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NOSTALGIA DESDE EL EXTRANJERO

El contraste existente entre la vida de la Rusia soviética y la que llevaban en el extranjero debió de resultar muy desorientador a los miembros del Teatro del Arte de Moscú. «Mi destino me ha arrancado de Rusia y de la vida con la que había estado soñando —escribió la tía Olia desde París— y, no sin cierta rabia, me he dejado sumergir en una vida fácil, satisfecha con sus pasajeras impresiones. Esta ciudad es tan hermosa que parece increíble. Es una delicia pasear por sus calles».[1]

No menos perturbador resultó para los exiliados blancos en París que el Teatro del Arte fuera a representar El jardín de los cerezos en la capital francesa. «Ha debido de ser inquietante para nuestros antiguos compatriotas», añadía la actriz en la carta citada. Muchos emigrados contemplaron con ojos anegados en lágrimas aquella recreación del país que no habían dejado de amar ni añorar, y experimentaron en primera persona el dolor y la conmoción de Ranievskaya cuando abandona su casa para dirigirse a París y regresar junto al amante que sabe infiel.

La tía Olia miraba con temor a la siguiente etapa de su gira: Estados Unidos. «Por favor, piensa en mí el día 27, cuando abandonemos la costa europea», escribió en la carta de diciembre de 1922. Y no tardó en comprobar que su recelo no era infundado al darse de bruces con el desasosiego y la impetuosidad del Nuevo Mundo. «Este es un lugar tan ruidoso… Se va el tiempo tratando de ponerse al día y asumir lo nuevo. Por cada tres casas hay una sala de baile. Tampoco faltan cinematógrafos, restaurantes ni salas de concierto, aunque la nación, en sí misma, no tiene una sola gota de sangre artística. Este es el reino de la publicidad, y lo lleva a extremos increíbles. Uno no sabe adónde mirar: la calle es un mar de luces donde todo salta, se desplaza, brilla con palabras luminosas… Estamos teniendo un gran éxito, pero, para serte sincera, he de decirte que no nos complace».[2]

El Teatro del Arte de Moscú gozaba de tal reputación que la función de la tarde de los viernes se llenaba de actores que concebían la representación como una clase magistral. Por otra parte, el efecto general que produjo la compañía en el oficio teatral estadounidense fue inestimable. Sin embargo, ni siquiera esto resultaba muy consolador para la tía Olia. Echaba de menos el camino plagado de baches que llevaba de su apartamento, en el bulevar Prechistenski, al Teatro del Arte, en el callejón Kamergerski. No lograba comprender Estados Unidos. «Es como un mecanismo de relojería al que hubiesen dado cuerda. Es imposible leer nada en los rostros de las gentes. Da la impresión de que todo estuviese siempre bien; al menos, esa es la expresión que tienen siempre en la calle o cuando van a sus negocios». Por otro lado, tuvo la honradez de admitir que le encantaban las habitaciones de hotel con baño adjunto y el hecho de disponer siempre de agua caliente.

No cabe duda de que el Teatro del Arte no estaba preparado para el contraste existente en Nueva York entre los hoteles con calefacción y las gélidas salas de ensayo. Muchos de sus componentes cayeron enfermos de gripe y aun de bronquitis. La tía Olia no pudo menos de admirarse de los dispendiosos abrigos de pieles que usaban las mujeres estadounidenses —al menos en comparación con lo que era costumbre en Rusia— y del contraste que ofrecían con los escuetos vestidos que dejaban ver. En su opinión, las prendas de la década de 1920 dejaban casi desnudas a las que las llevaban.

Recibió, desde Moscú, carta de sus hermanos Konstantin y Vladimir, y no pudo evitar romper a llorar con tal profusión que le fue imposible ponerse el maquillaje para actuar. Su nostalgia no fue a menos cuando recibió la visita de Rajmaninov, viejo amigo de Antón. «Se ve delgado y anguloso —escribió tras cenar con él después de la representación del 5 de marzo de 1923—. En su rostro pueden leerse el sufrimiento y el cansancio». Tras un segundo encuentro con el compositor, señaló: «Resulta tan conmovedor cuando habla de Antón Pavlovich [Chejov] y me pide que le cuente cosas de él… Su semblante se ilumina».[3] Para los exiliados, el dramaturgo representaba la esencia de la Rusia que tanto amaban y que habían perdido.

