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EL OCASO DE UN MATRIMONIO

A instancias de la tía Olia, Stanislavski hubo de volver a intervenir a finales de 1916 para salvar a Misha de la recluta. En aquel momento no se trataba ya de un caso de favoritismo injustificado, por cuanto, poco después del nacimiento de su hijo —al que, por cierto, se negó a reconocer—, el actor comenzó a sufrir colapsos nerviosos. Al igual que su padre, era incapaz de asumir por sí mismo cualquier tipo de responsabilidad, y no eran pocas las que comportaba una joven familia como la suya. Tampoco sabía responder a las exigencias afectivas de una madre celosa y una esposa desdichada. Resulta difícil imaginar a una joven que pudiera recibir la aprobación de semejante vampiro emocional.

«Había crecido en un disciplinado entorno germánico —escribió Serguei Chejov—, y era impensable que pudiese soportar el hálito del alma de él ni la impasibilidad de que daba muestras con respecto a las condiciones en que se desarrollaba su propia existencia. Ella no era sensible a otra cosa que a las formas más superficiales de la vida, y la mente filosófica de él le era ajena por completo. Creo que él nunca llegó a compartir con ella su mundo espiritual, y parece que ella consideraba, en algunas ocasiones, que estaba loco sin más. La relación con su suegra, por otra parte, fue de mal en peor».[1] Esta explicación, que no deja de ser innegable en lo fundamental, demostró ser poco comprensiva y, asimismo, engañosa en cierto sentido: la mente de Misha lindaba de verdad con la insania y jugaba a menudo, como él mismo admitiría más tarde, con la idea del suicidio. «En el cajón de mi escritorio —declaró— había una Browning cargada, y no me resultaba nada fácil sustraerme a la tentación».[2] De pocas jóvenes de dieciocho años —y en especial si habían vivido tan protegidas por su familia como Olga— se hubiese esperado que soportaran a Misha y a una suegra medio loca.

Uno no puede menos de preguntarse, además, cómo pudieron manejarse en un momento tal de escasez de alimentos. Mariya, la anciana nodriza de Misha, se veía obligada a guardar interminables colas por ellos mientras Olga cuidaba del bebé y Natalia se retiraba a su dormitorio. El cabeza de familia empleaba los contactos de que disponía en el mercado negro para mantener sus reservas de vodka, mercancía que había prohibido el zar, apenas estallada la guerra, en una muestra de austero patriotismo. De hecho, las revueltas del pan de 1915 y 1916 se debieron, en parte, a que los campesinos desviaban las provisiones de grano para la actividad mucho más lucrativa de elaborar samogon, o vodka destilado de manera ilegal. Cuando el gobierno adoptó una postura más severa con respecto a la población rural a fin de garantizar el suministro de alimentos, los agricultores no dudaron en retener una cantidad cada vez mayor de cereal o dedicarla para alimentar a su ganado. Los precios, en consecuencia, se dispararon aún más, y las tiendas de alimentación de las ciudades quedaron vacías. Conseguir pan comportaba a menudo dormir en la calle, a la puerta de una panadería, por lo que no era infrecuente que las colas acabaran por convertirse en hervideros de rumores y riñas políticas.[3]

Liev Knipper, hermano menor de Olga, era a la sazón cadete de una academia de artillería. Se había graduado como alférez de artillería a principios de la primavera de 1917, y como sucedió a muchos otros, su suerte durante la inminente guerra civil se vio ligada a la situación en que se hallaba al ser declarada.[4]

Los padres de Liev y Olga, entre tanto, podían considerarse afortunados de estar viviendo en Tsárskoie Seló y no en el mismo Petrogrado. Si bien el espontáneo desorden de la Revolución de febrero que derrocó a los Romanov tuvo, en un principio, un carácter relativamente benévolo, apenas hicieron falta unos cuantos días para que se manifestara un lado mucho más desagradable. No tardaron en formarse cuadrillas dedicadas a saquear los comercios y las casas de clase media en busca de alcohol. Las mujeres y las niñas fueron víctimas de violaciones que quedaron impunes, dado que los policías que habían logrado escapar a los linchamientos estaban escondidos o trataban de huir de la ciudad. Cualquier ciudadano vestido de manera respetable, con cuello y corbata, corría no poco riesgo de que le robasen en plena calle por el hecho de ser burgués. El escritor de izquierda Máximo Gorki predijo que la Revolución «degeneraría con toda seguridad en una ruina digna de nuestro salvajismo asiático», en tanto que muchos otros recordaron también la frase en la que Pushkin hablaba de «la revuelta rusa, tan insensata como despiadada».[5]

