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EL JARDÍN DE LOS CEREZOS DEL DÍA DE LA VICTORIA

La noche del 8 de mayo de 1945 no había una sola luz apagada en todo Moscú. Sus habitantes esperaban con impaciencia noticias de la rendición final de los alemanes; pero sólo los más privilegiados de la sociedad soviética, como el escritor Ilia Ehrenburg, poseían una radio con la que sintonizar emisoras extranjeras: toda una osadía en la Rusia de Stalin, donde la victoria no eximía del sometimiento a la policía secreta.

El anuncio de la rendición alemana ante el mariscal Zhúkov en Berlín llegó, por fin, de boca del presentador de Radio Moscú Yuri Levitan, el miércoles, 9 de mayo: «Atención: aquí Moscú. Alemania ha capitulado… El de hoy queda declarado, en honor de la victoriosa Gran Guerra Patriótica, día de fiesta nacional: el día de la victoria».[1] Entonces pudo oírse La internacional y, tras ella, los himnos nacionales de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia.

Los habitantes de los apartamentos comunales no esperaron a que acabara la música: salieron a los descansillos, unos más vestidos que otros, para darse mutuamente la enhorabuena. Los que tenían teléfono llamaron a familiares y amigos para compartir con ellos aquel momento histórico. «¡Se acabó! ¡Se acabó!», repetían sin cesar. Muchos se echaron a llorar, entre aliviados y afligidos, pues los veinticinco millones de muertos con que se había saldado la guerra apenas habían dejado familia alguna en toda la Unión Soviética que no hubiese conocido el sufrimiento. A las cuatro de la mañana, según señaló Ehrenburg, «la calle Gorki estaba atestada de gente, que se arracimaba en el exterior de los edificios o avanzaba en tropel en dirección a la plaza Roja».[2]

Aquel fue, en palabras de Ehrenburg, «un día extraordinario de gozo y pesar». El escritor pudo ver a una anciana que sonreía, deshecha en lágrimas, mientras mostraba a quienes pasaban a su lado una fotografía de su hijo de uniforme, al que habían matado el otoño anterior. La celebración de la victoria se convirtió también en una invitación al recuerdo. Las botellas de vodka corrían de mano en mano, y el primer brindis iba siempre dedicado a la memoria de los que no habían vivido para ver aquel día, si bien los más leales del Partido tendrían que haber rendido homenaje, en primer lugar, al camarada Stalin, «insigne arquitecto y genio de la victoria».

Los oficiales de uniforme, y sobre todo los que llevaban medallas, recibían parabienes y, en ocasiones, se veían lanzados por los aires por una multitud que los aclamaba vencedores. El mismo Ehrenburg, que se había convertido en el más célebre propagandista del Ejército Rojo, hubo de aceptar, abochornado, que lo hicieran objeto de tal honor cuando lo reconocieron por la calle. Los extranjeros, por otra parte, también eran colmados de «besos, abrazos y halagos en general». Cuando sus coches circulaban por los alrededores de la plaza Roja, la muchedumbre «los detenía para sacar sin miramientos a sus ocupantes y abrazarlos o incluso lanzarlos al aire».[3] En el exterior de la embajada estadounidense, las masas prorrumpieron en vítores a la memoria del presidente Roosevelt, muerto, para sincera consternación de las gentes, poco más de un mes antes.

Jmelov, director del Teatro del Arte de Moscú, habló ante los demás miembros de la compañía, que se habían congregado de modo espontáneo en el vestíbulo. «¡Qué gran dicha nos invade hoy! —exclamó—. Hemos esperado mucho tiempo este momento, y ahora que ha llegado, no encuentro palabras para expresar lo que sentimos. Cuando la radio comenzó a emitir marchas triunfales, pude ver, a través de la ventana de una casa iluminada, a una mujer bailando y cantando sola.»[4]

