DOCE
Los cuernos sonaron con fuerza, y el pánico comenzó a apoderarse de los soldados kislevitas que estaban sobre la muralla. Félix sabía qué significaba aquella señal: el enemigo se encontraba dentro de las murallas. La dura lucha que acababan de librar allí no había servido para nada. Rechinó los dientes y escupió sobre la nieve. En alguna parte, de algún modo, se había hecho sangre en la boca. Tal vez se había mordido una mejilla, o se le estaba aflojando un diente. Unas cuantas veces le habían asestado golpes de soslayo durante el combate, y sangraba por una docena de cortes que tenía en brazos, piernas y rostro. Estaba cansado y tenía miedo, y la visión de los endurecidos defensores que comenzaban a dejarse ganar por el pánico en torno a él en absoluto contribuyó a calmar su agitación. Volvió la cabeza para ver cómo les iban las cosas a los Matadores.
Gotrek no parecía encontrarse bien, pues se balanceaba, agotado, y tenía el semblante pálido. Félix no lo había visto con tan mal aspecto desde el final de la batalla de Karag-Dum. Resultaba evidente que, cualquiera que fuese el poder que tuviera el hacha, blandiría le costaba al Matador una enorme cantidad de energía. El enano captó la compasiva mirada del poeta y gruñó.
—Todavía no estoy muerto, humano.
Pero parecía ser sólo cuestión de tiempo. Ni siquiera un guerrero tan temible como Gotrek podía luchar durante un período prolongado en el estado en que él se hallaba. Los guerreros del Caos que tan recientemente habían sido expulsados de las murallas regresaban entonces con renovado vigor para levantar escaleras y situar en posición torres de asedio más convencionales.
Snorri, Bjorni y Ulli no estaban en condiciones mucho mejores que Gotrek. Los tres parecían haberse bañado en un lago de sangre. Bjorni tenía una capa de piel suelta en un lado de la cara, que le caía para dejar a la vista sus dientes. Los tatuajes de Snorri resultaban casi invisibles sobre el fondo de oscuras magulladuras que era su cuerpo. Ulli tenía aspecto de querer estallar en lágrimas o frenética furia, y no estar muy seguro de qué hacer. No obstante, todos los Matadores parecían decididos, y para Félix era obvio que tenían intención de presentar una última resistencia en ese punto de las murallas contra la horda que se les echaba encima. Probablemente resultaría un acto suicida, pero a fin de cuentas ésa era la meta que habían jurado buscar en la vida.
«Locura —pensó el poeta—, simple locura». Durante un breve momento de la lucha anterior, había sentido algo parecido a la esperanza. El poder del hacha de Gotrek contra las torres demoníacas y la forma en que los enanos habían contribuido a animar a los cansados defensores casi le habían hecho creer que la victoria era posible. Entonces, al ver cómo el duque bramaba órdenes y situaba a su propia guardia para que resistiera con firmeza y cubriera la retirada del resto de los hombres que abandonaban la muralla, se dio cuenta de que se trataba de un sueño sin esperanza. Era sólo debido a la presencia del gobernante que las cosas no se transformaban en una fuga desordenada.
Ulrika y Max ya bajaban por las escaleras, y él los saludó con una mano. La mujer ayudaba a caminar al agotado hechicero, pero Félix no sentía rencor contra él por eso. Max se había ganado el derecho de vivir durante ese día, y Ulrika le debía su propia vida, deuda que el poeta sabía que pagaría con independencia de lo que le costara. Intentó no concebir pensamientos celosos sobre cualquier otra razón que ella pudiese tener para cuidarlo. No era el momento.
Al ver que el estandarte del duque aún ondeaba sobre las murallas, algunas de las gigantescas máquinas de guerra habían comenzado a disparar otra vez, sin preocuparse por el peligro en que ponían a sus propios guerreros. Apuntaban hacia el que había sido orgulloso pendón, que todavía flameaba, desafiante, ante sus rostros. Félix se agachó por reflejo cuando una enorme piedra pasó volando por el aire y fue a estrellarse sobre los edificios de viviendas situados detrás de ellos.
—¡Ha errado! —graznó Snorri.
—Ni siquiera ha estado cerca —murmuró Ulli, sin demasiada convicción.
Gotrek avanzó cojeando hasta el borde de la muralla y se puso a bramarles desafíos a los hombres bestia.
«No hagas eso, idiota», pensó Félix, pero no logró reunir el valor para decirlo en voz alta. Mientras tanto los hombres del duque estaban cubriendo la escalera que descendía de la torre.
—¡Vamos! —les gritó el propio duque—. ¡Aún hay tiempo para retirarse! ¡Ahora necesitamos a todos los guerreros para defender la ciudad!
Esa petición estuvo a punto de convencer a los Matadores, y Félix se dio cuenta de que había tocado un punto sensible dentro de ellos. Sabían que las palabras eran veraces. Ulli arrastró los pies y comenzó a avanzar hacia la escalera. Bjorni sacudió la cabeza, y Snorri se encogió de hombros y corrió a lo largo de la muralla para derribar otra escalera con un solo empujón de sus poderosos hombros. Gotrek ni siquiera se volvió. Ulli, con expresión avergonzada, se detuvo como si no pudiera decidirse entre permanecer allí o marcharse.
—¡Vamos, Jaeger, también te necesitamos a ti! —gritó el duque.
Era obvio que entendía lo que sucedía con los Matadores, y sabía que no podría influirlos ni con solicitudes ni con órdenes. El poeta miró una vez más a los enanos.
