HAMBRE Y FRÍO
La disolución de la Asamblea Constituyente por parte de Lenin durante la primera semana de enero de 1918 condenó a Rusia a la guerra civil más terrible que ha conocido la historia. Durante las primeras elecciones libres del país, los bolcheviques no habían conseguido, mal que les pesara, sino un 24 por 100 de los votos emitidos. Lenin estaba resuelto a eliminar cualquier oposición a su nuevo comité ministerial, el Sovnarkom (acrónimo ruso de Consejo de Comisarios del Pueblo). Con todo, la principal amenaza a la que hubo de enfrentarse su nuevo régimen no provenía de los indignados partidos de la oposición, sino de los nada desdeñables avances de los alemanes. El estado mayor general del Káiser decidió, al cabo, sacar el máximo provecho de la desintegración del ejército ruso y el agotamiento de las tácticas dilatorias de Trotski durante los acuerdos de paz de Brest-Litovsk. Petrogrado se vio en peligro en febrero, con lo que la capital de la nueva República Soviética se trasladó a Moscú. La cúpula bolchevique se apoderó de todo el Kremlin, desde los apartamentos oficiales hasta los dormitorios del servicio. Los padres de Olga también habían decidido abandonar la cada vez menos segura Petrogrado para mudarse, con ella y con su hermana Ada, al número 23 del bulevar Prechistenski de Moscú. La familia Knipper, a excepción de Liev, que se encontraba en el sur con su unidad de artillería, vivió allí reunida durante un breve período con la tía Olia. No pasó mucho tiempo antes de que los padres de Olga se trasladasen a Siberia, región que Konstantin conocía bien a causa de su trabajo. La madre se ofreció a llevar con ellos a la pequeña, a quien la vida rural le iba a ofrecer muchas más posibilidades de escapar a la muerte por inanición.
Aquel invierno, las zonas rurales fueron objeto de una afluencia masiva de emigrantes, procedentes tanto de Moscú como de Petrogrado, cuando decenas de miles de los obreros industriales que se habían encontrado sin comida ni trabajo en las fábricas expropiadas decidieron recuperar sus raíces agrícolas con objeto de huir del hambre. Los miembros de la nobleza y las clases mercantiles y profesionales abandonaron también las ciudades más o menos de incógnito. Algunos albergaban la esperanza de hallar refugio en sus propiedades rurales, convencidos de que a los campesinos que trabajaban para ellos los preocupaba de verdad la suerte que corrieran. La mayoría puso rumbo al sur de Rusia, zona en la que la Revolución no había calado tan hondo, y en especial a Crimea y a la capital cosaca de Novocherkassk, en la región del Don, donde comenzó a consolidarse la oposición a los rojos bajo la forma del Ejército Voluntario, constituido casi por completo por oficiales zaristas resentidos. Los refugiados que se habían visto desposeídos de todo cuanto tenían —muchos de los cuales viajaban por primera vez en su vida con el pueblo llano— quedaron horrorizados al conocer el profundo odio que se profesaba al antiguo orden. Fue esa animosidad obcecada, ese anhelo de venganza, lo que llevó a los campesinos a destruir las obras de arte y los libros de las casas de campo que asaltaban. Los bolcheviques, por su parte, no dudaron en instigar al máximo entre los pobres un hondo deseo de lucha de clases. «¡Muerte a la burguesía!» se convirtió en una consigna muy popular.
Olga permaneció en Moscú con su hermana Ada. A principios de 1918, el invierno siguió mostrándose inclemente hasta extremos crueles. No quedaba carbón, y aunque las autoridades habían prohibido buscar leña, pocos eran los que no estaban lo bastante desesperados para arriesgarse a morir tiroteados por una patrulla de la Guardia Roja por el simple hecho de tratar de llevar a casa unas cuantas ramas cogidas de un árbol o un tablón arrancado de una escalera. A las dos hermanas no les quedó otro remedio que quemar en una pequeña estufa de hierro los volúmenes de la biblioteca paterna. Asimismo, con el propósito de aprovechar al máximo el calor corporal durante la noche, dispusieron una alfombra persa a modo de tienda de campaña sobre un colchón colocado en el suelo del dormitorio.