Aquel día se apiñaron entre dos y tres millones de personas en el centro de la capital, desde los diques del río Moscova hasta la Estación de Bielorrusia. La mayoría de ellas llegó bien pertrechada de botellas de vodka o champán de Georgia que había atesorado con religioso afán para cuando llegase aquel día. Los obreros de los suburbios y sus familias habían acudido al centro con sus mejores ropas. Los moscovitas que habían permanecido en la capital iban mejor vestidos que los demás, siendo así que, durante el horror vivido en 1941, los evacuados de la ciudad habían vendido a los comercios de artículos de segunda mano todas las prendas que no podían llevar consigo.[5] Pese a los bombardeos de aquel invierno, Moscú había tenido muchísima suerte, pues los edificios dañados habían sido pocos en comparación con otras poblaciones —como ciudades y pueblos del sur y el este—, que habían quedado reducidas a escombros en cientos de kilómetros a la redonda. Veinticinco millones de personas habían quedado sin hogar, y quienes habían sobrevivido a tal desamparo se vieron obligados a vivir en refugios subterráneos que no pasaban de ser agujeros en la tierra cubiertos por troncos, ramas y hierba.

Aquella noche se retransmitió el discurso triunfal de Stalin y se dispararon salvas con un millar de cañones cuya onda expansiva hizo vibrar los cristales de las ventanas. Cientos de aviones sobrevolaron la ciudad soltando bengalas rojas, doradas y moradas, mientras los reflectores de las baterías antiaéreas de Moscú centraban su luz en una colosal bandera roja sostenida en el aire por globos invisibles. Stalin fue objeto de una espontánea ovación. Muchos, como el propio Ehrenburg, protegido suyo, no reflexionaron hasta mucho después sobre la suerte de tantas vidas malgastadas o cercenadas por falsas acusaciones que sólo pretendían encubrir los errores de su dirigente. Aun cuando los extraños se prodigaban abrazos en las calles moscovitas aquel día cargado de emociones, lo cierto es que no daban, ni mucho menos, la impresión de estar disfrutando de un verdadero sentimiento de victoria. La única sensación compartida por todos era la de cierto alivio cansado y entumecido.

Tras las celebraciones, los miembros del Teatro del Arte de Moscú sintieron la necesidad de hacer algo para festejar el final de la guerra. El Kremlin tenía intención de organizar un impresionante desfile militar en la plaza Roja con objeto de conmemorar los hechos de la Gran Guerra Patriótica, y ellos decidieron montar una representación especial sin más propósito que el de celebrar que la cultura rusa hubiese sobrevivido a las violentas embestidas de los nazis.

La gaviota de Antón Chejov estampada en el telón presagiaba claramente cuál sería el autor elegido. Las obras que Chejov había escrito para el Teatro del Arte, y que tanto prestigio internacional le habían dado, eran conocidas ya, antes de la Revolución, como los «acorazados». Y la que se eligió para la ocasión fue la última que había escrito el dramaturgo: El jardín de los cerezos.[6]

La viuda de Chejov, Olga Knipper-Chejova, cofundadora de la compañía, interpretaría el papel de la rica propietaria Ranievskaya, como ya había hecho en enero de 1904, durante el estreno de la obra, ante la atenta mirada de sus amigos Fiodor Chaliapin, Máximo Gorki y Rajmaninov. De ella guardaba un doloroso recuerdo: Antón, su esposo, se hallaba gravemente enfermo la primera vez que se puso en escena; de hecho, cuando apareció en el escenario para saludar, la «palidez sepulcral» de su rostro había levantado gritos ahogados entre el público. Seis meses después de aquel día triunfal —que, según Konstantin Stanislavski, alma del Teatro del Arte, tuvo cierto «aire de funeral»—, murió el dramaturgo.[7]

En aquellos días, Olga Knipper-Chejova, mujer de ojos pequeños e inquietos y mandíbula firme, tenía el aspecto agraciado e irreprochable de una institutriz resuelta e inteligente. Sin embargo, ahora, con setenta y seis años y una complexión robusta a pesar de las exiguas raciones de la guerra, se había convertido en un monumento viviente del teatro ruso. Ya en 1928 la habían nombrado «artista del pueblo» de la Unión Soviética. Aun así, bajo el poder de Stalin, tal distinción no comportaba protección alguna. De hecho, ella había pasado buena parte de la guerra temiendo que la arrestara, en cualquier momento, la policía secreta de la NKVD.