Liev, por otra parte, se regocijaba con los estímulos de la cultura extranjera. Desde Friburgo, se internó en la Selva Negra para asistir al festival de Donaueschingen, donde conoció a Paul Hindemith, quien, junto con Arnold Schönberg, tuvo un gran influjo sobre su obra en aquel tiempo. Allí se vio sumergido en un torbellino de nuevos descubrimientos. «Estoy sumido en el expresionismo», hizo saber en una carta enviada a la tía Olia cuando ésta regresó a Europa. Asimismo, la animó a hacer salir de Berlín a su hermana Olga, porque necesitaba descansar.[4]

Aquel verano de 1923, la que podía considerarse casi su madre adoptiva volvió a reunirse con él tras la primera parte de la gira americana. «Sólo he estado tres días en Berlín —escribió la tía Olia a su hermano Vladimir—. Después de la infernal temporada en Estados Unidos, hube de soportar un viaje de doce días por mar para llegar, desorientada y sin saber qué hacer conmigo misma». Allí se alojó con Olga, y quedó muy impresionada por el modo como había decorado su apartamento. En comparación con Estados Unidos, aun el repudiado Berlín —«tan verde y casi hermoso»— se le hacía atractivo. Alemania parecía «pequeña, dulce y acogedora» después de haber vivido en Nueva York.

«He decidido venir al sur para encontrarme con Liova [Liev]. Los Stanislavski están aquí también. Por el momento, estoy viviendo con Liova, que ha abandonado el sanatorio para mudarse a una casa privada [en Friburgo]. Estoy pensando en vagar por los montes [de la Selva Negra] para recobrar la sensatez. Liova tiene habitación propia con piano de cola. Está escribiendo música, pero una música muy evolucionada. Aún no he oído lo bastante para llegar a comprenderla».[5] Stanislavski también se había tomado unas vacaciones para descansar de la gira estadounidense y escribir Mi vida en el arte, y dado que Máximo Gorki se encontraba asimismo por aquella zona, la actriz y el director decidieron ir a visitarlo.

Olga llegó poco después, desde Berlín, para unirse a ellos, y mientras Liev componía, se dedicó a pasear y charlar con la tía Olia. Le habló de su vida en Berlín y de Serguei Bertenson, el director de escena del Teatro del Arte de Moscú que estaba loco por ella. «Me consta que nuestro Bertenson tiene buenas intenciones —escribió Olia a Vladimir, que seguía en Moscú— y que le ha propuesto matrimonio. Sin embargo, no ha conseguido nada, y ella sigue considerándolo un buen amigo. Está perdidamente enamorado de ella y cede a todos sus deseos. Ella le ha dicho que no piensa crear más vínculos en su vida si no hay un claro sentimiento de por medio».

A finales de agosto, cuando apareció en el horizonte del otoño «más trabajo de esclavos en América», volvió a escribir. «Parece que Liova llegará a ser alguien muy interesante. Para mí, sus composiciones son intrigantes. Siento que no son bobadas. Ha conocido a muchos creadores jóvenes, y profesa una tremenda admiración a este entorno artístico. Confía mucho en su talento».[6]

Liev y Olga no tardaron en regresar a Berlín acompañados de la tía Olia. Él comenzó a estudiar con Philip Jarnach y a pasar buena parte de su tiempo en la Sociedad de Música Moderna, y en tanto que Olga continuaba su trabajo en los estudios de Babelsberg, la tía de ambos hubo de regresar a Estados Unidos para emprender la segunda parte de aquella temida gira. De cualquier manera, lo cierto es que fue Stanislavski quien más sufrió en el Nuevo Mundo, al recibir de Moscú un telegrama firmado por Nemirovich-Danchenko en el que lo advertía de que la revista satírica comunista Krokodil había citado una entrevista suya en Estados Unidos en la que describía la Revolución rusa. «Imagínese qué horror —aseguraban que había dicho— cuando los obreros invadieron el teatro vestidos con ropas sucias, despeinados, desaseados y con botas llenas de barro exigiendo la representación de obras revolucionarias».[7]

