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LOS PELIGROS DEL EXILIO

El desmoronamiento, tan repentino como catastrófico, que sufrieron los ejércitos blancos durante el otoño de 1919 estuvo provocado, en gran medida, por su propio proceder. La arrogancia y brutalidad con que habían saqueado poblaciones, violado a sus habitantes y ejecutado a no pocos rehenes cuando los hombres se negaban a ser reclutados había despertado un sentimiento de total repugnancia en los campesinos de las tierras por las que habían ido pasando. A medida que se acercaban a Moscú, aun los que odiaban a los bolcheviques comenzaron a atacar sus líneas de comunicación, y en este sentido cabe destacar el caso de Ucrania. Allí, estos imperialistas incorregibles prohibieron el uso de la lengua nativa y negaron siquiera un mínimo de independencia a sus aliados cosacos.

Los ejércitos de Denikin, conformados por unos ciento cincuenta mil hombres, hubieron de afrontar una creciente escasez de provisiones. No fueron pocos los soldados que se enviaron a la retaguardia para defenderla de los ataques de la guerrilla, en tanto que los famélicos reclutas que se encontraban en el frente desertaban a cientos. La situación se hizo aún más desastrosa cuando empezó a esfumarse el ejército cosaco del Don. Su avance se había visto ya frenado en gran medida por el cuantioso botín que habían ido adquiriendo por el camino. Para colmo de males, y dado que no encontraban razón alguna para seguir luchando por una Rusia desagradecida, los cosacos deseaban regresar a la estepa del Don con los bienes depredados. En ningún momento fueron capaces de prever la venganza que sufrirían sus aldeas de manos de los rojos tras la derrota del Ejército Blanco.

Las filas de los bolcheviques, por otra parte, comenzaron a engrosarse, aquel otoño, a consecuencia de un cambio de estrategia que había llevado al Kremlin a conceder la amnistía a quienes desertasen. A resultas de esta iniciativa, a mediados de octubre superaban a su adversario en el frente meridional. Asimismo se vieron favorecidos por el hecho de que los campesinos que les eran contrarios aborreciesen aún más la idea de una victoria blanca, a lo que hay que añadir que quienes cultivaban a la sazón la tierra arrebatada a los barin temían perder todo lo que habían ganado con la Revolución.

Los rojos centraron sus esfuerzos en la defensa de Tula y sus fábricas de armamento, a tiempo que se preparaban para contraatacar con una embestida a los flancos del Ejército Voluntario, que avanzaba hacia la ciudad. Los encargados de acometerla fueron los miembros de la división de fusileros letones de la Guardia Pretoriana bolchevique. La caballería roja, cuerpo del que, hasta entonces, había carecido este bando, arremetió contra los cosacos. Entre tanto, Trotski corrió hacia Petrogrado, a punto de sucumbir al ejército de Yudenich, y poniendo en juego toda su energía, infundió aliento a la defensa de la ciudad por medio de enardecedores discursos y despiadadas ejecuciones.

Los blancos se vinieron abajo en todos los frentes. Los hombres de Kolchak abandonaron Omsk en noviembre, y apenas hubieron de transcurrir dos meses para que el propio almirante fuese entregado a los rojos a fin de que le aplicaran la pena de muerte. El sur, por su parte, conoció un panorama muy semejante de desmoronamiento, tanto moral como militar. La desbandada a la que dio origen esta situación resultó aún más despreciable a causa de las masacres de judíos producidas durante la retirada. Los blancos habían abrazado un antisemitismo obsesivo, convencidos de que todos los judíos debían de ser, de un modo u otro, culpables de bolchevismo por el mero hecho de que Trotski y otros comisarios importantes tuviesen tal origen.

La corrupción y el egoísmo extremados de la mayor parte de los blancos había quedado patente en la especulación y el afán de saqueo que subyacía a su cruzada por salvar a Rusia. Tamaña miopía autodestructiva contribuyó también a que el gobierno británico decidiese, en noviembre, retirarles todo su apoyo. Los integrantes de la nobleza y la clase media que habían buscado refugio en el sur fueron, entonces, presa del pánico. Al tratar de cambiar sus rublos por moneda extranjera, comprobaron que, casi de la noche a la mañana, habían perdido todo su valor: ya nadie los quería. El pavor cundió con una celeridad comparable a la de la epidemia de tifus, extendida a causa de la retirada de las tropas infestadas de piojos.

