BERLÍN Y MOSCÚ A PRINCIPIOS DE LOS AÑOS VEINTE
El Teatro del Arte de Moscú vivió, en efecto, una época lamentable en ausencia del grupo de Kachalov, y el aprecio de Lenin no libró a sus componentes de sentirse acosados bajo el nuevo régimen. El Proletkult había instado la abolición de toda manifestación dramática prerrevolucionaria, y el más influyente de los nuevos críticos, Vladimir Blum, solía referirse al Teatro del Arte como «portaestandarte de la burguesía».[1] Aun el mismo Stanislavski albergaba sentimientos contradictorios en relación con la obra de Chejov después de los horrores de la guerra civil. «Cuando representamos la despedida de Masha en Las tres hermanas, no puedo menos de sentir vergüenza —escribió a Nemirovich-Danchenko—. Después de todo lo que hemos pasado, resulta imposible llorar porque un oficial se marche y deje atrás a su dama».[2]
La única producción nueva realizada durante los años de la Revolución y la guerra civil había consistido en un desastroso intento de poner en escena el Caín de Byron por parte de Stanislavski. Meyerhold, el director más vanguardista de todos, salió en su defensa y alabó la valentía que había demostrado al representar una obra tan ambiciosa, pero no hizo sino predicar en el desierto.
La suerte del Teatro del Arte en el ámbito artístico sólo empezó a mejorar a principios de la primavera de 1921. Como quiera que Kachalov, su primer actor, seguía fuera del país, se optó por confiar el papel protagonista del Erik XIV de Strindberg a Mijail Chejov. La obra, estrenada el 29 de marzo, dio pie a no pocas controversias. El más porfiado oponente del Teatro del Arte de Moscú habló, al referirse a la interpretación de Misha, de «la misma marioneta, tontita y chata, de siempre».[3] Sin embargo, el tono de la mayoría de las críticas fue laudatorio. El actor había afrontado el reto con una interpretación digna de un genio.
Aquel otoño, Stanislavski dio a Misha el papel del protagonista en El inspector, de Gogol, y con él, una oportunidad más de desarrollar el teatro de lo grotesco que Stanislavski definía como «la justificación vívida, externa, audaz de un enorme contenido interior, tan exhaustivo que raya en la exageración».[4] Misha había encontrado la horma de su zapato: el Hamlet que representó después supuso un éxito aún mayor.
Su primo Serguei Chejov calificó el papel de «inolvidable». Más tarde describió así su reencuentro con Misha: «Acabada la obra, me puse en pie para aplaudir, como hicieron todos los demás allí presentes. Cuando él salió a saludar, me vio y, al reconocerme, me regaló, desde detrás del maquillaje que lo caracterizaba como Hamlet, aquella sonrisa tierna de Misha. Luego me invitó a ir a verlo». A Serguei lo alegró encontrárselo «bien arreglado, vestido con mucho gusto y con un aspecto excelente», muy al contrario de como lo había visto en el funeral de Volodia.[5]
Entre bastidores, Misha supo que Serguei acababa de llegar a Moscú desde Taganrog, ciudad natal de los Chejov, y no tenía lugar donde alojarse. Ansioso por hablar con él de parientes como la tía Masha e intercambiar recuerdos de juventud de antes de la Revolución, el actor no dudó en invitarlo a quedarse con él y su esposa, Xenia, en el apartamento que poseían cerca de la calle Arbat. Aparte de los dormitorios, disponía de un comedor, donde instalaron a Serguei, en un sofá situado tras un biombo, y un salón redondo al que no faltaba un pequeño escenario con un telón de lona. Allí había impartido sus cursos el Estudio Chejov, y a la sazón ensayaban los jóvenes actores que pululaban en torno a Misha. Tenían incluso a una ama de llaves que cuidaba de ellos y les cocinaba, algo que, en un tiempo de agitación anti-burguesa como aquel, sólo se le podría haber ocurrido a él.