Stanislavski hizo llegar de inmediato al Pravda una carta abierta de refutación en la que afirmaba que la entrevista no contenía más que «mentiras del principio al fin». Aseguraba, de hecho, haber declarado todo lo contrario y haberse preciado del enorme éxito que había tenido el Teatro del Arte entre el público proletario. Y aunque esto no era del todo cierto, es innegable que el director estaba indignado con la posición en que se hallaba. «Si Moscú nos acusa de deslealtad —escribió a Nemirovich-Danchenko—, en el extranjero se nos mira con peor cara… En París fueron muchos los franceses y los rusos que se negaron a asistir a nuestras representaciones por el simple hecho de que veníamos de la Rusia soviética y, por lo tanto, éramos comunistas. Ahora, no nos han dejado viajar a Canadá, cuyas autoridades nos han declarado bolcheviques».[8] Poco después, Prozhektor, otra revista satírica, publicó una fotografía de Stanislavski y Olga Knipper-Chejova con el príncipe Félix Yusupov, asesino de Rasputin, con lo que daba a entender que el Teatro del Arte de Moscú aprovechaba sus salidas al extranjero para mezclarse con emigrados.[9]

En Alemania, Olga Chejova hubo de dar muestras de una discreción aún mayor en lo tocante a la política. Dada la ausencia de documentos asequibles, lo más que podemos hacer es conjeturar acerca de los detalles de su reclutamiento por parte de Liev. En este sentido, el indicio más obvio de que disponemos lo constituyen los visados de salida expedidos a nombre de distintos miembros de la familia, y en especial, los de su madre y su pequeña, sellados al año siguiente en un gesto insólito de ayuda a un ciudadano soviético que no había regresado después de que expirase su propio permiso.

Según el general Sudoplátov, que dirigiría más tarde los servicios soviéticos de espionaje en Alemania, la colaboración de Olga Chejova estaba basada en «una relación de confianza con nosotros y en las obligaciones impuestas por su reclutamiento».[10] Esta frase críptica, aunque corriente en los círculos de la inteligencia soviética, denota que, si bien firmó un documento —probablemente bajo presión—, tenía carácter de agente voluntario, no remunerado. El profesor Anatoli Sudoplátov, que colaboró con su padre en todos los aspectos del libro que escribió éste sobre las actividades de los servicios secretos soviéticos, afirma que el principal interés que tenían en Olga Chejova consistía en emplearla como espía «durmiente», reservada para cuando pudiesen ser útiles sus contactos en las altas esferas. No la consideraban la persona idónea para ser un agente activo.[11]

Y lo cierto es que, en otoño de 1923, Olga Chejova no habría servido de gran cosa en el ámbito de las inminentes necesidades operativas. Aquel fue un período de intensa actividad de la OGPU y la Komintern en Alemania: el Politburó moscovita había dado en convencerse de que podría provocar una sublevación de obreros comunistas y desencadenar así una revolución alemana, que esperaban ansiosamente que tuviera lugar antes de la muerte de Lenin, quien ya había sufrido varios ataques de apoplejía. En agosto, Zinoviev había dado la orden al Partido Comunista alemán, y Trotski apenas podía contener su emoción. «Por fin ha llegado, camaradas —declaró a sus compañeros del Politburó—, la tormenta que hemos estado esperando con impaciencia tantos años… La Revolución alemana significa el derrumbamiento del capitalismo mundial».[12]

Moscú envió, en consecuencia, a una serie de expertos con el cometido de dirigir el levantamiento, y entre ellos al subdirector de la OGPU, cuya misión consistía en constituir una organización similar en Alemania destinada a aplastar los movimientos contrarrevolucionarios. Con todo, las esperanzas de la cúpula soviética no eran más que una ilusión vana: los comunistas alemanes constituían una pequeña minoría de la clase obrera del país, y nadie obedeció la orden de levantamiento el 23 de octubre, a excepción de los estibadores de Hamburgo, quienes disponían de las armas que, de manera encubierta, les habían enviado por barco desde Petrogrado. A las autoridades apenas les costó reprimirlos, y Lenin hubo de recibir la noticia de que no se había cumplido su predicción favorita. Aun cuando era incapaz de hablar con coherencia, su mente seguía rigiendo con bastante normalidad, por lo que la nueva debió de suponer otro duro golpe para él.