«No van a ir —pensó—. Se acabó. Están al final de la calle. Van a esperar aquí para luchar con los hombres bestia que suban a la muralla, y morirán de la estúpida manera heroica que quieren morir. Idiotas». Y sabía, cosa que lo ponía furioso, que la locura de ellos lo había contagiado. Tampoco él iba a moverse. Había hecho el juramento de registrar la muerte de Gotrek y tenía la plena intención de cumplirlo, aunque tuviese que quedarse en la puerta de la escalera y esperar a que la muralla fuese un hervidero de guerreros del Caos. Sólo entonces intentaría escapar si le era posible.
—¡Marchaos! —le gritó al duque—. ¡Ya os alcanzaré!
El duque le respondió con una débil sonrisa y ordenó a sus soldados que se pusieran en marcha. Un poco después, la muralla quedó desierta. Parecía reinar un extraño silencio y, cuando miró a los cuatro enanos, se dio cuenta de que probablemente era el único ser humano que quedaba sobre las murallas de Praag. Se preguntó cuánto tardarían los hombres bestia y los bárbaros en comenzar a subir por las escaleras; sin duda, no mucho.
¿Qué estaban esperando? ¿Por qué tenía esa sensación de peligro inminente? Miró a su alrededor y no vio nada, pero luego, por el rabillo del ojo, percibió algo enorme que volaba por el aire hacia ellos. No, hacia ellos no, sino hacia el espacio que el duque y sus hombres acababan de abandonar. Una de las catapultas del enemigo, finalmente, había medido bien la distancia.
Se encogió cuando la enorme roca descendió hacia ellos y se estrelló sobre la construcción de piedra, a apenas unos cuatro metros de Gotrek, donde hizo volar trozos de cantería y nubes de nieve. Cuando el aire volvió a despejarse, Félix vio que el Matatrolls había caído y un charco de sangre manchaba la nieve que rodeaba su cabeza. El hacha se había deslizado de sus dedos insensibles, y al mirar a los otros Matadores vio que estaban tan espantados como él. Tal vez todos habían compartido una secreta fe en la indefectibilidad de Gotrek, pues era evidente que estaban conmocionados.
«Maldición —pensó el poeta—. De todas las formas increíblemente estúpidas y completamente inútiles de morir, ésta se lleva la palma».
* * *
Vidente Gris Thanquol miró con ferocidad hacia el cielo rojo. Más adelante, no muy lejos, percibía que estaban liberándose enormes energías mágicas. Cualquiera que fuese el poder que se había extraído de los Desiertos del Caos estaba siendo descargado entonces a una velocidad increíble. Atrajo un poco hacia él, decidido a que no se le escapara todo, con el fin de usar esa energía para enviar su conciencia por delante del ejército. Nunca había sido tan fácil. Era casi como si su alma fuese arrastrada por las corrientes de energía hacia el vórtice que las absorbía.
Thanquol se sintió maravillado y espantado por lo que presenció. Vio al poderoso ejército del Caos lanzarse contra las murallas de Praag. Vio enormes torres llenas de energía demoníaca prisionera dentro de ellas que avanzaban hacia la ciudad con una masa de guerreros en torno a las ruedas. Si en ese momento se hubiese encontrado dentro de su cuerpo físico, habría segregado el almizcle del miedo. Siempre había pensado que las hordas de la raza skaven reunidas tenían que formar el ejército más numeroso del mundo, pero en ese momento ya no estaba seguro de que así fuese. La horda del Caos había aumentado desde que se la encontró avanzando por la tundra del norte de Kislev, y ya entonces era enorme.
Intentó enviar su espíritu a volar por encima de la ciudad e investigar lo que sucedía en el interior, pero en cuanto se aproximó a las murallas fue rechazado de modo doloroso por una fuerza misteriosa. Tal vez debía agradecerlo. Quizá sería mejor hacer que su espíritu ascendiera mucho más para quedar fuera del radio de una posible detección por parte de los magos cuya presencia percibía allá abajo. Dos de ellos eran tan poderosos que le dieron que pensar incluso a Vidente Gris Thanquol. Nunca en su vida, ni siquiera en el salón del Consejo de los Trece, había visto unas auras de tal potencia. Era muy posible, tuvo que admitir, que esos dos seres de ahí abajo fuesen los magos más poderosos del mundo, incluido él. El pensamiento resultaba aterrador, y más lo fue el hecho de reconocerlos. Eran los gemelos albinos a los que había conocido en el campamento de Arek Corazón de Demonio.
Intentó consolarse con el pensamiento de que sólo eran magos superiores porque estaban colmados con la energía que habían atraído desde las tierras demoníacas del norte; pero eso no logró tranquilizarlo. El hecho de que existieran dos seres capaces de actuar como recipientes de semejante poder divino continuaba siendo espantoso de contemplar. Thanquol estaba seguro de que ni siquiera él podía realizar una hazaña equiparable. Estuvo a punto de decidirse a regresar a su cuerpo físico en ese preciso momento para evitar incluso la posibilidad de ser detectado, pero algo le impidió hacerlo.
Para sus agudos sentidos de mago, resultaba evidente que los hechizos que estaban tejiendo eran tan complejos y potentes que debían dedicar toda su atención a mantenerlos. Thanquol recorrió el campo de batalla con la mirada, y vio que muchos demonios estaban manifestándose. Asombroso; no lo habría creído posible en un lugar situado tan al sur de los Desiertos, pero al parecer se equivocaba. Un terror absoluto le aferró el estómago. Aquello era una amenaza para toda la raza skaven, y tal vez incluso para el bienestar y los futuros planes del propio Vidente Gris Thanquol. Había que hacer algo al respecto, con independencia de lo que costara, aunque prefería no estar él incluido en el coste, de todas formas.