Si bien debía invertir la mayor parte de su tiempo en la búsqueda de alimentos, Olga no había abandonado en ningún momento su ambición de convertirse en actriz. En sus memorias asegura haberse unido a un grupo de teatro de variedades llamado Sorokonozhka, «El Pequeño Ciempiés», porque estaba compuesto por sólo veinte miembros, que en total sumaban cuarenta pies. Y resulta sobre todo sorprendente, dadas las circunstancias de la época y su absoluta falta de experiencia, que consiguiese un papel en la película de cine mudo Ania Kraeva. A éste siguieron otros dos: uno en Cagliostro y otro en La última aventura de Arsenio Lupin. Los títulos no dejan de ser curiosos para el año cero de la revolución leninista: lo cierto es que las autoridades bolcheviques otorgaban una gran libertad a los directores semiaficionados.[1]
Los teatros, sin embargo, se hallaban sometidos a un control mucho más estricto. El Teatro del Arte de Moscú tuvo que ponerse enseguida a buscar un repertorio más acorde con la nueva era, al tiempo que Stanislavski y Nemirovich-Danchenko se obligaban a olvidar el entusiasmo que habían profesado a Kerenski, quien había huido al exilio tras el golpe de estado protagonizado por los bolcheviques en Petrogrado. De hecho, la alta y distinguida persona de Stanislavski recorrió a grandes zancadas las calles de Moscú con el abrigo bien abierto para dejar al descubierto un enorme lazo rojo y poner así de manifiesto su lealtad revolucionaria. Los actores y demás plantilla del Teatro del Arte pasaron a ser empleados estatales, lo que comportaba un salario lamentable y los hacía responsables ante el comisario del pueblo para la Educación, Anatoli Lunacharski.
Los grupos bolcheviques de agitación y propaganda atrajeron a los obreros de las fábricas al teatro Solodovnikovski, mucho más amplio, situado frente al Teatro del Arte. Allí actuaron Stanislavski y los suyos en el contexto de un programa llamado «Proletkult» y concebido para acercar la cultura al ámbito industrial.[2] Este proyecto, que con tanto empeño promovió Lunacharski, pretendía crear, a través de diversos grupos de actores, músicos y cantantes, una revolución cultural para la clase trabajadora a la manera de la que habían iniciado los enciclopedistas para la burguesía en la Francia dieciochesca. Lenin, sin embargo, acogió la iniciativa con severas críticas en privado, tanto porque sus propios gustos se hallaban más cercanos al ancien régime, como porque sabía con toda certeza que aquello no tenía nada que ver con la verdadera cultura del proletariado. A lo sumo, se trataba de poco más que de un intento de inculcar con calzador a las masas una corrección política de nobles principios, y en el peor de los casos, constituía una mera excusa para que los partidarios del nihilismo cultural, como Maiakovski y otros futuristas, incitasen a la destrucción de obras de arte tradicionales en cuanto táctica de provocación para la liberación cultural.
Entre los trabajadores, los había que asistían boquiabiertos a las representaciones del Teatro del Arte de Moscú; aunque tampoco faltaban quienes se limitaban a hacer caso omiso de lo que ocurría en el escenario para comer, beber, fumar y charlar, en tanto que un tercer grupo pataleaba en señal de irritación ante lo que consideraban un retrato benévolo de la vida burguesa. Y no eran pocos los que expresaban su opinión a voz en cuello. En ciertas ocasiones, el ruido y el comportamiento del público resultaban tan intolerables a Stanislavski, que el director no dudaba en colocarse delante de las tablas y amonestar desde allí a los espectadores. El Teatro del Arte de Moscú, que tan revolucionario había parecido en 1898, acabó por semejar anticuado, cuando no reaccionario. Aquel fue un vigésimo aniversario deprimente para un grupo que, en palabras de Stanislavski, había estado «siempre al servicio de la belleza y la nobleza». Con todo, también reconocía, de un modo más bien sumiso, que «nos hemos convertido en los representantes de la experiencia: nos han catalogado de conservadores, que es precisamente el sector contra el que tiene el sagrado deber de luchar el innovador. Siempre hay que tener enemigos a los que atacar».[3]
No cabe duda de que aquellos fueron tiempos desconcertantes. «Queridísima Masha —escribió la tía Olia a su cuñada en febrero de 1918—: Anhelaba escribirte, pero no sé por dónde empezar. Hay tantas cosas nuevas y extrañas, cosas a las que lleva su tiempo acostumbrarse… El alma necesita asimilarlas, mas no dejan de sucederse. Si Antón estuviese vivo, nos habría maravillado a todos distinguiendo unas de otras… En lo externo, nuestra vida sigue pareciendo igual. No he dejado de ir a los ensayos ni de actuar».[4] Sin embargo, nada era como antes.
