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LOS ALBORES DE UNA REVOLUCIÓN

Visto desde nuestros días, el modo como logró mantenerse el mundo del teatro al margen de la terrible realidad de la primera guerra mundial resulta punto menos que desconcertante. Las cartas y los relatos personales de quienes en él se movían apenas incluyen referencias a los acontecimientos que estaban agitando Rusia y desmembrándola, y dan fe de que, tras despreciar las «obras patrióticas» de «cartón piedra» representadas cuando estalló la contienda, sus integrantes se habían limitado a concentrarse en su propio trabajo.

Según reconocería, pasado el tiempo, Stanislavski, «el arte demostró no tener nada en común con las tendencias, la política o los demás asuntos de la actualidad».[1] La caída de los ejércitos rusos en el centro y el sur de Polonia durante el verano de 1915 no habría tenido menor resonancia de haber ocurrido en otro continente. Todo parece indicar que, en el seno de una familia de melómanos de origen alemán como era la de los Knipper, no se hizo mención alguna de las revueltas anti-germánicas acaecidas en Moscú en junio de 1915, durante las cuales los agitadores sacaron pianos Bechstein a la calle para prenderles fuego.

Estos disturbios estaban provocados, en buena medida, por el odio profesado a la zarina, la Alemana, quien estaba considerada, junto con los ministros que ostentaban apellidos de aire germánico, una prueba viviente de la intrusión del enemigo en el interior del país. No faltaban quienes promoviesen rumores de que la zarina disponía de una línea telefónica directa con Berlín para poder revelar los planes del alto mando ruso, y asegurasen que su traición estaba haciendo inútil el sufrimiento de tantos compatriotas en el frente. Sin embargo, este convencimiento, cada vez mayor, de que la incompetencia del régimen zarista no era más que una cortina de humo concebida para ocultar actos de corrupción y traición no llegó a inquietar a Misha y a sus amigos del teatro. Su mundo bohemio despreciaba la política y a los políticos tanto como el patriotismo militar y los sacrificios inútiles. Algunos, como Meyerhold, abrazaron de forma apasionada la causa revolucionaria, y aun Konstantin Stanislavski, aristócrata mercantil a tiempo que actor, anhelaba asistir a «la milagrosa liberación de Rusia».[2] Estaba persuadido de que ésta propiciaría un nuevo período de libertad artística e ilustración, aunque no fue capaz de prever que su negocio familiar, de donde procedían las subvenciones que sostenían al Teatro del Arte de Moscú, acabaría por ser expropiado.

Además de los oficiales de la vieja escuela, quienes más habían creído en la guerra contra Alemania habían sido sus propios familiares: las jóvenes de la nobleza y la clase media-alta que se habían ofrecido voluntarias para hacer vendajes y otras curas al trágico número de soldados que había sufrido heridas de guerra —amputados, ciegos, gangrenosos y afectados de neurosis bélica—. Muchas de estas señoritas de buena cuna consideraban que prestar este servicio era mucho más que un deber; lo concebían como una experiencia espiritual, un acto de conmemoración del Cristo que lavaba los pies a los pobres. La zarina estableció su propio hospitalito, y atavió de manera adecuada a la joven gran duquesa; sin embargo, no parece que sus pacientes fuesen seleccionados por la gravedad de sus heridas, lo que convierte su iniciativa en algo semejante a un Pequeño Trianón de la medicina.

Los soldados, en su mayoría de procedencia rural, a los que amparaban estas entregadas mujeres no compartieron nunca el entusiasmo que mostró la clase media por la guerra en sus inicios, sabedores, desde un principio, que se volvería a emplear al campesinado como «carne de cañón». Sus aldeas habían llorado su partida con las lamentaciones propias de un funeral, convencidos sus habitantes de que nunca volverían a ver a aquellos hijos que marchaban al frente. Y el hecho de que estuviesen acaudillados por jóvenes barin, miembros de la clase terrateniente que, pocos años antes, habían recuperado sus propiedades agrícolas a fin de beneficiarse de la subida del precio del maíz, no había hecho nada para mejorar las relaciones entre los oficiales y unos soldados persuadidos de que aún se les trataba como poco más que siervos.