«Estoy hospedado en casa de Misha, cuya hospitalidad no conoce límites —escribió Serguei a sus padres en marzo de 1922—. Su mujer es una persona muy dulce y amable. Además de nosotros, viven aquí seis jóvenes que convierten el lugar en algo semejante a una comuna. Enseguida me han hecho sentirme parte de la familia. Ya estoy mucho menos delgado».[6]
Quien tal cosa afirmaba había llegado a Moscú punto menos que muerto de hambre. La región de Taganrog había sufrido lo indecible durante el Terror rojo que siguió a la caída de los ejércitos de Denikin. Acosado a todas horas por unas ganas compulsivas de comer, Serguei acostumbraba mirar de hito en hito la mantequilla o cualquier cosa dulce que hubiese encima de la mesa, y Misha y Xenia, conscientes de ello, no dudaban en acercárselo. Con todo, el mejor regalo de todos era, a su entender, el pan negro. Éste se guardaba en una estufa cercana al lugar del comedor en que dormía, y de noche podía percibir todo su aroma. Incapaz de resistirse a sus antojos, arrancaba pedazos para comérselos, atormentado por la culpabilidad, aun a pesar de que sabía que lo perdonarían. Misha, que aún no había sido capaz de superar su adicción al alcohol, sería, sin duda, el primero en comprender su debilidad.
«Xenia Karlovna idolatraba a Misha —escribió de ella—. En cierta ocasión, lo oí entrar en su dormitorio después de bañarse. Minutos más tarde se abrió la puerta de mi habitación, y Xenia me llamó diciendo: “Serguei, ven. Mira qué cuadro tan encantador”. Misha estaba tumbado en la cama y cubierto con un edredón. Su cabello negro ofrecía un claro contraste con el blanco de la almohada. Su boca dibujaba una sonrisa traviesa, y Xenia permaneció de pie al lado de la cama, con las manos juntas, casi como si estuviese orando, maravillada ante la contemplación de su marido».
El actor disfrutaba gastando bromas a su esposa. A veces, sacaba un retrato de Olga y se la enseñaba para decirle relamiéndose: «Xenia, mira qué hermosa era mi primera mujer». Turbada, ella trataba de arrancarle la foto de las manos sin dejar de exclamar: «¡Misha! ¿No te atreverás…? ¡Misha, dámela!».
Cierto hermoso día de primavera, el matrimonio decidió salir a pasear por Moscú, e invitó a Serguei a unirse a ellos. Éste dejó constancia de cómo se volvían los viandantes para mirar a Misha, sonriendo al reconocerlo. «Que no te cause sorpresa —señaló ella, feliz por su marido—. Ahora eres el actor más famoso de todos».
Por grande que fuese la celebridad alcanzada por Misha en Moscú, no cabe pensar que su primera esposa, Olga, hubiese conservado una fotografía suya. Su principal preocupación, aparte de su propia carrera profesional, era cómo sacar a su madre y su hija de la recién constituida Unión Soviética. Entre tanto, se concentraba en el aprendizaje de la lengua alemana y en su trabajo en los estudios UFA, situados en Babelsberg.
La Universum-Film AG había surgido en 1917 bajo los auspicios del estamento militar, concebida para producir películas de propaganda, tanto noticiarios como largometrajes, para los Feldkinos («cines de campaña») que instalaba el ejército alemán en la retaguardia para recreo de los soldados. El mariscal de campo Ludendorff había favorecido con entusiasmo el proyecto, que dependería del capital privado proporcionado por importantes industriales. Ni siquiera la derrota de 1918 supuso mucho más que un mero alto en una cadena de producción de largometrajes que comenzó con obras de Ernst Lubitsch protagonizadas por Pola Negri. Madame Dubarry, realizada en 1919, tuvo tanto éxito, así en Alemania como en el extranjero, que Hollywood no dudó en tentar a la actriz para que se trasladase a Estados Unidos.