El hermano de Olga, Liev Knipper, también aquejado de pediculosis, tuvo una suerte indecible al no contraer el tifus. Al parecer, su alimentación era mejor que la de muchos otros, lo que debió de aumentar su resistencia a la enfermedad. Pese a no poder disponer de una dieta equilibrada, se había procurado, al igual que los demás oficiales, una provisión de huevos que le salvó la vida, y subsistió a fuerza de gogol-mogol, ponche de huevo a la rusa. También se las agenció para mantener la moral alta en un momento en que no era extraño que los oficiales —más aún si estaban heridos o enfermos— acabaran pegándose un tiro, ya que ninguno quería cometer la imprudencia de dejarse capturar con vida por los vencedores rojos, sedientos de venganza. Liev tuvo, asimismo, la fortuna de formar parte de las tropas que se retiraron a Crimea, península fácil de defender.[1]

Los que hubieron de retroceder al istmo del Cáucaso se enfrentaron a una experiencia terrible. Las escenas vividas a finales de ese invierno, como la de los refugiados blancos que, atenazados por el miedo, huyeron al puerto de Novorossisk, junto al mar Negro, forman parte de las descripciones más dolorosas de la historia contemporánea.

Ajeno por completo al derrumbamiento de los ejércitos de Denikin, el grupo de Kachalov había abandonado la seguridad de Crimea para dirigirse, por mar, a Novorossisk, desde donde sus integrantes tenían la intención de llegar a Rostov del Don para proseguir su gira.[2] Allí no encontraron más que suciedad, caos y líneas férreas destrozadas. El único lugar que quedaba en el que poder dormir eran los andenes.

Rostov estaba sufriendo, como la mayor parte de las ciudades de la región, una epidemia tifoidea, y el teatro en el que tenían planeado actuar se había convertido en un hospital improvisado. Con todo, acabaron por encontrar otro edificio en el que poder representar El jardín de los cerezos, llevados por una perseverancia que se debía en parte al orgullo profesional, aunque también a la necesidad económica. En efecto, la inflación aumentaba de manera vertiginosa a medida que se desmoronaba el rublo. Cabe suponer que la tía Olia no dejó de preguntarse cuál era la suerte que debía de estar corriendo Liev durante aquel desastroso invierno, amén de si sus pasos no se habrían cruzado sin que ninguno de los dos se hubiese dado cuenta. Quienes sí conocieron un verdadero milagro fueron Vasili Kachalov y su esposa, cuando, por casualidad, se presentó en una de sus representaciones un hombre que les hizo saber que su hijo, Vadim Shverubovich, se hallaba en la estación de ferrocarril, enfermo de tifus.[3]

El muchacho estaba a las puertas de la muerte cuando lo encontraron para llevarlo a un lugar menos sórdido. El matrimonio dio con un médico que les proporcionó determinado fármaco y cierta cantidad de ácido carbólico con la que limpiarle y esterilizarle la piel. El doctor los advirtió de que Vadim se estaba acercando a un período de fiebre álgida, algo que pudo comprobar su madre aquella misma noche, cuando al joven comenzó a bajarle la temperatura con gran rapidez. En ese momento le hizo tragar lo que, dado el estado de nervios en que se hallaba, pensó que sería el medicamento y no era, sin embargo, otra cosa que el ácido. El joven notó que le ardían las entrañas, hasta que, una vez repararon en el error, alguien encontró leche con la que calmar, en parte, aquel dolor delirante. Finalmente le suministraron la medicina correcta. Kachalov logró mantener el dominio de sí mismo con una buena dosis de ironía. «La cosa tiene cierto aire de melodrama barato —señaló—. Una madre que, después de aguardar desesperadamente a su hijo, lo envenena la misma noche de su reencuentro. Algo así es imposible en la vida real». Gracias a los cuidados del matrimonio, Vadim recuperó la salud. Sin embargo, y a pesar de todo lo que había sufrido, el muchacho no estaba dispuesto a soltar su arma.