Olga Chejova, mientras tanto, estaba concentrada en su carrera profesional. Tras el éxito obtenido por su interpretación de la baronesa Safferstädt en la película Schloss Vogelöd de Murnau, actuó en más de cuarenta obras de cine mudo durante la década de 1920. Asimismo se esforzó por perfeccionar su alemán y perder su marcado acento ruso, lo que le permitiría actuar también en un escenario teatral y, en 1930, hacer su primera película sonora.

Las obras más polémicas de sus inicios fueron Der Todesreigen («La danza de la muerte») y Tatyana. Ambas son de 1922 y están ambientadas en la Revolución rusa. En la primera, Olga Chejova interpreta a una joven aristócrata rusa que se enamora de un revolucionario y de la Revolución, si bien las terribles escenas de miseria y sordidez representadas en la película resultaron demasiado vívidas para los comunistas alemanes. En una de las más famosas, los guardias rojos apresan a Olga y la maltratan. Durante el estreno, el teatro fue atacado por izquierdistas que gritaban a coro: «¡Abajo el anti-bolchevismo!», y provocaron no pocos disturbios.[13] La actriz evitó hacer comentarios acerca de estos acontecimientos, aunque lo cierto es que tan interesante momento de su trayectoria profesional no puede sino suscitar preguntas en torno a su intención de colaborar con Liev y con el servicio de espionaje soviético.

Olga quería ayudar a los miembros de la familia que habían permanecido en Rusia y a Liev, que también lo necesitaba, habida cuenta de su antigua pertenencia a la Guardia Blanca. Asimismo estaba dispuesta a hacer salir a su hija de Rusia, una vez que había logrado una vida mejor para sí en Alemania. En su país de adopción la admiraban y la tomaban en serio, lo que suponía un cambio muy positivo después de la actitud paternalista con que la habían tratado Misha y el círculo del Teatro del Arte de Moscú. Sus tendencias políticas, tal como reconoció el servicio de inteligencia soviético en 1945, eran, en esencia, las de una conservadora chapada a la antigua. Sin embargo, existían razones pragmáticas para considerarla adecuada para convertirse en una «camarada» más.[14]

Después de rodar Der verlorene Schuh, basada en el cuento de Cenicienta, Olga Chejova encarnó a una joven pescadera en Das Meer, película ambientada en una isla bretona cercana a la costa de Brest. A este papel lo siguió el que interpretó en Nora, una adaptación de Casa de muñecas, de Ibsen, que fue objeto de excelentes críticas. Sin embargo, poco después, en diciembre de 1923, ella y su hermano recibieron noticia de Moscú de que su padre se encontraba gravemente enfermo. Liev decidió regresar de inmediato, y llegó justo a tiempo, ya que Konstantin Knipper murió el 6 de enero de 1924. El compositor avisó a la tía Olia, que se hallaba en Nueva York, con un telegrama en alemán que rezaba: «Papá muerto 6 enero. Leo».[15]

Asimismo, le escribió una extensa carta en la que describía los últimos días de su hermano. Konstantin Knipper había sufrido accesos de delirio durante los que había dado en hablar de su trabajo y pronunciar discursos. Con todo, a la postre tuvo una muerte plácida. De hecho, a Liev le había irritado que su tío Vladimir llegara «sollozando como un niño», con lo que «rompió nuestra armonía». El ex marido de Olga, Misha, acompañó a Lulu y a Liev Knipper junto al lecho de muerte de Konstantin. «Estaba viviendo uno de los instantes más hermosos de mi vida —seguía diciendo su hijo—. Notaba, en todo momento, la presencia de papá. No siento dolor: estoy feliz por él. No son muchas las personas que mueren de un modo tan apacible y puro. Misha y yo lo lavamos y lo vestimos. Lo hicimos todo con nuestras propias manos: no dejé que mamá hiciera nada. Él parecía estar aún vivo, y su cuerpo seguía estando cálido. Me dio la impresión de que todavía respiraba. Estaré eternamente agradecido a Misha por el impagable apoyo moral que nos ha brindado. Esto es algo que jamás olvidaré. Tiene una alma íntegra y generosa».[16]