Para Olga Chejova, la protección de Pommer y el éxito de su primera película con Murnau en plena época de expansión de los estudios UFA supuso un verdadero golpe de suerte. El productor no tardó en construir el mayor complejo cinematográfico que hubiese visto Europa, un lugar en el que trabajaban, en su mejor época, unos cuatro mil empleados. Gracias a directores como Lubitsch, Murnau y Fritz Lang, que hizo allí Metrópolis entre 1925 y 1926, el cine alemán fue capaz de acaparar la atención de todo el orbe. Estrellas y directores atraían el interés de Hollywood, cuyas producciones recibieron una considerable influencia de lo que había iniciado Pommer.[7]
La tía Olia y Liev regresaron, por fin, a Moscú con el grupo de Kachalov en mayo de 1922, después de pasar por Escandinavia. En ninguna de sus cartas se hace mención alguna a un encuentro con Olga en Berlín, si bien lo cierto es que llegaron a ponerse en contacto con ella. En la comunidad de emigrados, las noticias corrían de boca en boca con demasiada eficacia para que ésta no hubiese sabido de la llegada de su tía. Asimismo, parece ser que Serguei Bertenson, director de escena del Teatro del Arte durante la gira, la conoció y se enamoró locamente de ella.
En Moscú, por otra parte, la sola mención, aun en voz baja, de la palabra exiliado bastaba para poner en guardia a quien la oía. En consecuencia, Kachalov y sus compañeros hubieron de afrontar, consternados, el hecho de que no fuera nadie a recibirlos a la Estación de Bielorrusia. De igual modo, cuando las dos partes del Teatro del Arte volvieron a reunirse al fin, parece que no fue poco el malestar en uno y otro lado. Lenin, por su parte, podía permitirse obviar estos escrúpulos políticos. «¡Por fin! —dicen que exclamó al tener noticia de su regreso—. Será interesante descubrir su reacción ante la nueva Rusia y el nuevo Moscú. Son gente sensible. Y en todo caso, nuestro público se alegrará de poder verlos de nuevo».[8] Huelga decir que se trataba de una opinión muy personal: el dirigente soviético prefería, si duda, las viejas producciones del Teatro del Arte de Moscú a las fanfarronadas del Proletkult que con tanto ardor había abrazado Lunacharski. No deja de ser una paradoja interesante que él, que luchaba por el exterminio de la burguesía, profesase tal apego a las obras de Antón Chejov. De hecho, no habría de pasar más de una década para que Stalin mostrara su adoración por Los días de los Turbin, de Bulgakov, obra que sus comisarios de cultura tacharon de reaccionaria, cuando no de contrarrevolucionaria. Él, empero, iría a verla no menos de quince veces al Teatro del Arte de Moscú.
La tía Olia actuó con gran cautela a la hora de expresar su reacción ante la nueva Rusia. El Moscú con que se encontró distaba mucho, claro está, del que tanto había anhelado durante su estancia en el extranjero. Aun así, nada la impresionó tanto como descubrir el nutrido número de amigos que había muerto en su ausencia. «Por fin me encuentro en Moscú, después de tres años de continuo errar —escribió a su cuñada a Crimea— y, de momento, puedo decir que me alegro de estar en Rusia. No sé cómo me sentiré después».[9]
El objeto principal de esta carta redactada a vuelapluma era hacer llegar a Masha, aprovechando los servicios de un mensajero digno de confianza, hermano del poeta Osip Mandelstam, las ganancias derivadas de la puesta en escena de las obras de Chejov en el extranjero. «Hasta anoche no supe que Yevgeni Emilievich [Mandelstam] piensa dirigirse hoy a Crimea. En agosto partiremos con el teatro hacia Estados Unidos, donde vamos a permanecer un año». La cantidad que debía llevar el mensajero en pago por los derechos de autor consistía, en su mayor parte, en marcos alemanes; el resto eran «limones», nombre jocoso aplicado a los billetes soviéticos de la época, depreciados a causa de la inflación, por la semejanza fonética que guardaba con millón el nombre del fruto.
Uno de los placeres que deparaba a la tía Olia su regreso al número 23 del bulevar Prechistenski era ver a sus dos sobrinas nietas, hijas de Olga y Ada. El apartamento, amplio en comparación con el resto de viviendas de la Rusia soviética, proporcionaba alojamiento, dada la compulsiva generosidad de su dueña, a no pocos miembros de su numerosa familia.