La progresión de los ejércitos rojos durante febrero de 1920 dejó al grupo de Kachalov una sola vía de escape: dirigirse hacia el sur y atravesar el Cáucaso. En primer lugar se trasladaron a Yekaterinodar, aunque, tal como pudieron comprobar, ésta habría de ser atacada poco después. Por fortuna, el director del Teatro Estatal de Tiflis, capital de la entonces independiente República de Georgia, quien había estudiado en el Teatro del Arte de Moscú, se mostró encantado ante la idea de proporcionarles una invitación oficial.

Para llegar a Tiflis, hubieron de regresar a Novorossisk en un tren de mercancías, con la esperanza de encontrar allí un barco que los llevase a Georgia costeando el mar Negro. Vadim Shverubovich, a la sazón recobrado del todo, describió a la tía Olia sentada, en posición erguida, sobre una maleta en el interior de un vagón de carbón, leyendo un libro encuadernado en tafilete dorado, ajena a la suciedad, al cortante viento y al distante sonido de los cañones. Novorossisk se estaba llenando por momentos de refugiados, y por más que suplicaron, no dieron con un solo capitán dispuesto a dejar embarcar a una compañía de actores con su vestuario y demás trebejos. Finalmente, el de un buque de vapor se avino a llevarlos en cubierta, con lo que escaparon a los crecientes horrores del puerto.

La ruta a Novorossisk, que duró dos semanas, estuvo marcada por un rastro de armas abandonadas y cadáveres de oficiales blancos y civiles, muertos a millares por el tifus, el frío y el hambre. Una vez allí, la supervivencia se cifraba en lograr subir a bordo de una de las embarcaciones francesas o británicas antes de que los rojos rodeasen la ciudad y bombardeasen el puerto. A finales de marzo de 1920 se había evacuado ya a cincuenta mil soldados, si bien quedaron atrás otros sesenta mil, amén de incontables civiles, expuestos a la llegada de la artillería roja. Los buques de guerra aliados comenzaron a disparar para cubrir a los últimos barcos que, listos para zarpar, retiraban las pasarelas. En el muelle quedaron miles de personas, incluidas no pocas madres con sus hijos, rogando a gritos a la tripulación que los salvase. Los cosacos abatían a tiros a sus caballos como si las embarcaciones extranjeras fuesen así a sentirse obligadas a dejarlos subir a bordo. Muchos fueron los que se quitaron la vida, ora arrojándose a las heladas aguas del mar, ora saltándose la tapa de los sesos.[4]

La llegada a Georgia del grupo de Kachalov, unida a la bienvenida que les dispensó la deliciosa ciudad de Tiflis, hizo que sus vivencias más recientes semejasen una pesadilla de la que, por fin, habían despertado. Había llegado la primavera, y los georgianos se mostraron pródigos con sus excelentes vinos y demás productos alimenticios. La tía Olia sufría dolorosos accesos de artritis, que se manifestaban sobre todo en las manos y no se habían visto precisamente aliviados por los meses que había pasado subsistiendo con carne de caballo y sin probar verdura alguna. En contraste con la Rusia bolchevique, Georgia se le figuraba un paraíso, aunque no podía evitar sentir una honda nostalgia por el Teatro del Arte de Moscú y ardía en deseos de visitar el cementerio de Novodévichi para volver a contemplar la tumba de su marido. En Tiflis no faltaban los refugiados rusos, y sus representaciones en el Teatro Estatal contaban con una gran afluencia de un público entusiasta. El grupo de Kachalov sabía, empero, que no podía permanecer allí, aunque tampoco tenía posibilidades de regresar al norte a través del Cáucaso, dadas las terribles represalias que el victorioso Ejército Rojo estaba llevando a cabo en las aldeas cosacas situadas en la cuenca de los ríos Terek, Kubán y Don.

