ONCE

ONCE

Félix miró al exterior de la ciudad desde las murallas cercanas a la Puerta de las Gárgolas. Ése era el día, no cabía la más mínima duda. Las legiones de adoradores del Caos lo sabían, todos los soldados que estaban sobre la muralla lo sabían, y también lo sabían todos los ciudadanos que se encontraban detrás del muro. En el aire había algo que se percibía sin necesidad de ser un hechicero, e indicaba que así era. Las nubes eran rojas, listadas aquí y allá por destellos de color negro y plateado. La bruma carmesí que flotaba sobre las tierras circundantes teñía la nieve del color de la sangre e impedía ver con claridad los elementos más lejanos del ejército del Caos. El resplandor del ambiente tenía algo que hacía erizarse la piel de la nuca de Félix, y no necesitó a Max Schreiber para saber que había magia inmunda en juego. Mientras observaba, millares y millares de guerreros avanzaban para tomar posiciones. Decidió que la palabra regimiento conllevaba demasiada disciplina para que pudiese ser aplicada a la muchedumbre de allí afuera. Se parecían más a miembros de tribus primitivas unidos al servicio de algún poderoso jefe. Pululaban en torno a la base de las demoníacas máquinas de guerra, inquietantemente silenciosas en medio de aquella luz roja. ¿Cuántas tribus de escoria del Caos había allí?

Pudo contar, al menos, una docena de estandartes diferentes, que pertenecían sólo a los humanos ataviados con pieles. Había uno con un hombre desollado y otro con una cara que tenía los labios cosidos entre sí; sobre un destacamento flameaba un símbolo que era un perro de tres cabezas que aullaba; por encima de las cabezas de otro ondeaban estandartes en los que se veía alguna clase de demonio. Félix pensó que ojalá pudiese estar seguro de que los únicos humanos adoradores del Caos que había por los alrededores eran los del exterior de las murallas. Los acontecimientos de la noche anterior lo habían dejado conmocionado.

Supuso que jamás sabría si Villem era o no un traidor. No cabía duda de que había sido un mutante porque el estigma ya había aparecido sobre su cuerpo, pero, según el duque y Gotrek, había luchado para salvar la vida de su hermano cuando los atacaron los hombres emboscados y había muerto en el intento. «Supongo que era inocente y que todo formaba parte del plan de Jan Pavelovich para sembrar la discordia entre los líderes de la ciudad». Eso, en el caso de que Jan Pavelovich perteneciese a las altas esferas del culto, lo que Félix francamente dudaba. Se preguntó si el joven noble se había tirado de verdad por la ventana cuando Snorri y Bjorni estaban bebiendo, o si los Matadores le habían echado una mano. No parecía diplomático preguntarlo, y no tenía sentido enemistarse con los otros en el momento en que estaban a punto de entrar en combate. Necesitaban permanecer unidos si querían tener la más mínima posibilidad de sobrevivir.

Félix sacudió la cabeza y se preguntó en qué estaba pensando. A los Matadores jamás les pasarían por la cabeza pensamientos de supervivencia, pues no estaban allí para eso, sino para buscar una muerte heroica. «Habrá abundancia de oportunidades para todos esta mañana», pensó el poeta. Le echó una mirada de soslayo a los otros para ver cómo se tomaban las cosas.

Gotrek estaba tan ceñudo como siempre, y su mirada no se apartaba para nada de la horda que avanzaba; parecía estar estudiando a cada individuo, como si juzgara si eran o no dignos de que les dedicara su tiempo en combate singular. Félix sonrió al mirar al Matatrolls. Allí había uno que iba a vender cara su vida y a arrastrar consigo a docenas, como mínimo, al infierno.

Snorri se cogía la cabeza y gemía; al parecer, estaba más preocupado por la resaca que por la perspectiva de muerte que tenía ante sí. De vez en cuando, interrumpía los gemidos durante el tiempo suficiente como para gritarles a los adoradores del Caos lo que parecían obscenidades en idioma enano por haber interrumpido su sueño. Bjorni se encontraba cerca, con un brazo en torno a Sasha y el otro alrededor de Mona. Félix se preguntó cómo habría logrado sacar a las muchachas del burdel y llevarlas consigo hasta las murallas, y cómo había conseguido convencerlas de que lo acompañaran a aquel lugar de inminente peligro. Con dinero, muy probablemente, aunque a juzgar por la forma en que se mantenían pegadas al enano, parecían sentir un genuino afecto por él. «Éste es un extraño mundo», pensó Félix.

Ulli tenía aspecto pálido y meditabundo. Una de sus manos jugaba con su corta barba, y miraba al cielo con insistencia, como si no quisiera observar demasiado al enemigo. Félix no podía reprochárselo, ya que no eran muchas las personas a las que les gustaba ver cómo se les aproximaba una muerte segura, ni siquiera los Matadores.