Observó el comienzo del tremendo asalto, y la pura curiosidad skaven hizo que continuara mirando. Le pareció imposible que los humanos que había sobre las murallas no dieran media vuelta y huyeran de inmediato con sólo ver las poderosas máquinas de guerra y la horda de hombres, demonios y monstruos que las rodeaban, pero, por otro lado, siempre había pensado que la estúpida locura de los monos sin pelo no tenía límites. Observó con asombro aún mayor cuando los humanos lograron ralentizar el avance y destruir las gigantescas máquinas demoníacas con disparos de catapulta, y quedó aún más atónito al ver que una era destruida por un hechizo de liberación. Lo que resultó más inquietante fue que Thanquol reconoció la firma mágica del mago que lo había hecho. Había luchado con ese hechicero en dos ocasiones, en la madriguera de los soldados caballo. Al parecer, su poder había aumentado desde entonces. ¿Cómo era posible? ¿Cuál era el secreto? Thanquol hizo ascender más su espíritu, pues aquél era otro individuo al que había que evitar a toda costa.
El vidente gris se contentó con tener una vista de pájaro de la acción principal. Situándose justo debajo de las nubes, podía abarcar la disposición estratégica del ejército del Caos. La mayoría de sus fuerzas se concentraban en un ataque frontal contra la puerta norte cubierta de gárgolas, pero una parte significativa del ejército atacaba las puertas este y oeste. Tal era el número de soldados de la horda que podían ejecutar estos ataques en creciente cantidad arrolladora, y aun así superar en número a los defensores en cualquier punto de la muralla. «Una táctica de ataque en masa digna de cualquier ejército skaven», pensó Thanquol.
Observó a las cosas-hombre morir como hormigas allá abajo, pero eso no lo conmovió en lo más mínimo. Era un skaven, y la muerte de las razas inferiores no significaba nada para él. A decir verdad, tampoco significaba nada para él la muerte de la mayoría de los skavens. La única emoción que experimentaba ante la muerte era una sensación de triunfo cuando le acontecía a alguno de sus implacables enemigos. La batalla arreció durante largos minutos mientras las máquinas de asedio intercambiaban disparos, las flechas oscurecían el cielo y los demonios entraban en la refriega. Thanquol se quedó atónito cuando sucedió algo inesperado.
Muchos demonios murieron; una de las torres de asedio se vino abajo al deshacerse los hechizos que la mantenían unida. «¿Qué puede haber causado eso?», se preguntó el vidente gris; sin duda, se trataba de una magia de poder pasmoso.
Hizo descender su punto de vista hacia las murallas, para echar una mirada desde más cerca, y no le sorprendió ver al maldito Gotrek Gurnisson de pie en medio de la mística conflagración mientras aquella terrible hacha ardía de energía entre sus manos. El odio y el miedo batallaban dentro de Thanquol, pero se dijo que era imposible que el estúpido enano lo viese, y mantuvo una prudente distancia respecto a la acción.
El Matatrolls, sus compañeros enanos y aquel malvado humano llamado Félix Jaeger corrieron a lo largo de las murallas para llevar la destrucción a otras torres de asedio. Thanquol observó, atónito, cómo la maligna hacha hacía su trabajo. Entonces podía ver con total claridad los hechizos rúnicos que había en ella. Siempre había sabido que se trataba de un arma potente, pero nunca había imaginado del todo hasta qué punto lo era. Dentro de aquel metal estelar había un poder bastante equiparable al que manejaban los brujos que había en la horda del Caos, tal vez incluso mayor. Un vidente entrenado como lo era Thanquol no tenía ningún problema para darse cuenta de que aquellos dos poderes opuestos no podían haber acudido al mismo lugar y en el mismo momento por accidente. Supuso que, en algún sentido, eran fichas del juego que practicaban los dioses. En ese momento, se alegró de que su cuerpo físico se encontrara a muchas leguas de distancia de allí.
Un alboroto que surgió en la entrada este atrajo su atención, y se apresuró a lanzar su mente en esa dirección a tiempo de ver que derribaban la puerta. Daba la impresión de que, a despecho de toda la resistencia presentada por los defensores humanos, la ciudad estaba destinada a caer, después de todo. Thanquol observó con un cierto placer malvado cómo los hombres bestia y los bárbaros entraban por la abertura de la muralla y cargaban hacia el interior de la urbe.
Una parte de él ya estaba preguntándose si existiría alguna forma de volver la situación a su favor. Tal vez podría caer sobre la horda del Caos después de que hubiese tomado la ciudad. No mientras se encontrara allí en gran número, por supuesto, ya que eso sería un suicidio, pero tal vez la horda continuaría adelante y dejaría sólo una guarnición. Ése sería el momento de realizar un rápido y seguro ataque, al auténtico estilo skaven. Sí, sí; podía organizarlo.
Devolvió su conciencia con rapidez a la zona en que se encontraban Gotrek Gurnisson y Félix Jaeger. Con un poco de suerte, quedarían atrapados en el tumulto y los matarían; elevó una plegaria a la Gran Rata Cornuda para que así fuese. Observó cómo los humanos abandonaban las murallas exteriores de la ciudad, donde sólo se quedaban los estúpidos Matadores y Félix Jaeger. La cosa mejoraba cada vez más.
