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EL FIN DE LA INOCENCIA POLÍTICA

Misha Chejov volvió a cruzarse en las vidas de los Knipper en 1924. La tía Olia hizo saber a Nemirovich-Danchenko que estaría «encantada de interpretar a la mujer del alcalde» en El inspector, de Gogol, obra en la que, a la sazón, era aquél la estrella.[1] De hecho, estaba a punto de ser nombrado el primer actor laureado de la Unión Soviética. A esas alturas, el drama que supuso la fuga de Olga con Misha debía de semejar tan lejano como una crisis infantil.

Si bien no cabe dudar de la ambición del actor, tampoco debe olvidarse la pasión con que creía en sus ideales. Liev Knipper, por su parte, utilizó, según parece, sus creencias artísticas en beneficio de su desbordada ambición, aun cuando la confianza que tenía en sí mismo era tal que se pensaba capaz de seguir con éxito cualquier trayectoria que quisiera, por poco convencional que fuese. Un mes después de la muerte de su padre, envió con orgullo a la tía Olia, que por entonces había regresado a Nueva York, un recorte de periódico en el que se leía: «Se está llevando a cabo un trabajo intensivo para preparar un nuevo programa de composiciones plásticas basadas en la música de Liszt y L. Knipper, un joven compositor llegado de Berlín».

En la carta que lo acompañaba describía de forma enérgica sus nada humildes pretensiones. «He dejado la escuela de Gnesina a fin de prepararme por mi cuenta para entrar en los cursos de director de orquesta del conservatorio. Estoy estudiando con ahínco, y al mismo tiempo estoy componiendo un ballet. Se pondrá en escena este otoño… Ya comienzan a hablar de mí en los círculos musicales de Moscú… El ballet se basa en un concepto nuevo por completo, una armoniosa combinación de música, euritmia y luz, ya que, después de analizarlos, he llegado a la conclusión de que los intentos de Wagner y Scriabin estaban equivocados desde el principio». Finalmente, volvía a hablar de los asuntos de la familia: «Necesito enviar a mamá al extranjero cuanto antes: se está cayendo a pedazos a causa de su enfermedad. Y no puedo dejar [a Sofía Chejova, madre del suicida Volodia] a cargo del apartamento, pues sería una ruina para la vivienda».[2]

Liev debió de haber estado en contacto con Olga en lo tocante a los permisos de salida, y la tuvo que haber avisado con objeto de que se preparase para la llegada a Berlín de la madre de ambos y sus dos nietas. La actriz se hallaba a la sazón enardecida por su propio éxito, y tampoco pudo evitar jactarse ante su tía. «Queridísima tía Olia —comenzaba una carta de tono triunfal en la que le hablaba de su primera experiencia sobre el escenario del Renaissance-Theater—: Acabo de estrenarme. Por todos lados hay carteles que anuncian mi actuación, y en los periódicos se habla de mí». Estaba interpretando a una aristócrata en un drama ambientado en la Revolución francesa. «No podía imaginar lo que sentiría antes de subir al escenario, porque nunca he recibido formación alguna como actriz a excepción de lo que estudié con Misha. Sólo contaba con la influencia de su estudio, en el que pasábamos los días y las noches».[3] Imposible encontrar un texto más claro que éste en el que admitiese, de su puño, que no había actuado nunca en el Teatro del Arte de Moscú, tal como había asegurado al llegar a Alemania. Se trataba, por lo tanto, de una invención, una mentira que mantuvo con descaro durante toda su vida. En sus memorias de 1973 recoge una relación de «las piezas teatrales más importantes en las que he representado un papel principal», y entre ellas incluye producciones rusas de El jardín de los cerezos, Las tres hermanas y Hamlet, obras en las que había actuado Misha.[4]

«El teatro está siempre lleno —escribió seis días más tarde, el 16 de marzo de 1924—. Prevén que voy a ser una actriz muy buena. Se me hace difícil escribirte esto, ya que no deja de parecerme divertido que me haya hecho famosa aquí y que la gente vaya al teatro sólo para verme y crea en mí. —Acto seguido, reconocía algo interesante—: Me he dado cuenta de que lo que soy capaz de dar a los demás en el teatro es más sencillo para mí que la vida que hay fuera de éste».[5]

