TRECE

TRECE

—No es que dude de tu palabra, alteza, pero ¿crees que resistirá? —preguntó Ivan Mikelovitch Straghov con cautela. La Reina del Hielo era habitualmente una mujer muy fría y serena, pero cuando perdía la paciencia resultaba tan terrible como una ventisca de los territorios del norte.

—Resistirá, viejo amigo —replicó ella mientras contemplaba su obra con satisfacción—. Te lo garantizo.

La convicción que había en la voz de ella lo impulsó también a él a creerlo, aunque si no hubiese presenciado aquello con sus propios ojos, todo el asunto le habría resultado increíble. La hechicería de la Reina del Hielo era potente de verdad. Ivan la había observado cuando se detuvo ante las lentas aguas grises del río y obró el encantamiento. Tras abrir los brazos al máximo, invocó a los vientos del este y del oeste. Sobre el río comenzó a caer nieve, y el aire se tornó increíblemente gélido. Ante sus ojos, en apenas segundos, se había formado una fina capa de hielo sobre la superficie del río, que se propagó con rapidez desde el punto en que se encontraba la Reina del Hielo. Al cabo de un minuto, ya había gruesos bloques de hielo, y después de diez minutos todo el río quedó congelado por completo. Entonces la nieve quedaba sobre la superficie, y de no haber sido por los terraplenes de las orillas, Ivan no habría podido darse cuenta de que el río estaba allí.

—Adelante —dijo la Zarina—. Resistirá nuestro peso.

Uniendo la acción a la palabra, espoleó su caballo y lo lanzó al galope por las congeladas aguas. Con un poderoso grito, la Hueste Góspodar la siguió.

* * *

—¡Mirad allí arriba! —exclamó Ulrika al mismo tiempo que señalaba hacia el cielo. Max alzó los ojos esperando ver arpías que se lanzaban sobre ellos y, en efecto, vio a algunas de aquellas monstruosas bestias, pero aleteaban para bajar y atacar algo enorme que descendía a través de las nubes.

»Es la Espíritu de Grungni —dijo Ulrika con voz de asombro.

»Alabado sea Sigmar —pensó Max, un poco avergonzado—. Al menos tendremos una forma de escapar de aquí». Mientras miraba, unos destellos brillantes salieron disparados desde los flancos de la nave aérea, y las arpías comenzaron a precipitarse hacia la tierra al ser alcanzadas por las potentes armas de la Espíritu de Grungni.

* * *

Kelmain miró a su gemelo y vio su propio cansancio reflejado en aquel rostro que le era familiar. Ningún ser vivo podría resistir el estrés que ellos habían soportado durante ese día y quedar intacto. Habían manejado el tipo de poder que normalmente les estaba reservado a los demonios mayores, cosa que los había forzado hasta el límite y los había dejado con un cansancio casi imposible de resistir. La ola de retroalimentación provocada por la destrucción de las torres había estado a punto de volverlos locos a ambos, y muchos de sus aprendices no habían sido tan afortunados como ellos. Se retorcían, farfullantes, sobre la nieve, de los alrededores. Hasta ese momento, ni él ni su gemelo habían sido capaces de disponer de la energía necesaria para matarlos.

—También tú lo sientes, hermano —dijo Loigor.

Kelmain sólo pudo asentir con la cabeza. Procedente del oeste percibían una alteración mística de gran poder, magia humana potente que atraía energía gélida del invierno kislevita. Hacia el norte había otra alteración, diferente, tocada por el Caos y también enormemente poderosa. Por conjetura, Kelmain habría dicho que se trataba de skavens, y estaba seguro de que su gemelo habría estado de acuerdo con esa estimación. A pesar de lo poderosas que fuesen esas alteraciones, en circunstancias normales, los gemelos no habrían sentido ningún temor ante quien las causaba. En verdad, pocos eran los magos del mundo a los cuales temían, pero aquéllas no eran circunstancias normales. Ninguno de ellos sería capaz de esgrimir su poder durante varios días, ya que las apocalípticas energías que habían puesto en libertad durante esa jornada, les habían drenado la mayor parte de las fuerzas.

Un jinete se les acercó al galope, y cuando Kelmain miró al guerrero del Caos, reparó en el casco plateado que distinguía a los correos personales de Arek. El jinete cabalgó hasta ellos, y el caballo levantó las patas delanteras al detenerse.

—El Señor Arek os ordena extinguir el incendio de la ciudad —les gritó con arrogancia.

Kelmain miró a su hermano, Loigor le devolvió la mirada, y se echaron a reír al mismo tiempo.

—Dile al Señor Arek que, lamentándolo, debemos declinar su solicitud —respondió Kelmain.

—¿Qué? —farfulló el guerrero del Caos.

—Por desgracia, nos resulta imposible en este preciso momento —explicó Loigor.

—¿Imposible? El Señor Arek ordenará que os despellejen vivos.

—Amenazarnos es muy mala idea —le advirtió Loigor.

—Muy mala en verdad —añadió Kelmain al mismo tiempo que reunía la energía necesaria para reducir la armadura del correo a escoria fundida. Las gotas de metal derretido sisearon al caer sobre la nieve.

—Eso ha sido una imprudencia —comentó Loigor mientras sonreía con aprobación.

—Es verdad, pero se lo merecía.

—¿Qué hacemos ahora?

—Observar y esperar. Sospecho que el Señor Arek está a punto de descubrir que su suerte ha cambiado.

—Le advertimos que las estrellas no estaban bien alineadas, pero ¿nos escuchó?

—¿Durante cuánto tiempo crees que pueden permanecer los demonios en este plano? Eran responsabilidad tuya.

—Una hora más, como máximo. Posiblemente, mucho menos.

—Bueno, ahora hay otros Señores de la Guerra en el sur, y las sendas de los Ancestrales pronto estarán abiertas.

—Entonces, desde luego, tenemos que ver qué sucede.

* * *

Félix derribó de una estocada a otro hombre bestia. Había perdido la cuenta de la cantidad a la que habían matado desde que salieron al laberinto de callejones que rodeaba el templo. Al volver la cabeza, vio que los enanos parecían estar disfrutando en grande. Sonreían como maníacos mientras mataban, y supuso que era algo que cabía esperar porque estaban a punto de encontrar la muy esperada muerte.

Bloqueó un golpe de un enorme bárbaro cubierto de pieles; en torno al cuello, llevaba un collar de orejas aún ensangrentadas, y el poeta vio que muchas de ellas eran lo bastante pequeñas como para pertenecer a niños. El hombre bramó algo en su incomprensible idioma y lanzó otro torpe golpe contra Félix con su espada de negro hierro. El poeta lo esquivó y, con una fría crueldad que ni siquiera sabía que poseía, le asestó una cuidadosa estocada en el estómago e hizo girar la espada en la herida antes de retirarla. Cuando el aullador hombre caía, le dio una patada en la boca como propina.

—¡Mirad ahí arriba! —oyó que gritaba Ulli.

Se arriesgó a alzar los ojos y, a despecho de lo desesperado que estaba, sintió que se le alegraba el corazón. Por encima de ellos volaba la muy recordada forma de la Espíritu de Grungni. Al parecer, Malakai Makaisson había regresado, y Félix esperaba que trajese refuerzos, aunque dudaba que la nave aérea pudiese transportar suficientes soldados como para invertir el curso de la batalla.