Max y Ulrika estaban cerca del duque y su séquito. Max tenía los ojos clavados en la distancia, como si observara cosas que sólo él podía ver. Ulrika ni siquiera miraba en dirección a Félix, y él pensó que debería sentirse más herido de lo que se sentía, pero resultaba evidente que su relación ya había llegado al final y que, incluso en el improbable caso de que ambos sobrevivieran, lo más previsible era que se separasen. «Una lástima», pensó, pero no podía hacerse nada al respecto.

El duque tenía un aspecto severo e imponente, y los soldados hacían todo lo posible para plantar cara a las cosas con valentía. En circunstancias normales, lo habrían conseguido. El león alado ondeaba en cada torre y en los pendones de un centenar de compañías. Las almenas se encontraban abarrotadas de hombres armados hasta los dientes, que sujetaban espadas, lanzas y alabardas en las manos cubiertas por guanteletes. Las unidades de arqueros estaban preparadas para abrir fuego en cuanto avanzara el enemigo. Las catapultas y otras máquinas de guerra se alzaban entre las tropas cada cincuenta pasos, aproximadamente. Félix sabía que, en las troneras de las murallas situadas debajo de ellos, había más arqueros preparados para disparar flechas. Podía oler el aceite que se mantenía hirviendo en el fuego, y la brea caliente que se preparaba para ser vertida sobre los muñones de los heridos. Los botes de fuego alquímico estaban entonces a la vista, a punto para ser cargados en las máquinas de asedio. Deseó no haber comido nada esa mañana, pero ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Vio más movimiento a lo lejos, donde una vasta nube de arpías alzaba el vuelo de la masa de adoradores del Caos y planeaba y giraba como una bandada de golondrinas que describieran círculos alrededor de las agujas de un templo en un atardecer de verano. «No es la mejor analogía», pensó Félix. Se parecían más a bandadas de demonios que salieran de algún ardiente infierno para hacer presa en las almas perdidas del territorio que sobrevolaban. Esperaba que los arqueros y hechiceros estuviesen preparados para hacerles frente, ya que no le gustaba la perspectiva de luchar con una horda de aquellos demonios malolientes con alas de murciélago. Los recuerdos de cómo había escapado de ellas por los pelos en los Desiertos del Caos volvieron a su mente con tremenda facilidad.

Las arpías comenzaron a describir lentos círculos en torno a la ciudad, ascendiendo en espiral hasta no ser más que pequeños puntos en el vasto cielo color rojo sangre. Era obvio que no planeaban atacar todavía. Los movimientos del suelo atrajeron la atención del poeta, y vio que hordas de hombres bestia se adelantaban entre los humanos y formaban apenas por delante de ellos, dejando brechas por las que pudieran pasar otras unidades. Era como mirar un gigantesco tablero de ajedrez cuyas piezas fuesen de carne y hueso, y estuviesen en movimiento constante. En ese momento, los guerreros del Caos de negra armadura comenzaron a avanzar al ritmo de enormes tambores, y sus filas de caballería pasaron por encima de las rampas tendidas sobre las trincheras de vanguardia de las líneas del Caos. Fanáticos tatuados transportaban altares de guerra descomunales.

De pronto, se hizo un silencio de muerte, y Félix se llevó el catalejo a un ojo y lo enfocó sobre el gran pabellón de seda que se alzaba en el centro del ejército. De él salieron Arek Corazón de Demonio, sus Señores de la Guerra y sus brujos. El poeta vio a los dos gemelos albinos de malvado aspecto, uno con ropones dorados y el otro con ropones negros, y a una horda de magos inferiores ataviados todos con gruesas vestimentas cubiertas de símbolos de extraño resplandor, y provistos de báculos que habían sido tallados en hueso y rematados con calaveras humanas. A juzgar por las apariencias, adivinó que el general del Caos y sus hechiceros estaban trabados en una discusión. El primero hacía gestos violentos y señalaba hacia las murallas de la ciudad, y los magos sacudían la cabeza primero, y finalmente asentían. «¿Qué está sucediendo allí?», se preguntó Félix.

* * *

Arek Corazón de Demonio estaba furibundo. Durante toda la noche había estado escuchando los altercados de sus Señores de la Guerra. Cada uno buscaba una posición privilegiada para sí mismo y para sus seguidores en el ataque que se avecinaba, e intentaba persuadir a Arek para que los situara por delante de sus rivales. Durante toda la noche había estado escuchando las críticas de sus dos hechiceros, que le decían que no era el momento más adecuado para ejecutar sus hechizos, que las estrellas no estaban correctamente alineadas, que aún no se había invocado a las fuerzas militares definitivas.

