuera como fuere, lo cierto es que el desfile de aquella noche constituía una advertencia de que las estadísticas electorales estaban a punto de convertirse en algo tan irrelevante como el propio estado de derecho.

Quienes estaban convencidos de que un movimiento político tan grotesco no podía durar mucho no tardaron en desengañarse. El carnaval berlinés, más crispado que el de años anteriores, se vio relegado de pronto a un segundo plano tras el incendio declarado el 28 de febrero en el palacio del Reichstag. Pese a que los nazis se habían referido al edificio que albergaba la cámara baja como una «fábrica de palabras vanas», Hitler no dudó en aprovechar la coyuntura y convertirlo en símbolo de la civilización alemana.[1] Mucho antes del alba, las unidades de arresto nazi comenzaron a ponerse en marcha para apresar por igual a comunistas y socialistas, y en cuestión de unas horas, la declaración del estado de emergencia otorgó a Hitler poderes absolutos.

Aun después de la suspensión de toda libertad civil, muchos judíos berlineses seguían asegurando, en tono jocoso, que si su pueblo había logrado cruzar el mar Rojo, no se iba a dejar detener por «un montón de mierda parda».[2] Otros, en cambio, se habían formado una idea más clara de lo que estaba en juego. A los militantes de izquierda y a los judíos se les prohibió volver a trabajar en el mundo del teatro y el cine, lo que hizo que Ernst Toller y Max Reinhardt emigrasen pronto a Estados Unidos. En total, aquel año abandonaron Alemania cuarenta mil judíos, incluidos veinte premios Nobel, entre los que se encontraba el mismísimo Einstein. En cambio, también hubo, en los círculos artísticos y científicos, quien aguardó mucho más para dar tal paso, a veces hasta 1938, con la esperanza de que su mundo acabase por recobrar la cordura. Conrad Veidt, que en 1931 había protagonizado junto con Olga Chejova Die Nacht der Entscheidung, se exilió porque su esposa era semita.[3] Más tarde se hizo famoso en el ámbito anglófono por su interpretación del «mayor Strasser, del Tercer Reich», en Casablanca.

El mero hecho de permanecer en el país obligó a los actores que se negaron a abandonar su trabajo a someterse a un grado nada desdeñable de colaboracionismo. Algunas de las anécdotas teatrales que pretendían mitigar su complicidad con el régimen distaban mucho de ser convincentes. Una de las que refería Olga Chejova era la siguiente: al parecer, a ella y a una amiga —la anciana actriz cómica Adele Sandrock, que la llamaba Ratón, tal vez por no ser Olga precisamente una persona apocada— las invitaron a acudir al Ministerio de Propaganda, organismo que los berlineses conocían como Promi. «Adele iba envuelta en un vestido mullido y llevaba un enorme bolso con bordados. Hitler apareció y comenzó a recitar, como siempre, uno de sus monólogos. Dijo conocer el Burgtheater, donde estaba actuando ella entonces, y admirar sus obras anteriores, aunque se quejó de que, en una representación reciente, los actores judíos hubiesen sido recibidos con entusiastas aplausos. Adele lo atajó diciendo:

»—Por favor, señor canciller, no siga por ahí: no quiero oír hablar de ese asunto. Entre usted y yo, he de reconocer que mis mejores amantes han sido judíos.

»Hitler quedó mudo, y Adele se puso en pie, se volvió hacia Olga Konstantinovna y le preguntó:

»—Ratón, ¿me llevas a casa, por favor?

»—Por supuesto, Adele querida —respondió ella, tras lo cual se despidió de Hitler y Goebbels—: Alles gute, meine Herren».[4]

Esta escena, de cuya veracidad cabe dudar en extremo, hace que nos preguntemos sobre el momento en que se conocieron la actriz y el entonces canciller. Olga ofrecía una versión diferente según cambiase su auditorio. En los dos volúmenes de sus memorias publicados tras la guerra resta —como no podía ser de otro modo— la mayor importancia posible a los contactos sostenidos con él. Tampoco se muestra muy sincera en el informe redactado para Abakumov, jefe del SMERSH, a su regreso a Moscú, en mayo de 1945. Sin embargo, durante la primera entrevista mantenida con miembros del mismo órgano en Berlín, el 29 de abril, cuando sus calles se hallaban aún sumidas en el fragor de la batalla, reveló que le habían presentado a Hitler poco después de que los nazis se hicieran con el poder.