Después de que partiera Misha, Liev permaneció a lado de su madre, Lulu, quien sentía que todo lo que le quedaba tras la muerte de su esposo era la hijita de Olga. No deseaba ir a Berlín, aunque tampoco quería separarse de su nieta, a la que su madre reclamaba en esos momentos. En consecuencia, Liev le dijo que debía mudarse a Alemania.

En la citada carta a la tía Olia, pasaba, sin más preámbulos, a hablar del futuro. «Ahora, cambiaré por entero de tema. Ya sabes a lo que me refiero: al dinero… Mi felicidad se cifra en mi arte, mi trabajo. He dado un gran paso adelante durante los dos últimos meses. Un año más, y seré capaz de volar con mis propias alas. Sin embargo, en estos momentos no quiero trabajar por dinero. He escrito un foxtrot y lo he vendido por cincuenta rublos, pero ha resultado una experiencia muy dura y desagradable. Querida tía Olia, perdona, por favor, que te lo pida así. Sé que no te gusta, pero ya me conoces. Necesito dinero con desesperación: el funeral (muy modesto) nos va a costar entre doscientos y doscientos cincuenta dólares. Voy a tomarme un descanso con mis clases y tratar de reunir fondos. Con todo, el problema no es tanto mío como de mamá. [Olga], por supuesto, nos enviará algo, pero no será mucho. Por favor, no llores, no te aflijas: la muerte es hermosa; ahora se me ha hecho evidente por vez primera. No es más que una celebración grande y misteriosa». Así acababa su escalofriante carta.

Una vez atendidos los problemas familiares, Liev no hubo de perder mucho tiempo en tratar de establecer su supremacía en el ámbito de la música moderna en una ciudad aislada de todos los avances que se estaban produciendo en el extranjero. Compositores, directores y músicos quedaban pasmados ante aquella joven aparición llegada de allende las fronteras del país. Sus opiniones —por no hablar de sus pantalones y sus zapatos de golf— los dejaban boquiabiertos. «Todo el mundo era tan formalista en aquel tiempo… —escribió el director E. A. Akulov casi setenta años después—. Recuerdo el regreso de Berlín de Liovushka Knipper. Estábamos todos sin blanca y parecíamos desastrados gatos callejeros tras una pelea, y él llegó calzando unos zapatos increíbles y nos dijo: “Uno no puede escribir música así”. Teníamos los ojos clavados en aquellos increíbles zapatos con festones de piel, en aquellos impensables pantalones, y nos convencimos de que los acordes mayores habían sido abolidos en todo el planeta».[17]

En Berlín, mientras tanto, la carrera profesional de Olga gozaba de un éxito que se le hacía punto menos que agotador. Alemania se hallaba sumida en una atroz crisis económica, y el pueblo, por lo tanto, necesitaba con desesperación olvidar sus preocupaciones y la conmoción provocada por la derrota sufrida en la primera guerra mundial. Los estudios de Babelsberg habían funcionado, en un principio, al máximo de su capacidad; sin embargo, la situación financiera no tardó en reducir la producción en un 50 por 100 cuando la inflación hizo que se desplomase el valor del dinero. Por fortuna, y a pesar de la demanda de espectáculos que permitiesen al público evadirse de la realidad, la nueva industria atrajo a brillantes directores procedentes del mundo del teatro deseosos de experimentar. Muchos llegaron de Viena, que tras la caída del Imperio austro-húngaro se había convertido en un hermoso armazón huero de significado que no les ofrecía posibilidad alguna.