Dada la obsesión existente entonces en torno a los posibles espías, sus temores eran perfectamente comprensibles. Sus padres eran de origen alemán; su hermano había colaborado con el almirante Kolchak, comandante de los rusos blancos en Siberia durante la guerra civil, y su sobrino favorito, el compositor Liev Knipper, había luchado contra los bolcheviques en el sur de Rusia, en calidad de oficial del Ejército Blanco. Pero el miembro de su familia más peligroso era su sobrina Olga Chejova, celebérrima estrella de la gran pantalla en Berlín, a la que en 1936 le había sido concedido el título de «actriz del Estado» del Tercer Reich y a la que, en opinión de todos, Hitler adoraba. Ni siquiera faltaban fotografías en las que Olga apareciera al lado del Führer en las recepciones de los nazis. Por otra parte, el ex marido de su sobrina, Mijail Chejov, se encontraba en Hollywood. La suya era una familia de emigrados en una época de xenofobia estalinista.

La anciana actriz era casi el último superviviente del extraordinario grupo dirigido por Stanislavski que había comenzado a revolucionar el arte dramático en 1898. Stanislavski, que había contagiado a todos sus ideales artísticos y que era para ella un «extenso capítulo» de su vida, había muerto en 1938.[8] Alto y elegante, de pelo cano y cejas negras, Stanislavski podía haber pasado por un gran profesor o diplomático cuando no se hallaba interpretando uno de los muchos papeles en los que se sumergía por entero. La intensidad con que los representaba hacía que acabase agotado después de cada actuación. Tal como podían comprobar los actores que entraban en su camerino, su método de relajación consistía en despojarse de todas sus ropas y fumarse un puro. «De igual modo que era capaz de vestir cualquier atuendo —observó uno de ellos—, tenía el don de mostrar su propia desnudez con gran naturalidad, con la mayor simplicidad helénica.»[9]

Poco antes de sufrir la enfermedad que acabó con su vida en 1938, Stanislavski había querido que Vsievolod Meyerhold, compañero suyo durante los años de aprendizaje y brillante actor y director, le sucediese en el Teatro del Arte de Moscú. Pero Meyerhold se había ganado el odio de las autoridades soviéticas, y poco pudo hacer su amigo por ayudarle desde la tumba. A pesar de haber apoyado a los bolcheviques durante la Revolución, Meyerhold se hizo objeto de la inquina del régimen por el mero hecho de que sus obras no se ajustaban a la nueva doctrina del realismo socialista. Arremetió contra la esterilidad del teatro soviético en un discurso —audaz hasta rayar en lo suicida— pronunciado en el Congreso Nacional de Directores de Escena y fue detenido en junio de 1939. Dos semanas después, su esposa, la célebre actriz judía Zinaida Raij, apareció muerta en su apartamento, mutilada y con las cuencas de los ojos vacías. El propio Meyerhold fue, tal vez, uno de los presos que, antes de morir, fueron torturados por Lavrenti Beria en persona. De hecho, no fue sino Stalin quien firmó la orden de acabar con su vida.[10] En aquellos momentos no eran muchos los que se atrevían a pronunciar siquiera su nombre o a mencionar el hecho de que las autoridades habían dado el apartamento del director a una antigua amante de Beria.[11]

Tampoco la obra elegida para celebrar la victoria soviética parecía estar libre de sus propios fantasmas. En 1917, el Teatro del Arte había representado El jardín de los cerezos la misma noche del golpe de estado bolchevique, y en mayo de 1919, en Jarkov, ciudad a la que habían llevado la obra como parte de una gira emprendida para huir del hambre que asolaba Moscú, Olga Knipper-Chejova pudo oír, durante el segundo acto, que la ciudad había caído repentinamente en manos del Ejército Blanco del general Denikin. Con todo, el impetuoso avance de las fuerzas contrarrevolucionarias tenía los días contados, y los hombres de Denikin no tardaron en retirarse, en medio de un gran caos, hacia la costa del mar Negro, diezmados —al igual que los numerosos refugiados civiles que habían huido a la desbandada por temor a las represalias de los bolcheviques— por el tifus y el hambre. Olga Knipper-Chejova y sus compañeros de gira escaparon hacia el sur y atravesaron el Cáucaso hasta llegar a Georgia. Allí, en la capital, Tiflis, representaron por última vez El jardín de los cerezos poco antes de cruzar el mar Negro para adentrarse en un incierto exilio.

Desde septiembre de 1920 hasta su regreso a Moscú, durante la primavera de 1922, Olga Knipper-Chejova había vivido en calidad de emigrada, condición que las autoridades soviéticas veían con grandes sospechas. Sin embargo, este breve período, no exento de peligros, resultaba insignificante en comparación con la pintoresca trayectoria profesional que había seguido su sobrina, con la que compartía sangre y nombre, en Alemania.