[Coronel Shkurin:] «¿Has tenido oportunidad de encontrarte con dirigentes del estado fascista alemán?».

[Olga Chejova:] «Cuando Hitler llegó al poder en 1933 me invitaron a una recepción ofrecida por el ministro de Propaganda, Goebbels, a la que también asistió aquél. A mí y a otros actores nos presentaron a Hitler, y él aseguró que era un placer conocerme. También expresó su interés por el arte ruso y por mi tía, Olga Leonardovna Chejova».[5]

Es una verdadera lástima que no llegase a recoger con más detalle la opinión que tenía Hitler sobre el arte ruso. No está de más preguntarse si, al igual que Lenin, disfrutaba de las obras de Chejov al mismo tiempo que pretendía exterminar el material humano en el que estaban basadas; o si, más bien, el dictador arribista no tenía otra intención que la de adular a la estrella que había adorado durante sus años de marginación.

Tanto él como Goebbels estaban obsesionados con el cine. Se calcula que el último vio más de mil cien películas durante los doce años que duró el régimen nazi.[6] Con motivo del quincuagésimo cumpleaños de Hitler, le regaló una colección de ciento veinte obras destinadas a la sala de proyección que tenía el Führer en el Berghof, su lugar de retiro en los Alpes. Albert Speer recordaría más tarde cómo acostumbraba tenerlos a todos despiertos a altas horas de la noche para instruirlos acerca de la película que acababan de ver, como haría un crítico cinematográfico frustrado.

Hitler sentía asimismo una gran fascinación por la actriz sueca Zarah Leander, a quien a menudo comparaban con Olga Chejova. La primera era célebre por su forma de cantar con una voz baja y ronca, y aquél gustaba siempre de convencer a su adorada perra Blondi a fin de que cantase cuando quería impresionar a su círculo más íntimo de secretarios y oficiales en el Berghof, para después, una vez que el animal comenzaba a emitir algún sonido, pedirle: «¡Canta en un tono más bajo, Blondi, como Zarah Leander!», tras lo cual la perra se ponía a aullar como un lobo.[7] No hace mucho salió a la luz que la actriz trabajaba también para el servicio de espionaje soviético, de un modo más activo que Olga Chejova, con el nombre en clave de Rose-Marie. Como agente de la NKVD, contaba con la ventaja de poder viajar a Suecia e informar allí, sin ser vista, a su contacto, Zoya Ribkina, subdirectora de operaciones en Estocolmo. Esta última aún no sabía nada de Olga Chejova, pero Beria la convertiría en 1953 en su supervisora, en el contexto de una serie de circunstancias extraordinarias que tendremos oportunidad de conocer más adelante.[8]

Para Hitler y Goebbels, las películas constituían un mundo fantástico en el que embriagarse de poder. El nazismo, al igual que el comunismo, había copiado muchos elementos de la Iglesia, mas ninguno de los dos había contraído una deuda menor con el refinamiento y las emociones inherentes al cine. No deja de ser por demás significativo que a los nazis no les resultase extraño el que la política imitara al arte popular. Sin duda, este hecho formó parte de su sobrecogedora irresponsabilidad. Huelga decir que Hitler y Goebbels veían también en el cinematógrafo una poderosa arma de propaganda e ingeniería social. La adhesión de la industria a su doctrina se tornó vital para sus designios, y los estudios UFA volvieron a adoptar la función para la que se habían concebido en 1917.

De cualquier modo, lo cierto es que no se dio un cambio de rumbo tan radical. Durante los dos años que precedieron a la asunción del poder por parte de Hitler, los estudios, cuya financiación procedía de la derecha, habían producido ya una serie de películas históricas de evidente contenido patriótico, como Der Choral von Leuthen, de nuevo sobre la figura de Federico el Grande —y con la aparición estelar de Olga Chejova—; Yorck, en torno al héroe del volte-face prusiano contra Napoleón, y Der schwarze Husar. Otra, que narraba la historia de la denodada lucha de la tripulación de un submarino contra un destructor británico durante la primera guerra mundial, fue a estrenarse la víspera de la toma de poder nazi.