* * *

El edificio incendiado se desmoronó en torno a Arek, y una pared de llamas salió disparada y los obligó a él y a sus caballeros a coger otra calle lateral. El Señor de la Guerra alzó los ojos al cielo y sacudió un puño en alto. Cayó otra bomba negra, lanzada desde la nave voladora, y la explosión desarzonó a Arek. ¿Dónde estaban las arpías? ¿Por qué sus magos no usaban rayos para hacer que saltara en pedazos aquella maldita nave aérea? Miró a su alrededor y vio que la explosión había matado a varios de sus guardaespaldas, y que el resto se alejaba a caballo. Era obvio que no lo habían visto a causa del caos de humo, llamas y explosiones.

En fin, carecía de importancia. Podía oír los gritos de guerra de unos hombres bestia que se hallaban cerca. Los encontraría, los reuniría a su lado y regresaría a la refriega. Cuando volviera a ver a sus magos mimados, tendría para ellos algo más que duras palabras.

* * *

Thanquol observó cómo una ola de caballeros del Caos tras otra se lanzaba hacia su destacamento. Guerreros enormes, que bramaban el nombre del Dios de la Sangre, corrían por la nieve y amenazaban con abrumar incluso a los guerreros alimaña. Por dos veces ya, Thanquol se había visto obligado a recurrir a sus poderes brujos para rechazarlos, y en ninguna de las dos ocasiones lo había logrado del todo. Había usado la energía de magia oscura que lo rodeaba para impeler a sus soldados a hazañas de ferocidad sin precedentes en cualquier ejército skaven, y a pesar de todo, apenas había bastado. Thanquol habría usado mucho antes su hechizo de huida para transportarse fuera de la refriega si no hubiese tenido la certeza de que, si no estaba él para dirigirlo, el ejército Moulder se derrumbaría y él sería arrollado con rapidez por los jinetes de Khorne. «Aún puede suceder eso», pensó mientras mordisqueaba un trozo de piedra de disformidad purificada y dejaba que el poder contenido en ella corriese por sus venas.

—¡Ya vienen! ¡Ya vienen otra vez! —le bramó Izak Grottle en la oreja.

Thanquol tomó nota mental de que, en caso de que pasara lo peor, haría que el obeso Grottle se desintegrara en los átomos que lo componían antes de intentar la huida.

* * *

Ivan Mikelovitch Straghov cabalgaba a través de las líneas del Caos, asestándole sablazos a todo lo que se le ponía por delante. En lo alto relumbraba el cielo rojo sangre, y el incendio de la ciudad de Praag iluminaba con luz intermitente la infernal escena de la batalla. Ante él, los hombres bestia bramaban desafíos y corrían hacia sus trincheras. Una señal de lo excesivamente confiados que se habían sentido era el hecho de que todas las trincheras mirasen hacia Praag. «Bueno —pensó Ivan—, ahora están pagando por ello».

Allá delante, alguien le había prendido fuego a un enorme onagro, y la máquina de asedio ardía como una antorcha gigante. Junto a él, la Reina del Hielo y su guardia personal luchaban como guerreros natos.

El arma de la Zarina relumbraba en su mano, y a lo largo de la hoja brillaban runas antiguas. De repente, el último hombre bestia del área cayó muerto, y la Reina del Hielo habló durante el intervalo de calma.

—Este lugar huele a brujería maligna. Hacia aquí ha sido atraído un poder que no se había percibido en siglos. Aquí han estado los demonios, sí, y cosas peores que demonios.

—¿Qué podría ser peor que los demonios, alteza? —preguntó Ivan, curioso.

—Los hombres capaces de invocarlos.

Ivan no estaba muy seguro de eso, aunque no pensaba ponerse a discutir. Ante sí podía ver nuevos enemigos que salían por las puertas de Praag, miles y miles de ellos, con la boca cubierta de espuma a causa del frenesí de la batalla y dispuestos a morir en combate.

—Da la impresión de que tendremos que preocuparnos más tarde por esos malvados hombres, mi reina —comentó.

—Sí, viejo amigo, porque ahora tenemos que enfrentarnos con demonios de verdad.

—Al mirar las siluetas relumbrantes que avanzaban en medio de la horda, Ivan comprendió qué quería decir la Zarina con exactitud. Dedicó un momento a encomendar su alma y el alma de su hija a Ulric, y luego se preparó para cargar una vez más.

* * *

Max subió con rapidez por la balanceante escalerilla de cuerda hasta el interior de la barquilla de la nave aérea. El viento le azotaba el rostro, y echó una última mirada hacia abajo. Se encontraban a gran altura, y las calles de la ciudad en llamas estaban muy abajo. Ulrika lo saludó con una mano, y luego corrió a reunirse con las fuerzas del duque. Max elevó una oración para pedir que no le sucediera nada malo, ya que significaba para él tanto como la vida misma. No obstante, no se le ocurría qué mal podría sobrevenirle entonces, ya que nadie abandonaba la ciudad interior para aventurarse en el infierno que había al otro lado de las puertas.

La achaparrada silueta del Matador Malakai Makaisson, ataviado con prendas de cuero, se encontraba allí para recibirlo. La cabeza del ingeniero estaba cubierta por un casco de cuero que tenía un corte en la parte superior con el fin de dejar libre la cresta de pelo teñido. Las gafas de cristal que se ponía cuando pilotaba su girocóptero estaban en lo alto de su frente.

—Te has tomado tu tiempo, Malakai —dijo Max, y se encontró con que sonreía a pesar de todo mientras tendía una mano para estrechar la del Matador.

—Sí, bueno, tuvimos un poquitín de problemas mecánicos, y luego algunos problemas con los vientos contrarios, y tardamos un poco en reunir a todos los muchachos —explicó Makaisson, que de hecho parecía algo avergonzado de esto último—. Y la Espíritu de Grungni también va un poco sobrecargada.

—Bueno, más vale tarde que nunca.

—Es lo que yo digo siempre. ¿Dónde están Gotrek y el muchacho Jaeger? ¿No están con vosotros?

Entonces fue Max quien habló con tono avergonzado.

—No sé dónde están. La última vez que los vi se encontraban sobre la muralla exterior. Es probable que ahora estén luchando en la ciudad, porque no se hallaban en la ciudadela.

—Bueno, si alguien está a salvo en este lío, son esos dos, así que será mejor que me ponga a trabajar.

—¿Qué harás?

—El Rey Matador me pidió que transportara a sus guerreros hasta aquí. Tengo alrededor de cien apretujados en todos los rincones y resquicios, incluso hay algunos arriba, dentro de la bolsa de gas. Será mejor que baje a los muchachos a tierra para que puedan empezar a luchar, y entonces podré ponerme en serio a matar hombres bestia.

Mientras Max y el Matador hablaban, los guerreros enanos de duro rostro avanzaban por el pasillo y descendían por la escalerilla de cuerda.

—Iba a regresar y traer al resto, pero da la impresión de que no tendré que molestarme. La lucha muy bien podría haber acabado para cuando volviera.

—Todo ayuda, Malakai.

—Sí, bueno. He construido algunas armas nuevas dentro de la Espíritu de Grungni. Te las enseñaré dentro de unos minutos, cuando los muchachos hayan bajado. Fue una de las cosas que me retrasó tanto. Pensé que necesitaría algo especial para esto.

Max se preguntó qué podría haber llevado Malakai, que fuese lo bastante potente como para invertir el curso de la batalla; pero sabía que si alguien podía construir algo parecido, era aquel Matador.

* * *

—¿Es el último? —preguntó Félix.

—¡Snorri no lo cree! —respondió Snorri al mismo tiempo que clavaba los ojos en la oscuridad creciente.

La nieve, fundida por el calor de los edificios incendiados, comenzaba a formar charcos en torno a sus pies, y la sangre se mezclaba con el agua, donde el reflejo de las llamas adoptaba un aspecto extraño.

