LA FAMILIA DISGREGADA
Parece un milagro que en aquel tiempo de guerra civil y caos en los medios de comunicación llegasen cartas a sus destinatarios. Aun así, Liev, desamparado y sin blanca en la península de Gallípoli, como otros muchos oficiales blancos del ejército de Wrangel que compartían su desdicha, logró ponerse en contacto con su tía Olia, exiliada y de gira por los Balcanes con el grupo de Kachalov. No bien tuvo noticias de la grave situación en que se hallaba su sobrino favorito, la actriz le envió dinero y le pidió que se reuniese con ella.
La ayuda económica que le proporcionó fue posible gracias a cierta organización de emigrados rusos que pretendía crear un estudio cinematográfico en Milán y había pagado al grupo un generoso anticipo por su futura participación en una adaptación de una novela de Knut Hamsun.[1] El proyecto fracasó, pero la compañía no hubo de hacer devolución alguna. Para entonces ya había llegado a Bulgaria, y la cantidad adelantada había servido para financiar su primera temporada en el extranjero, inaugurada en Sofía.
El hijo de Kachalov, Vadim Shverubovich, describió más tarde las complicaciones que comportaban las giras fuera de Rusia. El grupo había incluido Las tres hermanas en el repertorio presentado en la capital búlgara, por lo que necesitaba una banda que interpretase la marcha de Skobelev en el instante en que Masha se despide de Vershinin en el último acto, momento que constituye la escena más conmovedora de toda la obra. Encontraron una banda militar de Bulgaria, pero su director, hombre encorsetado que lucía galones dorados y un enorme mostacho, desconocía la pieza, y no tuvo mejor idea que lanzarse a tocar con sus hombres una enérgica marcha prusiana. La tía Olia, que siempre había bordado el papel al son de la de Skobelev, «echó a correr hacia el foso de la orquesta ataviada con el largo vestido negro de Masha, semejante a un ave herida», y tras reprender a voz en cuello a los músicos, huyó a su camerino, totalmente angustiada.[2] Al igual que el personaje de la obra, la actriz añoraba Moscú. Se hallaba a pique de sufrir un ataque de nervios, y no veía la hora de que Stanislavski enviase un mensaje para comunicarles que las autoridades les habían concedido el perdón y necesitaba que regresasen al Teatro del Arte.
El grupo de Kachalov siguió su camino en dirección noroeste y atravesó los Balcanes para llegar al recién creado reino de Yugoslavia. La tía Olia escribió a Stanislavski desde Zagreb para hacerle saber que habían celebrado el año nuevo de 1921 según el antiguo calendario ruso. «Colocamos velas encendidas en un abeto, y algunas de las más jóvenes nos echaron la buenaventura. Luego nos dejamos llevar por los recuerdos del teatro. Relatamos un sinfín de anécdotas, y hablamos mucho de ti y de tus maravillosas representaciones. También recordamos a Antón Pavlovich, y yo rememoré sus últimos días en Badenweiler. Apenas se oía un ruido, y todos nos enternecimos. Las representaciones no pueden ir mejor: los croatas nos adoran, y si tenemos tanto éxito y tanta popularidad no es sino gracias a ti y a Vladimir Ivanovich [Nemirovich-Danchenko]. Estás con nosotros, siempre y en todo lugar, invisible e impalpable, pero inseparable del grupo. Siempre hablamos de ti en los ensayos, de cómo habrías hecho tal o cual cosa y qué habrías dicho en cada momento.»[3]
Cuando Liev se unió a ellos en Zagreb, mostró tal gratitud hacia su salvadora que Kachalov no dudó en llamarla «la tía que ha dado vida a su sobrino».[4] Este último adoptó el comentario y lo convirtió en una muletilla constante en la relación de ambos. Siguió acompañando al grupo, y entabló amistad con Vadim Shverubovich, cuya vida también habría de experimentar extrañas y peligrosas vicisitudes. Los dos jóvenes, y la suerte que los aguardaba a manos de la Cheka si volvían a su patria, constituirían un gravoso lastre para el regreso a Moscú que tanto anhelaba la tía Olia.[5]
En tanto que ella soñaba con volver, su sobrina Olga había abandonado Moscú. Si se dejan al margen las cuestiones de la fecha en que lo hizo y de su relación con el capitán de caballería húngaro Ferencz Jaroszi, los aspectos fundamentales de la versión de Olga no carecen de posibles visos de verdad. Asegura haber sido la única mujer joven de un tren lleno de prisioneros de guerra alemanes, austríacos y húngaros. El viaje que la llevó, aquel mes de enero de 1921, de Moscú a Berlín, después de pasar por Riga, fue largo y lento hasta extremos desesperantes. Llegada a la estación de Schlesischer, fue a recibirla una amiga del colegio de San Petersburgo.
