8

SOBREVIVIR A LA GUERRA CIVIL

Las vastas distancias y la ausencia de frentes definidos convirtieron la guerra civil en una «guerra de ferrocarril». Los trenes blindados se erigieron, a un tiempo, en símbolo y paradigma de un evidente poderío que llegaba de la mano del terror. Multitud de pequeños ejércitos y bandas irregulares atacaban y contraatacaban las ciudades por las que pasaban las interminables vías. No quedaban muchas alternativas: ningún bando disponía de mucho más que un puñado de vehículos a motor, y las carreteras sin asfaltar se tornaban en lodazales durante las lluviosas estaciones de primavera y otoño —la rasputitsa rusa—. Por ende, la experiencia con que contaba Konstantin Knipper en cuanto director ferroviario lo hizo un hombre muy valioso para el Ejército Blanco del almirante Kolchak durante el invierno de 1918 y 1919, cuando comenzó a desplegarse a cada uno de los lados de la línea del Transiberiano.

La derrota de Alemania en noviembre de 1918 y las promesas que habían hecho las demás potencias de la Triple Entente de ayudar a los blancos motivaron un aumento súbito de optimismo en las filas anti-bolcheviques. De hecho, el dominio de sus enemigos parecía estar sufriendo una rápida decadencia. Ucrania, la «cesta del pan» de Rusia, se transformó en el campo de batalla en que se libraba una guerra civil de tres y cuatro frentes entre rojos, blancos, anarquistas y nacionalistas ucranios. El Ejército Voluntario, acaudillado a la sazón por el general Denikin, había sobrevivido a dos terribles campañas en el Cáucaso y creció, en esos momentos, de forma considerable merced a la incorporación de soldados cosacos auxiliares tras el feroz avance de la Guardia Roja a través de sus pueblos, extendidos por la estepa del Don. Sin embargo, los cosacos hacían lo que les venía en gana y observaban un comportamiento nada solidario. Los empeños del llamado Ejército del Don por tomar Tsaritsin, a orillas del curso bajo del Volga, a finales de 1918, fracasaron de forma estrepitosa. El mito de su heroica defensa supuso un notable impulso para la carrera hacia el poder de Stalin, comisario de la ciudad. Esta fue reconstruida más adelante, en un momento de constante crecimiento, y bautizada Stalingrado en su honor.

Los blancos estaban tan escasos de soldados que hubieron de echar mano de los oficiales de menor graduación para que hicieran las veces de soldados rasos y cabos, en tanto que los comandantes y los coroneles se encontraron realizando las labores propias de un teniente. Por otra parte, eran tantos los generales procedentes del viejo ejército zarista, que algunos de ellos acabaron al frente de batallones y aun compañías. Su frustrada obsesión por mantener sus grados dio lugar a tremendas rivalidades y constantes arranques de cólera por parte de altos oficiales difíciles de contentar. Los comandantes blancos no pensaban en otra cosa que en sus uniformes zaristas, sus charreteras, sus saludos y la «Escala de grados» de Pedro el Grande, definición de toda jerarquía. El período revolucionario de los últimos dos años no les había hecho aprender ni olvidar nada. Su obstinación por hacer volver las manecillas del reloj a los días de la autocracia zarista y eliminar toda esperanza de reforma agraria ahuyentaba hasta a los campesinos contrarios al régimen bolchevique, a los que necesitaban desesperadamente si querían mantener avituallados sus ejércitos u obtener hombres para engrosarlos.

A muchos mandos les obsesionaba tanto el odio que profesaban al bolchevismo que acababan totalmente desequilibrados. Liev Knipper, que luchaba en las filas de los blancos en el sur, describiría más tarde a su comandante, el general Jludov, hombre de mirada penetrante que recorría arriba y abajo las filas durante la revista prestando especial atención a todos los que habían sido reclutados a la fuerza. En ocasiones, después de clavar la vista en alguno de ellos, le espetaba: «¡Tienes la cabeza llena de demonios rojos!», para derribarlo allí mismo de un disparo.[1]

En años posteriores, Liev reescribió su propia historia con una falta de honradez muy poco decorosa. Aseguró que, en la época en que estalló la Revolución, se hallaba con unos familiares en el sur de Rusia —cabe suponer que en Yalta, con la tía Masha— cuando lo reclutaron para el Ejército Blanco. Afirmaba que, al comprobar que los soldados corrientes eran superiores a él física, moral e intelectualmente, había decidido desertar, cuando lo cierto es que había permanecido hasta el último momento con el ejército del barón de Wrangel, con el que había marchado al exilio en 1920.[2]