—¿Adónde han ido todos, entonces? Parece haber menos que hace un momento.

—Eso es porque matamos a muchos, joven Félix.

El poeta sacudió la cabeza. «¿Es posible que una criatura tan estúpida como Snorri Muerdenarices continúe con vida?», se preguntó.

—El humano tiene razón —intervino Gotrek—. Algo los ha alejado, y no es sólo la Espíritu de Grungni.

—¿A qué cree que está jugando, Makaisson? —preguntó Ulli—. Hace un momento estaba aquí arriba, bombardeando a los adoradores del Caos, y ahora ha desaparecido.

—Es sólo porque no podemos verlo desde aquí —dijo Félix—. Creo que ha ido a la ciudadela. Debe haber traído guerreros o armas.

—Lo descubriremos muy pronto —les aseguró Bjorni—. Venga, vamos a ver si podemos encontrar algunos hombres bestia a los que matar.

—Snorri piensa que es una buena idea —asintió Snorri.

* * *

—Y si tiras de esta palanca —explicó Makaisson al mismo tiempo que la accionaba—, deja caer fuego alquímico sobre esos pequeños bastardos. ¡Así!

Max sabía lo suficiente para comprender lo que estaba sucediendo. Era lo mismo que habían empleado las máquinas de asedio situadas sobre las murallas, el fuego inextinguible de los antiguos. Ni siquiera el agua o la nieve podían apagarlo. Ardería durante días. Los gritos que se alzaban del suelo le dijeron al hechicero que los hombres bestia estaban descubriendo eso por la vía dura.

—Malakai, ¿no es peligroso llevar fuego alquímico en la nave aérea? Siempre estás hablando del peligro de incendio, y ésta es una de las sustancias más inflamables conocidas por los magos.

Malakai tiró de una palanca de control e hizo girar el timón para que la Espíritu de Grungni diera la vuelta, con el fin de realizar otra pasada sobre la horda del Caos.

—Sí, bueno… tienes razón, pero pensé que, sólo por esta vez, podría merecer la pena. No se me ocurrió nada más que pudiera equilibrar las fuerzas, excepto, quizá, esto —añadió al mismo tiempo que tiraba de otra palanca.

—¿Qué es?

Desde abajo, llegó el ruido de una enorme explosión.

—Bombas muy grandes. En ellas hay montones de pólvora. Cuesta una fortuna hacerlas, pero el Rey Matador pagaba la cuenta, así que ¿por qué no?

—Malakai, estás loco —declaró Max con un estremecimiento.

Fuego alquímico y toneladas de pólvora en una nave aérea sobrecargada que volaba a través de una tormenta: era un milagro que hubiesen conseguido llegar. Si lo hubiese sabido, jamás se habría ofrecido a subir a bordo para informar al Matador acerca de la situación. Posiblemente, se encontraba en el lugar más peligroso de la batalla en ese preciso momento.

Sólo haría falta que una bola de fuego mágico atravesara las barreras que él había puesto en la máquina voladora antes de que ésta partiera hacia los Desiertos del Caos, y todos los que se encontraban a bordo acabarían en Morrslieb a causa de la fuerza de la explosión. No era de extrañar que Malakai volase con la tripulación mínima, y era asombroso que alguien se hubiese mostrado dispuesto a permanecer a bordo.

—Pero te diré algo, Max. En este último vuelo, estuve a punto de ensuciarme los calzones unas cuantas veces. Nunca volveré a hacer algo así, ni aunque viva hasta los quinientos años.

—Me alegra oírlo —le aseguró Max.

El mago se preguntaba cómo estaría Ulrika. ¿Se encontraría luchando en la ciudad en ese mismo momento? Malakai tiró otra vez de la palanca, y se oyó un largo silbido, al que siguió una enorme explosión.

—Excelente —comentó Malakai al mismo tiempo que volvía la cabeza y miraba hacia abajo—. Me he cargado una de esas grandes torres de asedio.

* * *

—Me ha parecido una explosión —dijo Félix—, una explosión grande. ¿Qué nueva obra de demonios será?

—Si me lo preguntas a mí, es Malakai Makaisson haciendo de las suyas —respondió Bjorni.

Poco antes habían visto que la nave aérea pasaba por el aire, y todos sabían lo que era capaz de inventar el ingeniero.

—Parecen muchas explosiones —opinó Snorri.

Snorri tenía razón. El sonido se parecía al continuado resonar del trueno en la distancia. El suelo se estremecía y algunos de los edificios en llamas amenazaban con derrumbarse. Mientras corrían hacia una plaza abierta, un extraño hedor químico llegó hasta ellos, y Gotrek olfateó de manera audible.

—Fuego alquímico. Sólo a un maníaco como Makaisson se le ocurriría meter eso en una nave aérea. —Hablaba casi como si admirase la demencia del ingeniero.

* * *

Kelmain y su hermano observaron la enorme nave aérea que volaba sobre la horda del Caos tras salir de la ciudad en llamas.

—Protegida —comentó.

Para sus sentidos de mago, las runas que protegían a la máquina voladora relumbraban como faros.

—Y las protecciones son potentes —asintió Loigor—. Aunque si tuviéramos tiempo, podríamos vencerlas.

—Si tuviéramos tiempo y un período para recuperarnos, querrás decir, hermano —corrigió Kelmain a la vez que le dedicaba una débil sonrisa a su gemelo.

—¿Crees que deberíamos intentarlo?

—No. Con independencia de lo que ocurra, el ejército de Arek está condenado. El estúpido tendría que haber escuchado nuestros consejos. ¿Por qué malgastar nuestras fuerzas intentando evitar lo inevitable? Las necesitaremos para salir de aquí.

—Me temo que tienes razón —asintió Loigor.

—Siempre podemos contar con la próxima primavera —le recordó Kelmain—. Una vez que se hayan abierto las sendas de los Ancestrales, podremos hacer lo que deseamos. Podremos unir a los otros Señores de la Guerra y poner en práctica el plan.

—Arek aún podría ganar —comentó Loigor, y Kelmain profirió una carcajada.

—No creerás que eso es probable, ¿verdad? Sospecho que los Poderes Ancestrales se han opuesto a él, aquí. Comienzo a sentir que los demonios se desvanecen.

—Entonces, tal vez deberíamos ponernos en marcha… antes de acabar atrapados en la fuga general.

Los dos hechiceros comenzaron a gesticular, el aire rieló y, al cabo de un momento, habían desaparecido. Allí quedó una docena de cadáveres de los aprendices, a los cuales les habían absorbido la energía.

* * *

Arek conducía a sus hombres bestia a lo largo de la calle. Estaba colmado por una hirviente irritación. De alguna forma, podía sentir que las cosas se habían vuelto en su contra y que no se encontraba donde debería estar. En ese preciso momento, debería hallarse conduciendo a su ejército contra los kislevitas. Al ver a la enorme nave aérea que dejaba caer una lluvia de muerte sobre su ejército, supo que necesitarían a alguien que los mantuviera unidos ante el ataque.

«¿Dónde están los magos?», se preguntó una vez más. A esas alturas, deberían haber hecho estallar la nave en pedazos. Volvió a imprecar. Si no hubiese desperdiciado a las arpías en el ataque anterior, tal vez podrían haberse lanzado en multitud contra la nave aérea y haberla destrozado, a pesar de su poderoso armamento. Según estaban las cosas, quedaban muy pocas para que pudieran pasar con vida ante aquellos mortíferos cañones. «Bueno, vive para aprender», pensó. La próxima vez lo haría mejor.