Las botas y el abrigo con que Olga cubría su figura impidieron a su antigua compañera reconocerla hasta que se hubo desprendido del pañuelo que llevaba en la cabeza. Entonces, ésta colmó a la recién llegada, agotada y muerta de hambre, de palabras amables e insistió en llevarla a un Café-Konditorei, no lejos de allí, para invitarla a café con pastel de nata montada.
—¿Vas a quedarte aquí para siempre? —quiso saber su amiga.
—No, sólo seis semanas.[6]
Aquel refrigerio resultó excesivo para un estómago como el suyo, encogido a fuerza de años de hambre en Moscú. En consecuencia, la joven actriz se sintió muy indispuesta y permaneció enferma varios días.
Su amiga le encontró alojamiento en una casa venida a menos de la Gros-Beeren-Strasse.[7] El lugar, que funcionaba en régimen de pensión, pertenecía a la viuda de un oficial muerto en la guerra, y la nueva inquilina, a pesar de haber asegurado que su familia hablaba alemán a la mesa en días alternos, apenas tenía nociones del idioma. Su amiga se encargó de encarecer que no dejaran de llevarle infusiones de manzanilla. Después de unos días, Olga acabó por recobrarse, y las dos jóvenes acudieron a un joyero para vender el anillo que, supuestamente, había pasado de contrabando bajo la lengua. (Según otra de sus versiones, lo había sacado del país cosido al abrigo).[8] El comerciante propuso un precio que hizo palidecer a la acompañante de Olga. Ésta no entendió bien lo que decía, pero pudo advertir que le estaban ofreciendo un valor mucho más bajo que el que tenía la joya. Entonces, las dos amigas hicieron ademán de ponerse en pie para marcharse, y el hombre mejoró la oferta, aunque no sin antes protestar por los tiempos difíciles que estaban viviendo. La interesada aceptó y se fue, sin pensárselo dos veces, a comprar unos zapatos más apropiados que las botas de fieltro que llevaba puestas.
Uno no puede menos de preguntarse, por otra parte, acerca de su efímera relación con Jaroszi. Cierta fuente señala que lo abandonó casi tan pronto como llegaron a Berlín, y que él se hizo médico. Olga vuelve a asegurar que, para sobrevivir en la capital, vendió piezas de ajedrez talladas por ella misma. También hizo cualquier trabajo esporádico que se le presentó, y trató de comerciar con dibujos suyos y pequeñas esculturas. No tardó en hacer amistades entre la nutrida comunidad rusa de Berlín, a lo que, sin duda, la ayudó el apellido de Chejov. Tampoco hubo de pasar mucho tiempo antes de que conociese a gente del cine y, a través de ésta, al productor Erich Pommer, que se convirtió en la figura más importante de los estudios UFA (Universum Film AG), sitos en Babelsberg, en las afueras de Berlín, cerca de Potsdam.