Las hospitalarias autoridades georgianas llegaron incluso a conceder al grupo unas largas vacaciones en el balneario de la ciudad de Borzhomi, donde los alojaron en el palacio Likani, retiro estival construido por el gran duque Miguel, hermano del zar, en un estilo de Riviera moscovita no exento de detalles neo-clásicos e italianizados.[5] Más tarde, el edificio se habría de convertir en una de las casas de campo de Stalin, quien vivió allí algunos de los momentos más felices de su matrimonio con Nadia antes de que ésta se suicidara.

El esplendor de las amplias estancias vacías del palacio resultaba, en cierta medida, incómodo a Kachalov y sus compañeros; pero, al menos, la soledad en que se hallaban les proporcionó la tranquilidad que necesitaban para discutir acerca de su futuro. Debían elegir entre el exilio y un regreso más que incierto al Moscú bolchevique, y la decisión fue muy dura, en especial para los que se encontraban en minoría, ya que si había algo en lo que todos coincidían era que sólo podrían sobrevivir si permanecían unidos.

«Llevo un mes sufriendo en Borzhomi —escribió Olia a la tía Masha—, incapaz de tomar una determinación en lo referente a poner o no rumbo al oeste. Dudo que en mi vida haya derramado tantas lágrimas. No quería dar mi consentimiento a los demás, y he estado esperando que, de un momento a otro, se pusieran en contacto con nosotros para hacernos volver a Moscú… El día de hoy ha sido demencial: hemos estado sentados de sol a sol sin poder decidir lo que hacer… ¡Si supieras cuánto ansío ir a Moscú…! ¡Estoy harta de andar siempre vagando!».[6]

No obstante, dado que las autoridades no les habían garantizado un regreso seguro, aun el mismo Stanislavski se había dado cuenta de que seguía siendo por demás peligroso intervenir en nombre del grupo. La decisión de los miembros de este último fue, en consecuencia, contraria a los deseos de regresar a toda costa que albergaba la tía Olia, quien, por otra parte, no ignoraba que Kachalov necesitaba poner a salvo a su hijo, Vadim, el cual, como soldado del Ejército Blanco, tendría que enfrentarse, de lo contrario, a la pena de muerte pese a su corta edad. «Así que todo hace pensar que, casi con toda certeza, nos vamos, Masha —proseguía la carta—. Vamos a viajar a Sofía, los países eslavos, Praga… y luego tal vez a Berlín o a París… Masha, piensa en nosotros cuando partamos para atravesar el mar Negro. ¡Dios mío! Es tan repugnante y vergonzoso tener que dejar el país…».

Las cenas que habían organizado en Moscú las dos tías para sus jóvenes sobrinos debían de parecer entonces parte de una vida completamente distinta. La última obra que representó el grupo de Kachalov antes de zarpar hacia su exilio europeo fue El jardín de los cerezos, cuya escena de despedida la atormentó más que nunca. Ya con un pie en el estribo, escribió a Stanislavski para decirle adiós con estas palabras: «“Se acabó nuestra vida en esta casa”, como dicen en El jardín de los cerezos, y sabe Dios cuándo y cómo volveremos a estar juntos».[7]

Seguía sin poder quitarse a Liev de la cabeza. En la carta remitida a Masha, le volvía a reprochar que no la hubiese puesto al corriente de su visita. «No puedes entender la alegría que me habría supuesto el saber que Liev seguía con vida».[8] Sin embargo, no habían vuelto a tener noticias de él desde hacía casi un año, y durante ese tiempo eran cientos de miles los que habían muerto a causa de la guerra, la enfermedad y el hambre.