Ante él vio una muchedumbre de hombres bestia que luchaban con humanos y enanos, y se preparó para el combate. Estaba disfrutando con la matanza. Hacía bastante tiempo que no se entregaba al placer de la carnicería, y casi había olvidado lo agradable que podía ser el ejercicio de su superioridad física. Había algo primigenio en los golpes y tajos de la batalla. Era en momentos como ésos cuando podía entender por qué los hombres seguían al Dios de la Sangre, Khorne.

Un guerrero humano que llevaba el tabardo del león alado, distintivo de Praag, cargó hacia él. El semblante del hombre estaba pálido y sus ojos muy abiertos tenían una expresión ausente. Echaba espuma por la boca, y a Arek le pareció evidente que el humano estaba frenético, casi enloquecido por la cólera y el miedo. Cargaba contra el guerrero del Caos al mismo tiempo que aullaba desafíos apenas coherentes. Detrás del casco, la boca de Arek se torció en una sonrisa desagradable. Era casi demasiado fácil.

El guardia lanzó un golpe dirigido hacia la cabeza de Arek, que lo paró sin dificultad con su espada rúnica. El impacto arrancó esquirlas de acero del arma del oponente. Un golpe de Arek separó la cabeza del hombre de su cuerpo, y a continuación el guerrero del Caos saltó hacia la refriega, asestando tajos a medida que avanzaba. Cada acción amputaba brazos, cercenaba cabezas y dejaba torsos que se retorcían derramando sangre y entrañas sobre el empedrado.

Se entregó al júbilo del combate, luchando con la gélida precisión que caracterizaba a los seguidores de Tzeentch. Aquél era un juego del que había que disfrutar: cada golpe era un movimiento; cada parada, un contramovimiento, cada paso y cada desplazamiento del peso, algo calculado de manera precisa. Evaluó la situación con velocidad de rayo y precisión matemática. Se movía como un remolino de muerte entre la muchedumbre, exterminando a las diminutas criaturas de carne, sangre y vida que lo rodeaban. A cada-segundo que pasaba, cosechaba almas.

Se sintió casi agradecido por la cadena de complejas circunstancias que lo había llevado a aquel apartado lugar, en el más oscuro corazón de la batalla. «He permanecido durante demasiado tiempo sentado en el trono de mando», pensó. Necesitaba aquel bautismo de sangre para recordar que era un guerrero, además de un adorador de Tzeentch.

Percibió algo cerca de sí; era una poderosa fuerza mística, enemiga suya y de todos los de su clase. De repente, le volvió a la memoria la visión del Matador y su hacha. ¿Era posible que el enano hubiese sobrevivido y, de algún modo, hubiese regresado al combate? De ser así, ya era demasiado tarde para remediarlo.

Una parte de él quería que escapara, que se alejara de eso, fuera lo que fuese, porque sabía que allí había algo capaz de poner fin a su existencia inmortal. La parte de su mente que le había permitido vivir tanto y ascender hasta tan arriba como lo había hecho sabía que no merecía la pena correr el riesgo, que por pequeña que fuese la probabilidad de que lo derrotaran, existía a pesar de todo. No había llegado hasta donde estaba entonces ignorando esa parte de su mente. A fin de cuentas, la inmortalidad se alcanzaba, hasta cierto punto, jugando a favor de las probabilidades y minimizando los riesgos. Si vivías durante el tiempo suficiente, incluso una probabilidad entre mil estaba destinada a cumplirse antes o después.

Entretanto, otra parte de él reconocía que allí había un enemigo al que merecía la pena vencer, un reto muy superior al que representaban aquellos insignificantes mortales. La parte de él que había permanecido mucho tiempo aletargada y había despertado ante la emoción del combate quería enfrentarse con esa amenaza y derrotarla. Y Arek era lo bastante sabio como para darse cuenta de que el desafío resultaba atractivo también para otra faceta de su personalidad. Una parte de él, más profundamente soterrada que todas las otras pero aun así presente, estaba harta de su larga vida, cansada de la guerra eterna, aburrida con la interminable repetición de su lucha cotidiana. Reconocía a esa parte de sí mismo como lo que era: el auténtico enemigo interno, la débil parte humana que a veces aún sentía miedo o culpabilidad, y que simplemente quería acabar con todo aquello.

Sabía que ese aspecto de él tendría que ser destruido, pues constituía un peso que lo retenía, lo anclaba a la mortalidad que convertía en una tentación la destrucción y el fracaso. Sabía que debería alejarse de esa batalla, evitar el poder que se le acercaba cada vez más, y sin embargo no podía. La parte profundamente oculta de él, la débil, llorona y patética que él despreciaba, aún tenía cierta fuerza, al igual que la tenían el atractivo de la batalla y su deseo de demostrarse que era digno. Todas esas cosas conspiraron para que continuara avanzando, matando, cuando la parte más sabia de él sabía que debería estar haciendo todo lo posible por alejarse.

* * *

Félix Jaeger se enjugó el sudor de la frente, y al hacerlo advirtió que tenía la manga teñida de rojo. «Sangre», pensó. La pregunta era: ¿pertenecía a otro o era suya? No lo sabía, ya que no podía sentir nada. No experimentaba dolor, pero eso carecía de significado. En muchas ocasiones anteriores había sufrido heridas en la batalla sin darse siquiera cuenta de que las tenía hasta después de concluida la lucha. Tuvo ganas de tocarse la frente para ver si palpaba carne desgarrada, músculo descubierto o hueso, pero no se atrevió. A su alrededor aullaba la locura de la batalla, y sería un acto suicida permitirse una distracción de una fracción de segundo siquiera.

A su derecha, vio que Ulli se encontraba rodeado por un escuadrón de hombres bestia. El joven enano estaba cubierto por un centenar de cortes, tenía el justillo desgarrado, había perdido una bota y se veía un tajo largo en la pierna que quedaba descubierta, de la que manaba un lento reguero de sangre, que caía sobre el empedrado. A pesar de todo, continuaba luchando. Su martillo aplastó el cráneo de un hombre bestia e hizo volar por todas partes esquirlas de hueso y trozos de cerebro.

—¡Toma eso, bestia! —bramó con voz aún más alta de lo habitual—. ¿A qué estáis esperando el resto de vosotros? ¡Venid a morir!

Las bestias no necesitaron una segunda invitación. Con aullidos sedientos de sangre se lanzaron hacia el joven enano que se mantenía con vida a fuerza de parar golpes desesperadamente. Félix se dio cuenta de que no iba a resistir durante mucho más tiempo y, sin preocuparse por si el enano le agradecería o no que interfiriese en su heroica muerte, se lanzó hacia la refriega. Su espada se clavó en el flanco de un sorprendido hombre bestia, que le lanzó un golpe por reflejo mientras tosía sangre y moría. Sólo el hecho de que Félix se agachara con rapidez hizo que conservara la cabeza sobre los hombros.

Un golpe bajo desjarretó a otro hombre bestia, y una rápida estocada en la garganta lo mató cuando se desplomaba. Una lluvia de golpes dirigidos contra él le dijo que había atraído la atención de las bestias, cosa que, de pronto, no pareció ser muy buena idea. Retrocedió al mismo tiempo que paraba golpes desesperadamente y le rezaba a Sigmar para que ningún enemigo lo atacase por donde no veía, como acababa de hacerlo él con las criaturas. «¿Dónde está Ulli?», se preguntó. Ése sería un buen momento para que le devolviera la ayuda que acababa de prestarle.