Actuó en tres obras en el transcurso de cuatro semanas, tras lo cual dejó el país para pasar diez días de rodaje en Roma y Florencia. El 4 de mayo regresó a Berlín a fin de proseguir el agotador ritmo de trabajo que le exigía trasladarse, un día tras otro, a los estudios cinematográficos de Babelsberg por la mañana para después volver a subir al coche y dirigirse al teatro para la representación vespertina. «Por supuesto, es extenuante actuar ante las cámaras —confió a su tía, que nunca se había apartado de las tablas—, pero no queda más remedio que avenirse», lo que en su caso quería decir conseguir tanto dinero como le fuera posible. A esas alturas, sabía, sin duda, que su hermana Ada tenía pensado llegar, con su hija, Marina Ried, el 10 de mayo. «He de comprarles ropa y encontrarles un lugar donde vivir». Olga pretendía «ganar mucho dinero este verano» a fin de llevarlas «seis semanas al sur de Francia o a Italia».

Antes de salir de Rusia por última vez, su madre, Lulu Knipper, llevó a la hija de Olga, que a la sazón contaba ya siete años, al apartamento de Misha para que pudiera despedirse de su padre.[6] Éste, que se hallaba entonces en la cumbre de su carrera en Moscú, no hubiese podido imaginar jamás que, en breve, seguiría también la ruta del exilio.

La tía Olia regresó con Liev a Alemania aquel verano, y visitó Friburgo y Berlín. Cuando volvió a Rusia, fue a Yalta a ver a la tía Masha, que seguía cuidando de la casa de su hermano, convertida en un santuario en su memoria. En comparación con Moscú, los altos cipreses y la calidez meridional de Crimea ejercían sobre ella un atractivo irresistible. La tía Olia reservaba un ritual casi infantil para cuando veía por vez primera el mar desde el vagón del tren, que consistía en ponerse en pie a fin de hacerle una reverencia «con una sonrisa algo culpable».[7]

Lo primero que hicieron fue visitar a Masha, que los esperaba en la casa de Chejov en Yalta. Las jóvenes del lugar salieron a saludarlos al saber de su llegada, con la supuesta intención de presentar sus respetos a la viuda del dramaturgo, aunque también se diría que deseosas de conocer a su apuesto sobrino. Liev era, a todas luces, un gran seductor, aunque cabe suponer que apenas debía de tener gran cosa que ofrecer en lo emocional.

Tras visitar Yalta, los dos se dirigieron a Gurzuf, a la casita que había dejado Antón Chejov a su esposa a la orilla del mar. Se trataba de un edificio sencillo de muros enjalbegados, tejas de barro y contraventanas de color verde pálido, situado en la base de un promontorio formado por espectaculares rocas que daban a una pequeña cala. La casa tenía a su alrededor algunos cipreses que la protegían, en parte, de la cegadora luz del sol.

Poco después de su regreso a Moscú, la tía Olia recibió una carta de Yalta firmada por Masha. «Ahora trabajo para el estado soviético —le hacía saber con una mezcla de regocijo y orgullo—. Me han nombrado, oficialmente, directora de la casa museo de Chejov. Saluda de mi parte a Liova, y dile que ha atravesado el corazón de las señoritas locales. Son incapaces de olvidarlo». Con todo, el verdadero motivo de la carta no se revelaba sino al final. En 1924 se celebraba el vigésimo aniversario de la muerte de Chejov, y las autoridades habían programado un acto en el Kremlin para conmemorarlo. «Dime —escribió— cómo ve Lunacharski a Antón Pavlovich dada la situación actual».[8]

Su cuñada respondió dos semanas más tarde. «El acto celebrado en memoria de Antón Pavlovich no estuvo, a mi parecer, a la altura», rezaba la carta. Había tenido lugar en la Sala de las Columnas del Kremlin, y los asistentes pertenecían a dos mundos diametralmente opuestos: el de los amantes del teatro y de Chejov, por un lado, y el sector duro del bolchevismo, por el otro. Para la tía Olia no había sido plato de buen gusto leer ante una multitud tan dividida los recuerdos que guardaba de su vida con el dramaturgo. «Lo que gustaba a uno de los dos polos dejaba indiferente al otro… Mis memorias sólo pueden ser entendidas por un público acostumbrado a la vida literaria. Lunacharski habló un buen rato, pero no le presté la menor atención, y así se lo hice saber. Parecía estar hablando de un “movimiento chejovista” que no había acabado de ser comprendido del modo correcto».[9]