Vio una enorme piedra lanzada por una catapulta que caía sobre las murallas, observó la explosión de trozos de cantería que golpeaba a Gotrek Gurnisson, vio que el Matatrolls caía boca abajo sobre la nieve, y su alma se ufanó en un éxtasis de triunfo. La Gran Rata Cornuda había atendido a sus plegarias y había podido ver con sus sentidos de mago cómo caía su más odiado enemigo.
Parecía seguro que, si esperaba sólo un poco más, presenciaría también la muerte del repugnante Jaeger. Ése día estaba resultando ser uno de los mejores de su vida.
* * *
Arek vio cómo el Matatrolls caía a causa de la enorme piedra de la catapulta y continuó observando hasta asegurarse de que Gotrek Gurnisson no volvía a levantarse. Pasados largos momentos, sintió que se le quitaba un enorme peso de encima. No había forma de que la visión que le habían mostrado los gemelos pudiese convertirse en realidad. Sólo formaba parte de alguna cruel conspiración de ellos. Podría haber gritado de alivio. Hasta ese momento, no se había dado cuenta de lo mucho que la visión lo había oprimido. Entonces volvía a ser él mismo, y podría cabalgar hacia la batalla como el héroe conquistador que era.
* * *
Ivan Mikelovitch Straghov tocó los flancos de su caballo con los talones. Avanzaban con paso cansado por la nieve. Había sido una cabalgata larga y dura, en condiciones difíciles, y sólo el hecho de que la hueste llevaba una manada de monturas de refresco consigo les había permitido recorrer el camino hacia Praag en tan poco tiempo. Ivan estudió el cielo. No tenía buen aspecto, ya que las nubes eran de un monstruoso color rojo. Había visto antes cielos así sobre los picos que separaban el norte de Kislev y el Territorio Troll de los Desiertos del Caos, pero nunca había pensado que vería algo semejante en una zona situada tan al sur, en las profundidades de su tierra natal. Tal vez los videntes tenían razón; quizá el fin del mundo estaba cerca. Se volvió a mirar a la Zarina.
—Esto no me gusta —dijo—. Un cielo así no es buena señal. Es como si los mismísimos Desiertos estuviesen avanzando hacia el sur.
La Zarina lo miró con sus pálidos ojos.
—Cosas así ya han sucedido antes, viejo amigo. En los tiempos de Magnus y Alexander, la última vez en que esa luna fatal brilló en el cielo diurno.
Ivan se obligó a sonreír.
—Unas palabras semejantes nada hacen para tranquilizarme, alteza.
La Zarina se encogió de hombros. Montaba mejor que la mayoría de los hombres, y su corcel no daba muestras de cansancio. «Hechicería», pensó él, pero en el caso de ella no podía tomarlo a mal, porque la suya era la magia del invierno y de los viejos dioses de Kislev. No tenía la corrupción del Caos.
—En todo caso, es peor de lo que podrías pensar. Ahí delante está obrando una magia muy potente.
—Entonces, ¿piensas que la horda nos espera?
—Estoy segura de ello, viejo amigo, pero dudo que esos horrendos encantamientos estén destinados a recibirnos. Me temo que sólo llegaremos a tiempo para vengarlos, e incluso eso podría estar más allá de nuestras fuerzas.
* * *
Félix miró el cuerpo inanimado del Matatrolls. Una parte de él no quería creer lo que estaba sucediendo, y otra no podía creerlo. El enano era invencible y, a despecho de la naturaleza de la meta que se había autoimpuesto, indestructible. Le parecía imposible que Gotrek Gurnisson estuviese muerto, y a pesar de todo dudaba que algo pudiese haber sobrevivido tras ser golpeado en la cabeza por un trozo de piedra tan enorme. Cualquier humano habría muerto al instante.
Se inclinó para tomarle el pulso al Matatrolls, sólo con el fin de asegurarse, y lo inundó una ola de alivio. El corazón de Gotrek aún latía, y latía con fuerza. Era algo por lo que estar agradecido.
—Está vivo —anunció el poeta, y las sonrisas iluminaron el rostro de los enanos para ser de inmediato reemplazadas por sus habituales expresiones sombrías.
—¿Qué quieres que haga Snorri, joven Félix? —preguntó Snorri Muerdenarices.
—Tal vez que me eches una mano para sacarlo de aquí.
—¿De qué serviría eso? —quiso saber Bjorni—. Tenemos que hallar nuestra propia muerte aquí, Félix Jaeger.
—Sí, ¿de qué serviría? —repitió Ulli.
Parecía que Ulli abrigaba la esperanza de que Félix le diera una buena razón para marcharse. El poeta los miró con incredulidad. Allí estaban los tres, debatiendo, mientras los hombres bestia subían por las murallas. Se devanó los sesos en busca de alguna razón que pudiese lograr que aquellos testarudos idiotas lo ayudaran.
—Bueno, para empezar, podríamos evitar que su hacha caiga en manos de los dioses del Caos. Estoy seguro de que todos podéis ver que es especial; tal vez, incluso, sea la clave de la victoria en esta batalla.
Con lentitud, Bjorni y Ulli asintieron. Dio la impresión de que pensaban en el asunto.
—Y si sobrevive, os aseguro que lo habréis ayudado en gran manera, ya que éste no es un final digno del Matador del Gran Devorador de Almas, del héroe de Karag-Dum.
—Snorri cree que en eso tienes razón, joven Félix —dijo Snorri—. Además, aún le debe a Snorri una cerveza que Snorri pagó anoche.