Pommer había hecho acudir de Viena a Fritz Lang, si bien el primer director para el que habría de trabajar Olga Chejova sería Friedrich Wilhelm Murnau, quien no había logrado dar con nadie para el papel de «la joven señora del castillo» de su obra de cine mudo Schloss Vogelöd. El relato que hizo la actriz de cómo conoció a Murnau está, como siempre, lleno de pinceladas novelescas que bien podrían haber salido por entero de su imaginación. Así, asegura que cierto gran duque ruso que le había encargado la ejecución de una escultura le dijo que el suyo era «el rostro cinematográfico por excelencia». Al parecer, el noble coqueteaba con el mundo del cine, y la invitó a comer en el hotel Bristol, donde lo dispuso todo para sentarse con ella en la mesa contigua a la de Pommer y Murnau. El productor y el director no pudieron evitar mirarla, y dado que conocían a su anfitrión, acabaron por compartir mantel con ellos. El gran duque les hizo saber, entonces, que su acompañante era actriz.
—¿Ha trabajado usted para el cine? —le preguntó Pommer.
—En Alemania no, por desgracia —respondió ella—. Sólo en Rusia.[9]
Fue una de las escasas ocasiones en que reconoció haber representado los modestos papeles que le ofrecieron en su país natal. En el futuro, no volvió a referirse a ellos en ninguno de sus escritos. De cualquier modo, lo cierto es que el productor la invitó a acudir a su estudio de Babelsberg a la mañana siguiente para hacer algunas tomas de prueba.
Olga pasó el resto del día tratando de conseguir ropa prestada y puliendo su imagen. No hay duda de que Murnau quedó encantado con lo que vio, siendo así que la actriz se hizo con el papel. Con todo, ésta era perfectamente consciente de que apenas había visto cine, por lo que pasó los días siguientes tratando de ponerse al día a fuerza de acudir al mayor número de salas que le fue posible.
Los demás miembros del reparto eran actores de teatro alemanes y austríacos, y Olga, que evitó toda referencia a los tres papeles interpretados para el cine en Moscú, compensó la supresión asegurando haber pertenecido al Teatro del Arte y haber recibido lecciones del mismísimo Stanislavski. Huelga decir que es completamente falso. Años después, cuando actuó por primera vez en el teatro, reconoció no haberlo hecho nunca en una carta enviada a la tía Olia, quien, por supuesto, sabía que su sobrina no había tenido relación alguna con la entidad fundada por Stanislavski. «No podía imaginar lo que sentiría antes de subir al escenario, porque nunca he recibido formación alguna como actriz a excepción de lo que estudié con Misha. Sólo contaba con la influencia de su estudio, en el que pasábamos los días y las noches».[10]
En buena medida, se libró de que le preguntasen a fondo por su experiencia como actriz debido a su escaso dominio de la lengua alemana, que, por otra parte, la obligó a trabajar con un guión traducido al ruso para ella. Olga describió el plató como una casa de locos. En aquellos tiempos, los estudios de cine mudo alemán disponían de un pianista que trataba de hacer que los actores captasen los sentimientos que debían transmitir mientras hacían los gestos que se les indicaban, y a ella, que no entendía lo que decía ninguno de los presentes y encontraba las condiciones de trabajo por demás confusas, le resultaba muy difícil concentrarse.
Schloss Vogelöd se estrenó en un cine del Kurfürstendamm llamado Marmorhaus, la «Sala de Mármol», una extravagante mezcolanza de la arquitectura del antiguo Egipto y la Grecia clásica, el 7 de abril de 1921.[11] La fecha basta para dar una idea de hasta qué punto resulta dudosa la afirmación de que había salido de Moscú en enero de 1921. Es evidente que debió de haberlo hecho el verano anterior, tal como señaló la tía Olia en la carta remitida desde Tiflis.
A Olga no le gustó nada su interpretación cuando vio el montaje final, pero a la prensa, sí —cierto crítico llegó incluso a compararla con la gran Eleanora Duse—, hasta el punto de que no dudaron en ensalzarla como Die Tschechowa. Las muchas solicitudes de entrevistas y su escaso dominio del alemán la obligaron a aprender la lengua correctamente. Sin embargo, pese a su condición de supuesta estrella, todo se había encarecido tanto en aquel tiempo de superinflación que apenas tenía dinero para pagar el alquiler.