Los hombres bestia eran mucho más fuertes que él, y sólo su rapidez y experiencia lo mantenían vivo ante el múltiple ataque. Paró otro golpe, y la fuerza del impacto estuvo a punto de arrancarle la espada de las manos. Imprecó al mismo tiempo que devolvía el golpe, y fue recompensado por la vista de dos dedos del hombre bestia cercenados. La criatura dejó caer el garrote con aire de sorpresa, y el poeta aprovechó la oportunidad para clavarle una estocada en la entrepierna. Después continuó la lucha y la retirada.

Se sentía como atrapado en un mar tormentoso, llevado de un lado a otro por olas de furioso combate y arrastrado lejos de sus camaradas por las corrientes de la batalla. El sudor casi lo cegaba y le parecía estar curiosamente despegado de su cuerpo. Luchaba de modo mecánico, sin ignorar que el cansancio estaba ralentizando los movimientos y que no podía hacer nada por remediarlo. Sabía que, si sobrevivía y continuaba luchando, el cansancio pasaría y recobraría las fuerzas. Ese conocimiento le resultaba curiosamente tranquilizador. En otra época, se habría sentido aterrorizado por hallarse en medio de aquella tormenta de espadas, pero en algún momento de sus largos viajes en compañía de Gotrek se había convertido en veterano.

De repente, dos de los hombres bestia que tenía ante sí cayeron, y si no se hubiese contenido habría herido a Ulli. En los ojos del joven Matador había una mirada de feroz júbilo, el tipo de expresión que Félix sólo había visto en el rostro de enanos perdidos en la contemplación del oro. En ese momento, no obstante, dudaba que fuese el precioso metal lo que Ulli tenía en mente.

—¡Me he cargado a otros dos de esos bastardos! —bramó, y abrió los brazos con gesto exultante al mismo tiempo que blandía su arma hacia el cielo como si desafiara a los propios dioses—. ¡Venid a morir!

Ésas fueron las últimas palabras que pronunció, pues el hacha de un hombre bestia cayó sobre su cabeza desde atrás, y los fragmentos de hueso y cerebro salpicaron la cara del poeta.

Un furor candente descendió sobre Félix Jaeger. Saltó hacia la refriega y se puso a luchar con renovada energía e incontenible deseo de matar. Ulli no le gustaba particularmente, pero todos habían compartido una desesperada aventura, y ver cómo mataban ante sus propios ojos a alguien a quien conocía resultaba mucho más personal que presenciar la muerte de un extraño. Constituía un aterrador recordatorio de su propia mortalidad, que sólo podía ahogarse en una furiosa búsqueda de venganza.

Un hombre bestia tras otro cayeron bajo su espada. Luchaba como nunca antes y alcanzó nuevas cotas de destreza, velocidad y furia a causa de su sed de sangre. La vida de un bárbaro tras otro fue segada por el arma que se movía a la velocidad del rayo. Veía el miedo que afloraba a los ojos de los hombres momentos antes morir, y los golpeaba sin el más leve rastro de compasión. Su mera presencia comenzaba a inspirar miedo en sus enemigos, y la expresión de su rostro bastaba para hacer que retrocedieran guerreros endurecidos. Ese momento de pánico a menudo bastaba para que perdieran la vida, porque se quedaban petrificados en lugar de parar los golpes de su espada, y un instante de ventaja era cuanto necesitaba un espadachín tan diestro como Félix.

Advirtió que su feroz acometida había atraído la atención de un variado grupo de humanos: guardias, milicia y ciudadanos armados con hachas-pico, hurgones y utensilios caseros. Los hombres se lanzaron a la batalla junto a él, dando vítores y gimiendo mientras corrían.

En la periferia de su campo visual, captó el movimiento de algo rojo. En sus oídos sonó un aullador grito de guerra, y vio que Gotrek avanzaba trabajosamente entre la masa de hombres bestia con el hacha en alto, tan imparable como la marea. Comprendió que el enano era un punto de reunión mejor que él.

—¡Seguidme! —bramó, y comenzó a abrirse paso a golpes para llegar junto al Matatrolls.

Con un grito ronco, los defensores fueron tras él.

* * *

Ulrika miró hacia abajo desde las murallas en busca de objetivos y, ciertamente, encontró bastantes. La horda del Caos corría desenfrenada por la ciudad en llamas, matando y mutilando. Tensó el arco hasta la mejilla, disparó y vio que un corpulento merodeador cubierto por una piel de oso caía con una flecha clavada. De modo automático, sacó otra flecha, la colocó en el arco y buscó otro blanco.

No sabía muy bien de dónde había sacado el arco. Tal vez lo había cogido de las manos de un defensor herido. En realidad, carecía de importancia. Lo que importaba era que disponía de un arma y podía matar a los monstruos que profanaban las calles de Praag. Tenía la intención de hacerles que pagaran con sangre ese sacrilegio.

Mientras su cuerpo respondía a los largos años de entrenamiento, una parte de su mente se preguntó dónde estaría Félix y dónde estaría Max. Incluso se habría alegrado de ver a Gotrek, Snorri o cualquiera de los otros Matadores. Le habrían proporcionado puntos de referencia familiares en aquel mundo que se había vuelto loco. Nunca había experimentado nada parecido a eso. Todo su mundo y su vida parecían haberse encogido hasta ese momento y ese lugar. Era como si todo lo sucedido antes no fuese más que parte de un sueño. No había futuro. No había pasado. Sólo existía aquel loco infierno de muerte y destrucción.

Lo más extraño era que no le importaba. Resultaba regocijante, casi liberador no tener otros cuidados que no fuesen los del momento, ni preocuparse por nada que no fuese el presente. Entonces podía entender con total claridad por qué algunos hombres amaban el combate más que el vino, las mujeres o cualquier otro placer. Junto con todos los demás que la rodeaban, vivía sólo a un segundo de morir y tenía en sus manos el poder de la vida y de la muerte, lo blandía con cada flecha que disparaba. Era una sensación que sólo podía describirse como divina.

«Tal vez sea el motivo por el que algunos de los malvados hombres de allí abajo siguen a Khorne», pensó. Tal vez no eran más malvados que ella, simplemente adictos a la emoción del combate mortal. Quizá era el atractivo del Dios de la Sangre. En el mismo momento en que esos pensamientos pasaron por su cabeza, se preguntó si formarían parte de algún extraño hechizo tendido sobre el campo de batalla y destinado a atraer guerreros mortales al bando del Caos.

Descartó la idea. Entonces carecía de importancia. Tenía un arco y tenía blancos. Mientras su corazón latiera y sus ojos pudieran ver, tenía trabajo que hacer allí.

* * *

Arek se dio cuenta de que, de algún modo, se había abierto paso de vuelta a las calles principales. A su alrededor, los cuerpos se apiñaban unos contra otros, y el aire olía a sudor, a sangre y a quemado. Desde su posición resultaba imposible saber quién estaba ganando la batalla. Los hombres bestia y los bárbaros gritaban como si estuvieran atrapados y fuesen presa del pánico, aunque eso no significaba nada. Arek sabía de sobra que los guerreros de una zona del campo de batalla reaccionaban de forma diferente a los de otra. Era perfectamente posible que, en general, las fuerzas del Caos tuviesen el control de la ciudad mientras aquel pequeño grupo se encontraba aislado y sorprendido. También sabía que él podía cambiar eso.

—¡A mí! —gritó—. ¡Permaneced firmes! ¡Venceremos!

Tal era la certeza y poder de su voz que centenares de ojos se volvieron hacia él. Vio que los guerreros del Caos recobraban el valor y luchaban con vigor renovado. Lo conocían de vista y por su reputación, y tenían toda la confianza del mundo en su pasmoso poder. Su mera presencia los hacía sentir como si la victoria estuviese otra vez en sus manos.