—Bueno, poneos a ello, entonces —los animó Félix—. ¿Qué estáis esperando? —Con el pulgar señaló en dirección a la gran horda del Caos—. A fin de cuentas, siempre podréis volver más tarde para encontrar vuestra muerte y, reconozcámoslo, en cualquier caso existen todas las posibilidades de que no podamos escapar.
Félix sólo esperaba que sus palabras no pareciesen demasiado probables. Con rapidez, incorporó el cuerpo de Gotrek, cosa que no le resultó fácil porque el enano era muy, muy pesado. Snorri Muerdenarices tendió una poderosa mano, lo aferró y lo sostuvo con facilidad.
—Snorri lo cogerá —dijo.
—Que uno de vosotros recoja el hacha —pidió Félix.
Tanto Ulli como Bjorni lo miraron con ojos inexpresivos.
—Es su hacha —dijeron ambos.
Exasperado, Félix envainó la espada y recogió el arma de metal estelar. Necesitó ambas manos para levantarla, así que dudaba que pudiese blandiría.
—Salgamos de aquí —concluyó.
Detrás de sí ya podía oír las imprecaciones y gritos de guerra de los bárbaros que estaban a punto de pasar por encima del parapeto.
* * *
«La vida es muy injusta», pensaba Thanquol. Durante un glorioso momento había visto caer al Matatrolls y había pensado que estaba muerto. Y parecía seguro que Jaeger y los dementes enanos pronto se reunirían con él. Luego, en un instante, todo el maravilloso sueño se disipó. Vio que Jaeger se inclinaba sobre el enano y anunciaba que estaba vivo, y los demás avanzaban para ayudarlo a transportar al enano.
Thanquol tuvo ganas de morderse la cola a causa de la frustración. Si al menos hubiese alguna manera de que él pudiese interferir, alguna manera de lanzar un hechizo…, pero no era posible. Las barreras protectoras todavía se mantenían en aquella zona de la muralla, y aun en caso de que no fuese así, Thanquol no se habría arriesgado a atraer la atención de aquellos brujos que estaban entre la horda. ¡Resultaba tan frustrante tener al alcance de la mano un ataque tan fácil contra uno de sus más peligrosos enemigos, y no poder aprovecharlo! Un simple hechizo sería lo único que se precisaría, ya que en ese momento el Matatrolls ni siquiera tenía el poder de su hacha para protegerlo.
Thanquol amontonó imprecaciones sobre el mundo, los dioses, los enemigos y todo lo que se le ocurrió, excepto él mismo. La absoluta injusticia de todo aquello era escandalosa. Colmado del impulso de aullar de frustración, decidió que ya había visto lo suficiente. Era hora de volver a su cuerpo y hacer planes. Tal vez habría alguna manera de que pudiese entrar en la ciudad y vengarse de Gotrek Gurnisson mientras aún estaba inconsciente.
Thanquol juró que si existía esa posibilidad y no implicaba demasiados riesgos para su preciosa piel, la encontraría.
* * *
Arek cabalgó hacia la Puerta de las Gárgolas. Sus guerreros la habían tomado y estaba abierta. Habían conseguido entrar en la ciudad, entonces desprotegida. A su alrededor ardían edificios por todas partes, las vigas de madera se incendiaban fácilmente y la obra de piedra caía en escombros ennegrecidos. Dando salvajes gritos de triunfo, los hombres bestia y los bárbaros recorrían las calles de la ciudad. Algunos de ellos habían encontrado barriles, sin duda entre los restos de alguna taberna, y estaban echándose al coleto una jarra tras otra.
«Dejemos que esos palurdos ignorantes se diviertan —pensó Arek—. Pronto lamentarán haber incendiado esos edificios». ¿Dónde pensaban refugiarse del invierno? Lo más probable era que sus salvajes canciones estuviesen celebrando su propia muerte, y no lo sabían. Continuó cabalgando sobre el demoníaco caballo de guerra que respondía al instante a su impulso mental, mientras su guardia de caballeros del Caos miraba con aire triunfal las ruinas de la ciudad.
—Somos los vencedores —dijo Bayar Cascoastado con una voz hueca, que resonaba desde las profundidades del peto de su armadura increíblemente ornamentada.
—Aún no —respondió Arek.
Ante sí podía ver la muralla interior que se alzaba mucho más arriba que la exterior. Detrás se erguía la grandiosa ciudadela de Praag, desafiante. Sabía que la batalla no concluiría hasta que cayesen ambas.
—Esto es sólo el comienzo.
—Estoy seguro de que no podrán resistir contra nosotros durante mucho más tiempo.
Arek sacudió la cabeza, atónito ante la ignorancia que demostraban incluso sus propios seguidores, los adoradores de Tzeentch. Sin duda deberían saber que no era así. Las bajas sufridas en la toma de la muralla exterior habían sido muy superiores a las que él esperaba, y ya había quedado destruida la tercera parte de las enormes máquinas demoníacas de asedio, principalmente a manos de aquel maldito enano y su repugnante hacha; peor aún: a pesar de haber caído la muralla, nadie había encontrado el cadáver del enano ni su arma. La visión que le habían mostrado sus brujos volvió para atormentarlo. Vio al enano y al humano que se erguían, triunfantes, junto a su cadáver. «Eso aún puede llegar a suceder —pensó—. No, no lo permitiré».
—Haced correr la voz: la bendición de Tzeentch y lo más escogido del botín para cualquiera que me traiga la cabeza del Matador Gotrek Gurnisson y la de su compañero humano, Félix Jaeger.