Quienes acababan de tomar las riendas de Alemania necesitaban también, en aquella época inicial, hacer gala de cierto encanto distinguido, en especial en las recepciones gubernamentales. La constitución corpulenta de la mayoría de las esposas nazis resultaba embarazosa, tanto desde el punto de vista estético como del social, y de muchos de los propios dirigentes no podía decirse nada mucho más halagüeño. Así, por ejemplo, al decir de Olga Chejova, Himmler arrastraba los pies al caminar, y se mostraba cohibido y nervioso en presencia de una mujer. La concurrencia de estrellas de celuloide, y en especial si, como la propia Olga, habían alcanzado la fama por interpretar papeles de baronesa, era importante para estos «nuevos potentados», lo que recuerda, en cierto modo, a las esperanzas que albergaba Napoleón de que los jóvenes emigrados a los que había permitido regresar elevasen el tono de su corte. Por otra parte, el régimen precisaba también del refinamiento cosmopolita de artistas como ella para hacerse merecedor de la aceptación internacional.

La madre de Olga, Baba Knipper, se indignó cuando, a primera hora de la mañana, llamaron a su hija para pedir que asistiera a una recepción que ofrecía Goebbels aquella misma tarde. «¿Qué modales son esos —quiso saber— de invitar por teléfono a una dama por la mañana para que acuda a lo que sea por la tarde?».[9] A Olga Chejova, mujer de una profesionalidad encomiable, la preocupaba más, sin embargo, cómo repercutiría tal ocasión en la sesión de rodaje de aquel día, que no acababa hasta las siete. No obstante, su director le dejó bien claro que debía asistir: ningún trabajador de Babelsberg podía permitirse desairar al Reichminister de Propaganda e Información. Al salir del estudio, la actriz se encontró con que la esperaba un «hombrecillo» del Ministerio para llevarla en un deportivo a la WilhelmStrasse, donde se celebraba la recepción. De camino, ella insistió en que se detuvieran para poder comprar una rosa y realzar así su vestido.

Magda Goebbels, la única grande dame con que contaba el régimen nazi, la amonestó con dulzura:

—Llega tarde, señora Chejova.

—He venido directamente del trabajo, señora Goebbels —repuso ella—, y no he recibido la invitación hasta que me han telefoneado esta mañana.[10]

En esta ocasión, Hitler estaba hablando de lo que esperaba de las artes, lo que lo llevó a referirse a su propia experiencia de juventud con la pintura. También conversó con Olga de su película Brennende Grenze, estrenada en 1926. «Hitler me colmó de cumplidos», recordaba la actriz, que hacía hincapié en su «cortesía austríaca». A su parecer, el canciller hacía cuanto podía por resultar encantador, en tanto que el éxito del doctor Goebbels se debía a una tremenda aplicación, «un intelecto refinado» y una lámpara de rayos ultravioleta. Según una de las secretarias de Hitler, sus compañeras del Ministerio de Propaganda corrían a la ventana para contemplarlo mientras se alejaba del edificio. «¡Ay! —exclamaban ante su estupor—. ¡Tendrías que ver qué ojos tiene, y qué sonrisa tan cautivadora!».[11]

Los diarios de Goebbels describen a menudo a Olga Chejova como eine charmante Frau («una mujer encantadora»), aunque no queda claro hasta qué punto trató de aprovecharse de ella. En boca de todos estaba que el Reichsminister de Propaganda prometía papeles a las aspirantes a estrella a cambio de favores sexuales, hasta el punto de que a éstas se las conocía como Goebbels-Gespielinnen, «compañeras de juego de Goebbels». Los berlineses gustaban de hacer chistes al respecto, y aseguraban que el ministro no dormía en su propia cama, sino en su propia bocaza, ya que Klappe, la palabra empleada en argot para referirse a la boca, designa la claqueta de los estudios cinematográficos.