La aversión que sentían los blancos por el bolchevismo había comenzado con un férvido resentimiento motivado por la pérdida de privilegios, riqueza y poder, y se había avivado de forma inconmensurable como consecuencia de la crueldad con que la turba izquierdista trataba a los oficiales que hacía prisioneros. No eran pocos los casos en que la víctima sufría mutilaciones —incluida la castración— o era desollada viva. En ocasiones, para poner de relieve la abominación que profesaban a las charreteras, los captores las fijaban con clavos a los hombros de los oficiales que apresaban. Según fuentes del bando blanco, una de las torturas más tristemente célebres aplicadas por las chekas locales recibía el nombre de «el guante», en honor a lo que los soldados consideraban como uno de los elementos más importantes del uniforme de los oficiales zaristas. Consistía en sumergir los brazos y antebrazos de la víctima en agua hirviendo y mantenerlos allí hasta que la piel podía desprenderse.[3] Las distintas chekas competían entre ellas para ver cuál era más original a la hora de infligir horribles tormentos a sus prisioneros.

El Terror rojo dio lugar al Terror blanco, y Rusia regresó a la barbarie de los tiempos de Iván el Terrible y de la cruel represión del levantamiento de Pugachov. Los blancos no vacilaron a la hora de vengarse del Anticristo. Ni siquiera las esposas y los hijos de los presuntos obreros y campesinos «rojos» se libraban de la bayoneta cada vez que caía un pueblo o una ciudad. Y la Guardia Roja reservaba a las familias burguesas represalias muy semejantes. En medio de este caos homicida, Stanislavski perdió a su hermano y a tres sobrinos, fusilados en Crimea. No es de extrañar que muchos prefiriesen suicidarse a ser capturados durante un conflicto tan sádico en lo político.

La guerra civil rusa estuvo también caracterizada por la confusión y la falta de entendimiento. Cuando quienes se encontraban en el propio Kremlin —y, por ende, tenían acceso al teléfono y al telégrafo— ignoraban, a menudo, qué estaba sucediendo exactamente en el vasto territorio eurasiático, resulta muy poco sorprendente que el público no supiese nada más que lo que decían los rumores o los optimistas comunicados que publicaba el diario Pravda.

A principios de mayo de 1919, un grupo del Teatro del Arte de Moscú salió de la ciudad para hacer una gira de tres semanas por Ucrania oriental, motivada, entre otras razones, por la mayor facilidad con que podía alimentarse a los actores en el sur. Nadie les había dicho que la guerra civil había vuelto a estallar, al ser atacada la Rusia central desde tres frentes distintos. En efecto, el almirante Kolchak, con el ambicioso título de «regente supremo», avanzaba desde Siberia con cien mil hombres en dirección al Volga; el general Denikin había emprendido un ataque hacia el norte desde el núcleo anti-bolchevique meridional, y el general Yudenich había de avanzar más tarde hacia Petrogrado desde los países bálticos.

Stanislavski no podía imaginar siquiera la «catástrofe» que estaba a punto de sobrevenir a su teatro.[4] Se dirigió a la estación para despedir al grupo, que, encabezado por Olga Knipper-Chejova y Vasili Kachalov, actor principal, partía hacia Jarkov. Los acompañaba cierto número de parásitos y familiares, incluidos la esposa de Kachalov y su joven hijo, Vadim Shverubovich.[5]

El grupo del Teatro del Arte, muy animado por el hecho de abandonar Moscú, viajó hacia el sur, junto con los decorados y demás accesorios, en vagones de ganado desinfectados para tal fin.[6] En Jarkov, recibieron alojamiento en el hotel Rusia, establecimiento abandonado y casi en ruinas que «aún conservaba cierto aire de elegancia prerrevolucionaria». Sus representaciones comenzaban a las seis a fin de permitir que el público regresase a casa antes de las nueve, hora del toque de queda. A los actores los sorprendió comprobar que, a despecho de las confiadas declaraciones de los diarios soviéticos, la ciudad se hallaba en pie de guerra. Cierta noche, la representación de El jardín de los cerezos comenzó a la hora prevista, pero durante el segundo acto, la compañía creyó oír en la calle más ruido de lo habitual. El director de escena salió para ver qué ocurría, y se encontró con que la vanguardia de las fuerzas blancas del general Denikin había entrado en la ciudad sin encontrar oposición, por cuanto la Guardia Roja había puesto pies en polvorosa. El director regresó al interior para poner al público al corriente de lo sucedido, y una vez apaciguados los vítores, añadió que la representación continuaría por donde la habían interrumpido.