Al mismo tiempo que cobraban valor aquellos que lo rodeaban, Arek sintió que él lo estaba perdiendo. De alguna forma percibió que las cosas escapaban a su control, que los acontecimientos se habían vuelto contra él. Era una sensación amarga; tenía la impresión de que los dioses le habían vuelto la espalda. No sabía muy bien cómo ni por qué las cosas eran así, pero sentía que estaba pasando. Intentó convencerse de que era obra de su imaginación, pero sabía que no lo era. Su sentido del flujo de los acontecimientos se había agudizado a lo largo de siglos de experiencia, y sabía que captaba los flujos y reflujos de la batalla con otros sentidos, además de los humanos.

Por sí mismo, no habría sentido ningún miedo real de no haber sido porque aún percibía la terrible presencia enemiga que estaba cerca de él. Sabía que para las armas mortales su armadura resultaba prácticamente imposible de atravesar, y tales eran su fuerza y poder que ningún guerrero corriente podría resistirle aunque no la llevara. Pero había algo inquietante en el poder que captaba en las proximidades, lo mismo que sintió al ver al enano sobre las murallas de la ciudad. Una sensación olvidada durante mucho tiempo comenzó a abrirse paso hasta su cerebro, y Arek tardó varios latidos en reconocerla. Era miedo.

* * *

Hombro con hombro, Gotrek y Félix se abrieron paso a golpes hasta el corazón de la batalla. Matando a medida que avanzaban, se lanzaron hacia el núcleo en el que la lucha era más violenta. Allá donde aparecían, su presencia hacía que los defensores recobraran el valor, los reanimaba cuando vacilaban y los inspiraba a realizar ataques aún más feroces cuando no habían perdido la confianza. En algún momento, durante la desesperada refriega, Félix se dio cuenta de que Snorri y Bjorni se habían reunido con ellos. Los dos enanos presentaban el aspecto de alguien que hubiese estado trabajando en un matadero, pues tenían la cara bañada en sangre y los torsos cubiertos por restos orgánicos semisecos. Pero sonreían mientras luchaban y reían al matar.

En la furiosa alegría frenética del combate, parecían haberse olvidado por completo de todo lo relacionado con la búsqueda de la muerte, y se dedicaban a matar a tantos enemigos como podían. La visión de ellos consternaba a los supersticiosos bárbaros casi tanto como la aparición de Gotrek, y parecían causar inquietud incluso a los hombres bestia. Los Matadores no se detenían ante nada y nada temían, y se mostraban impertérritos ante la superioridad numérica o física. Nada saciaba su sed asesina. Parecían avatares de sus Dioses Ancestrales que hubiesen vuelto a la vida para asesinar a los enemigos de su raza.

Félix los seguía con la sensación de avanzar tras un remolino de destrucción. La anterior furia causada por la muerte de Ulli había pasado para ser reemplazada por el frío cálculo. Entonces luchaba tanto para mantenerse con vida y presenciar las hazañas de los Matadores como con el fin de matar a sus enemigos. Todo rastro de miedo había desaparecido de su mente. No era que no quisiese vivir. Si lo hubiese pensado, habría dicho que el miedo continuaba presente, pero se había habituado tanto a él que le parecía normal. No era más que una cosa que agudizaba su ingenio y aceleraba sus reflejos.

Ante él sintió que la resistencia de los adoradores de demonios se endurecía. Vio siluetas de armadura negra que se movían entre las masas, las reconoció como guerreros del Caos y comprendió que, muy probablemente, Gotrek y los otros podrían enfrentarse entonces con enemigos más dignos de su acero.

Por un breve instante, se preguntó cómo iría la batalla, antes de perderse otra vez en el aullador mar de lucha.

* * *

Ivan Mikelovitch Straghov observó cómo las bombas y el fuego alquímico caían desde la nave aérea y convertían la ola de hombres bestia que avanzaba hacia ellos en una masa de carne en llamas. Sus gritos inspiraban horror incluso en los hombres que los odiaban. Sólo los demonios continuaban avanzando sin hacer el más mínimo caso de las llamas que ardían a su alrededor.

Cuando el primer grupo de criaturas emergió del infierno, la Reina del Hielo hizo un gesto, y una ola de frío gélido salió disparada hacia ellos. Ivan esperaba sinceramente que eso bastase para detenerlos, ya que estaba haciéndose demasiado viejo para enfrentarse con demonios.

* * *

Arek vio cómo los Matadores avanzaban hacia él a través de la penumbra. La nieve había comenzado a caer otra vez en abundancia, y el suelo estaba resbaladizo. Los cadáveres se hallaban parcialmente enterrados en el sitio donde habían caído, y reconoció de inmediato el escenario: era el mismo de la visión que le habían mostrado sus magos. No, no era el mismo, exactamente. Algunos elementos eran distintos. Había más enanos, y él estaba rodeado por un número mayor de sus soldados.

Recordó lo que le habían dicho los gemelos referente a que el futuro no era seguro y a que ellos sólo trataban con probabilidades. Entonces supo que tenía una posibilidad. La burlona visión que le había dado el Señor del Cambio no tenía que convertirse necesariamente en realidad. Las cosas ya eran lo bastante diferentes para que él pudiese cambiar la visión; al menos, eso esperaba.

Al mirar al Matador, sintió menos miedo. A diferencia de lo que sucedía en la visión, el enano ya estaba herido y no se movía con toda la brutal ferocidad que él había esperado. El Señor de la Guerra del Caos sabía que se había enfrentado con enemigos mucho más peligrosos, y no veía cómo un solo guerrero insignificante podría resistir contra él.

Como si sintiera la mirada de Arek sobre sí, el Matador alzó los ojos y una chispa eléctrica de reconocimiento pasó entre ellos dos. Arek supo que ambos sabían quién era el verdadero enemigo en esa batalla. Profirió su grito de guerra y avanzó hacia el enano demente.

* * *

Félix vio que los guerreros del Caos se encaminaban hacia ellos y reconoció al que iba en cabeza. Era el Señor de la Guerra que había gritado aquel brutal desafío en el primer día del cerco, el que les dijo a los habitantes de la ciudad que él iba a matarlos a todos.

El poeta tenía que admitir que Arek había realizado un buen esfuerzo para cumplir su promesa. Los muertos yacían tendidos por todas partes, y sólo muy poco a poco iban quedando ocultos bajo capas de nieve recién caída. Ahí y allá, el blanco aparecía manchado por el rojo de la sangre, el negro de la bilis o el ocre de la orina. Ni siquiera la furia de la tormenta que arreciaba lograba ocultar por completo el hedor a muerte.

El poeta inspiró profundamente mientras se preguntaba si ya estaría muerto y se encontraba en el infierno. Los edificios aún ardían, y desde lejos le llegaban los sonidos de explosiones titánicas y el olor del fuego alquímico. Los copos de nieve se evaporaban cuando el viento los llevaba hacia las llamas. Por todas partes, los hombres gritaban, lloraban y morían, y no sólo los hombres. Podía ver demonios, hombres bestia y otras cosas que no quería mirar desde muy cerca y se movían por la oscuridad. En lo alto, se habían abierto claros en las nubes y el infernal resplandor de la luna del Caos brillaba con tal fuerza que eclipsaba la débil luz de las estrellas.

Los guerreros del Caos continuaban avanzando hacia ellos, con el gigantesco Señor de la Guerra en cabeza. Era la única provocación que necesitaba Gotrek. Aullando como un loco, corrió hacia ellos.