Pese a todo esto, no puede decirse que a aquel hombre diminuto y zopo, al que apodaban el Macho Cabrío de Babelsberg, no hubiera quien se le resistiese. En realidad, sus acometidas se veían como un rito de iniciación del que hacían caso omiso quienes tenían el valor suficiente. La actriz Irene von Meyendorff dijo de él: «¡Oh, él y su lombriz!».[12] Lo más seguro es que Goebbels no amase, en realidad, a las mujeres: necesitaba conquistarlas debido, simplemente, al marcado complejo de inferioridad que sufría a consecuencia de sus limitaciones físicas. No deja de ser una paradoja fascinante el que prefiriese a las de aspecto exótico frente al estereotipo de belleza aria de cabello dorado que ensalzaba en sus películas de propaganda y por las que no sentía una gran atracción. Sin embargo, si algo puede decirse en su favor es que el modo como se acercaba a ellas era menos brutal que la técnica practicada por Beria, consistente en raptar, violar y enviar al Gulag a las que osaban resistirse.

El mayor error que pudo cometer el «Macho Cabrío de Babelsberg» fue enamorarse de manera espectacular de la joven actriz checa Lida Baarova. La conoció en 1936, poco antes de los juegos olímpicos de Berlín, en el plató en que se rodaba Stunde der Versuchung, cuyo título («La hora de la tentación») apenas podía ser más apropiado. Baarova, una mujer delgada de increíble belleza y ojos maravillosos, vivía con Gustav Fröhlich —con quien compartía protagonismo en la película— en una casa cercana a la villa que poseía Goebbels en la península de Schwanenwerder, a poca distancia del Wannsee. Se dice que Fröhlich sorprendió a los amantes en la parte trasera de un coche, y según algunas versiones, propinó un puñetazo al Reichsminister. Con todo, lo más probable es que se descargase con ella.

Los rumores que circulaban en los corros nazis y cinematográficos se intensificaron durante los dieciocho meses siguientes. Goebbels trataba de borrar por la noche las huellas de su infidelidad, y en varias ocasiones se invitó a sí mismo a casa de Olga Chejova a fin de procurarse una coartada. De cualquier modo, fue incapaz de mantener en secreto su aventura —lo cual, por otra parte, no resulta sorprendente—. Cuando su esposa, indignada, le pidió explicaciones, él le hizo saber que quería divorciarse. Fue una iniciativa muy poco sabia, pues Magda era una formidable oponente. Adoraba a Hitler, y éste, a su vez, la admiraba a ella enormemente por sus distinguidas cualidades, tan poco comunes entre las damas de la élite nacionalsocialista.

Hitler montó en cólera cuando Magda Goebbels lo puso al corriente de lo que estaba sucediendo. No tenía la menor idea de lo que se comentaba, porque nadie de su entorno se había atrevido a repetirlo ante él. Goebbels era el gran propagador de los valores familiares del mundo nazi, y su Ministerio había hecho pública, en los noticiarios cinematográficos, una notable cantidad de secuencias relativas a la perfección del hogar de los Goebbels, constituido por una nutrida prole de hijos radiantes y bien instruidos, como si fuese un equivalente de la familia real del estado nacionalsocialista. Y de súbito, quería divorciarse de Magda para contraer matrimonio con una mujer no alemana —eslava, además—. Al dirigente nazi no le cabía la menor duda de que el hombre en que más confianza tenía depositada se había vuelto loco, por lo que le hizo saber, con una severidad que no dejaba lugar a vacilaciones, que debía regresar de inmediato con su esposa. Lida Baarova no volvió a dejarse ver por Berlín. La última película que rodó para los estudios UFA fue Preussische Liebegeschichte («Historia de amor prusiana»), de 1938. Ese mismo otoño regresó a Praga, en un momento en el que su país habría de sufrir un destino mucho más trágico a resultas de la conferencia de Munich.[13]

De Babelsberg llegaba a la capital todo un torrente de rumores. Los berlineses, fueran cuales fuesen sus convicciones políticas, habían quedado fascinados por la aventura amorosa frustrada del ministro. Éste, que había sido uno de los más íntimos amigos de Hitler, se encontró, de pronto, distanciado de su adorado dirigente. De hecho, no volvieron a recuperar la confianza perdida hasta abril de 1945, cuando el régimen tocaba a su fin y Goebbels se reveló como el único miembro de la cúpula nazi que estaba dispuesto a morir con su Führer en Berlín. (En realidad, no contentos con eso, él y Magda se dispusieron a matar a sus seis idealizados retoños para librarlos de los horrores que les depararía un mundo no nazi). Goebbels no volvió a ver a Lida Baarova, pero conservó, oculta en su escritorio, una fotografía suya hasta poco antes de decidir acabar con toda la familia. Fue una de las últimas cosas que quemó en Schwanenwerder cuando supo que el Ejército Rojo se aproximaba a las afueras de Berlín.