Por más que después asegurase haber desertado del Ejército Blanco, lo cierto es que Liev había permanecido con las fuerzas del barón de Wrangel en Crimea tras la terrible evacuación de Novorossisk de los soldados pertenecientes al ejército de Denikin, llevada a cabo en marzo. Wrangel sabía que no disponía de los hombres suficientes ni del respaldo popular que necesitaba fuera de la península para arriesgarse a salir de ésta para acometer un ataque. Sin embargo, en junio, cuando los polacos obligaron al Ejército Rojo a adoptar una estrategia defensiva, se decidió, por fin, a abandonar Crimea. Sus soldados habían logrado tomar una porción nada despreciable de las provincias de lo que otrora fue el Quersoneso Táurico, aunque vieron frustradas sus esperanzas de reunir bajo el estandarte de la causa blanca a las regiones de los ríos Don y Kubán. En octubre, el régimen soviético acordó un alto el fuego con los polacos, lo que le permitió hacer avanzar en dirección sureste fuerzas muy superiores a las del barón. Los blancos, que sólo tenían treinta y cinco mil hombres para enfrentarse a los ciento treinta mil de los rojos, se vieron obligados enseguida a replegarse de nuevo hacia Crimea. A lo único a que podía aspirar Wrangel era a contenerlos en el istmo de Perekop, la faja de tierra que une la península al continente, y disponer la evacuación.

Una vez más, el valor de la moneda de los blancos cayó en picado cuando los civiles comenzaron a disputarse las plazas que quedaban en las embarcaciones. Sin embargo, la retirada de Wrangel estuvo, cuando menos, mucho mejor organizada, lo que se debió, en buena parte, a la geografía de Crimea y a la determinación de que dio muestras la retaguardia a la hora de mantener la línea defensiva de Perekop. Participaron en la evacuación un total de ciento veintiséis barcos, de nacionalidad británica, francesa y bielorrusa, que transportaron a ciento cincuenta mil personas, a través del mar Negro, hacia Estambul y el Bósforo.

Gran Bretaña y Francia hicieron lo necesario para que lo que quedaba del ejército del barón pudiese alojarse en la península de Gallípoli, donde los ingleses habían sufrido una desastrosa derrota cinco años antes. Huelga decir que nadie solicitó la opinión de los turcos. Los hombres de Wrangel permanecieron uniformados, divididos en regimientos y armados, pues si bien habían tenido que dejar en Crimea sus monturas y la artillería durante la evacuación, conservaban sus armas personales. Una vez establecidos los soldados en acantonamientos primitivos en extremo —el cuartel general de la escuela militar de Nikolaievsk era una mezquita requisada—, el barón ordenó reanudar la instrucción el 21 de enero de 1921 con el fin de mantener la moral de la tropa. Con todo, sus hombres apenas hacían otra cosa que participar en interminables desfiles, bien para celebrar efemérides militares, bien en honor de los dignatarios blancos que iban a visitarlos.

Liev se hallaba, claro está, entre los jóvenes oficiales que querían salir de allí. Sin embargo, aquel no era un objetivo sencillo. Se había establecido una comisión especial para estudiar las solicitudes de quienes pedían que se les concediese un permiso por enfermedad o heridas. Los que pertenecían a esta categoría eran trasladados a un campo de refugiados, pero aquellos que querían dejar el ejército por otras razones se encontraban con no pocos obstáculos. Así, era práctica habitual que los privasen de sus raciones, así como de las mantas y las prendas de abrigo que les correspondían.[9] Liev quería desertar, pues temía morir si se quedaba; sin embargo, sin dinero no eran muchas las posibilidades de que disponía. Su única esperanza era la tía Olia, pero no tenía la menor idea de cuál era su paradero.

Para él fue una suerte, sin duda, que esta última no hubiese logrado regresar a Moscú tal como era su deseo. El grupo de Kachalov había estado en Estambul, si bien no tuvo éxito a la hora de acordar una temporada de representaciones. La falta de dinero había obligado a sus componentes a trasladarse de un hotel modesto a una pensión de mala muerte antes de tomar el barco que los llevaría a los Balcanes.