En septiembre de 1921, el grupo de Kachalov seguía sin tener noticias de Moscú, por lo que comenzó una serie de representaciones en Praga después de pasar las vacaciones estivales en la montaña. Estaban ensayando Hamlet con la intención de ampliar el repertorio, y Kachalov interpretaba el papel del protagonista. «De aquí a una semana representaremos Hamlet. ¡Dios nos coja confesados!», escribió la tía Olia a cierta amistad.[12] «Kachalov estaba imponente —rezaba la carta remitida a Stanislavski—. Parecía más joven y ágil que antes».[13]
Según describe Vadim Shverubovich, cierto banquero de Praga, «cuyo apellido era algo así como Rosenkrantz o Guildenstern», se erigió en protector del grupo y organizó fiestas en su honor. «Pasamos mucho tiempo con él y bebimos mucho, y no tardamos en dirigirnos a nuestro anfitrión como Herr Rosenkranz o Herr Guildenstern».[14] Con todo, y a pesar de la euforia, su padre comenzó a sufrir preocupantes depresiones. Por lo que les había hecho saber un joven actor polaco que había estado con el Teatro del Arte de Moscú, la compañía no alzaba cabeza desde que el grupo de Kachalov estaba ausente. La tía Olia tampoco había superado su aguda nostalgia. «Hace poco estuve enferma —escribió a su amistad—. Tenía más de cuarenta de fiebre y llegué incluso a delirar. Vi una valquiria que volaba hacia Moscú, y sufrí lo indecible al no poder seguirla. Vi lamparitas encendidas sobre las tumbas del monasterio de Novodévichi. Sentí que se acercaba el Juicio Final, y llegué a ver a un arcángel tocando una trompeta».[15]
«No pienses que no queremos reunirnos con vosotros —comunicó a Stanislavski aquel mismo mes de septiembre—. Sueño con que Stanislavski despliegue las alas y cree el tipo de teatro que se necesita en estos momentos, ¡y con que sea en Rusia!».[16] Por sinceras que fuesen sus palabras, no es descabellado pensar que las escribió consciente de que las podrían leer otros. Después de su estancia en Praga, el grupo viajó, llegado el invierno, a Alemania, cuya capital pisaron a principios de febrero de 1922, tras una breve temporada en Leipzig.
El 14 de febrero, Kachalov recibió una carta de Nemirovich-Danchenko por la que le hacía saber, al fin, que podrían regresar a Moscú. No bien recibió la noticia, la tía Olia se sentó a escribirle, sin prescindir, al principio de la carta dirigida a su antiguo amante, de cierto tono de enojo reprimido. No hay duda de que se sentía dolida por el hecho de no haber recibido correspondencia de parte de él en todo el tiempo que había vivido en el extranjero. «Acabo de volver de representar El jardín de los cerezos y he leído la carta que has escrito a Vasili Ivanovich [Kachalov]. Y por primera vez, he sentido deseos de escribirte». Con todo, la idea de regresar a Moscú resultaba demasiado emocionante para dejar exteriorizar con total libertad resentimiento alguno. «Tu carta me ha dicho lo que llevaba soñando en secreto todo este tiempo: que necesitan que regresemos».[17]
Cabe pensar que su corazón se ablandó, en parte, influido por el hecho de que acababa de interpretar a Ranievskaya, personaje que no puede evitar perdonar al insensible amante que ha dejado en París. «Tal vez cuando estemos juntos y mirándonos a los ojos, comprenderemos sin decirnos nada el cariño que aún nos profesamos… Lo que más deseo en este mundo es verte a ti, a ti, y a nadie más». Por otra parte, la tía Olia, tan generosa y afectuosa para con su familia, tenía fama de maquinadora en el seno del Teatro del Arte de Moscú. Sabía que necesitaba ayuda en aquel momento, y es evidente que estaba dispuesta a servirse de cualquier rescoldo de lealtad que quedase de pasadas llamas de amor.