En Berlín, Olga esperaba con impaciencia la llegada de todos los miembros que quedaban de su familia, a excepción de Liev. Su hermana Ada los seguiría más tarde. Olga había alquilado un nuevo piso con quince habitaciones en el número 20 de la KlopstockStrasse, en el distrito berlinés del Tiergarten. Los visados de salida no habían supuesto problema alguno, y Lulu Knipper llegó sin contratiempos con las dos pequeñas. Habían tomado la misma ruta marítima seguida por la tía Olia (de Leningrado a Stettin, a través del Báltico), si bien ellas se libraron del mal tiempo.[10]

La vivienda de la KlopstockStrasse no tardó en ofrecer el aspecto normal de una casa habitada, al menos en parte, merced a los iconos y las fotografías familiares que había llevado Lulu de Rusia. Las paredes de las salas principales, empero, seguían desnudas, con lo que daban la extraña sensación de que sus habitantes estuviesen a punto de mudarse de nuevo. La Revolución, la guerra civil y la muerte de su esposo, Konstantin, habían transformado a Lulu, a la que por aquel entonces toda la familia conocía como Baba. La joven madre dotada de talento musical que había sido en otro tiempo se había convertido en una señora corpulenta, impresionante, de cabellos grises. Se había tornado, asimismo, en una fumadora empedernida, bronca de voz y de genio, aunque su corazón no había perdido un ápice de calidez.

Ella misma se encargaba de llevar la casa y lidiar con el personal, en tanto que Olga ganaba el dinero gracias a su agotador régimen de trabajo. Amén de al cocinero, Baba supervisaba a la doncella de la casa, a la criada personal de Olga, al chófer y a la institutriz inglesa de las dos niñas. Las labores —y también el caos— se multiplicaron, más tarde, con la llegada de Lux, un colosal perro blanco más semejante a un oso polar poco desarrollado. Daba la impresión de que los Knipper, que tan germánicos habían parecido en Moscú a Antón Chejov, se hubiesen hecho cada vez más rusos al llegar a Berlín.

Aquel matriarcado estaba, por supuesto, rodeado de otras familias de emigrados rusos establecidos en la zona occidental de la ciudad. Con todo, la vida social de Olga giraba en torno a su trabajo, y en especial, al teatro. De cuando en cuando asistía a distinguidas recepciones en las que conocía a personas tan importantes como útiles. En la villa Ullstein, situada en el Grünewald, conoció al ministro de Asuntos Exteriores Gustav Stresemann, y fiel a su estilo, la actriz asegura en sus memorias no sólo que entabló con él una gran amistad, sino también que fue él mismo quien lo dispuso todo para que ella obtuviese la ciudadanía alemana.

Olga viajaba con frecuencia, a veces incluso para rodar en el extranjero, aunque siempre con gran ajetreo. «¡Querida tía Olia! —escribió en abril de 1926—: Como ves, estoy en París. He venido para descansar, durante diez días, entre una película y otra».[11] Una de ellas era Un sombrero de paja de Italia, de René Clair. «Lo que más me importa es tener un respiro y disfrutar de un ritmo de vida distinto para la siguiente película… El verano que viene voy a trabajar con Reinhardt».

Aquel año interpretó también un papel en una obra tan alemana como Die Mühle von Sanssouci, primera de una serie de películas consagradas a glorificar la figura de Federico el Grande. En este caso, la historia tenía un irreprochable carácter democrático: Federico II quiere derribar un molino construido ante su nuevo palacio de Sansouci, en Potsdam, pero ve frustrados sus planes por la intervención de sus propios tribunales de justicia. De cualquier modo, casi todo lo que tuviese que ver con este soberano de Prusia y estratega legendario tenía un atractivo poco menos que sagrado para los nacionalistas, resentidos por el tratado de Versalles. Hitler, fanático del cine, debió de ir a verla casi con toda seguridad, puesto que ya había sentido una gran admiración por Olga Chejova en otra película de ese mismo año, Brennende Grenze («Fronteras en llamas»). Ella, por su parte, apenas debía de conocer siquiera, en esta época, la existencia del futuro Führer.