Ella era la única que tenía habitación propia. Su sobrino Vova, hijo de Vladimir, describe así la pieza: «Había una camita en el rincón del fondo, detrás de un biombo de seda, con una colcha de piel de zorro rojo, un lavamanos de mármol y un armario con espejo. Al lado de la ventana había un escritorio pequeño y una mesita redonda antigua con varios sillones».[10] Debía de ser una estancia espaciosa, por cuanto contenía también un piano de cola, del que más tarde se serviría Liev para componer, y la piel de un oso polar extendida en el suelo. En una de las paredes había dos librerías cerradas con puertas de cristal y llenas de publicaciones que le habían ido regalando sus amigos. En una de ellas, Gorki había escrito la siguiente dedicatoria: «Para ti, Olga Leonardovna. Me hubiese gustado encuadernar este libro con el tejido de mi corazón, pero mi señora se habría puesto hecha una fiera. Eres guapa, buena, dulce y tienes talento. Podría decirte muchas más cosas, pero prefiero darte un silencioso apretón de manos de todo corazón».[11]
A instancia suya, se había instalado en el apartamento Sofía Chejova —la madre de su sobrino Volodia, que se había suicidado en 1917— después de enviudar, y también vivían allí su hermano Konstantin, demasiado enfermo a la sazón para regresar a su ocupación de ingeniero ferroviario; su esposa, Lulu; Ada, y las dos pequeñas. [12] Liev también se presentaba, de vez en vez, para quedarse una temporada. La tía Olia, sin embargo, sólo conocía, al parecer, una de las dos caras de su adorado sobrino.
«Cuando regresé a Moscú —escribió él mucho después—, me resultó imposible seguir luchando con mi pasión por la música».[13] Tenía entonces veintitrés años. En un principio, su familia se mostró por demás escéptica. Su tía, su padre y su tío Vladimir, el cantante de ópera, se sentaron a deliberar, como si formaran parte de un jurado, para ver si tenía talento alguno como pianista o compositor. Su veredicto fue «muy desalentador»; trataron de persuadirlo a renunciar a sus planes de futuro, pero él no tenía intención de ceder.
A pesar de haber participado en tan desfavorable fallo, la tía Olia no pudo sustraerse a la voluntad de ayudarlo. En consecuencia, le presentó a Yelena Gnesina, directora de la escuela de música más célebre de Moscú, quien lo contrató en calidad de administrador del edificio. Liev aseguraría más tarde que, dada su condición de «blanco», no pudo ser admitido como alumno oficial, razón por la que Gnesina le ofreció un puesto de trabajo y le dio clases particulares. En realidad, el único problema consistía en que, a sus veintitrés años, era demasiado mayor para una escuela a la que asistían estudiantes cuyas edades estaban comprendidas entre los siete y los diecisiete. «Aquellos fueron años difíciles», escribió hacia el final de su vida; sin embargo, sus memorias son tan falsas como las de su hermana Olga, por más que él no se deje llevar por las fantasías que caracterizan a las de ella.