Sus heraldos se alejaron de inmediato para obedecer las órdenes. A pesar de la victoria, Arek tenía una ominosa sensación de mal presagio. Al parecer, había entrado en la ciudad demasiado pronto.
* * *
Félix bajó dando traspiés por el estrecho callejón. El peso del hacha era atroz, y comenzaba a entender cómo se había vuelto tan fuerte el Matatrolls. El solo hecho de transportar aquella arma durante unas cuantas semanas haría que cualquiera desarrollara músculos de hierro.
Hasta él llegaba el olor a quemado, y podía oír el lejano rugido triunfante de los guerreros del Caos entre el estruendo de los edificios que se derrumbaban. Muy a lo lejos, vio una de las gigantescas torres demoníacas de asedio que se encumbraba por encima de los tejados rojos de los edificios. El sol estaba oculto por el humo y las horripilantes nubes rojas, pero las llamas de los edificios incendiados bañaban la escena con una iluminación infernal. Al final del callejón, podía ver hordas de bárbaros y hombres bestia que celebraban la victoria por las calles. Si no hubiese estado seguro de lo contrario, habría pensado que estaba muerto y lo habían arrojado a uno de los ardientes infiernos amados por los predicadores sigmaritas de la peor clase.
—¿Hacia dónde? —preguntó Ulli al mismo tiempo que se lamía los labios con nerviosismo.
Era una buena pregunta. Lo que necesitaban era encontrar a Max Schreiber, si era posible, o a un sanador, en caso contrario. La mejor apuesta para eso sería el templo de Shallya, donde las sacerdotisas de la diosa paloma aguardaban para concederles las bendiciones de Señora de la Misericordia a los enfermos y heridos. Eso, suponiendo que alguno de los templos quedase en pie, ya que lo más probable era que estuviesen todos quemados y saqueados por los adoradores del Caos. Por algún motivo, no se imaginaba que fuesen a permitir que continuara en pie la casa de un dios rival.
—No tiene sentido ir hacia la ciudad interior —dijo Bjorni—. Si los guardias tienen dos dedos de frente, a estas alturas habrán atrancado las puertas.
—No han tenido tiempo suficiente —lo contradijo Félix—. Dudo que el duque haya sido capaz de hacer que entraran allí todos sus hombres en tan poco tiempo.
—Eso no cambia las cosas —insistió Bjorni con certidumbre.
Era un aspecto del carácter del feo Matador que no había visto antes. En el calor de la batalla, Bjorni hablaba como un auténtico soldado, no como el patán lascivo que era normalmente.
—Si se quedan fuera, se quedan fuera. El deber de los soldados que están a cargo de esas puertas es cerrarlas y mantenerlas cerradas con independencia de quién quede al otro lado.
—¿Y dónde nos deja eso a nosotros? —quiso saber Ulli, que hablaba como si estuviese aterrorizado.
—En la mierda de los hombres bestia, como siempre —replicó Bjorni, y profirió una risa cacareante.
—Pareces indebidamente feliz, dadas las circunstancias —comentó Félix, y Bjorni lo miró y le hizo un guiño.
—¿Y por qué no? Estoy vivo cuando esperaba estar presentando excusas ante mis ancestros en el infierno. Y aún tengo delante la perspectiva de la muerte. ¿Por qué no sacar el mejor partido de estos minutos adicionales que pasaré entre los vivos?
—¿Por qué no, en efecto? Pero aún tenemos que llevar a Gotrek hasta donde haya un sanador.
—Hay un templo de Shallya en alguna parte de estos callejones —le aseguró Bjorni—. Una de las sacerdotisas me curó de una fea erupción que cogí en…
—Ahórrame los detalles desagradables —pidió Félix—. Guíanos.
* * *
Max observó cómo las grandes puertas de la ciudad interior se cerraban con estruendo tras ellos. No recordaba haber estado nunca tan cansado como entonces. Se sentía por completo exhausto, y sin embargo tenía la sensación de que debía hacer algo. Miró a su alrededor y vio al duque, que parecía enojado pero lo disimulaba bien. Max había visto cómo su guardia personal lo subía apresuradamente sobre un caballo cuando la muralla fue evacuada. Los guardias habían casi arrollado a cualquiera que se interponía en su camino, y Max se alegraba de que a él y a Ulrika los consideraran lo bastante valiosos como para llevarlos consigo, ya que no le gustaba la idea de quedarse atrapado en la ciudad exterior con la desenfrenada horda de adoradores del Caos.
Ulrika estaba mirando las enormes puertas de madera reforzadas con hierro, como si pudiese lograr ver a través de ellas si las miraba con suficiente ahínco.
—¿Qué sucede? —preguntó Max.
—Félix y los demás aún están ahí afuera.
—Ya es demasiado tarde para preocuparse por eso —replicó él—. No puedes hacer nada para ayudarlos.
—Lo sé. Es sólo que preferiría que no nos hubiésemos separado.
A pesar de su rivalidad con Félix, Max pensaba lo mismo, y no sólo a causa de la camaradería que había desarrollado con el hombre y el Matatrolls. De algún modo, estaba seguro de que si alguien iba a sobrevivir a aquel desastre, serían aquellos dos. Podría resultar útil estar con ellos cuando lo lograsen.
El duque ya traspasaba la puerta posterior que llevaba a la escalera interior de la torre de vigilancia. «Va a observar cómo arde su ciudad —pensó Max—. Será mejor que lo acompañemos».