Un aspecto curioso de la relación establecida entre la política y la cultura es el modo como artistas y escritores alcanzan, por lo general, una significación mucho mayor durante una dictadura que en tiempos de democracia. En efecto, bajo un régimen totalitario, o son tratados como poco menos que demonios por traidores (Mandelstam señaló que la poesía no recibía en ningún lugar un mayor reconocimiento que en Rusia, donde se fusilaba a la gente por ella), o, en caso de mostrar una actitud sumisa, se convierten en un símbolo de prestigio para el régimen y ayudan a hacer mayor la vanidad del tirano. Stalin, sin ir más lejos, puso casi tanto empeño en persuadir al escritor Máximo Gorki a abandonar su exilio en Italia y regresar a la Unión Soviética como en obligar a Trotski a dejar el país.

Gorki y Lenin habían estado muy unidos antes de la Revolución, pero la creciente franqueza de aquél hizo que éste lo conminase a marcharse. «Si no te vas —advirtió a su amigo en octubre de 1920—, tendremos que echarte nosotros».[14] El escritor terminó por salir del país un año después. Pese a haber respaldado con firmeza la causa revolucionaria, Gorki había criticado con valentía la represión ejercida por los bolcheviques en relación con el resto de los partidos. Su mayor logro consistió en salvar a la intelectualidad de Petrogrado de morir de hambre o sufrir arresto a manos de la Cheka. Pocas cosas resultaron tan dolorosas para el régimen como las declaraciones que hacía el escritor desde el extranjero en torno a la tiranía bolchevique. No obstante, le costó resistirse a los ruegos de Stalin cuando éste trató de persuadirlo a poner su formidable pluma al servicio del pueblo ruso. En 1928 regresó por vez primera a la Unión Soviética, ignorante de que la OGPU estaba sobornando a quienes lo rodeaban e infiltrando agentes entre éstos. Yagoda, el espeluznante jefe de la organización, había recibido órdenes del dirigente de no quitarle ojo de encima.

En 1932, Stalin mandó celebrar por todo lo alto los cuarenta años que llevaba Gorki ejerciendo de escritor. Entonces se puso su nombre a un número incalculable de calles, fábricas y granjas colectivas, e incluso a la ciudad y la provincia de Nizhni Nóvgorod. El parque más importante de Moscú pasó a llamarse también como él, y su apellido se añadió al del Teatro del Arte de Moscú, por más que no faltara quien recordase al dirigente soviético que el dramaturgo más ligado a la compañía era Chejov. «Eso no importa —repuso Stalin—: Gorki es un hombre vanidoso, y nos conviene tenerlo bien atado al Partido».[15]

Todo apunta a que el escritor acabó por perder la honestidad intelectual que había caracterizado a su obra anterior y que, lo que es peor, no fue capaz de percibir la realidad que el siempre optimista Stanislavski tardó diez años en reconocer. «La Revolución —afirmó el director teatral— violenta las artes al tratar de henchirlas de una gran intensidad de forma y contenido», una afirmación que podía aplicarse con igual propiedad a la comunista o a la nacionalsocialista.[16] Y la humillación más cruel a la que sometió Stalin a Gorki durante aquel año de celebraciones en su honor consistió en hacer que aprobase un nuevo estadio, aún más marcado, de este proceso.