Estaba seguro de que no eran más que excusas. Sus espías, y había muchos de ellos, le habían contado que Loigor y Kelmain habían estado visitando a muchos de sus Señores de la Guerra. Cuando los interrogó, habían respondido que sólo estaban haciendo todo lo posible para mantener unido al ejército y asegurarles a los seguidores de Arek que todo iba bien. Él no creyó una sola palabra. Sabía que estaban conspirando contra su poder, y que sólo era cuestión de tiempo que uno o más de sus generales se rebelara. Esa constante inactividad, esas constantes protestas sobre las estrellas y los augurios no eran más que un ardid para lograr que, con el tiempo, el ejército se aburriera e inquietara a causa de la inacción, y se transformara en terreno abonado para hacer que se rebelara contra su legítimo jefe; peor aún: le daban tiempo al enemigo para que reuniera sus fuerzas contra él. Los exploradores habían informado de que la Reina del Hielo se encontraba a pocos días de distancia, y que un ejército skaven avanzaba desde el norte. Era verdad que se trataba de fuerzas militares diminutas, pero Arek sabía que muchos poderosos ejércitos habían sido vencidos mediante un ataque por retaguardia en un momento inoportuno. Eso no iba a sucederle a su horda. Todos los pensamientos de rebelión e inacción iban a concluir ese día.

No les daría tiempo para eso. En breve, todo su ejército iba a estar demasiado ocupado para conspirar contra él. Pronto les proporcionaría una victoria que volvería a unir a toda la horda detrás de él, y les daría que pensar a todos los que lo desafiaran. Ese mismo día pasarían por encima de las murallas de Praag y reclamarían una victoria total y definitiva.

* * *

Max Schreiber observó a los magos de la horda del Caos que avanzaban hasta situarse en vanguardia. Tenía en ese hecho un interés más que profesional. Muy pronto, su vida y la vida de la mujer a la que amaba podrían depender de que entendiera lo que viese allí.

Observaba a los dos albinos con más atención que a los demás, ya que tenían algo que los destacaba de los otros. Para los sentidos entrenados de Max, casi resplandecían de poder. Eran los magos más poderosos que había visto jamás, mucho más fuertes que cualquiera de sus antiguos maestros o que él mismo. Los otros que los acompañaban eran, con casi total seguridad, sus acólitos. Observaban a los gemelos con cauto respeto, y parecían pendientes de cada palabra y gesto de ellos.

Los dos magos avanzaron hasta el espacio libre situado ante la horda, aún muy fuera del alcance de las flechas que pudieran dispararse desde las murallas. Permanecieron en silencio y con las cabezas inclinadas durante un momento; luego, se miraron el uno al otro, alzaron los brazos y comenzaron a entonar un cántico. Al principio, pareció que no sucedía nada. Max detectó el más leve movimiento de los vientos de la magia, y eso debido sólo a que sus sentidos estaban sintonizados al máximo. Uno a uno, los magos que rodeaban a los albinos bajaron la cabeza y empezaron también a entonar el cántico y, a medida que lo hacían, Max comenzó a percibir un cambio sutil en el aire.

Los vientos de la magia giraban entonces con más fuerza, como una brisa real, y unos dedos de aire frío rozaron el rostro de Max. Zarcillos de poder destellaron saliendo de los báculos de los gemelos y tocaron las máquinas de guerra que los rodeaban. Los arcos de energía saltaban de una máquina a otra, formando un entramado casi demasiado intrincado para que pudieran seguirlo los ojos de Max. Mientras observaba, una corriente de energía tras otra ascendieron para tocar las relumbrantes nubes de lo alto. Resonó el trueno, y cayeron rayos.

Se daba cuenta de que no eran rayos normales, sino que estaban cargados con todo el poder que la horda del Caos había atraído desde los Desiertos. Los enormes rayos descendían a gran velocidad y caían sobre el extremo de los báculos de los gemelos mientras éstos parecían llenarse de un ominoso poder. Ante los ojos entrenados de Max, sus auras se volvieron aún más brillantes, y el cántico aumentó de volumen, hasta que pudo ser oído desde las murallas de Praag. Las palabras estaban cargadas de significado maligno y repetían una y otra vez el nombre de Tzeentch. Mientras Max los observaba, la nieve que rodeaba a los brujos se fundió en torno a sus pies, hasta quedar limpia un área de unos cincuenta pasos de ancho, donde la tierra marrón apareció a la vista.

Al resonar el trueno, las nubes comenzaron a girar como agua en un remolino, y en el centro se abrió un claro por el que se veían el cielo y la maligna luna del Caos; Morrslieb relumbraba en lo alto. Su resplandor era tan brillante como el de un pequeño sol, y más de una vez el aura que la rodeaba pareció formar un malvado rostro sonriente. Con la boca abierta y una lengua enorme, contemplaba la ciudad con expresión voraz.