«En fin —pensó Félix—, ¿adónde más puedo ir?» Cargó tras los Matadores hacia lo que pensaba que sería una muerte segura.

* * *

Max Schreiber miraba hacia abajo desde la nave aérea, y vio cómo el hechizo de la Reina del Hielo se estrellaba contra las unidades de demonios que avanzaban. Dudaba que en circunstancias normales pudiese haberlos detenido siquiera una acometida tan potente como ésa, pero los demonios estaban debilitados, la magia oscura que saturaba la zona se agotaba con rapidez y los hechizos que los retenían en aquel lugar se habían deshecho. Max ya no percibía la presencia de los magos que mantenían unida la intrincada madeja de poder. ¿Era posible que hubiesen huido? ¿Cabía aún la posibilidad de que los hombres de Kislev, en contra de toda probabilidad, se alzaran con la victoria?

Era cierto que la nave aérea había causado terribles estragos en la horda del Caos. Los grandes cráteres abiertos en el suelo hablaban del poder de las bombas de Malakai Makaisson. Relumbrantes charcos llenos de cuerpos que se fundían daban prueba del tremendo potencial destructor del fuego alquímico. Al mirar al Matador, Max se dio cuenta de que, a su manera, el ingeniero manejaba tanto poder como cualquier mago, tal vez más. Si podía fabricarse una flota de esas naves, sería factible cambiar el curso de la historia. Y no era que el ingeniero tuviese intención de hacerlo, ya que realizaba todos los esfuerzos posibles para no compartir sus secretos con nadie. En la manera de actuar, los magos y los ingenieros tal vez no diferían demasiado. Eran todos celosos de su conocimiento. «¿Y por qué no? —pensó—. Al fin y al cabo, el conocimiento es poder».

Se dio cuenta de que sólo estaba intentando distraerse de la destrucción que estaba teniendo lugar abajo. Vio que la caballería kislevita cargaba a través de los restos de la horda, ya que la nave aérea había equilibrado las probabilidades y los guerreros a caballo tenían entonces una posibilidad, aunque sólo una. La batalla todavía estaba en equilibrio, y Max sabía que la más mínima cosa podía inclinarla hacia uno u otro lado.

Los copos de nieve se arremolinaban en su campo visual, y la nave aérea se estremecía a causa de las turbulencias. El viento gemía en los puntales y cables que unían la barquilla a la bolsa de gas. Makaisson hizo girar el morro de la nave, y Max pudo ver la ciudad.

Constituía un espectáculo horripilante. Torres y templos estaban en llamas, y se habían derrumbado casas de viviendas al devorar el fuego sus entrañas. Las ráfagas de nieve lo ocultaban todo por momentos. La ciudadela de Praag todavía se alzaba por encima de la ciudad interior, aún inexpugnada y como promesa de seguridad para algunos. Las explosiones y el fuego que describía arcos en el aire indicaban que los de dentro continuaban haciendo funcionar las máquinas de asedio.

—Bueno, bueno —dijo Malakai Makaisson—. Ésa es la última de las bombas. Supongo que será mejor que regresemos y nos pongamos a pelear de verdad.

Max miró al enano con algo parecido al asombro. Aquel maníaco había hecho tanto como todo un ejército para cambiar el curso de la batalla. Su genio podría haber salvado la ciudad y tal vez a toda aquella zona del mundo de la amenaza del Caos…, y entonces quería arriesgar su vida en el torbellino de la batalla que se libraba en tierra. ¡Consideraba que eso era la pelea de verdad! Max le dedicó una ancha sonrisa, y Malakai Makaisson le respondió con otra.

—¡Supongo que tienes razón, Malakai! Será mejor que te acompañe para ver qué puedo hacer también yo.

—¡Justo! Basta de charlas. ¡Es hora de matar!

* * *

Arek sonrió cuando su primer golpe hizo retroceder al enano con pasó tambaleante. El Matador parecía lento, y apenas había logrado parar el golpe con aquella atemorizadora hacha. Arek se dijo que no debía confiarse demasiado, ya que continuaba siendo un arma de tremendo poder. Si algo era capaz de atravesar su armadura invencible, era esa hacha, y en absoluto deseaba poner a prueba tal teoría en particular.

Continuó avanzando, entonces con mayor seguridad. Los guerreros del Caos y los hombres bestia que lo seguían entonaban cánticos, seguros de la victoria. Arek se dio cuenta de lo mucho que había llegado a temer al Matador en los últimos días. No cabía duda de que ver cómo ejecutaba su sanguinaria obra sobre la muralla había sido malo para la moral. El enano se había convertido en símbolo de la tenaz resistencia de la ciudad, además de ser un mortífero asesino, al que debían temerle todos los que se cruzaran en su camino. «Bueno, ahora esto va a acabar», pensó Arek, ya que él nunca había perdido una pelea contra un enemigo y no iba a ser ese día.

Avanzó con calma y decidió dónde iba a asestar su siguiente golpe. «Una finta con la espada —pensó— dejará al enemigo desprotegido para asestarle un golpe mortal con el hacha». Amagó un golpe directo a la cabeza del Matador. Éste se agachó en el último momento, y la espada afilada como una navaja le cortó un gran mechón del pelo teñido que formaba su cresta. El siguiente golpe, destinado a atravesar las costillas del enano con el hacha y clavársela en el corazón, fue parado por el hacha del Matador, y saltaron chispas cuando el acero infernal se encontró con el antiguo metal estelar.

«El enano es mejor luchador de lo que he juzgado», pensó Arek, que retrocedió un paso con calma y paró con la espada dos golpes poderosos como el trueno.

El Matador luchaba por instinto y reflejo, pero a pesar de todo era mortífero como un lobo acorralado. Arek se sentía complacido, ya que eso haría que fuese más dulce su victoria inevitable.

* * *

Félix captó un atisbo del duelo por el rabillo del ojo. Los dos combatientes se movían casi con demasiada rapidez para que pudiera seguirlos. Las armas eran meros destellos de luz, cuyo contacto culminaba con chispas y el sonido del acero al raspar contra el acero. «Es como observar a dos dioses haciendo esgrima con rayos», pensó, y luego devolvió su atención al hombre bestia que estaba intentando cortarle la cabeza.

Félix se agachó para esquivar el golpe, luego se lanzó hacia adelante y le clavó la espada en el estómago al hombre bestia. Con un rápido movimiento de muñeca, cambió el ángulo de la hoja hacia arriba para buscar el corazón o algún otro órgano vital. A la larga, no importaría demasiado, porque una herida en la barriga como ésa era inevitablemente fatal, a menos que se usara magia para curarla. Pero a la corta, una muerte instantánea podría salvar la vida del poeta. Más de un hombre herido había arrastrado a su enemigo al infierno, y Félix quería evitar que le sucediera a él en la medida de lo posible.

Retrocedió un paso cuando la bilis y la sangre manaron como una fuente, y se volvió justo a tiempo de bloquear el golpe de un guerrero del Caos armado con un garrote erizado de púas. Vio que el hombre perdía el equilibrio y aprovechó tal circunstancia para darle una patada en las piernas y hacer que cayera. Una vez que el guerrero quedó tendido de espaldas, Félix clavó con todas sus fuerzas la espada a través de la hendidura de la visera del hombre. Sintió que partía hueso, y por el resquicio del casco, manó sangre caliente.