El 26 de octubre de 1932 se organizó una fiesta en la mansión moscovita del bulevar Ring que le había regalado Stalin. La concurrencia consistía en una curiosa mezcolanza de dirigentes del Kremlin y una cincuentena de miembros de la élite literaria soviética. Se había excluido, claro está, a prosistas y poetas poco fiables en lo político, como Osip Mandelstam, Anna Ajmatova, Mijail Bulgakov, Boris Pasternak e Isaac Babel. Se sirvió comida y bebida en mesas cubiertas con manteles blancos e iluminadas con la deslumbrante luz de las lámparas de araña. Después de una ronda de discursos, tomó la palabra nada menos que el camarada Stalin para exponer la doctrina de lo que se conocería como «realismo socialista» y anunciar que los escritores debían ser «ingenieros del alma humana», a lo que añadió que la producción de almas tenía una importancia mayor que la de carros de combate. El realismo socialista tenía el cometido de pintar «el heroico presente en tonos más vivos, y hablar de él de un modo más elevado y digno». En otras palabras, lo que quería decir era que pensaba reclutar a todos los artistas y escritores para que sirvieran a la propaganda estalinista. Ni el mismísimo Goebbels se habría atrevido a llegar tan lejos. Gorki, por su parte, se limitó a callar.

En esa época, los músicos estaban sometidos a una presión menor que los escritores, si bien Liev Knipper, que tanto se había preciado diez años antes de su controvertida obra experimental, había comenzado a ser objeto de una aprobación mucho mayor.

No cabe duda de que la OGPU lo estaba tratando con más seriedad. El teniente coronel de la Seguridad del Estado Makliarski, que había sustituido al comandante Ilin en calidad de su supervisor, era sólo uno de los oficiales que, como el teniente coronel de Seguridad del Estado Marsia, habían tomado parte en su labor. Con un respaldo así, Liev pudo permitirse, en esas fechas, no pocos viajes en calidad de asesor musical de la dirección política del Ejército Rojo. En 1932 había recibido «la inesperada solicitud de acompañar a un grupo de actores, a título de instructor voluntario, a través de la Siberia occidental y, tras seguir el curso del Amur, a Sajalín y a Vladivostok, de nuevo en el continente».[17]

Y no cabe duda de que supo sacar provecho de su experiencia, pues al año siguiente se estrenó en la Casa Central del Ejército Rojo su Tercera sinfonía, conocida como Sinfonía de Extremo Oriente, y no faltaron alabanzas. Aquellos podían llegar a ser tiempos muy peligrosos para un compositor. En 1934, Stalin abandonó su asiento durante la primera interpretación de la ópera Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakovich, sonada reacción que provocó un ataque inmediato del Pravda con los siguientes titulares: «Disparates en lugar de música».[18] Liev, por otra parte, optó por no correr riesgo alguno con la vanguardia. En 1934 estuvo trabajando en su Cuarta sinfonía, una obra irreprochable desde el punto de vista político. La idea original consistía en un conjunto de cuatro marchas sinfónicas ambientadas en la guerra civil, pero la versión final adoptó una forma más narrativa en honor a cierto miembro del Komsomol, las juventudes comunistas, que había alcanzado la categoría de héroe. Veinte años después, más o menos, la composición se transformó en una ópera llamada El soldado del Komsomol.

Fuera cual fuese la labor que estaba desempeñando para la OGPU, lo cierto es que es difícil no asombrarse del empeño con que estaba tratando de redimir su pasado aquel oficial blanco, antiguo combatiente del bando contrario. Es imposible determinar si tal actitud constituía un intento más de convencerse de la bondad del régimen soviético o estaba provocada por un presagio del Gran Terror; lo cierto es que Liev trató, a todas luces, de persuadirse de que, de un modo u otro, había vuelto a nacer. «Estoy pensando en ti, “tía que ha dado vida a su sobrino” —escribió un buen día a la tía Olia—, rememorando los días de mi “nacimiento”: 1919-1922».[19]

El gran éxito del que gozó su Cuarta sinfonía en la Unión Soviética estuvo garantizado por un tema musical que, más tarde, llegaría a conocerse como la canción Poliushko polie. Aun el propio compositor, por lo común muy poco modesto, quedó pasmado ante el resultado. «En aquel momento no me di cuenta de que había descubierto una perla», escribió más tarde. Durante el proceso de creación de la sinfonía, había pedido al poeta Viktor Gusev que escribiese una letra para aquella melodía concreta, y poco después la estaba cantando toda la Unión Soviética. A él le resultaba divertido, a tiempo que halagador, oír que todos habían dado por hecho que se trataba de una canción tradicional. De cualquier modo, el tamaño de su ambición no se reveló sino años después, cuando su joven primo Vova, el hijo del cantante de ópera Vladimir Knipper, le preguntó por qué no escribía más canciones. «Las canciones tienen una existencia corta —respondió—, y yo quiero escribir cosas que vivan para siempre».[20]