En el otoño de 1943, el Teatro del Arte de Moscú había solicitado celebrar un homenaje a su gran actriz con ocasión de su septuagésimo quinto cumpleaños, y había recibido, por toda respuesta, un inquietante silencio por parte de las autoridades soviéticas.[12] Durante la guerra no la habían invitado en una sola ocasión a hablar por la radio o actuar en solitario como antes, y no era el único miembro de la familia que se había topado con una actitud similar de siniestro rechazo. Todos estos eran gestos difíciles de pasar por alto en la Unión Soviética, tanto antes como después de la gran victoria, que, tal como estaba comprobando el pueblo, no había hecho nada por aplacar la paranoia del régimen estalinista. La reciente oleada de denuncias y de redadas nocturnas de la NKVD hacía temer a los moscovitas el inicio de una nueva purga.

El edificio, al menos, tenía para Olga Knipper-Chejova una familiaridad tranquilizadora. Aquel teatro había sido, sin exageraciones, un segundo hogar para ella durante más de media vida. A excepción del gran bajorrelieve modernista que decoraba la entrada, el exterior no era muy diferente de la mayoría de fachadas de los edificios moscovitas de tres plantas. Dentro, las lámparas del techo y los pomos de las puertas del auditorio respondían al mismo estilo, y la parte frontal de las butacas estaba tapizada de terciopelo, aunque, por lo demás, las paredes y el suelo carecían de toda decoración, ya que Stanislavski no quería que nada pudiese desviar la atención de lo que sucedía en el escenario. El único emblema que ornaba los telones de color verde grisáceo era una sola ave estilizada, representada en pleno vuelo: la gaviota de Antón Chejov, símbolo de una nueva realidad en el teatro, que había permanecido en su lugar durante toda la Revolución y una guerra civil azotada por el hambre. Había sobrevivido incluso al terror estalinista, bien que la compañía se había visto obligada a poner en escena obras meramente propagandísticas del realismo socialista.

Olga Knipper-Chejova no tenía mucho que temer, desde el punto de vista profesional, con un papel tan célebre como el que debía interpretar para aquella representación especial de El jardín de los cerezos. En otoño de 1943 lo había hecho por enésima vez ante los soldados, tras lo cual no le habían faltado cartas de admiradores llegadas desde el frente.[13]

Antón Chejov no había pensado en su esposa al crear el personaje de Ranievskaya.[14] En realidad, lo había concebido para una actriz de edad mucho más avanzada, aunque este hecho jugó más tarde en favor de ella, pues le permitió, aun después de haber cumplido los setenta, seguir interpretándolo y hacerse objeto, por ello, de clamorosos aplausos —bien que éstos fuesen quizá destinados, las más de las veces, a la respetada compañía a la que pertenecía—. Olga Knipper-Chejova era famosa por la fuerza expresiva de sus manos. En el papel de Ranievskaya las movía de un modo inquieto y con una torpeza no exenta de elegancia que reflejaba a la perfección su confusión emocional, aunque la propia actriz no podía evitar exagerar cuando estaba nerviosa. Nemirovich-Danchenko le dijo en una ocasión algo que nunca había olvidado: «Con un par de manos tienes bastante: deja los otros doce en el camerino».[15]

Aquella noche, mientras bajaba el telón y se oía de fondo, fuera de escena, el efecto sonoro final concebido por Stanislavski —el ruido sordo y hueco de un hacha talando los cerezos del jardín que había dejado de pertenecer a la protagonista—, los quinientos espectadores del teatro se pusieron en pie para ovacionar a los actores en tan emotiva ocasión.[16] Olga Knipper-Chejova salió poco después al escenario a saludar y, bajando la mirada, la posó sobre las primeras filas de butacas. Desde allí le devolvió el saludo con un discreto movimiento de mano una mujer de unos cuarenta años, hermosa y bien vestida. Olga Knipper-Chejova retrocedió tambaleante y fue a derrumbarse tras el telón, presa de la confusión y el terror. La elegante espectadora de aspecto refinado que acababa de ver allí, en aquel teatro de la triunfante capital soviética, no era otra que su sobrina Olga Chejova, la gran estrella del cine nazi.[17]