Según el general Pavel Sudoplátov, director del servicio de espionaje, y otras fuentes soviéticas, «después de que volviese a Moscú en 1922, [Liev Knipper] fue entrevistado en muchas ocasiones por los órganos de seguridad del estado» —lo que en ese momento quería decir la recién constituida OGPU, precursora de la NKVD y, más tarde, el KGB—. Su condición de «antiguo oficial de la guardia blanca» no le dejó más alternativa que obedecer. Sin acceder a toda una serie de archivos que permanece cerrada a cal y canto, resulta imposible determinar si lo obligaron a reclutar a su hermana, afincada en Berlín, en aquel mismo momento o más adelante. Con todo, al decir del profesor Anatoli Sudoplátov, hijo del mencionado general, que conocía a los encargados de supervisar la labor de Liev, «en la década de los veinte, [Olga Chejova] era una figura fundamental a la hora de organizar cualquier tipo de encuentro entre los distintos exiliados rusos en Alemania». Sea como fuere, lo cierto es que Liev iba a visitarla con bastante frecuencia, si bien ninguno de los dos habló nunca de ello, ni siquiera con sus familiares. Todo apunta a que Liev Knipper «mantuvo, ayudado por la NKVD, contactos regulares con Olga Chejova durante la década de 1930».[14]
En un principio, Liev pudo haber considerado su relación con la OGPU un juego fascinantemente peligroso. Al parecer experimentó, por aquellas fechas, un aumento de su autoestima: había superado su debilidad infantil y sobrevivido a la guerra civil, tenía un enorme atractivo físico y gozaba de la admiración de muchas mujeres, y en especial de la de su tía, una de las figuras más respetadas de la vida cultural en Rusia. Tal vez su nueva vida secreta lo alentó a pensar que podría adoptar las maneras y novedosas ideas artísticas europeas mientras hacía caso omiso de los aburridos dictados del Proletkult. Con todo, su arrogancia juvenil debió de hacer que subestimase los posibles peligros. En calidad de miembro de la Guardia Blanca, se encontraría por siempre en poder de sus superiores, y tendría que denunciar a amigos y compañeros artistas. El suyo fue, quizás, el caso de quien se niega a ver que está vendiendo su alma y, más tarde, cuando por fin ha parado mientes en la amarga verdad, debe convencerse de la existencia de razones más elevadas. Aunque tampoco debe descartarse, por otro lado, la posibilidad de que una parte de su carácter se sintiese atraída por aquel trabajo. Liev era una persona por demás susceptible, incapaz de olvidar un desaire, real o imaginado. Su aspecto exterior, sobre el que ejercía un dominio total, escondía, según algunos de los que lo conocían, profundos resentimientos.
A la tía Olia le impresionaba y le preocupaba, al mismo tiempo, la dedicación de Liev a sus estudios musicales. «Liev acaba de llegar —escribió en cierta ocasión—. Se ha sumergido de pleno en su música, con tanta dedicación que a punto ha estado de agotarse. Ha perdido seis kilos, y el médico le ha prohibido seguir trabajando hasta que haya descansado y recuperado peso».[15]
Según el propio Liev, una vez aprendidos los rudimentos teóricos, comenzó a centrarse en la armonía aquel mismo mes de agosto. Asimismo, dedicaba todo su tiempo libre a componer. El exceso de trabajo desembocó, a su decir, en una reaparición de su tuberculosis infantil, hasta el punto de que «un comité de expertos determinó que no sería posible curarme».[16] Apenas quedaba un mes para que buena parte del Teatro del Arte de Moscú partiese de gira hacia la Europa occidental y Estados Unidos. La iniciativa formaba parte de los empeños del régimen bolchevique por normalizar las relaciones con el extranjero y restablecer los lazos comerciales una vez acabada la guerra civil. La tía Olia consiguió que Liev se uniera al viaje, de tal modo que pudiesen tratarlo especialistas berlineses.