La caída final de la dinastía de los Romanov se produjo el 3 de marzo, cuando renunció al trono el gran duque Mijail, que había sido elegido sucesor del zar. La noticia dio lugar a descaradas escenas de regocijo en las calles de Petrogrado y Moscú. La multitud agitaba banderas rojas o las colgaba de las ventanas, cantando una versión rusa de La marsellesa, mientras los ferroviarios hacían sonar los silbatos de las locomotoras al pasar por las principales estaciones y los obreros industriales hacían otro tanto con las sirenas de las fábricas. Ni los propietarios ni los capataces se atrevían a presentar objeción alguna. En muchos lugares, los más entusiastas transmitían el mensaje de libertad haciendo repicar las campanas de las iglesias, con o sin el consentimiento del cura. En Moscú se echó abajo la ciclópea estatua del zar Alejandro III con la ayuda de cargas de dinamita y de una muchedumbre que tiró de ella con sogas como si los liliputienses hubiesen ganado por fin la batalla. En el frente y en los buques de guerra se izaron también, ante la mirada atónita de los oficiales zaristas, banderas rojas, y se organizaron desfiles en los que no faltaron bandas militares que interpretaban La marsellesa.

El repentino desmoronamiento de la autocracia cogió por sorpresa a los revolucionarios profesionales, como Lenin y Trotski, exasperados por encontrarse tan lejos de los centros de acción. Con todo, el desarrollo de los acontecimientos fue a demostrar que no habían perdido su oportunidad: los dirigentes del gobierno provisional, que actuaron a impulsos de una verdadera ingenuidad liberal de elevadas miras, en el caso del príncipe Lvov, o de una vanidad histriónica, en el de su sucesor, Alexandr Kerenski, quedaron superados estratégicamente. El cuello de la recién conquistada libertad se vio, así, expuesto a los nada escrupulosos leninistas.

Kerenski, abogado de profesión, era un hombre de corta estatura con ojos saltones y nariz curva que le conferían cierto aire de rana perspicaz, bien que su vibrante retórica y sus enérgicos arranques emocionales lo hacían capaz de conquistar a ingentes masas de seguidores. (Olga Chejova reconocería más tarde que, cuando oía hablar al doctor Goebbels, no podía evitar recordar a Kerenski).[6] Supo convencer a no pocas personas de formación elevada —incluidos Stanislavski y Nemirovich-Danchenko— de su condición de genio de la política, el Napoleón que lograría volver a encauzar los excesos revolucionarios y proporcionar una justicia humana. Sin embargo, los parangones históricos, y más aún en tiempos de revolución y guerra, suelen llevar con frecuencia a engaños peligrosos, y el equilibrio que hubo de mantener al verse obligado a tranquilizar a la burguesía y los aliados occidentales, por un lado, y aplacar los ánimos de obreros y campesinos, impacientes por tomar fábricas y tierras de labranza, por el otro, habría socavado la credibilidad del más grande de los adalides.

El negocio familiar de Stanislavski, las fábricas Alexeiev, cayó en manos de los trabajadores, y su casa fue, tal como reconoció a un amigo, «allanada».[7] Todo respeto por la propiedad privada había caído víctima de la elástica noción de «expropiación revolucionaria». Stanislavski se había quedado sin más recursos que un salario proporcionado por el Teatro del Arte de Moscú, y había perdido toda capacidad de subvencionarlo como en el pasado. Sin embargo, nada de esto hizo mermar el entusiasmo con que había acogido este nuevo universo de libertad. Estaba convencido de que desembocaría en un mundo no sólo más justo, sino también más hermoso. Por otra parte, hubo de admitir, asimismo, que, en materia de política, no era más que un iletrado.

Kerenski no era —qué duda cabe— ningún Napoleón, y sin embargo, tampoco faltaban en la época que le tocó vivir ciertos ecos de la Revolución francesa. Por todos lados circulaban libelos difamatorios, a menudo incluso pornográficos, en los que se describían, con una minuciosidad espeluznante, los excesos sexuales de la corte, y que constituían un ejemplo interesante de lascivia supuestamente patriótica. A la zarina —la Alemana— la acusaban de compartir extraordinarios devaneos sexuales con Rasputin, como sucedió a María Antonieta —la Austríaca— con su favorita, la princesa de Lamballe.

Sin embargo, en lo que más se asemejaba esta Revolución a la de 1789, así como a cualquier otra posterior, era en el abrupto derrumbamiento sufrido por la ley y el orden. Los sospechosos, y en especial si eran pudientes, morían linchados sin juicio alguno, mientras que por todos lados surgían milicias ciudadanas de entre las que destacaba la Guardia Roja, conformada por jóvenes obreros dispuestos a defender, con fusiles incautados, las fábricas de «actos de sabotaje» cometidos por sus propietarios. Constituyeron el prototipo de la milicia bolchevique que había de crearse ese mismo año.