* * *
Dentro del templo reinaba la quietud, y el aire era fresco. Félix recorrió con los ojos los iconos de la diosa y sus santos que había en las paredes, así como el enorme símbolo de la paloma tallado sobre el altar. El lugar estaba atestado de gente asustada y herida. Hombres ensangrentados y cubiertos de vendas yacían en el piso, y por todas partes había mujeres llorosas y niños que gritaban. Era obvio que aquellos desgraciados tampoco habían logrado llegar a la ciudad interior.
El poeta se preguntó si habría algo que pudiese hacer por aquella gente, pero lo dudaba. Lo más probable era que estuvieran condenados. Sólo sería cuestión de tiempo que los guerreros del Caos llegasen allí, o que el fuego se propagara hasta el templo. En cualquier caso, no creía que aquella estructura de madera fuese a mantenerse en pie durante mucho tiempo.
Observó cómo Snorri y los demás Matadores llevaban a Gotrek a través de la muchedumbre, hacia el altar, y los siguió con paso cansado, sin dejar de mirar los iconos. Cuando era niño, había ido en numerosas ocasiones al templo de Shallya que había en Altdorf. Su madre estaba muriéndose de consunción, y acudían a pedirle a la diosa que intercediera en favor de ella. A despecho de todas las ofrendas de su padre, la diosa, por razones propias, sin duda, se había negado a intervenir. Después de eso, Félix había desarrollado sentimientos ambivalentes respecto al templo. Le habían gustado las dulces sacerdotisas de voz queda, pero no podía comprender por qué Shallya no había atendido a sus plegarias. Al fin y al cabo, era una diosa; se suponía que casi todo estaba en su poder. Apartó aquellos pensamientos, ya que ése no era momento para sumirse en meditaciones.
La sacerdotisa que se levantó para recibir a los Matadores estaba pálida y parecía cansada, con las energías agotadas, al igual que Gotrek después de la destrucción de las torres demoníacas. Al parecer, las sacerdotisas de la Piadosa contribuían con parte de sus propias fuerzas a la obra de sanación. Parecía lógico, si tenía en cuenta lo que Max le había contado acerca de la naturaleza de la hechicería. Sólo esperaba que a la mujer le quedase el poder suficiente para ayudar a Gotrek.
—Tendedlo cerca del altar —dijo la sacerdotisa.
Sin hacer comentario alguno, Snorri obedeció. Luego se apartó a un lado y se llevó una enorme manaza al corazón con gesto respetuoso. La mujer pasó una mano por la frente de Gotrek.
—El espíritu de éste es fuerte —aseguró—. Podría vivir.
—Lo necesitamos en pie ahora —explicó Félix—. ¿No puedes hacer algo?
La sacerdotisa alzó los ojos hacia Félix, y él lamentó haber hablado de modo tan brusco. Enormes semicírculos de fatiga ensombrecían la piel bajo los ojos de la mujer, que parecía a punto de desplomarse de cansancio. Al ver el hacha que el poeta tenía en la mano, profirió una exclamación ahogada.
—¿Ésa es su hacha?
—Sí, ¿por qué?
—Es un arma de gran poder. Puedo sentir su fuerza desde aquí. —Bajó los ojos para mirar una vez más la postrada figura del Matatrolls—. Veré lo que puedo hacer.
Se arrodilló junto a Gotrek y le posó una mano sobre la frente, tras lo cual cerró los ojos y comenzó a balancearse hacia los lados al mismo tiempo que invocaba el nombre de la diosa. Un halo de luz rieló en torno a su cabeza y mano, y la piel que recubría el cráneo de Gotrek empezó a unirse; pasado un momento, el único ojo que tenía se estremeció y se abrió.
—Me has llamado de vuelta —dijo. Hablaba con voz aturdida y asombrada—. Estaba ante las puertas del Salón Ancestral, pero no querían dejarme entrar. Dijeron que no me había redimido en batalla. Mi espíritu estaba condenado a vagar sin rumbo por la niebla eterna.
—Ahora no hables —le aconsejó la sacerdotisa mientras le acariciaba la frente como si fuera un niño—. Has recibido un golpe en la cabeza, y a menudo eso provoca visiones y sueños extraños.
—No parecía un sueño.
—A veces, no lo parecen.
—De todas formas, tengo contigo una deuda de honor, sacerdotisa. Y te la pagaré.
—Entonces, no olvides que también le debes una cerveza a Snorri —intervino Snorri.
Gotrek le lanzó una mirada feroz.
—¿Por qué?
—Te he traído hasta aquí.
Gotrek le dedicó una sonrisa torcida.
—En ese caso, te invitaré a una o dos jarras, Snorri Muerdenarices.
—Entonces, es verdad lo que dicen —comentó Snorri con alegría—. Siempre hay una primera vez para todo.
* * *
Arek imprecó mientras cabalgaba por las calles devastadas de Praag. Reinaba la locura. La horda se había dispersado en un frenesí de saqueo y destrucción. Bebían y alborotaban, y les ofrecían a los demonios a los que adoraban las almas de los defensores que encontraban. Se necesitarían varios días para reimponer disciplina, y podía ser que no tuviesen varios días de tiempo. Era preciso que tomaran y retuvieran la ciudad antes de que llegara el pleno invierno. Necesitaban cobijo, no una ciudad que hubiese sido reducida a escombros.
Había comenzado a experimentar la sensación de que su dios se burlaba de él. No había tenido ni idea del reto que representaba mantener unidas a sus tropas. Unas cuantas victorias como ésa equivaldrían a una derrota. Miró a los guerreros borrachos, los edificios en llamas y la absoluta estupidez bruta de todo aquello, y reprimió el impulso de matar. Los fuegos ardían como hornos, descontrolados. Desde donde estaba podía percibir la ola de calor.