Konstantin Knipper tuvo mucha más suerte que su hermana cuando decidió regresar a Moscú. Tras la caída de las fuerzas del almirante Kolchak, se las ingenió, de un modo u otro, para regresar de Siberia con su esposa y la hija de Olga. La importancia de sus conocimientos en materia de ingeniería ferroviaria le salvó la vida. El gobierno bolchevique estaba dispuesto a hacer concesiones temporales a fin de disponer de los expertos que necesitaba a la sazón, y reparar el sistema de ferrocarriles resultaba indispensable para garantizar alimentos a las ciudades castigadas por el hambre. A su regreso al apartamento familiar del número 23 del bulevar Prechistenski, la pequeña no reconoció, después de tanto tiempo, a Olga, ni dejó que la besara o cogiera de la mano, pues no la consideraba su «verdadera madre».[10]

Aquella habría de ser la última vez que Olga viese a su padre. Estaba contemplando la posibilidad de irse de Rusia, al menos por un tiempo. En aquellos «años del hambre», la mera supervivencia comportaba degradarse; de hecho, la mayor parte de las actrices había tenido que recurrir a la prostitución a tiempo parcial en una época en que las enfermedades venéreas estaban a la orden del día. Ella quería probar suerte en Berlín, y pensaba dejar a Ada de nuevo con la abuela de la niña. Sus planes recibieron un claro respaldo por parte de Ferenc Jaroszi, el capitán austro-húngaro de caballería descrito por Misha. Este último estaba convencido, al igual que otros miembros de la familia, de que ella acabaría casándose con él. Olga solicitó un permiso de salida de seis semanas. Más tarde, en uno de los muchos pasajes fantásticos de sus cinematográficas memorias, aseveró que fue el mismísimo Lunacharski quien le dio el visto bueno, gracias a la intercesión de la tía Olia —algo muy poco probable, por cuanto ésta seguía siendo una emigrada política ilegal en el extranjero—.[11] En otra ocasión, aseguró que el documento llevaba la firma de Krupskaia, la esposa de Lenin.[12]

Según su propio relato, Olga partió, en enero de 1921, con veintitrés años, hacia la Estación de Bielorrusia moscovita vestida como una joven campesina. Llevaba la cabeza cubierta con un pañuelo de grandes dimensiones, y vestía botas valenki de fieltro y un voluminoso abrigo. Había metido sus pocas pertenencias en una bolsa confeccionada a partir de un viejo retazo de alfombra. Según ella, había escondido su objeto más preciado —un anillo de diamantes que pensaba cambiar por dinero en Berlín— bajo la lengua y fingió haber perdido en parte la facultad de hablar. En caso de haber dado con su tesoro en uno de los muchos puestos de control, las autoridades no habrían vacilado en arrestarla, por cuanto la exportación de joyas estaba estrictamente prohibida a fin de evitar que el «pueblo antiguo» sacase de la República Soviética mercancía alguna de valor. Los bienes de este tipo que eran decomisados se consideraban propiedad del estado. En la Estación de Bielorrusia, los guardias rojos, ataviados con sus extraños budionovka, gorros con orejeras rematados en punta, semejantes a cascos asiáticos, pero con una gran estrella roja en la parte frontal, cacheaban a los viajeros.

De cualquier modo, la fecha que da Olga Chejova al hablar de su partida resulta por demás inverosímil. En la carta que envió a Masha la tía Olia el 11 de septiembre de 1920 puede leerse: «Me han escrito diciendo que mi Olia ha marchado al extranjero con un nuevo marido», lo que indica que, si tenemos en cuenta las malas comunicaciones del momento, debió de haber salido en dirección a Berlín, a lo sumo, en agosto de 1920.[13]

Tampoco resulta convincente la afirmación de que había pensado estar fuera de la Rusia soviética no más de seis semanas. Lo cierto es que Olga Chejova jamás pudo haber imaginado que la única vez que volvería a la ciudad iba a ser, en abril de 1945, viajando en un aeroplano especial que tenía el cometido de llevarla desde Alemania por orden del jefe del SMERSH.

Con pocos meses de diferencia, los dos hermanos se habían convertido en exiliados políticos, condición merecedora, con arreglo a la escala de valores de los bolcheviques, del mayor de los desprecios. Liev tenía una posición aún más alta en esta jerarquía del odio, dada su pertenencia a la Guardia Blanca. Sin embargo, uno y otra acabaron por convertirse en agentes de los servicios de espionaje soviéticos en un momento decisivo de la historia.