El 18 de junio marcharon cuatrocientas mil personas sobre Petrogrado con pancartas que rezaban: «¡Todo el poder a los soviets!», una consigna bolchevique, por más que muchos aún lo ignoraran. Las huelgas comenzaron a hacerse interminables a medida que aumentaban las exigencias de los trabajadores, y se celebraban tantos mítines políticos que la producción se veía interrumpida de manera constante. Esta nueva actitud se extendió con gran celeridad al frente, donde los soldados, en consonancia con las reivindicaciones de los obreros industriales, se negaron a prestar servicio más de ocho horas diarias. Más inquietante si cabe resultó el creciente número de motines, así como el no menos ascendente de oficiales que morían brutalmente asesinados. Las autoridades militares no se atrevieron a instituir siquiera consejos de guerra.

El lado más técnico de la administración civil se vio, sin embargo, menos amenazado. El padre de Olga, Konstantin Knipper, tuvo suerte de ser ingeniero de ferrocarriles a la par que funcionario, toda vez que sus conocimientos no habían dejado de ser imprescindibles. Sin embargo, de haber sido uno de los ministros del zar, tal como más tarde aseguraría ella en sus memorias, no habría sobrevivido como lo hizo.

La última representación del Teatro del Arte de Moscú antes de la toma de poder de los bolcheviques fue la que hicieron de El jardín de los cerezos, en calidad de invitados especiales, en el Teatro del Soviet de los Delegados Obreros. Stanislavski rememoró más tarde haber visto «turbas vestidas de gris» en la calle, así como «misteriosos preparativos» de soldados que «se congregaban alrededor del Kremlin». Una atmósfera febril se enseñoreó del auditorio, y los actores, de pie tras el telón con el oído atento a tan inquietante revuelo, se preguntaban qué opinaría el público obrero de El jardín de los cerezos en un momento como aquel. «No nos van a dejar acabar la representación —se decían unos a otros—: o nos sacan del escenario, o nos atacan».[8]

La de Stanislavski, sin embargo, no es una relación totalmente fiable de lo sucedido aquella noche. Él atribuye el éxito de la obra a «el lirismo de Chejov, la belleza inextinguible de la poesía rusa [y] la disposición vital del refinamiento rural de la vieja Rusia… Nos pareció que todos deseaban envolverse en la atmósfera de poesía, descansar en ella y decir adiós, de forma pacífica y para siempre, a la vida vieja y hermosa que exigía entonces sacrificios purificadores». Lo cierto es que el efecto sonoro final del hacha talando un cerezo se vio seguido, de inmediato, por el sonido distante de disparos. Cuando el público salió a la calle, los camiones transportaban ya revolucionarios y viandantes heridos. El Teatro del Arte no dudó en enviar un mensaje al soviet de Moscú para preguntar de qué modo podía servir mejor al pueblo, y el consejo local respondió que debían volver lo antes posible a su actividad.

El golpe de estado de los bolcheviques topó con una resistencia mucho más eficaz en Moscú que en Petrogrado. El centro de la ciudad quedó sometido durante diez días a violentas batallas, y el fuego de artillería de uno y otro bando alcanzó la catedral de San Basilio. Toda esta agitación sumió a Misha en un estado de histerismo, aunque hubo miembros de su extensa familia que corrieron riesgos mucho mayores. A Vladimir Knipper, que vivía en el número 51 de la calle Arbat, lo apresaron los oficiales que se resistían a la toma del poder de los bolcheviques después de que un vecino desequilibrado de la planta alta del edificio encendiese las luces de varias habitaciones de su piso, lo que les había hecho sospechar que trataba de comunicarse con el enemigo. Un capitán de estado mayor borracho colocó una pistola Nagan en la cabeza de Vladimir: «Los bolcheviques están reduciendo nuestra capital a ruinas y vosotros los estáis ayudando, hijos de puta. Os voy a matar». Sin embargo, se contuvo cuando otro oficial le susurró que era el hermano de Olga Knipper-Chejova.[9]

Apenas había transcurrido un mes del incidente cuando, el 13 de diciembre de 1917, sobrevino en la familia una verdadera tragedia: Volodia Chejov, primo de Misha y antiguo rival suyo en materia de amores, se las arregló para tomar la Browning del cajón en que éste la guardaba y se quitó la vida de un disparo.

Poco antes del funeral, Misha vio a su tío Iván Chejov, padre del difunto. Parecía consumido, derrotado. El actor no pudo olvidar nunca su nariz puntiaguda, el traje caído y los pantalones arrugados que lo hacían semejante a «una figura tallada en madera y clavada al suelo». La madre de Volodia hizo una leve señal con el codo a Misha, quien tenía la mirada clavada en el cuerpo que yacía en el ataúd. «Acércate a él —le dijo al oído—; pero, por lo que más quieras, cielo: no llores».[10] Él observó el rostro de su primo y no pudo menos de evocarlo lleno de maquillaje y ennegrecido con corcho quemado en las veladas dominicales de casa de la tía Masha.