Max oyó que algunas personas cercanas a él gemían, y supo por qué. Ese semblante malvado estaba representado en algunos tapices del palacio y en las esculturas de muchos edificios. Era el mismo rostro malevolente que había fijado su feroz mirada sobre Praag durante el cerco anterior. El aire vibraba, cargado de energía, y comenzó un retronar monstruoso cuando la luz de la luna cayó sobre las descomunales máquinas de asedio, a cuyo alrededor oscilaron auras. Las formas de metal se estremecieron, vibraron y empezaron a moverse. Era un espectáculo aterrador y pasmoso, como contemplar un campo de estatuas metálicas que despertasen a la vida.

Los hechiceros no interrumpieron el cántico. La bruma que rodeaba al ejército dio la impresión de coagularse y reunirse en enormes bloques de luz roja, que parecieron encogerse y menguar al mismo tiempo que se concentraban. Y entonces comenzaron a aparecer las siluetas de unas figuras humanoides. Al principio, eran sólo formas vagas y monstruosas, pero a medida que pasaban los largos minutos y continuaba el cántico de los hechiceros, se convirtieron en sólidas figuras de luz carentes de rasgos distintivos. Luego, adquirieron definición, hasta que hubo millares de figuras de obscena forma presentes en el campo de batalla.

Max reconoció a muchas de ellas por los tomos prohibidos que había estudiado. Alguien había sugerido que se trataba de hongos animados por fuerzas malignas, pero aquellas cosas eran Incineradores de Tzeentch, demonios inferiores de poder considerable, seres rosados con enormes cabezas donde deberían haber tenido el torso, que cabriolaban y danzaban sobre la tierra.

Entonces comenzaron a unirse otros magos del vasto ejército, y Max supuso que eran sacerdotes y brujos al servicio de otros poderes, que aprovechaban toda la magia oscura reunida por los hechiceros de la casa de Arek. Mientras Max, horrorizado, observaba, más y más siluetas demoníacas emergieron a la vida procedentes de la nada.

Reconoció a las Diablillas de Slaanesh: extrañas figuras andróginas con un pecho descubierto, cabeza calva y una poderosa pinza de cangrejo. Tenían una hermosura extraña e inquietante. Algunas de ellas cabalgaban sobre raras bestias bípedas, que tenían largas lenguas que se agitaban como las de una serpiente; otras marchaban a pie y blandían largas espadas.

Entre las filas de guerreros del Caos de negra armadura, se materializaron otras figuras: poderosos mastines con dientes de acero y con grandes collares de carne que emergían de sus cuellos; gigantescos guerreros acorazados, unidos al lomo de poderosos corceles de color rojo y bronce, mucho más enormes que cualquier caballo y cuyos ojos ardían con una horripilante luz rojo sangre; unas extrañas cosas culebreantes, parecidas a gusanos, que, borboteando, adquirieron forma ante las enfermas filas de los seguidores de Nurgle. Todos esos seres estaban rodeados por un halo de poder que le reveló a Max su origen demoníaco. En toda su vida no había presenciado semejante invocación ni visto tanto poder místico liberado en un mismo lugar. Dudaba que viviese para ser testigo otra vez de algo similar.

* * *

Félix observó cómo la horda del Caos comenzaba su avance, y apenas pudo evitar no gimotear de miedo como algunos de los que lo rodeaban. Se preguntó si sobreviviría durante una hora más. Gigantescas torres de asedio construidas en metal y adornadas con efigies de monstruosos demonios comenzaron a avanzar con gran estruendo. Algunas de ellas eran arrastradas por grupos de hombres sudorosos y casi desnudos, pero otras se desplazaban debido a su propia energía mágica y se acercaban cada vez más a las murallas. Los brazos de enormes onagros se movían hacia adelante y hacia atrás, enviando cargas de piedras descomunales en dirección a las murallas, y el poeta oía gritos y alaridos procedentes de alguna sección lejana de la línea de defensa cuando aquella carga de muerte caía sobre los soldados de Praag.

En ese momento, comenzaron a cargar decenas de miles de merodeadores, hombres bestia y guerreros del Caos; corrían por la nieve hacia las murallas. Sus gritos eran terribles. Sonaban tambores y cuernos enormes, y el viento llevaba hasta Félix olor a azufre y a cuerpos corruptos.