Liev pasó muchísimo tiempo fuera de Moscú a principios de la década de 1930. Viajó por la Mongolia buriata, y se embarcó junto con Gusev en el Comuna de París. Pasó un tiempo navegando con la marina, dando clases magistrales en buques de guerra, incluidos torpederos. No obstante, siempre que tenía la oportunidad, regresaba al Cáucaso para practicar la escalada. Compuso un poema sinfónico después de contemplar, con la mente puesta en la guerra civil, el paisaje que se divisaba desde las montañas.

A veces lo acompañaban su esposa, Liuba, y el pequeño Andrei, hijo de ambos. Con todo, los recuerdos más felices que guarda este último de su infancia están relacionados con el apartamento de la tía Olia, en el número 23 del bulevar Gogolevski, pues adoraba las fiestas que se improvisaban cuando había visita. Sin embargo, esta situación no habría de durar una vez comenzado el ciclo de arrestos y denuncias forzadas.[21]

Durante el verano de 1936, el levantamiento de los generales nacionalistas encabezado por el general Franco desencadenó la guerra civil española. Stalin mostró cierta renuencia a intervenir, aun a pesar de que el agredido fuese un gobierno de Frente Popular. Trotski condenó tal inacción desde el extranjero, y Stalin, hecho una furia, se vio obligado a reaccionar. Las noticias procedentes de los voluntarios de las Brigadas Internacionales impulsaron a Vadim Shverubovich, amigo de Liev desde los días de su «nacimiento», a alistarse. Pocas cosas apasionaban tanto al hijo de Kachalov como una guerra, pero, habida cuenta de que había luchado en el bando equivocado durante la anterior, no resulta sorprendente que la OGPU estudiase su solicitud con profundo recelo. Vadim entendió tarde que la definición soviética de voluntario no coincidía con la que se daba a la palabra en otros países. Los únicos ciudadanos que envió a España la Unión Soviética fueron oficiales del Ejército Rojo y miembros de la OGPU que tenían la misión de quitar de en medio a los exiliados trotskistas.

Con todo, sí que hubo otro amigo aventurero de Liev que fue a España. Se trataba de Paul Armand, pintoresco lituano que había escapado a la muerte por inanición en París robando carteras. Formaba parte del cuerpo soviético de carros de combate que había ayudado a frustrar, merced a sus T-26, los intentos de tomar Madrid emprendidos por los nacionales durante aquel otoño. Por su notable —cuando no temeraria— valentía, se hizo merecedor de la estrella de oro de Héroe de la Unión Soviética. Sin embargo, al igual que otros veteranos de guerra, Armand hubo de padecer no pocos sufrimientos tras regresar a Rusia. Bajo la influencia de Stalin, la OGPU había comenzado a considerar a casi todo el mundo —incluidos sus propios colegas del INO, el departamento encargado del espionaje fuera del país— sospechoso de traición por el simple hecho de haber tenido contacto con gentes de otras nacionalidades.

Aquel otoño de 1936, y ante la sorpresa de toda su familia, Olga Chejova firmó su propia alianza con el extranjero. Fue poco después de acabar el rodaje de Burgtheater, de Willi Forst, es decir, un año más tarde de que el régimen nazi la nombrara Staatsschauspielerin o «actriz del Estado». «Nuestra Olga ha decidido casarse en Navidades —escribió su hermana, Ada, a la tía Olia—. Todavía no he logrado hacerme a la idea, aunque es más que probable que se haga realidad. Después de dos semanas “locas” en Berlín, ha partido hacia Bruselas. El novio es belga, poco menos que millonario. Tiene cuarenta y un años y es muy guapo. Puede que esta vez todo vaya a pedir de boca. Él causa una impresión buena, muy especial. Tiene una casa enorme en Bruselas, y no le falta el dinero».[22]