La rapidez con que se tomó la ciudad supuso un hecho mucho más afortunado de lo que pudieron llegar a imaginar sus habitantes. Por lo general, un destacamento de la cheka local se encargaba de asesinar a todos los prisioneros, así como a todos los burgueses que encontrasen a su paso, antes de abandonar cualquier población. Por si fuera poco, la cheka de Jarkov, dirigida por Saenko, conocido psicópata adicto a la cocaína, era una de las más crueles de todas. El grupo de Kachalov, como pasó a ser conocida la compañía, hubo de enfrentarse ante la siguiente disyuntiva: atravesar la línea del frente, abandonando sus decorados y los otros accesorios, para volver a unirse en Moscú al resto del Teatro del Arte, o esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Los rojos parecían estar retrocediendo en todos los frentes. El hijo de Kachalov, Vadim, corrió a unirse al Ejército Blanco en un arrebato de entusiasmo, y sus padres no pudieron menos de horrorizarse al descubrir lo que había hecho.

El 19 de junio, Tsaritsin sucumbió al fin al ejército caucasiano del barón de Wrangel, apoyado por tanques británicos. Los comandantes blancos se convencieron entonces de que la capital también caería. Cierto actor de nombre Podgorni, desesperado por volver a reunirse con su esposa, que se había quedado en Moscú, decidió jugarse el todo por el todo. Y logró su objetivo. Sin embargo, su huida hizo que todos los miembros de la compañía que habían permanecido en territorio blanco se convirtiesen en sospechosos a los ojos de las autoridades bolcheviques. En Moscú comenzaron a correr rumores referentes a la «manifestación política» del grupo de Kachalov, y los banquetes que se empeñaron en ofrecer los generales blancos en honor de los actores del Teatro del Arte no hicieron nada por mejorar la situación.

La estancia en Jarkov se prolongó hasta finales de junio, fecha en que los actores se tomaron unas vacaciones en Crimea. Convinieron en volver a reunirse en septiembre, persuadidos de que, para entonces, Moscú habría caído en manos de los blancos. Olga Knipper-Chejova se trasladó enseguida a Yalta con el fin de visitar a su cuñada Masha, que, a la sazón, estaba al cuidado de la casa familiar, convertida en museo Chejov. Se alojó en su propio domicilio, una casita situada a orillas del mar Negro, no muy lejos de Gurzuf. Allí proyectó, junto con otros miembros del grupo, la temporada de otoño, que pensaban iniciar en Odesa. Masha, que había visto a Liev en buen estado de salud, olvidó por completo informar a la tía Olia, a la que angustiaba la suerte que podía haber corrido su sobrino favorito. Cuando, más tarde, supo de tamaño descuido, no pudo evitar ser presa de la incredulidad y la exasperación. Vasili Kachalov y su esposa, entre tanto, no cabían en sí de gozo por el hecho de haber podido ver a Vadim, durante aquellas vacaciones en Crimea. El muchacho estaba en perfectas condiciones, pero seguía sirviendo en las filas de un regimiento del Ejército Blanco.

Las comunicaciones con el territorio cada vez más menguado de la Rusia soviética eran tan malas que en el Teatro del Arte de Moscú no supieron nada de la toma de Jarkov por los blancos hasta principios de agosto. Entonces se convocó una reunión de emergencia, y Stanislavski, que se encontraba fuera de la capital, hubo de pasar la noche viajando para asistir. Todos eran conscientes de que la pérdida de sus actores más experimentados «daba al traste con toda esperanza de producir nuevas obras o continuar siquiera con nuestro antiguo repertorio». Apenas había donde elegir: «Nos vimos obligados a engrosar nuestras filas con actores procedentes de diversos estudios, llenos, por su parte, de actores que nada tenían que ver con el Teatro del Arte».[7] Para algunos, este hecho fue una bendición más que un desastre. Así, por ejemplo, la ausencia de Kachalov supuso para Mijail Chejov una gran oportunidad para hacer de actor principal de la compañía.

Los frecuentes desacuerdos entre Nemirovich-Danchenko y Stanislavski hacían que tomar cualquier decisión se convirtiese en una labor excepcionalmente difícil. El primero pensaba, no sin buena parte de razón, que Stanislavski era un idealista sin remedio. En su opinión, el Teatro del Arte de Moscú tenía que moderarse si quería sobrevivir. Los ambiciosos planes de Stanislavski, por el contrario, no sólo concernían al teatro principal y a los estudios que de él dependían, sino que también contemplaban la creación de una red provincial de teatros. En diciembre, el gobierno reorganizó bajo su control todo lo referente a la profesión, con lo que el Teatro del Arte se convirtió, junto con sus semejantes de la época imperial, en un teatro «académico» del estado soviético, y como tal, se benefició de sus subvenciones.