Aferró la espada con fuerza y luchó para no temblar. Era difícil, pues reconocía a algunas de las cosas que corrían hacia ellos por haberlas visto en los túneles situados debajo de Karag-Dum. Aquellos mastines, por ejemplo, eran seres demoníacos cuya carne no podía atravesar ninguna espada normal, y se preguntó cómo iban a detenerlos los defensores. El hacha de Gotrek era capaz de matarlos, pero el enano no podía estar en todas partes al mismo tiempo, ni tampoco podría matar al pequeño ejército de demonios que avanzaba hacia ellos.

—Pídeles que no hagan tanto ruido. Snorri tiene un poquitín de resaca —dijo Snorri.

Félix estuvo a punto de sonreír, y lo abandonó una parte de la tensión. Decidió que, con independencia de lo que se les echara encima y por muy poderoso que fuese, iba actuar de la mejor manera posible. Si no podía hacer nada más, al menos se llevaría por delante a unos cuantos de aquellos bastardos adoradores del Caos.

En lo alto, las arpías dejaron de describir círculos y comenzaron a descender en espiral. Aquel lento descenso no se parecía en nada a los picados que les había visto ejecutar en los Desiertos del Caos, y sólo se le ocurrió que les habían dado instrucciones para que atacaran en el mismo momento en que las torres de asedio tocaran las murallas. Así crearían una distracción adicional, de la que los defensores no podrían evadirse. No cabía duda de que alguien de los de ahí afuera había estado planeando eso durante mucho tiempo.

La horda del Caos se acercaba cada vez más. La mayoría de guerreros y demonios se apiñaban en torno a las poderosas máquinas de asedio para refugiarse a la sombra de las estructuras. Unos pocos atrevidos, más temerarios o más desesperados por obtener gloria que los demás, se lanzaron a la carga. Los defensores de las murallas los observaron en tensión. Félix sabía que, al cabo de unos instantes, los adoradores del Caos estarían a tiro. Ése sería el momento de diezmar, poco a poco, a los atacantes.

Se llevó el catalejo a un ojo y recorrió con él la horda que avanzaba. Los rostros entraron en foco unos tras otros. Bárbaros brutales con la boca abierta a causa de los gritos de furia, gotas de espuma que volaban desde sus labios, venas abultadas en la frente y músculos distendidos llenaron el campo visual. Junto a ellos, había enormes hombres bestia con cornudas cabezas de macho cabrío, peludos, de ojos llenos de roja malicia, cuyos hocicos inhumanos aullaban bestiales gritos de guerra. Cascos negros con runas grabadas ocultaban los rostros de los caballeros del Caos, menos los ojos de extraño resplandor. Semblantes demoníacos relumbraban a la luz maligna de la luna de brujas. Félix apartó la vista de ellos y estudió una de las torres de asedio.

Era incluso más alta que las murallas de Praag, una estructura construida con madera y recubierta con el hierro negro de los Desiertos, sin duda batido en las demoníacas forjas situadas bajo las ruinas de Karag-Dum. Las planchas estaban moldeadas en forma de sonrientes cabezas de demonio, o cubiertas de indescriptibles runas, cuya luz hería los ojos. La torre que entonces miraba el poeta tenía una gigantesca cabeza de Khorne, de hierro fundido, situada en la parte frontal, y sus ruedas estaban labradas con rostros similares al del Devorador de Almas con el que se habían enfrentado en la ciudad perdida de los enanos. Daba la impresión de ser enormemente grande y sólida, más parecida a una torre móvil de un alcázar de hierro que a una máquina de guerra. Y sin embargo, se movía; impulsada por la hechicería, avanzaba pesadamente a la misma velocidad a la que trotaría un hombre, rebotando sobre el terreno desigual y aplastando a cualquier hombre bestia lo bastante desafortunado como para caer en su camino.

De la abierta boca de Khorne, salía un ariete de dos cabezas, igual a la lengua de una enorme serpiente. En lo alto de la torre, un grupo de bárbaros se ocupaba de una pequeña catapulta y la orientaban a toda prisa hacia los defensores de la ciudad. A través de docenas de pequeñas ventanas abiertas en los flancos de la máquina, Félix vio las formas oscuras de los guerreros que aguardaban en el interior.

En ese momento, oyó que alguien entonaba plegarias y hechizos cerca de él, y de las murallas de Praag salieron disparadas bolas de fuego, que describieron un arco para estrellarse sobre la horda. Del turbulento cielo cayeron rayos, y extraños resplandores dorados aparecieron por encima de las cabezas de los guerreros del Caos, que bramaban. La mayor parte de los hechizos chisporrotearon y murieron, absorbidos por la misteriosa niebla que rodeaba al maligno ejército, o neutralizados por los brujos de la horda. No obstante, algunos de ellos dieron en el blanco. Mientras Félix miraba, una bola de fuego explotó en medio de un regimiento de hombres bestia, y una veintena de ellos saltó en pedazos. Otra docena fue presa de las llamas y echó a correr de un lado a otro entre sus hermanos; ardieron como antorchas humanas, hasta que los mataron o los pisotearon. Ante ese espectáculo, entre los guerreros de las almenas se alzó un clamor de vítores. Era un primer triunfo, y, aunque pequeño, el poeta esperaba que hubiese muchos más.