Tras interpretar el papel que daba título a Nora, Olga Chejova trató de producir su propia película, Die Pagode, mas no tuvo demasiado éxito comercial. Estaba resuelta a no dejar escapar ninguna oportunidad, lo que la llevó a aceptar casi cualquier papel que le proponían, hasta llegar incluso a cinco o seis películas al año. Las más de las veces había de representar a estereotipadas damas de sociedad, aunque lo cierto es que se mostraba ingeniosa en extremo a la hora de encarnar al personaje: casi se podría decir que cambiaba de cara a voluntad según cuál interpretase. Si se comparan fotogramas de una docena de películas suyas, resulta difícil asegurar que es la misma actriz la que aparece en todas, aun cuando sepamos de antemano que así es. No se trata sólo de la diferencia en el peinado o el color del cabello: da la impresión de que conseguía mudar los rasgos de su rostro.

También hizo cuanto estuvo en sus manos por obtener el máximo provecho de la publicidad, para lo cual se sirvió de entrevistas, artículos y sesiones fotográficas. Se había trasladado a un apartamento algo más espacioso, sito en el número 21 de la Berchtesgadener Strasse, en el distrito berlinés de Schönberg, bien que, tal como había señalado la tía Olia en una de sus cartas, Olga carecía de tiempo para relacionarse con nadie, dado su extenuante ritmo de trabajo. Por otra parte, es de suponer que, tras la sensación de desamparo que la había invadido al derrumbarse, en plena Revolución, su matrimonio con Misha, no se sentía atraída por la idea de volver a depender de un hombre nunca más. Este hecho la hizo tornarse por demás cautelosa a la hora de relacionarse con sus pretendientes más allá del coqueteo que exigían las buenas maneras. Estaba determinada a ganar el dinero necesario para evitar encontrarse de nuevo en tal estado de vulnerabilidad, idea que debió de tomar más fuerza aún a resultas de la impotencia generalizada que provocó la terrible inflación de 1923.

La consiguiente inutilización del dinero ahorrado había ocasionado un daño considerable a las clases medias alemanas, tanto en lo psicológico como en lo financiero. El sector occidental de Berlín se hizo famoso por el elevado número de apartamentos de gran tamaño pero oscuros y deprimentes que se convirtieron en casas de huéspedes a manos de viudas de guerra arruinadas. De cualquier modo, lo cierto es que, una vez que la moneda acabó por estabilizarse gracias a una osada iniciativa del gobierno de Weimar, las perspectivas económicas comenzaron a cobrar nueva vida, al menos para quienes tenían posibilidad de encontrar un empleo.

El febril regocijo que caracterizó a la década de 1920 —y que convivió con tasas espantosas de desempleo y miseria— tenía algo de danza macabra concebida para desterrar todo recuerdo de la situación provocada por el reciente conflicto bélico. Los vestidos breves y atrevidos que tanto habían escandalizado a la tía Olia en Nueva York se habían convertido en artículos muy solicitados por las mujeres que podían permitírselo. Olga Chejova, que había superado ya la etapa en la que hubo de pedir ropa prestada, se había aficionado también a la melena corta o, como la llamaban los alemanes, Bubikopf, expresión que significa, literalmente, «cabeza de muchacho».

Una vez que hubo adquirido un dominio aceptable del idioma, Olga se las compuso para obtener un contrato de un año en el Renaissance-Theater de Berlín. No hay duda de que embaucó a la dirección de la entidad con la afirmación, totalmente falsa, de que había pertenecido al célebre Teatro del Arte de Moscú. No obstante, siguió yendo en coche, todas las mañanas a primera hora, a Babelsberg para rodar, lo que hacía del suyo un día muy largo. Como contrapartida, claro está, su poder adquisitivo se incrementó de un modo considerable, de tal modo que pronto estuvo en condiciones de comprarse un flamante Talbot descapotable de enormes estribos, tal como se estilaban entonces. Pudo permitirse incluso los servicios de un chófer, si bien a menudo prefería llevar el volante ella misma. A todas luces, Olga Chejova se deleitaba con la idea de empuñar, al fin, las riendas de su propia vida.