En julio escribió desde Italia a su tía, alojada, a la sazón, en Yalta con Masha. «Una vez más, me retiene aquí una película. Ayer visitamos las nuevas excavaciones arqueológicas de Pompeya. ¡Dios mío, qué cosa tan interesante! Pudimos contemplar una erupción sin importancia del Vesubio: un espectáculo maravilloso. ¿Has recibido mi transferencia? Volveré a escribir a finales de mes. Besos y recuerdos a todos».[12]

Habida cuenta de que su tía nunca la había tomado demasiado en serio, y más aún tras su desastroso matrimonio con Misha, resulta poco sorprendente que Olga no quisiera resistirse a hablar de su éxito. «Estaré aquí [en Berlín] del 15 al 20 de octubre —anunció en una carta remitida el año siguiente—; entonces partiré hacia Londres, y no estaré de vuelta hasta Navidad. El de Karenina es un papel tan imponente como hermoso… En el mundo del cine, casi todo se traduce en dinero, y cada día que estoy fuera de aquí cuesta dinero. A veces resulta difícil vivir así, obligada a viajar, como los gitanos, por causa del trabajo; pero ¿qué le voy a hacer?… No dejan de invitarme a ir a Estados Unidos; sin embargo, no pienso aceptar: no puedo trabajar entre personas que no tienen corazón ni alma».[13] Lo que no mencionó en su carta es que la película que estaba haciendo entre París y Londres en esos momentos era Moulin Rouge, que se convertiría en un gran éxito a causa de la controversia a la que dio pie.

Olga Chejova seguía tratando de ampliar la gama de papeles interpretados y alejarse del encasillamiento que suponía hacer siempre de baronesa o belleza de sociedad. En la versión francesa de Moulin Rouge ejecutaba una danza erótica con una pitón enroscada en torno a su cuerpo, y entre las componentes del coro podían verse no pocos pechos desnudos. Aun cuando la película tuvo un éxito enorme en toda Europa y también en Estados Unidos, y la convirtió, al fin, en una estrella internacional, lo cierto es que ella nunca llegó a mencionarla en los escritos enviados a la tía Olia, que tan escandalizada se había mostrado ante los brevísimos vestidos que había visto en el Nuevo Mundo.

Olga contaba entonces treinta años, y representaba el papel de gran dama en la vida real, si bien trataba de ocultarlo cuando se ponía frente a las cámaras. Se hizo confeccionar una costosa vidriera con el escudo de armas de los Knipper, y el papel en el que escribía sus cartas llevaba estampado un monograma de diseño especial que representaba sus iniciales en alemán —OT, de Olga Tschechowa—. Lo empleaba, por ejemplo, para la correspondencia que mantenía con su tía, redactada en un estilo prerrevolucionario. Incluso insistía en consignar la dirección de ésta como bulevar Prechistenski, y no con su nueva denominación de bulevar Gogolevski. Sobre todo, disfrutaba invitando a la tía Olia a ir a verla a Berlín, y no olvidaba hacer hincapié en que sería ella quien se encargase de pagarlo todo.[14]

En septiembre de 1929 le habló de una película ambientada en Baviera. «Estoy estudiando canto y aprendiendo a respirar correctamente. Además, recibo clases de inglés. Me estoy sorprendiendo de hasta dónde puedo llegar».[15] Lo último se debía a que las productoras de Hollywood, fascinadas por actrices europeas como Greta Garbo o Marlene Dietrich, habían sentido, como siempre, la imperiosa necesidad de copiar la fórmula del éxito.

La comedia Die Drei von der Tankstelle, su primera película sonora, de 1930, había logrado también gran fama internacional. Aquel mismo año, Olga Chejova zarpó hacia Nueva York desde Cuxhaven en el transatlántico Europa: tenía un contrato con la Universal para rodar una comedia romántica, Love on Command. En Hollywood asistió a fiestas en las que coincidió con Greta Garbo, Douglas Fairbanks, Harold Lloyd y Charlie Chaplin, quien le pidió que lo enseñara a comer pipas de girasol al estilo ruso, escupiendo las cascaras.