El que un oficial de la Guardia Blanca obtuviese un permiso para regresar a Berlín en tan poco tiempo resultaba, cuando menos, sorprendente. Sin embargo, habría resultado difícil encontrar una tapadera mejor para una misión secreta.[17] El cometido de Liev consistía en ponerse de nuevo en contacto con su hermana Olga e informar de las actividades que estuviesen llevando a cabo en Alemania los exiliados blancos mientras reanudaba allí sus estudios musicales. «De cuando en cuando —escribiría, enigmático, el general Sudoplátov— nos servíamos de los contactos de Liev Knipper con los emigrados».[18]
Este fue un intenso período de operaciones secretas en el extranjero, organizadas por el INO (Inostrannii Otdel), el Departamento Exterior de Espionaje de la OGPU. Lejos de conformarse con la destrucción de los ejércitos blancos, Lenin estaba resuelto a perseguir todo acto contrarrevolucionario emprendido fuera de sus fronteras. En diciembre de 1920, Félix Dzerzhinski, fundador de la Cheka, había comenzado a organizar operaciones contra grupos de exiliados en Francia y Alemania.[19] Sólo Berlín ofrecía asilo a doscientos mil refugiados blancos.[20]
Era frecuente que se tomase como rehenes, mediante arresto domiciliario, a familiares de los exiliados más destacados, y enseguida se reclutó a agentes para llevar a cabo operaciones en el extranjero con objeto de infiltrarse en organizaciones de emigrados y secuestrar a sus dirigentes. Una de las iniciativas más retorcidas consistió en crear falsas organizaciones blancas en el interior de Rusia con el fin de atrapar a los enemigos del régimen. Estas actividades contaban con la máxima prioridad. Durante la primera década de vida del INO, «su principal objetivo en el extranjero siguió siendo el movimiento de la Guardia Blanca».[21]
Este último estaba dirigido, desde París, por la ROVS (Unión de Servicios Conjuntos Rusos), encabezada por el general Kutepov, secuestrado más tarde —en enero de 1930— en la capital francesa por agentes de la OGPU. Al general Miller, uno de sus sucesores, lo hicieron desaparecer en diciembre de 1936. Drogado y oculto en un baúl, lo llevaron de nuevo a la Unión Soviética para interrogarlo, torturarlo y ejecutarlo. El mundo de los rusos blancos emigrados constituía, a principios del decenio de 1920, un entorno político resbaladizo infestado de espías y agentes dobles, y la mayoría de éstos trabajaba para la OGPU. Abrumados por la nostalgia, los emigrados en París y Berlín —muchos de los cuales eran oficiales de buena cuna que se habían visto forzados a trabajar como taxistas nocturnos— estaban dispuestos a traicionar a sus mejores amigos con tal de obtener lo que pensaban que sería una garantía de salvoconducto para regresar a casa.
De Liev, sin embargo, no se esperaba que tomara parte en los secuestros. Su cometido consistía en identificar a los exiliados —y en especial a los de la esfera intelectual— que pudiesen ser persuadidos a regresar a la patria soviética en calidad de ciudadanos sumisos. Todo parece indicar que desempeñó un papel discreto, aunque no por ello menos importante, en el suministro de información relativa a escritores como Alexei Tolstoi, antiguo oficial blanco —al igual que el propio Liev— autor de El zar Fiodor, obra que tanto éxito había reportado al Teatro del Arte de Moscú en sus comienzos y con la que Olga Knipper-Chejova se dio a conocer e hizo, además, que Antón Chejov se fijase en ella.[22] Tolstoi, que llegó a ser conocido como el Conde Rojo, recibió, en 1923, permiso para regresar en calidad de «expatriado arrepentido», y jamás defraudó al Kremlin. De hecho, las autoridades le concedieron la dignidad de príncipe de las letras soviéticas tras la muerte de Gorki.
La comunidad de exiliados políticos en Berlín era más semejante a una colonia, lo que se debía, en buena medida, a que estaba concentrada en el centro occidental de la ciudad. Los berlineses, en tono de chanza, llamaban a la Kurfürstendamm la «Nopski Prospekt»,[23] en tanto que Charlottenburg se conocía como «Charlottengrado». Los escritores, entre quienes se encontraban Vladimir Nabokov, Ilia Ehrenburg y Boris Pasternak, frecuentaban los cafés de la zona, como el Prager Diele, del mismo modo como harían más tarde en Saint-Germain los existencialistas franceses. Existían alrededor de doscientos diarios, revistas y otras publicaciones periódicas en ruso, amén de cierto número de editoriales rusas e incluso un instituto de enseñanza secundaria. Con todo, esta comunidad, ya precaria a la sazón, habría de quedar devastada y dispersa en cuestión de una década a resultas de la crisis económica y el desempleo provocados por el crash de Wall Street.