La guerra no impidió que un grupo del Teatro del Arte de Moscú, conformado, entre otros, por Stanislavski, Olia Knipper-Chejova y el gran actor Vasili Kachalov, emprendiese una gira por el sur de Rusia a finales de la primavera de 1916. Acabada ésta, los integrantes del reparto fueron a relajarse al balneario de Essentuki, en el Cáucaso, lugar que Stanislavski conocía bien de anteriores visitas. Con todo, y a pesar de los viajes a la estepa y otras distracciones del grupo, a aquél no le resultó fácil olvidar sus preocupaciones, dada la disputa que mantenía en aquellos momentos con Nemirovich-Danchenko con motivo de la dirección del Teatro del Arte.

Misha no los había acompañado en aquella ocasión. «Espero que no estés enfadada conmigo por haber dejado pasar tanto tiempo sin escribirte —rezaba una carta a la tía Masha remitida aquel verano desde Moscú—. Es maravilloso no hacer nada, y aunque no nos hemos movido de la ciudad, los tres gozamos de una gran tranquilidad. A mi Kapsulka [“Capsulita”, o sea, Olga, a la sazón encinta] no le ha hecho demasiado feliz quedarse encerrada en la urbe con mamá. Soñaba con dibujar en praderas y bosques, pero ¿qué le vamos a hacer? En tal caso, no debería haberse casado conmigo, sino, por ejemplo, con Volodia. Sin embargo, prefirió compartir mi fama a ser la esposa de un juez de provincia.»[3]

A Olga, que se hallaba en avanzado estado de gestación, le había llegado a resultar insoportable compartir techo con la posesiva madre de Misha, y para colmo de males, éste había vuelto a beber. Acostumbraba añadir vodka a su cerveza para lograr lo que él llamaba «un efecto intenso», y asegurando ser «un ruso de verdad», bebía sin parar hasta perder el sentido. Por la noche, se despertaba de súbito gritando: «¡Papel! ¡Pluma! ¡Escribe, Olinka, escribe! Me han venido grandes pensamientos».[4]

Tal como sugería la misiva anterior, Misha había discutido con su primo Volodia, quien se había resentido por el modo como trataba a Olga. «Querida Masha —escribió a su tía—: Sabes que te quiero, pero, por favor, mantente alejada de ese parásito perjudicial de Volodka. Me consta que se ha instalado en tu casa de Yalta y está escribiendo cartas a muchachas de Moscú en las que asegura que tú vas a proporcionar las arras para su casamiento. Puede escribir lo que le plazca, pero lo lamento por las jóvenes, y también me preocupa tu honor». La carta contenía asimismo tres dibujos: un autorretrato bajo el que podía leerse: «Yo»; un sol con grandes rayos que rezaba: «Tú», y un montón de basura con moscas volando en derredor titulado «Volodka».[5]

Olga afirmó más tarde haber tratado de poner fin a su embarazo con baños calientes. Al dar a Misha la noticia de que esperaba un bebé, él había apartado la mirada y, tras encogerse de hombros, se había marchado del apartamento. Ella pudo advertir que su matrimonio era una farsa. Cierto día, regresó a su domicilio y se topó con que la puerta del dormitorio conyugal estaba cerrada. Del otro lado oyó una risita que le hizo suponer que su esposo había llevado a casa a una de sus entretenidas.

En verano, Moscú se hacía insufrible; así que Misha acabó por alquilar una dacha. Olga la describió como «una casucha pequeña, totalmente primitiva, en la que era imposible que viviese nadie si no era por un espacio mínimo de tiempo».[6]

Ella hacía más tolerable su estancia en aquella casa de campo pintando, en tanto que Misha, cuando se hallaba razonablemente sobrio, gustaba de jugar al tenis en una pista cercana con toda una sucesión de amiguitas, entre las que se encontraba la que se convertiría, con el tiempo, en su segunda esposa. En agosto, cuando se acercaba la fecha del parto, Olga regresó a Moscú. Apenas había cumplido los diecinueve años cuando, el 9 de septiembre de 1916, nació su hija. La niña había visto la luz en una familia en la que no era difícil confundirse con los nombres, y la bautizaron como Olga, aunque siempre la llamaron Ada.