Olga quedó muy impresionada por los avances técnicos de la cinematografía estadounidense. Jamás había visto, por ejemplo, una cámara capaz de moverse de un lado a otro detrás del actor y la acción, lo que hacía que aquél no tuviese que actuar como si se encontrase sobre un escenario diminuto. Con todo, su breve estancia en Hollywood no resultó ser demasiado triunfal: el marcado acento ruso-germano con que interpretó su papel sonoro fue excesivo para los gustos del público estadounidense. Este hecho supuso para ella una gran desventaja, toda vez que Greta Garbo y Marlene Dietrich ya habían acaparado el distinguido mercado nórdico. Los mandamases del estudio también le dejaron claro que pesaba demasiado, y le exigieron que adelgazara nada menos que nueve kilos. En consecuencia, tal vez no resulte extraño el que se sumase a la honda aversión de su tía por Estados Unidos al regresar a Europa.[16]

En Moscú, Liev había comenzado a dejar huella, sin alcanzar aún, no obstante, nada parecido a la fama de que gozaba su hermana. La primera presentación pública de su música tuvo lugar en 1925, en el Teatro de la Revolución. La pieza tenía el título, algo pretencioso, de Cuentos de hadas de un ídolo de escayola.

«Fue vergonzoso, aterrador —escribiría después de muchos años—, porque mi música era repugnante. Supongo que debe de suceder lo mismo a todo joven compositor que oye sus composiciones interpretadas por vez primera».[17] Durante uno de los ensayos, se había presentado un célebre crítico vestido con un caro abrigo abierto y un sombrero de piel.

—¿Qué estáis tocando? —preguntó.

—Es una composición mía.

—¡Ah! Parece interesante.

«Al día siguiente, publicó una reseña laudatoria sobre mi música, que en realidad ni siquiera había llegado a escuchar. Y no fue el único que me alabó, aunque también los hubo que me advirtieron de mis “peligrosas tendencias”. Según éstos, debía renunciar a un buen número de inteligentes invenciones para buscar un lenguaje musical sencillo y fácil de entender».

Liev no quiso perder el tiempo en consolidar su reputación: tenía que seguir avanzando. Al año siguiente, comenzó a trabajar en una ópera basada en el Cándido de Voltaire. «Soñaba con interpretarla en el Teatro de la Ópera de Leningrado», escribió.[18] En un principio, la acogida que se brindó a su obra en la ciudad fue por demás alentadora. «Hay tanto revuelo en torno a mi persona aquí… —confió a la tía Olia—. No voy a decir que sea desagradable, pero tampoco quiero crecerme. Mi modestia se opone a toda exageración y me aconseja no dejarme llevar por la exaltación porque el primer acto haya sido un éxito, toda vez que eso no quiere decir, necesariamente, que los que siguen sean igual de buenos».[19]

Puede que no llegasen a ser tan buenos, o quizá fracasó su proyecto global. Trató de combinar música sinfónica, ópera, danza y declamación. «Aun un productor tan audaz como Radlov —hubo de admitir más tarde— quedó amedrentado ante la complicación que presentaba el espectáculo, y no llegó nunca a ponerlo en escena». Como de costumbre, el compositor pasó el verano en Crimea, en la casa de Gurzuf de la tía Olia. «Mi vida no ha cambiado apenas: no me veo con nadie, y sólo salgo para jugar al tenis. No podría estar mejor».[20] Su afán por la competición lo llevó a hacerse enseguida con el título de campeón de dicho deporte en la península.

En aquel momento, como si siguiera los pasos del resto de la familia, su mundo comenzaba a gravitar en torno al Teatro del Arte de Moscú. En 1929, Nemirovich-Danchenko lo empleó en calidad de asesor operístico del Teatro de Música de la entidad. El puesto le venía pintado, por cuanto estaba resuelto a escribir una pieza por la que siempre sería recordado. Aquél ofreció su consejo acerca de la primera versión de la adaptación que preparaba Liev de una obra que giraba en derredor de un luctuoso incidente ocurrido durante la guerra civil: la muerte, a manos de los británicos, de veintiséis comisarios de Bakú. La ópera definitiva, que bautizó como Viento del norte, gozó de un éxito considerable.[21]