En aquella época de pobreza extrema, ningún teatro disponía de sistema alguno de calefacción, de modo que todo el que iba allí debía permanecer con el abrigo puesto. Los miembros del público hundían la cabeza entre los hombros, las mujeres envueltas en bufandas y los hombres con las orejeras de sus shapka de piel o tela bajadas. Los actores, que debían desprenderse de los abrigos y los gorros justo antes de salir a escena, pasaban un frío atroz, y eran mayoría los que caían enfermos. Les habían robado buena parte del vestuario, y la escasez de pelucas obligó a Olga Knipper-Chejova, la tía Olia, a teñirse el cabello, que ya comenzaba a tornarse gris.
Los debates intelectuales de los años en que comenzó su andadura el Teatro del Arte habían quedado en poco más que recuerdos remotos. La inanición hacía difícil concentrarse para actuar. A menudo parecía que no hubiese otro tema de conversación fuera de la comida y los lugares en que podían encontrarse los artículos de primera necesidad. La carne de caballo y de perro se convirtieron en mercancías esenciales. La tía Olia enloqueció de felicidad el día que consiguió un huevo, el primero que veía en tres meses. Los estragos que había causado la Revolución en las zonas rurales, donde los rebeldes habían comenzado a quemar las casas de los señores dos meses después de la abdicación del zar, habían reducido de forma drástica la producción alimentaria. La situación se haría aún más delicada cuando Lenin provocase una guerra civil en contra del campesinado para obligarlo a suministrar grano a las ciudades castigadas por el hambre. (Los dirigentes bolcheviques profesaban un profundo desdén a la población rural, la Rusia de «iconos y cucarachas», según la famosa definición de Trotski).
Sin embargo, los campesinos optaron por esconder el grano, y las «brigadas de comida» rojas recurrieron al terror y la tortura con la intención de obligarlos a entregarlo. En consecuencia, no pasó mucho tiempo antes de que el nuevo gobierno soviético se viese en la necesidad de sofocar un número mucho mayor de levantamientos campesinos de los que hubiera conocido ningún zar en la historia reciente. Aun el proletariado industrial, que constituía, supuestamente, la columna vertebral del movimiento, se declaró en huelga para protestar contra el autoritarismo leninista y contra un nivel de vida cada vez más bajo.
La tía Olia fue uno de los pocos miembros del Teatro del Arte de Moscú que no cayó enfermo, si bien se encontraba abatida por «la devastación y la dejadez, la suciedad y el desorden entre los que estamos viviendo». A esta mujer decididamente apolítica le resultaba imposible encontrar un sentido a los terribles sacrificios que habían de hacerse en nombre del nuevo orden. «No es una revolución lo que necesitamos —había escrito refiriéndose al levantamiento de 1905—, sino libertad, espacio en el que poder movernos, belleza, romanticismo». Asimismo, lamentaba en lo más profundo el elevado número de víctimas «que no pertenecían a ninguno de los dos bandos».[5]
No había término medio: o se estaba con los bolcheviques, o se era un «enemigo del pueblo». Los integrantes de éste se hallaban habitando un mundo dominado por comisarios que, vestidos con cazadoras y gorras de cuero negro, imponían a punta de máuser la disciplina del terror. Algunos habían llegado a bautizarlos como «los del abrigo de cuero».
La suerte de cualquier ser humano se tornó en extremo arbitraria. Si quien comparecía ante el tribunal del pueblo en calidad de acusado carecía de callosidades en las manos, se arriesgaba a que dictasen contra él una sentencia inmediata de muerte, con independencia del delito que hubiera cometido. No menos peligroso resultaba haber prestado dinero a alguien, siendo así que cualquier deudor podía denunciar a su acreedor de ser un «burgués chupa-sangre». Aun así, no había nada tan siniestro como la nueva Cheka (Comisión Extraordinaria Panrusa para la Supresión de la Contrarrevolución y el Sabotaje), que podía calificar cuanto se le antojase de crimen digno de la pena capital y llevar a cabo ejecuciones sumarias. Fue precursora de la NKVD estalinista, organización que iba a desempeñar un papel considerable en las vidas de los distintos miembros de la familia Knipper.
La lucha de clases requería el total sometimiento de los burzhui, término que abarcaba tanto a los nobles como a los burgueses. A fin de humillarlos, los ponían a limpiar las calles y despejarlas de nieve, tal como harían los nazis con los judíos poco menos de dos décadas después. Los encargados de supervisar su labor gozaban obligando a quienes habían sido sus superiores en la escala social a llevar a cabo las tareas más serviles mientras observaban con fruición cómo aquellos hombres poco habituados al trabajo manual desfallecían víctimas de la torpeza y el agotamiento.