Vio a Snorri y Bjorni batallando hombro con hombro, e intentó abrirse paso hasta donde luchaban Gotrek y el guerrero del Caos. Félix estaba seguro de que Gotrek no les daría las gracias por interferir en su destino, pero en ese momento no se hallaba en posición de plantear objeciones. A fin de cuentas, el Señor de la Guerra de aquella horda era un premio para cualquier Matador, ya que, caer en combate con él sería una muerte que todos ellos apreciarían. Con franqueza, sería una muerte que Félix estaría encantado de evitar, pero sabía que si los tres Matadores morían, era la que muy probablemente compartiría con ellos, a menos que tuviese una suerte enorme.

Se arriesgó a volver la cabeza para echarle otra mirada al duelo, y vio que las cosas no marchaban bien para Gotrek, según las apariencias.

* * *

Arek ya le había tomado las medidas a su enemigo. El Matador era rápido y el arma poderosa. Más aún, para los alterados sentidos de Arek resultaba obvio que había algún tipo de unión entre el enano y el arma. Ésta le aportaba fuerza y vitalidad a aquél por algún medio arcano. Supuso que, como habían resumido los gemelos, durante los años en que el Matador la había blandido, el arma lo había cambiado, haciéndolo más fuerte y más resistente de lo que sería un enano normal. Arek tenía abundante experiencia con armas de ese tipo, ya que el Caos se las había otorgado a muchos de los enemigos con los que se había enfrentado.

Sin embargo, aquélla no era un arma creada por los seguidores de los Dioses Oscuros, sino algo muy diferente. La había creado algo antiguo y potente. Las runas que relumbraban en la hoja de metal estelar aumentaban su poder al guiar a su interior corrientes perceptibles de energía mágica que añadían agudeza a su filo y velocidad a quien la blandía. Más aún, hervía con un funesto poder que era enemigo de Arek y de todos los de su clase.

Aunque eso no importaba entonces. Arek sabía que era superior al enano. Ningún mortal podía comparársele en velocidad y astucia, y su coraza y armas eran tan poderosas como el hacha del Matador. En pocos segundos, estaría mirando el cadáver del enano.

Avanzó una vez más al mismo tiempo que descargaba un golpe con la espada dirigido hacia la cabeza del Matador. El enano se hizo a un lado con mayor lentitud esa vez, y Arek le abrió un tajo en la sien. A continuación, el hacha del Señor de la Guerra golpeó otra vez el arma del Matador y lo obligó a retroceder un paso más. Pronto llegarían a la entrada de un edificio en llamas, y el enano ya no tendría espacio para recular.

Arek vio que en el único ojo sano del Matador ardían la cólera y algo parecido al miedo. Su oponente sabía que estaba condenado, y era el momento en que resultaría más peligroso. Pronto el enano lanzaría la totalidad de sus fuerzas en un último ataque desesperado, así que Arek concentró toda su atención en el enemigo y se preparó para el momento de la suprema victoria.

Lo tomó completamente por sorpresa sentir que algo se estrellaba contra una de sus corvas; la pierna comenzó a ceder.

—¡Éste es Bjorni Bjornisson! —bramó una voz.

Se volvió y, al bajar la vista, vio a un segundo Matador, repulsivamente feo, que lo miraba con ferocidad. Por reflejo, descargó un golpe con la espada, y por el rabillo del ojo vio algo metálico y cubierto de funestas runas que salía disparado hacia su cabeza.

Fue lo último que vio en su vida. Mientras moría, pasó por su mente la comprensión de que el Señor Tzeentch le había jugado una terrible mala pasada.

* * *

A Félix le pareció que todo sucedía al mismo tiempo. En un momento dado, Arek se erguía triunfante a punto de matar a Gotrek de un tajo, y al siguiente Snorri y Bjorni se estrellaban contra el guerrero e invertían la situación.

Bjorni golpeó al Señor de la Guerra en la corva izquierda e hizo que perdiera el equilibrio. Su arma rebotó sobre la ornamentada armadura del Caos, pero a pesar de eso la fuerza del golpe bastó para hacer que Arek se tambaleara.

En el mismo instante, Snorri golpeó a la vez con el martillo y el hacha. La fuerza de los impactos provocó el inicio de la caída del Señor de la Guerra.

A pesar de todo, Arek aún era mortífero. Al caer, el salvaje tajo que descargó hendió el cráneo del pobre Bjorni, le partió la cabeza en dos y le proporcionó a Félix una visión de los dientes, los sesos y el cráneo del enano sin la cual podría haber vivido alegremente. Al mismo tiempo, se contorsionó hacia la derecha en un intento de acertarle a Snorri con el hacha; el Matador logró interponer sus dos armas, pero la fuerza del golpe de Arek hendió la cabeza del martillo y cortó el mango del hacha antes de cortarle una rebanada del pecho a Snorri.

Al ver eso, Gotrek aulló una imprecación y le asestó un tajo con el hacha. El poderoso metal estelar chirrió al impactar contra la guarda del cuello de la armadura de Arek y saltaron chispas. Las runas de la hoja brillaron como soles en miniatura, y luego el arma atravesó la armadura como un cuchillo atravesaría queso podrido. La cabeza de Arek se separó de sus hombros, cayó al suelo, rebotó una vez y rodó hasta detenerse a los pies de Félix.

Félix se dejó llevar por el momento y, sin saber muy bien por qué lo hacía, recogió el yelmo y lo sacudió en alto.

—¡Vuestro Señor de la Guerra ha muerto! —gritó, mientras del cuello cercenado de Arek caían gotas de sangre negra. Allá donde caían, la nieve siseaba y se fundía—. ¡Vuestro Señor de la Guerra ha muerto!

Los hombres bestia lo miraron y retrocedieron, consternados, como si no quisieran creer lo que veían sus ojos. Félix volvió la vista hacia Gotrek y vio que el Matatrolls escupía con asco sobre la nieve manchada de sangre.

—¡Parece que una vez más me han arrebatado una muerte grandiosa, humano! —gritó al mismo tiempo que miraba con ferocidad a Snorri, como si lo considerara personalmente responsable.

Snorri se encogió de hombros, miró los restos de las armas y se inclinó con delicadeza para recoger el hacha de Bjorni.

—Aún queda mucha matanza por hacer, Gotrek Gurnisson —dijo con voz queda.

—¡Por Grimnir que en eso tienes razón! —respondió Gotrek.

Dicho eso, se volvió para lanzarse como un nadador que se zambulle en un mar de sangre contra los hombres bestia, en los cuales había hecho presa el pánico.

* * *

Con lentitud al principio, luego más rápidamente, la noticia de la muerte de Arek corrió entre los restos del ejército del Caos, y los hombres bestia en fuga propagaron el pánico y el desorden entre sus camaradas. Sin saber muy bien por qué, esos camaradas también se unieron a la huida desordenada. Los defensores que se hallaban fuera de la ciudadela, al percibir que, por fin, se había producido un cambio real en su suerte, luchaban con renovada furia.

Al ver que la dirección de la batalla se había invertido, el duque Enrik condujo a sus restantes soldados al exterior de la ciudadela y contribuyó a hacer que retrocedieran mutantes y monstruos hacia las brechas abiertas en la muralla.

Con la partida de los brujos, los hechizos que reunían las energías de magia oscura se deshicieron y desvanecieron. Las demoníacas máquinas de guerra perdieron poder y se transformaron en armatostes inanimados. El último de los demonios que asolaban la ciudad se debilitó y se desvaneció en nubes que olían a azufre.

En la Puerta de las Gárgolas, el duque y sus hombres se encontraron con los jinetes de la Reina del Hielo. En medio de la destrucción se saludaron unos a otros durante un momento, y luego llevaron a sus ejércitos hacia la culminación de la primera victoria de la Segunda Gran Guerra Contra el Caos.