—Ordenad a los guerreros que dejen de incendiar los edificios —dijo Arek, aunque sospechaba que ya era demasiado tarde y que el fuego había escapado a cualquier intento de control.
—No lo han hecho nuestros guerreros —explicó Bayar Cascoastado—. Fueron los kislevitas. Ellos hicieron esto. Incendiaron sus casas al retirarse hacia el interior de la ciudadela. Son unos testarudos.
Arek asintió con la cabeza. Debería haberlo esperado, porque los kislevitas no eran tontos. Comprendían la situación tan bien como él, y no ignoraban que si los conquistadores carecían de alimentos y cobijo, el invierno los vengaría al actuar contra ellos. Arek sabía que los guerreros del Caos sobrevivirían, al igual que la mayoría de los magos, pero los hombres bestia y los humanos se verían obligados a practicar el canibalismo para sobrevivir a la estación fría. La gran horda se evaporaría, pues no dudaba que muy pronto las distintas facciones se separarían y comenzarían a cazarse las unas a las otras; o bien, huirían con la esperanza de encontrarse con el ejército de algún otro Señor de la Guerra.
A pesar de que detestaba admitirlo, los brujos habían tenido razón cuando hablaban de los riesgos de atacar en un momento tan próximo al invierno. Él se había arriesgado y acababa de perder. Sin embargo, como mínimo, se consoló con el pensamiento de que iba a asegurarse de que no sobreviviera ningún kislevita para disfrutar de su despreciable triunfo. En ese momento, se le acercó un correo a caballo.
—Un mensaje, Señor Arek.
El Señor de la Guerra le hizo un gesto para que hablara.
—Un ejército kislevita se aproxima desde el oeste. La hueste skaven ha aparecido al norte de aquí. Morgar Espadamortal se ha llevado sus tropas para hacerle frente.
Arek maldijo al jefe de guerra de Khorne. Siempre andaba buscando gloria, más victorias, más sangre y más almas que ofrecerle a su hambriento dios aullador. No tenía suficiente con acabar primero de exterminar a los defensores de Praag. Tenía que buscar otras batallas. Arek intentó conservar la calma. Dadas las circunstancias, podía ser que no fuese mala cosa, ya que, a fin de cuentas, no los beneficiaría en nada que los hombres rata atacaran a su ejército por la retaguardia. La cuestión de qué hacer respecto al ejército kislevita que se acercaba le resultaba fastidiosa. Debían de haber cabalgado como demonios para llegar hasta allí con tanta rapidez. Dudaba que sus propios guerreros, enloquecidos por la carnicería, se encontrasen en condiciones de detenerlos.
Con rapidez, repasó las opciones que tenía. Era preciso extinguir el incendio y conservar la ciudad, y entonces sólo la magia podía hacer eso. Era un trabajo para Kelmain y Loigor, malditas fuesen sus ingobernables almas. Si alguien podía lograrlo, eran ellos. Las reservas que aguardaban fuera de las murallas podrían contener a los kislevitas hasta que él consiguiera organizar a la abrumadora masa de sus soldados para que se lanzara contra ellos. Al menos, las frías aguas del río contendrían a los kislevitas durante un rato, ya que se necesitaría tiempo para que cualquier ejército atravesara los puentes y los vados.
Con rapidez, le dio instrucciones al correo, y luego cabalgó hacia la turba al mismo tiempo que bramaba órdenes con su tono más imperioso.
* * *
—¡Vidente Gris Thanquol! ¡Despierta! —bramó una voz conocida en una de sus orejas.
Thanquol salió del trance y resistió el impulso de hacer saltar a Izak Grottle en pedazos con uno de sus hechizos más devastadores.
—¡Sí! ¡Sí! ¿Qué sucede? —preguntó.
—Nos atacan —informó Grottle—. Guerreros del Caos, demonios y hombres bestia se acercan desde el sur. ¿Por qué no nos lo advertiste?
«Porque tenía cosas más interesantes que hacer», estuvo a punto de responder Thanquol, pero no lo hizo. El significado de las palabras de Grottle comenzó a filtrarse en el interior de su cerebro. ¡Un destacamento del Caos estaba a punto de atacarlos! ¡La situación era seria! Thanquol debía tomar medidas de inmediato para preservar su preciosa vida.
—¿Cuántos? ¿A qué distancia? ¡De prisa! ¡De prisa! —exigió con chilliditos.
—Miles. Están casi sobre nosotros —tartamudeó Izak Grottle.
—¿Por qué no me despertaste antes?
—Lo intentamos, pero estabas profundamente metido en tu hechicería. Pensamos que podrías estar comunicándote con la mismísima Gran Rata Cornuda.
—Todos podríamos estar haciendo eso dentro de muy poco, si no nos preparamos para defendernos.
Con precipitación, Thanquol ladró órdenes e instrucciones. Llenos de aprensión, sus guerreros corrieron a obedecerlo.
* * *
Gotrek alzó su hacha y la inspeccionó con atención. El filo destelló, tan afilado como siempre, y las runas relumbraron. El Matatrolls pareció absorber poder del arma. Aunque aún estaba pálido como un fantasma, parecía capaz de luchar, y una cólera demente brillaba en sus ojos. Desde lejos, les llegaban los sonidos de la batalla que tenía lugar en el exterior.
—Pongámonos en marcha —dijo el Matatrolls—. Tenemos que matar.