Un crujido seguido de un tañido sonoro le anunció a Félix que una de las grandes catapultas cercanas a él había sido disparada. Una carga de enormes rocas describió un arco que pasó por encima de los defensores y, luego, con lo que pareció una espantosa lentitud para los que observaban desde lejos, las rocas cayeron y mataron todo lo que hallaron debajo. A Félix lo animó el hecho de que la catapulta no matara sólo a sus blancos inmediatos, ya que muchos merodeadores que intentaron evitar las piedras fueron aplastados por las pezuñas de sus camaradas hombres bestia. Esa sección de las líneas que avanzaban quedó desbaratada a causa del desordenado movimiento de la turba, y el avance se ralentizó. Los que venían detrás pisotearon a unos cuantos más, y la presión de los cuerpos provocó un enorme apilamiento de hombres y bestias que caían.

Cada vez más y más catapultas y balistas abrían fuego desde las murallas, y eran más y más los hombres bestia y merodeadores que caían bajo los proyectiles. Y cada vez eran más los cuerpos destrozados y mutilados que bloqueaban el avance de, al menos, una parte del ejército del Caos. En aquel vasto mar de cuerpos, crecieron remolinos y corrientes que rivalizaban con los de un verdadero océano. Barriletes de fuego alquímico caían sobre la horda y transformaban a hombres y bestias en antorchas encendidas, y ni siquiera el helor de la nieve podía apagarlas.

Pero las cosas no salían del todo de acuerdo con los deseos de los defensores. Las enormes catapultas de la retaguardia de las líneas enemigas lanzaban sus propias cargas de muerte hacia las murallas de Praag. Félix se agachó cuando una enorme roca pasó por el aire, y dio un respingo al comprobar que se estrellaba contra los tejados de tejas rojas situados detrás de él. Los gritos de alarma y el olor a quemado le indicaron que había derribado un fuego u hornillo en el interior del edificio destrozado, o bien que la piedra era portadora de algún siniestro encantamiento que incendiaba aquello sobre lo que caía. El poeta esperaba con toda su alma que fuese lo primero, pero sospechaba que fácilmente podía tratarse de lo segundo.

Entre la horda, algunos magos que habían olvidado lo que sabían acerca de las defensas de Praag, o que se sentían demasiado superiores para que les importara, lanzaron hechizos que volaron hacia las murallas. Mientras Félix los observaba, una bola ardiente, en cuyo interior era visible un rostro de maligna sonrisa, describió un arco en el aire hacia los defensores. Los antiguos encantamientos resistieron a la perfección, y el hechizo se desvaneció con un chisporroteo a algunos pasos de distancia de las almenas; un acre olor a azufre llegó hasta los guerreros que las ocupaban. Los gritos de triunfo y alivio que estallaron a lo largo de las murallas le dijeron que los viejos encantamientos también resistían en otras secciones.

Se oían miles de tañidos, y miles de flechas impulsadas por la fuerza de los cortos arcos compuestos kislevitas y las ballestas hechas por los enanos se clavaban en los atacantes. Los alaridos de agonía se mezclaban con los gritos de sed de sangre. Otra andanada, y cayeron centenares más. Los oficiales gritaban órdenes, y los arqueros volvían a cargar y disparaban. Los ballesteros accionaban el mecanismo de sus armas. Los cadáveres cubrían la nieve y eran aplastados bajo las ruedas de las máquinas de asedio, que no dejaban de avanzar, mientras los Señores de la Muerte recorrían el campo de batalla para alimentarse vorazmente con las almas de los caídos.

Un hedor espantoso, el crujir de alas que se abrían para frenar un rápido descenso y el áspero graznido de voces roncas le advirtieron a Félix que las arpías comenzaban, por fin, su ataque. Se agachó para esquivar una zarpa con garras de hierro, y luego le cercenó la muñeca a su atacante. El humanoide alado, salpicando sangre, cayó de espaldas desde la muralla y aleteó mientras se precipitaba al vacío, hasta quedar empalado en las estacas que llenaban el foso. Félix se limpió el icor de la cara, escupió y, luego, miró a lo largo de las almenas.