No falta quien aduzca una explicación más siniestra a la estrecha relación que mantenía Liev con el Teatro del Arte. Como organismo, las instituciones lo consideraban, cada vez más, poco de fiar desde el punto de vista político, y no es descabellado pensar que sus jefes de la OGPU esperaran de él que informase acerca de sus compañeros. Corre incluso el rumor de que la tía Olia era sospechosa de denunciar a sus rivales, y se dice que llegó a prometer a los jóvenes amantes que tenía entre los actores que los libraría de ser arrestados. Con todo, si de algo son indicativas estas historias, tal vez no sea sino de la alevosía de que daba muestras la gente del teatro.[22] No existe prueba alguna de que Liev o la tía Olia denunciasen a nadie, ni tampoco siquiera de que se arrestara a un solo miembro de la compañía. De hecho, no sería extraño que el primero se hubiese servido de su influencia para con los «organismos de seguridad» a fin de ayudar a sus amigos, tal como haría más tarde.

El encargado de supervisar su labor era, en aquel tiempo, Viktor Ilin, comandante y luego comisario de la Seguridad del Estado. Este trabajaba en el departamento político secreto, donde tenía el cometido de organizar a los informantes infiltrados en el mundo de la cultura y, «lo que es más importante, trabajar con intelectuales y políticos que tuviesen familiares en el extranjero».[23] En la década de 1920, su misión más importante con respecto a la OGPU había consistido en proporcionar datos tocantes a los emigrados del entorno cultural, si bien se esperaba de él, asimismo, que informase de la existencia de rusos de origen germánico en la Unión Soviética. En aquella época se estaba desarrollando, junto con la caza de trotskistas, un nuevo sentimiento de xenofobia auspiciado por Stalin.

El mayor logro de Misha Chejov en el contexto de la escena teatral moscovita fue, casi con toda certeza, el Hamlet que representó en 1924 con el Estudio Segundo del Teatro del Arte. Además del título de «actor laureado de la Unión Soviética», le valió la elección al soviet de Moscú. Sin embargo, durante los tres años siguientes surgieron ciertas desavenencias con las autoridades culturales soviéticas, incluido el propio Lunacharski. Según su leal primo Serguei, «sus enemigos hicieron correr el rumor de que la filosofía de Misha era contrarrevolucionaria».[24] Y lo cierto es que sus opiniones, y en especial las relativas al arte dramático, lo eran, por cuanto el actor creía más en la verdad artística que en la corrección política comunista.

Los oportunistas comenzaron a crearle problemas en el teatro, y él no hizo sino empeorar su situación. Durante el invierno de 1927 y 1928 no creó un solo papel nuevo, y la primavera siguiente partió al extranjero con Xenia, su esposa. Cierta información, más bien poco creíble, asegura que había logrado el visado de salida tras ganar al ajedrez a Yagoda, tristemente célebre jefe de la OGPU. Tuviese o no intenciones la pareja, en aquel momento, de regresar a la Unión Soviética, lo cierto es que estaba claro que jamás lo haría. No bien habían salido de sus fronteras comenzó a correr la voz de que Misha estaba trabajando en Viena con Max Reinhardt. El rumor resultó ser verdadero, y no cabe negar lo sabio de tal decisión, porque al actor le habría sido imposible soportar el período de realismo socialista que habría de imponerse seis años más tarde. Lo más seguro es que hubiese corrido la misma suerte que Meyerhold, torturado y ejecutado por el régimen.

Cuando Misha y Xenia llegaron a Berlín, en 1928, acudió a rescatarlos la propia Olga, antigua esposa de aquél. Ella les encontró un pequeño apartamento no lejos del suyo, de tal modo que su hija Ada, que tenía ya once años, pudiera visitar a su padre con más facilidad. Aun así, tal vez el detalle más jugoso de este giro del destino sea el que la actriz incluyese a Misha en el reparto de Der Narr seiner Liebe («El loco de amor»), película dirigida por ella misma. Poco después, encarnaría al idiota del pueblo en Troika, en la que Olga hacía el papel principal.

Misha se trasladó a París en 1931, donde interpretó algunos de los papeles que más fama le habían reportado, como Hamlet, el Malvolio de Noche de Reyes y el Erik XIV de Strindberg, en el Teatro de Montmartre. Entonces, alentado por una nueva admiradora suiza, Georgette Boner, fundó la compañía Théâtre de l’Avenue, con la que creó la obra Le château s’éveille, basada en el cuento del príncipe Iván.