Asimismo, y dada su baja productividad en calidad de obreros, los burzhui sólo tenían derecho a las raciones más escasas. En consecuencia, lo que quedaba de la nobleza y la clase media se vio rebajado a frecuentar los baratillos con la esperanza de trocar cualquiera de sus posesiones, desde iconos y figurillas hasta superfluos uniformes zaristas y anillos de diamantes, por un pequeño paquete de harina o un trozo de pan de azúcar. En el curso aproximado de un año, cuando la guerra civil enrareció aún más la provisión de alimentos, las jóvenes de buena cuna se encontraron en la necesidad de prostituirse. Un par de años más tarde, se calculaba que un 42 por 100 de las rameras de Moscú procedía de familias acomodadas «arruinadas por la Revolución» —categoría social que se conocía por el revelador eufemismo soviético de «pueblo antiguo»—.[6] Varias de estas jóvenes llegaron a ser amantes de los dirigentes del nuevo orden bolchevique que vestían cazadora de cuero. La situación de desintegración moral era casi total.
Los privilegios, lejos de abolirse, habían adoptado nuevas formas, tal como describió la tía Olia a su cuñada en otra de sus cartas: «Me hallaba jugando al solitario a altas horas de la noche, levantando, de cuando en cuando, la mirada a la hilera bien iluminada de mansiones confiscadas de la acera opuesta del bulevar y al reflejo que proyectaban las luces de sus ventanas sobre el barro líquido. Tenía la impresión de estar en Venecia». Los jóvenes comisarios no habían vacilado en expropiar las majestuosas casas de aquellos a los que habían desposeído dando muestras de una evidente depravación moral. «He recibido violetas —proseguía— en una carta procedente de Gurzuf [de la casita en Crimea que le había dado Antón Chejov], un detalle conmovedor en esta época de devastación, caos, desesperanza y suciedad en la que vivimos».[7]
La huida de las clases alta y media de Moscú animó a los «comités de edificios» bolcheviques locales a reasignar alojamientos. Como quiera que la mayoría de sus miembros procedía de la antigua clase servil, relegaron a los propietarios a los sótanos o los áticos a fin de reservar para ellos y sus amigos las mejores estancias. A su modo de ver, hacer una revolución quería decir, sin más, poner patas arriba el orden social, y en consecuencia, se erigieron en los nuevos amos. Olga y Ada hubieron de alojar a un número cada vez mayor de desconocidos en su domicilio, a razón de cuatro o cinco por habitación. La casa hizo, asimismo, las veces de alojamiento militar, y al parecer, las dos se salvaron de milagro de ser violadas a manos de dos marineros. «Mi hermana Ada y yo nos preparábamos, un día tras otro, para lo peor», escribió Olga más tarde.[8]
El invierno de 1918 a 1919 también fue cruel. No quedaba combustible para calentar el interior de las casas, por lo que las cañerías comenzaron a congelarse. Las dos hermanas se lavaban la cara con ceniza y cocinaban patatas heladas en una estufa de leña conocida como burzhuika por la semejanza que guardaba, supuestamente, con una salamandra de panza abultada. La gente destrozaba los muebles que le quedaban a fin de conseguir algo que quemar en estos utensilios. Apenas sobrevivieron libros, y se hizo casi imposible encontrar un solo árbol en pie en toda la ciudad. Los grifos no daban agua, y la congelación del alcantarillado dio pie a unas condiciones de vida sórdidas hasta extremos inimaginables. Los patios traseros de las casas hubieron de emplearse a modo de evacuatorios al aire libre. No hubo de esperar mucho para que Moscú sufriese una epidemia de cólera.
Aquel invierno, las ciudades arrostraron una hambruna mayor aún que la del anterior. Se habían sacrificado tantos caballos para consumir su carne que los carros y los drozhki tenían que ser tirados por mujeres y niños. «El azúcar está a 75 rublos la libra —escribió la tía Olia a Masha, que recibió la carta en Crimea—; la mantequilla, a 100 o a 120. Todo el mundo come carne de caballo, y están vendiendo también carne de perro».[9] Casi nadie podía permitirse esos precios.
Su sobrina, Olga Chejova, envuelta en guiñapos y con un pañuelo —con lo que trataba, a un mismo tiempo, de mantenerse abrigada y evitar parecer una burguesa—, tomó un tren en dirección a Kostromá, a orillas del Volga, para cambiar objetos de valor por patatas y harina. Cientos de miles de personas procedentes de la ciudad se convirtieron, como ella, en lo que se conocía como «hombres del saco», debido a las bolsas que transportaban con la intención de llenarlas de alimentos.