Las sesenta personas que componían el grupo del Teatro del Arte de Moscú de gira por Europa —entre quienes se hallaba un discreto Liev— llegaron a Berlín a finales de septiembre de 1922. Desde Petrogrado, habían surcado las aguas del Báltico para llegar a Stettin tras enfrentarse a inclementes tormentas. La mayoría se encontraba enferma y extenuada cuando tomaron el tren a Berlín, adonde había llegado Stanislavski una semana antes.
Éste había empezado ya a sentirse nervioso: le resultaba aún más difícil relajarse en el extranjero que en su hogar de Moscú. Los pormenores de la gira habían estado a cargo del empresario Morris Gest, quien, además, tenía grandes dotes de publicista. Él fue el responsable de que Stanislavski, ya avergonzado por el aspecto que le confería el ajado abrigo que llevaba puesto, se viese asaltado, al bajar de su vagón en la estación de la FriedrichStrasse, por los fogonazos de los fotógrafos y por no pocos operadores armados de tomavistas. Tuvo incluso que repetir el momento en que salía de la estación a fin de facilitarles el trabajo.
No ignoraba, en absoluto, la importancia de la empresa ni su carga política. Lo más probable era que, fuera de Rusia, los considerasen representantes del régimen que había asesinado al zar y a sus hijos. Mas, por otra parte, cualquier comentario pacificador que hiciesen en el extranjero podría interpretarse, en su propio país, como «contrarrevolucionario». El que Lenin y Lunacharski hubiesen dado el visto bueno a aquella gira por el extranjero no garantizaba en absoluto un regreso seguro.
La compañía no empezó con buen pie en Berlín. Cuando Stanislavski se disponía a hacer que los actores perfilasen a sus respectivos personajes para poner en escena El zar Fiodor, se encontró con que no podían ensayar a sus anchas en el teatro, porque tenían que compartirlo con otra compañía. Max Reinhardt, ilustre empresario de la época, salió en su ayuda ofreciéndole los escenarios de su propia compañía. Stanislavski insistió en que no se desaprovechase un solo minuto, toda vez que, pese a haber formado parte del repertorio del Teatro del Arte durante casi un cuarto de siglo, la obra llevaba tiempo sin ser representada y necesitaba un buen arreglo.
Durante el ensayo técnico del 24 de septiembre, Stanislavski se sentó en la platea. El momento de mayor dramatismo coincidía con el tañido de las campanas del Kremlin; sin embargo, en aquella ocasión sólo pudo percibir un sonido de hojalata. «Y ¿cuándo vamos a oír el repique de verdad?», gritó desde la oscuridad en que se hallaban sumidas las filas desiertas.[24] Al parecer, alguien había decidido, a sus espaldas, dejar la campana principal en Moscú, ya que su tonelada y media era demasiado para una gira por Europa y América. Los nervios reprimidos del director estallaron entonces en un berrinche magistral. Insistió en que debía anularse la representación, hasta que uno de los tramoyistas propuso suspender del techo una sierra circular de gran tamaño, que, si golpeaban de un modo correcto, podría hacer las veces de campana. Entonces reunieron varias de éstas, procedentes de un taller cercano, a fin de hacer la prueba. Al cabo, Stanislavski quedó convencido, y la representación siguió su curso.
En tanto que los verdaderos integrantes del Teatro del Arte de Moscú centraban sus esfuerzos en El zar Fiodor, Liev Knipper eludía su «tratamiento intensivo». Es evidente que vio a su hermana Olga, en aquel momento y más tarde, durante los quince meses que permaneció en Alemania. El joven pasó parte de este tiempo en un sanatorio de Friburgo, donde no desaprovechó la oportunidad de componer que le ofrecía el piano instalado en su habitación, y el resto vivió en Berlín. No cabe dudar, en absoluto, de su arrebatadora pasión por la música, y lo cierto es que la OGPU le había concedido la extraordinaria oportunidad de vivir en Alemania y estudiar allí composición moderna. Resulta imposible determinar hasta qué punto fue eficiente en cuanto espía de la comunidad rusa de la capital, aunque es innegable que debió de obtener algunos resultados, ya que la citada organización y, más tarde, la NKVD le permitieron salir al extranjero en repetidas ocasiones.