Centenares de humanoides alados luchaban con los defensores y los arañaban, lo que distraía a los arqueros e interfería en el funcionamiento de las máquinas de asedio en aquel momento crítico de la batalla. Más y más arpías aparecían en lo alto y descendían hacia el interior de la ciudad para propagar el fuego y la alarma. Félix observó, con cierta satisfacción, cómo los arqueros de las calles derribaban a algunas de ellas, pero muchas más descendían de los cielos color rojo sangre para continuar con su maligna obra.

El grito de guerra de Gotrek atrajo la atención del poeta, y vio que con un solo barrido del hacha mataba a dos de aquellas viles criaturas; parecía que la hoja de metal estelar les chamuscara la carne al atravesarla. Snorri sujetó a una con un pie mientras le saltaba los sesos a golpes de martillo y hacía girar el hacha para mantener a distancia a las compañeras de la bestia. Bjorni había escondido a las muchachas en alguna parte, y entonces estaba causándoles grandes daños a las atacantes con una piqueta militar. Ulli forcejeaba con otra sobre las piedras resbaladizas de sangre, cerca de Félix. El poeta corrió hasta él y le atravesó la espalda a la arpía con una poderosa estocada.

Ulli se puso de pie al mismo tiempo que lo miraba con ferocidad y escupía sangre.

—Yo podría haberla matado —gritó.

Félix hizo un gesto para abarcar todo el entorno.

—Hay muchas más por aquí.

Ulli asintió con la cabeza y volvió a lanzarse a la refriega.

Una conocida luz lacerante de color dorado recorrió las murallas, y Félix comprendió que era obra de la magia de Max. El hechizo debía ser poderoso, ya que media docena de monstruos alados se marchitaron y cayeron. Al volverse, el poeta vio que el hechicero y Ulrika estaban lado a lado, y el área que los rodeaba se encontraba libre de monstruos. Les hizo una señal de reconocimiento con el pulgar hacia arriba, y le respondieron con un gesto afirmativo de cabeza.

Al parecer, de pronto, las arpías decidieron que ya tenían suficiente, pues levantaron el vuelo de las almenas mientras chillaban desafíos y se lanzaron hacia el interior de la ciudad; al menos, en aquella sección, los defensores les parecían demasiado duros de pelar. Félix volvió la atención hacia la horda, que había aprovechado bien la distracción para acercarse aún más a las murallas. Entonces, sólo unos pocos centenares de pasos separaban a los enemigos de la fortificación de piedra.

Se enjugó el sudor de la frente y gritó para llamar a uno de los aguadores, porque tenía la garganta tan seca como las arenas de Arabia. El muchacho le entregó un pellejo lleno de agua, y Félix bebió apresuradamente una parte del contenido, que le pareció tan dulce como el vino. Aprovechaba para beber mientras podía, ya que, en unas pocas horas, si aún estaba vivo, sin duda, se vería obligado a meterse en la boca puñados de nieve. «No tendré esa suerte», se dijo.

Los vítores que sonaron en otro punto de las defensas atrajeron su atención. Bajo el implacable bombardeo de las catapultas de la muralla, una de las grandes máquinas de asedio se había detenido y entonces comenzaba a inclinarse. Osciló durante unos momentos, como un carro cuyas ruedas delanteras hubiesen pasado por encima del borde de una zanja. Se oyó un sonido como el de un tambor de metal golpeado por un martillo, sólo que era cien veces más potente, cuando una enorme piedra se estrelló contra ella. Eso fue demasiado para la demoníaca máquina, que se inclinó de lado como un barco en una tormenta y se estrelló en medio de una hueste de hombres bestia, cuyos alaridos y lamentos de agonía hablaban de centenares de muertos. Se produjo una tremenda explosión, y al cabo de un instante, la negra estructura pareció expandirse, dejando a la vista fuegos amarillos que ardían en su interior como si fuese un portal místico que permitiera acceder a un infierno en llamas. Enormes placas metálicas afiladas como cuchillos volaban en todas direcciones, decapitaban a los merodeadores del Caos, hendían las negras armaduras de los caballeros y causaban grandes estragos.

—Una que cae; quedan veinte más —murmuró Ulli.

—Yo podría mostrarles una torre más grande —gruñó Bjorni—, y la mía tampoco cae con tanta facilidad.

Nadie pareció interesado.

Una compañía de arqueros de refuerzo corrió a ocupar posiciones en las almenas, cerca de ellos. El oficial les gritó instrucciones, y los hombres colocaron las flechas, tensaron los arcos y dispararon. Más adoradores del Caos cayeron heridos.

—Estamos acabando con ellos —graznó Ulli.

—¡Ésta es la parte fácil! —le gritó Gotrek—. Espera a que lleguen a las murallas.

El rostro del joven Matador se ensombreció.