Olga hubo de experimentar la sordidez que suponía viajar en aquella época, en vagones de ganado que tenían por retrete un agujero en el suelo y en los que había que dormir sobre paja infestada de insectos. Una vez en Kostromá, tuvo que eludir las patrullas de la Guardia Roja, y cuando, por fin, consiguió cerrar un trato con cierto campesino local, el hielo se rompió bajo sus pies y cayó al agua con el trineo en que llevaba todas las provisiones que había obtenido. Tal vez esto último no sea del todo cierto, aunque de lo que no hay duda es de que volvió a Moscú con las manos vacías. De cualquier modo, habría sido una empresa desesperada, ya que era casi impensable que una mujer sin compañía no acabase siendo víctima de los salteadores.
La desesperación, y en especial entre los soldados desmovilizados y los desertores, era tal que cada vez aumentaba más el número de los que recurrían al robo. Aventurarse a salir a la calle después de que hubiese anochecido se consideraba una temeridad extremada. Y los rumores no hacían sino acrecentar el miedo de los ciudadanos: según uno de los más estrafalarios, los soldados se habían hecho con unas botas especiales fabricadas por los alemanes que les permitían, gracias a los muelles de que estaban provistas sus suelas, saltar por encima de las trincheras, y las empleaban, vestidos de blanco, para botar de noche por las calles hasta alcanzar la altura de un primer piso y robar a quienes se desmayaban al verlos aparecer de tal guisa.
Mientras todos los demás sufrían, a Misha Chejov, siempre ajeno a lo que le rodeaba, el de 1918 le pareció un año mejor que el anterior. Durante la depresión que siguió a la muerte de Volodia, había jurado dejar el teatro. También había decidido no suicidarse jamás. Después de haber pasado buena parte del invierno sentado ante su escritorio, llenando una página tras otra de descripciones propias de una pesadilla —como, por ejemplo, la del aspecto que presentaba un hombre atropellado por un tranvía—, su estado de nervios mejoró durante la primavera de 1918.
Xenia Karlovna Ziller, la compañera rubia de tenis que tanto había provocado a Olga durante su embarazo, se convirtió, el 3 de junio, en su segunda esposa. También ella pertenecía a una familia alemana —los Chejov parecían tener una resuelta inclinación hacia los teutones—, y su padre poseía, o más bien había poseído, una fábrica de lubricantes para automóviles en Moscú. El carácter amable y calmado de Xenia logró devolver a Misha la confianza perdida. «Se enamoró de un hombre destruido —escribió Serguei Chejov— y logró hacerlo volver a la vida». Dando, una vez más, muestra de su total indiferencia hacia la realidad económica y política del momento, Misha montó entonces un estudio de interpretación, y logró atraer a cierto número de actores jóvenes gracias a sus aptitudes docentes. El Estudio Chejov lo ayudó a recuperar su seguridad profesional, si bien no hizo gran cosa por cambiar su suerte.
En efecto, el actor seguía siendo vulnerable a los estragos del alcohol siempre que se encontraba bajo presión. La muerte de su madre, Natalia, ocurrida en marzo de 1919, desencadenó una nueva crisis. Él asegura haber atravesado toda la ciudad de Moscú para encontrar su cuerpo entre un montón de cadáveres, víctimas de una epidemia de tifus, en el preciso instante en que iban a ser arrojados a una fosa común.[10]
Otras fuentes, entre las que se incluye su primo Serguei, dan a entender que, cuando la enterraron, Misha estaba tan borracho y en tal estado de nerviosismo que, una vez pasado todo, no fue capaz de recordar dónde estaba su tumba —lo que, de ser cierto, constituye un caso interesante de represión psicológica—.[11] De cualquier modo, todo apunta a que el fallecimiento de su madre liberó su mente de una presencia gravosa y amenazadora, pues no hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que se enrolara de nuevo en el Teatro del Arte. Su rostro atormentado de payaso trágico estaba listo para volver a sonreír.
Fueron muchos los ancianos que perdieron la vida durante aquel terrible invierno marcado por el frío, la enfermedad y el hambre. Misha perdió también a su abuela paterna, Yevgenia Chejova, de cuya muerte dio noticia, desde Yalta, la tía Masha. Y tampoco logró superar la crudeza invernal la abuela de Olga, Anna Salza-Knipper, profesora de conservatorio. Daba la sensación de que el nuevo régimen hubiese planeado desembarazarse rápidamente de todo aquel que no pudiera adaptarse a la áspera realidad de la vida soviética.