Ada, la hermana de Olga, que no había disfrutado jamás de nada semejante al éxito obtenido por ésta, formó parte del reparto de la representación de su antiguo cuñado en calidad de «Bruja 1.ª». Era evidente que ella no había sabido adaptarse a la vida en el extranjero con tanta facilidad como Olga. «Acepto Occidente al mismo tiempo que lo rechazo con todas mis fuerzas —confió a la tía Olia—. Estoy evitando cualquier relación con la gente de aquí: son todos extraños… Estoy ejerciendo de actriz, y no te lo vas a creer, pero todo ha ido sobre ruedas desde la primera obra… Misha está contento: dice que soy buena actriz».[25]

En esta carta, aseguraba que todos estaban bien en Berlín, aunque sufrían cierta estrechez económica. «Olga sólo ha actuado en una película, en junio». Este período de relativa escasez no habría de durar, y en breve, la actriz estaría trabajando de nuevo con la misma intensidad de siempre. La producción más famosa de aquella época, Liebelei, dirigida por Max Ophüls, era una trágica historia de amor basada en una célebre obra teatral de Arthur Schnitzler sobre los códigos de honor existentes en la Viena de finales del siglo XIX. El argumento era típico de aquel tiempo de entreguerras: un apuesto oficial se enamora de la hija de un violinista, pero la relación amorosa que había mantenido con cierta baronesa regresa del pasado para atormentarlo.

De cualquier modo, ni siquiera durante los seis meses en que bajó el ritmo de trabajo se mostró Olga demasiado inclinada a emprender una relación seria con ningún hombre. Tal vez su reencuentro con Misha le había recordado las desventajas de dejar que uno de ellos tratase de dirigir su vida.

Su hermano Liev, por otra parte, había contraído matrimonio, como de la noche a la mañana, el año anterior. La elección resultaba sorprendente en el caso de un combatiente blanco arrepentido como él, toda vez que su esposa, Liubov Sergueievna Zalesskaya, era hija de un ilustre arquitecto de familia noble. Se trataba, además, de una mujer inteligente, atrevida y vanguardista, que llevaba el cabello corto y usaba calzado deportivo, lo que no dejaba de ser casi escandaloso en una época de creciente conformismo estalinista.

Liuba y Liev se trasladaron al domicilio de la tía Olia, sito en el número 23 del bulevar Gogolevski, un año antes de que naciera su hijo Andrei. Entre los habitantes del apartamento se encontraba incluso Fanny Stangel, la anciana niñera del compositor, que nunca había aprendido a hablar otra lengua que la alemana.[26] Él, sin embargo, apenas estaba allí: supuestamente se hallaba de gira por Asia central, componiendo piezas musicales para el Ejército Rojo, a cuyo departamento de propaganda se encontraba adscrito por entonces.

La aparente libertad de que gozaba para vagar de un lado a otro puede considerarse extraordinaria en aquella época de fiscalización burocrática. En 1930, año en que contrajo matrimonio, viajó al Cáucaso, recorrió Osetia y llegó a la costa del mar Negro. Quedó fascinado con el canto polifónico que había tenido oportunidad de oír en su recorrido, pero la verdadera razón que lo llevó a jurar que volvería fue la obsesión, cada vez más marcada, que comenzó a sentir por las montañas del lugar. «Me volví adicto para siempre», escribió más tarde. Según opinó, su amor a la escalada no tenía nada que ver con el afán por conquistar una cumbre tras otra, sino que se debía a la posibilidad de explorar sus propios límites de resistencia, adiestrar su voluntad y sobrevivir a todo lo que la naturaleza pusiera en su camino.[27]

A medida que fue desarrollándose el régimen de Stalin durante el decenio de 1930, los peligros que suponía una pared de roca vertical se convirtieron en los menos preocupantes. Nadie estaba a salvo, ni siquiera en su propia vivienda. El miedo asumía una dimensión diferente cuando los ciudadanos, en su lecho, se despertaban antes del amanecer al oír los pasos de la patrulla de arresto cuando subía las escaleras comunitarias. Tan sólo podían respirar con cierta tranquilidad si la oían llamar a la puerta de otro.