Pese a las sospechas de Nemirovich-Danchenko, lo cierto es que Stanislavski creía con mucha más pasión en el teatro que en sí mismo, y en consecuencia, hizo cuanto estuvo en sus manos para asegurarse de que a los demás miembros de la compañía no les faltaba alimento ni cobijo. No obstante, cuando el comité local bolchevique de alojamiento lo despojó de su propia casa, prefirió no revelarlo a nadie en un principio. Se había desvivido por evitar cualquier crítica a la Revolución y, por consiguiente, no presentó queja alguna, de igual modo que jamás había protestado por la confiscación de la fábrica familiar y del resto de sus riquezas. Todo apunta a que lloró en privado la pérdida de su hogar, sin tratar siquiera de impugnar la orden de desahucio. Afortunadamente, Lunacharski, comisario del pueblo de Educación, acabó por enterarse, y no dudó en recurrir a Lenin.

Éste se había hecho un gran admirador del Teatro del Arte de Moscú y trataba de asistir, tras su prolongado exilio, a todas las representaciones posibles, en especial a las de La gaviota, El jardín de los cerezos y El tío Vania. Asimismo, le causó una profunda impresión la interpretación de Stanislavski en el papel del general Krutitski de Todo sabio tiene algo de estúpido, de Ostrovski. «Stanislavski es un artista de verdad —escribió el dirigente bolchevique tras la representación—. Ha sabido transformarse en el general hasta el punto de vivir el más insignificante detalle de su vida. El público no necesita más explicaciones para ver por sí mismo la completa idiotez de tan presuntuoso oficial. En mi opinión, es esta la orientación que debería adoptar el teatro».[8] Lenin prefería no malgastar su tiempo con la doctrina del Proletkult promovida por Lunacharski.

Quien con más mordacidad criticaba, en aquella época, a Chejov y Stanislavski era el poeta futurista Maiakooski, quien tildaba su teatro de «putrefacto» y lo satirizó en versos como el que habla de «La tita Mania, el tío Vania, gimoteando en el sofá».[9] Con todo, él mismo acabaría por convertirse en una de las víctimas del mundo feliz cuyo advenimiento había acogido con tanto entusiasmo. «Entendimos el suicidio de Maiakovski —confió el escritor Isaac Babel a los miembros de la NKVD que lo interrogaron antes de su ejecución— como la conclusión del poeta de que era imposible trabajar bajo las condiciones impuestas por el sistema soviético».[10]

Los albores del otoño de 1919 constituyeron un momento decisivo para la guerra civil rusa. Las tropas del almirante Kolchak, que avanzaban procedentes de Siberia, habían comenzado a desintegrarse a consecuencia de la presión ejercida por el Ejército Rojo, en la vanguardia, y, en la retaguardia, por las revueltas campesinas provocadas por los saqueos y la brutalidad de los blancos. Sin embargo, el frente meridional seguía infundiendo temor en los bolcheviques. A finales de agosto, las fuerzas blancas del general Denikin habían tomado casi todas las ciudades más importantes de Ucrania. El general Mamontov y otros adalides cosacos protagonizaron intensas cabalgadas y se apoderaron así de poblaciones decisivas en dirección norte, incluida Voronej, en el curso alto del Don. El general Denikin había dictado el plan de ataque en su «Mandato de Moscú». El 14 de octubre, uno de sus ejércitos capturó Orel, a tan sólo cuatrocientos kilómetros de Moscú, lo que lo dejó en situación de amenazar Tula, principal centro de fabricación de armamento de la República Soviética. Mientras tanto, el del general Yudenich había alcanzado, procedente de Estonia, las inmediaciones de Petrogrado, «cuna de la Revolución». En Moscú comenzaron a trazarse planes de huida para los bolcheviques más importantes, a los que, llegado el caso, se proporcionarían pasaportes falsos y dinero zarista. En Crimea, los refugiados de clase media y alta provenientes del norte comenzaron a convencerse de que la pesadilla bolchevique estaba a punto de acabar y de que en breve podrían regresar a sus hogares. Durante aquellas primeras semanas del otoño de 1919, el paseo marítimo de Yalta volvió a llenarse de damas y niñas ataviadas con largos vestidos blancos, sombrillas y amplios sombreros de paja. Incluso podía verse, de cuando en cuando, el perrito de tiempos de Antón Chejov.[11]