Es imposible precisar si Volodia se suicidó porque seguía enamorado de Olga, tal como sugeriría después ella, o a causa de la incesante obstinación de su padre porque se dedicase a la jurisprudencia. Tampoco cabe descartar la influencia que pudo ejercer la destrucción del mundo en que habían crecido. De cualquier manera, lo cierto es que su muerte dejó una honda huella en Misha. Se derrumbó por completo, y en el teatro hubieron de concederle permiso para que se ausentara durante seis meses. Las fotografías existentes de este período dan fe de su espectacular envejecimiento.

Otro miembro de la familia que sufrió no pocos padecimientos en aquella época fue la tía Masha, que llegó a Moscú desde Yalta con motivo del sepelio de Volodia y contrajo el tifus. Siguiendo la práctica acostumbrada ante esta enfermedad, causada por los piojos, le rasuraron de inmediato la cabeza. Aceptó esta situación con buen ánimo, pero la muerte de su sobrino la había herido en lo más profundo. Al igual que casi todos, la tía Masha se hallaba sumida en un estado tal de pobreza que no le resultaba nada fácil conseguir alimentos. Y aunque había heredado los derechos de las obras de su hermano Antón, el Teatro del Arte de Moscú ya no podía pagarlos. Su madre, Yevgenia Chejova, que aún vivía y compartía con ella domicilio en Yalta, tenía las facultades mentales demasiado mermadas por la edad para comprender que las cosas habían cambiado y que era necesario ahorrar, y la tía Masha se vio obligada a coser para obtener algún ingreso. En el transcurso de aquel tumultuoso año marcado por dos revoluciones, Olga se dio cuenta de que iba a tener que abandonar a su marido, quien, cada vez más desequilibrado, se había apartado en mayo de los ensayos de La gaviota a resultas de una depresión nerviosa agravada por la bebida.

Todo apunta a que su esposa lo dejó poco antes del suicidio de Volodia, aunque este dato no es del todo seguro. En los testimonios que hablan del final de su matrimonio existe tan poco consenso como en los que daban razón de sus inicios. Misha escribió más tarde que Olga se había alejado de él engatusada por un aventurero llamado Ferenc Jaroszi, oficial del ejército austro-húngaro que había sido prisionero de guerra en Rusia. «Era —al decir de Misha— un aventurero como aquellos de los que tantas cosas fascinantes había contado mi padre. Amén de ser elegante, apuesto, encantador y talentoso, disponía de una notable fortaleza interior que lo hacía irresistible». El actor asegura que cuando ella entró en la habitación, «ya con el abrigo puesto», para despedirse de él aquel diciembre, se limitó a decirle: «¡Qué feo estás! Bueno, que seas feliz. Pronto lo habrás olvidado todo». Y dicho esto, según él, le dio un amistoso beso y se marchó.[11] Misha no menciona una sola vez a su hija en sus memorias.

La explicación que ofrece Olga en sus escritos es que no podía seguir soportando la embriaguez de Misha ni sus obsesiones. El capricho adolescente que la había llevado a él se había trocado, a todas luces, en lástima y odio, a partes iguales. Llevó sus pertenencias y a su bebé al apartamento que tenía la familia Knipper en el número 23 del bulevar Prechistenski de Moscú. Sin embargo, había adoptado la decisión de abandonar a su marido a sabiendas de que no iba a ser capaz de sobrevivir con las pequeñas sumas de dinero que le enviaba su madre a espaldas de su esposo, Konstantin Knipper, aún furioso con su hija predilecta. La galopante inflación del momento hizo que cada remesa de billetes de banco tuviese menos valor que la anterior, y a los habitantes de las ciudades les resultaba cada vez más difícil hallar qué comer, tuvieran o no dinero. La gente empezó a vivir del trueque y los contactos. Olga sostenía que su hija había sobrevivido a aquel invierno de 1917 y 1918 gracias al gran cantante Fiodor Chaliapin, que le proporcionó leche de la vaca que había llevado a Moscú para uso de su familia.

El golpe que supuso para la actriz el hecho de verse pobre por primera vez en su vida fue considerable, y sin duda dio pie a la determinación y la ambición que marcaron su futuro. Habida cuenta de que ya no podía depender de Misha, se vio obligada a forjar su propia carrera profesional, y dado que sus pinturas no podían garantizarle unos ingresos seguros, comenzó a trabajar para un comerciante de vinos en calidad de ayudante de oficina. En sus memorias asegura también haber tallado piezas de ajedrez en madera para venderlas, aunque cabe la posibilidad de que tomase la idea prestada de su ex marido, que acostumbraba hacerlas en los peores momentos de su depresión.