La madre sufrió un síncope nervioso poco después de alumbrar, cabe suponer que debido a una depresión pos-parto agudizada por la situación por la que estaba pasando su matrimonio. Según otra fuente, cayó enferma de meningitis.[7]

Lo cierto, fuera como fuere, es que sus ilusiones románticas se vieron frustradas de forma definitiva en el transcurso de aquel año y el siguiente. Misha no mostró ningún interés por su hija, y se dio al alcohol con más intensidad aún. Olga, que durante mucho tiempo había recibido el trato propio de una menor, comprobó entonces que la persona a la que había adorado no era más que un niño pequeño dominado por su madre, fueran cuales fuesen sus innegables dotes dramáticas. Se vio obligada a reconsiderar toda su vida, casada como estaba con un hombre que no pensaba en otra cosa que en destruirse a sí mismo y atrapada por la responsabilidad de una hija recién nacida. Con todo, no era su matrimonio lo único que se estaba desmoronando: toda Rusia, y con ella la existencia segura que había conocido desde su niñez, se desintegraba a medida que retrocedían los frentes y se propagaban en las calles las noticias de una posible revolución.

El invierno de 1916, tercero de la guerra, resultó ser el más inclemente de todos. Las provisiones de alimento se tornaron cada vez más escasas tras la retaguardia, mientras que en el frente los soldados se congelaban en trincheras improvisadas. Entre tanto, sus oficiales, lejos de compartir su sufrimiento, vivían en casas requisadas tras las líneas de fuego. Por su parte, la nutrida guarnición de Petrogrado se estaba haciendo cada vez menos digna de confianza. Sólo un puñado de oficiales pertenecían al ejército permanente: la mayoría estaba formada por civiles recién nombrados, de los cuales no eran pocos los que comenzaban a simpatizar con las tropas que exigían que se pusiese fin a la guerra. Ni siquiera los regimientos de la guardia de infantería del zar escapaban a esta situación.

Sin embargo, cuanto mayor era la crisis, más obstinado se mostraba Nicolás II. Ningún político lograba convencerlo de que introdujera las reformas necesarias para salvar su trono, y en consecuencia, volvió a surgir una marcada escisión cultural en el seno de la nación. La masa del pueblo, y en especial la población rural, tomó conciencia de su identidad rusa en contraste con lo que percibía como contaminación extranjera de la corte. Sin embargo, el desdichado zar, paralizado por una mujer obsesiva y por su propia tozudez, nacida de su debilidad, era el miembro de la dinastía de los Romanov más austero, sumiso y eslavófilo del que se tenga memoria. Nunca se había sentido atraído por el estilo neo-clásico de la capital de Pedro el Grande, y prefería, por el contrario, las cúpulas bulbosas y los colosales muros de ladrillo de Moscú.

Los miembros de la nobleza y los acomodados ociosos, que veían sus privilegios abocarse de forma irremediable al desastre, se entregaron al juego y al libertinaje, apurando hasta la última gota del vino de sus bodegas, comprando esturión ahumado y caviar a los precios exorbitantes impuestos por el mercado negro y manteniendo desvergonzadas aventuras a la vista de todo el mundo. En Petrogrado, la cocaína, importada de Latinoamérica, había seguido los pasos del tango como producto de moda en esta danza macabra. Los diplomáticos franceses y británicos asistían escandalizados a este «hedonismo histérico» y al despreocupado espíritu apocalíptico imperante.[8]

Esta actitud se había extendido más allá del círculo de los ociosos adinerados hasta afectar, según Stanislavski, al mismísimo Teatro del Arte de Moscú. «El lado ético del teatro se encuentra en uno de sus peores momentos —había escrito desde Essentuki a Nemirovich-Danchenko—. En ningún sitio se bebe más ni hay más alcoholismo que en nuestro teatro, ni puede observarse tanto engreimiento ni tanto desdén por otras personas, ni tampoco tantos arrebatos ofensivos».[9]