El enlace de Olga Chejova y su potentado belga, Marcel Robyns, tuvo lugar en la oficina del registro civil de Berlín-Charlottenburg, el 19 de diciembre de 1936. Ella llevaba un abrigo de pieles, en tanto que el novio cubría su cabeza cana con un sombrero de copa de seda negra. Para la invitación eligieron el hotel Bristol. Pese a haber contraído matrimonio con un extranjero, Olga podía estar tranquila en cierto aspecto: un día antes de la boda, Hitler la había convidado a asistir a una modesta recepción celebrada en la Cancillería a la hora del desayuno, y en el transcurso de su conversación, le dio permiso para conservar la nacionalidad alemana.[23] Tal vez lo hizo a instancias de Goebbels, por cuanto éste había dejado clara su determinación de ayudarla. «Lo haré con mucho gusto —había confiado un mes antes a su diario—: es una mujer encantadora».[24]

Ada viajó a Bruselas para visitar a los recién casados un mes después, en enero de 1937. Con sólo leer entre líneas la carta que envió a la tía Olia a Moscú, puede colegirse que el matrimonio no había comenzado con buen pie. Cabe sospechar que Marcel Robyns había tomado a Olga por esposa como quien adquiere un trofeo, mientras que ella había buscado en él cierta seguridad lejos del ajetreo de Babelsberg. Sin embargo, lo que consiguió fue una cierta sensación de claustrofobia al pasar, de la noche al día, de ser la figura central del matriarcado de los Knipper en Berlín a tener que representar un papel muy secundario en cuanto anfitriona de los aburridos socios de su esposo.

El piso que ocupaban en la Avenue des Nations de Bruselas estaba decorado a la última, en estilo art déco. Hasta la vajilla del comedor era de obsidiana. Con todo, Olga echaba de menos «un rinconcito propio en el que poder sentarse con comodidad». La pareja tenía cuatro sirvientes, y tal como cabía esperar en un hogar belga, la comida era abundante. «La casa está, en todo momento, llena de hombres de negocios, y se entablan conversaciones en francés, alemán, inglés, holandés, flamenco y ruso». Ada había empezado a albergar sentimientos contradictorios con respecto a su cuñado. «Es un hombre bueno y decente, de excelente presencia y muy mimado. Sin embargo, en cuanto hombre de negocios es inflexible e incisivo. Una no puede menos de sentirse incómoda en su compañía, y el lugar tampoco resulta agradable, a pesar de toda su belleza externa. Olga se animó con mi llegada. Quiere volver a Berlín conmigo para pasar allí un par de semanas. Allí está mucho mejor».[25]

Marcel Robyns visitaba la capital alemana con tanta frecuencia como le era posible a fin de regocijarse con la gloria de su esposa, sobre todo tras el éxito obtenido con su interpretación en Der Blaufuchs. Por esta razón, los amigos de ella lo apodaron, a sus espaldas, Herr Tschechowa. Tanto ella como su familia se mostraron cada vez más irritados con su presencia, hasta que, para colmo de males, él llevó a sus propios parientes a vivir al apartamento que poseía Olga en el número 74 del Kaiserdamm.

«Hemos tenido invitados en casa —escribió Ada a la tía Olia—: el marido de Olga, su madre y su hija, con institutriz incluida, que se han quedado con nosotras durante tres semanas. Hemos tenido que contratar a una persona que se encargara de cocinar, y a mí me ha tocado dormir en un rincón del cuarto de mamá. Olga ha estado muy nerviosa, y escapaba siempre que podía. Como cada noche, está representando, con un éxito sensacional, Der Blaufuchs. El teatro está siempre rebosante de público, y todos dicen de ella que es una actriz excepcional. Nuestros belgas han puesto la casa patas arriba, y por si fuera poco, Maman [Robyns] no habla una palabra de alemán, y Marcel tiene miedo de salir solo. No logro comprender por qué se ha casado Olga con él: ella es la que tiene que pagar todo con su propio dinero».[26]

A la mente de Ada acudió, mientras escribía esta carta, una idea completamente distinta: «He estado pensando —añadía— que tal vez no quieras recibir más correspondencia nuestra». La prensa alemana se había hecho ya eco de los juicios ejemplares celebrados en la Unión Soviética y de la atmósfera de xenofobia estalinista en que se hallaba inmerso el país. De cualquier modo, no habría de transcurrir mucho tiempo antes de que las dos partes de la familia Knipper, la alemana y la rusa, se viesen separadas por acontecimientos de mayor envergadura.