«Bien por ti, Gotrek Gurnisson —pensó Félix, irónico—. Siempre puede contarse contigo para levantar la moral de la gente en un momento difícil». Pero si alguno de los hombres se sintió desanimado por la declaración del enano, no lo demostró. «Probablemente, están demasiado ocupados intentando acertar a nuevos blancos», se dijo el poeta, y elevó una plegaria de agradecimiento a Sigmar por las pequeñas mercedes.

Los correos iban a toda velocidad de un lado a otro para llevarle al duque mensajes de las otras torres y zonas de las almenas. A Félix le maravillaba que alguien pudiese entender algo de aquel vórtice de combate, pero cuando el duque despedía a los mensajeros, éstos parecían satisfechos con las órdenes que les había dado. Supuso que se debía al hecho de que el gobernante parecía estar sereno y tener el control de la situación. Los hombres creían porque querían creer.

La primera de las restantes torres de asedio estaba a apenas a un centenar de pasos de distancia. Enormes bárbaros ataviados con pieles bramaban desafíos desde lo alto y blandían sus armas hacia los defensores, a lo cual los kislevitas respondían con disparos de arco. La mayoría de los merodeadores lograban agacharse a tiempo tras los parapetos, y a los que no lo conseguían sus compañeros los arrojaban al vacío. «Allí no auxilian a los heridos —pensó Félix—. Es probable que Khorne tenga hambre de sus almas».

Avanzó con grandes zancadas hasta Ulrika y Max. La mujer y el hechicero estaban cubiertos de sangre, y el poeta no sabía cuánta les pertenecía.

—¿Estáis bien? —preguntó.

—Sí —replicó ella.

Al mirarla con mayor atención, se dio cuenta de que era cierto. Parecía encontrarse mejor que bien; estaba exaltada, como alguien bajo los efectos de una poderosa droga. Félix había visto a muchos guerreros que se ponían así; él mismo había experimentado un estado similar en varias ocasiones, e incluso entonces lo sentía un poco. No había nada más emocionante que sobrevivir a un combate mortal. La muchacha lanzó una mirada hacia el aullador mar de adoradores del Caos.

—Que vengan —dijo, y se echó a reír.

Era una risa horripilante, que contenía bastante demencia, y a Félix lo hizo pensar en Gotrek cuando se apoderaba de él la furia asesina. Siguió la dirección de la mirada de ella, y vio que muchos de los bárbaros que aullaban en torno a la base de las máquinas de guerra transportaban escaleras de asedio.

—Muy pronto estarán aquí.

—¿Asustado, Félix? —inquirió ella con tono burlón, y él sonrió.

—Completamente.

Ella ladeó la cabeza y lo miró de arriba abajo.

—No luchas como si lo estuvieras.

—Estoy descubriendo que el hecho de estar aterrorizado es un incentivo para luchar bien.

—Eres un hombre extraño, Félix Jaeger. Ningún guerrero kislevita confesaría sus emociones como lo haces tú.

—Tal vez yo soy más sincero —murmuró él.

—¿Qué? —preguntó ella, que obviamente no había podido oírlo a causa del estruendo de la batalla.

—¡Cuidado! —gritó Max y alzó las manos. En ese momento, aparecieron esferas doradas en torno a ellos, y unos rayos de energía saltaron hacia arriba. Félix alzó los ojos a tiempo de ver cómo una arpía se transformaba en una cáscara ennegrecida y chamuscada. Cayó sobre las almenas, a sus pies, donde se partió y dejó a la vista carne rojiza y huesos blanquecinos. Félix apartó la mirada con una mueca, porque un olor nauseabundo le impregnó las fosas nasales.

—Es un truco útil, Max —comentó.

—Últimamente he cogido muchísima práctica —replicó el hechicero, y tras volverse hacia el exterior, dirigió sus voraces rayos de energía abrasadora hacia la máquina de asedio más cercana.

Algo que rodeaba a la máquina demoníaca absorbió la energía. Félix vio que el aire que la rodeaba rieló, como si un escudo semivisible retrocediera bajo el impacto y ondulase como el agua de un lago agitado por una piedra que cae en él. Max le imprimió más impulso al hechizo, y la luz avanzó hacia la parte superior de la torre, donde tocó a un hombre bestia que bramaba e hizo que su carne se derritiera y corriese como la cera de una vela. Segundos después, la balista que había hecho funcionar estalló en llamas.

Félix sólo podía desear que el fuego se propagase al resto de la estructura. Continuaba saliendo humo de la parte superior de la torre, y las llamas saltaban cada vez más arriba. Al parecer, la madera, o cualquier otra cosa de la que estuviera hecha la máquina, era combustible. Félix observó, pasmado, que las puertas de los flancos de la torre, obviamente destinadas a permitir que los de dentro descendieran y asaltaran las murallas, se abrían y los hombres se lanzaban al exterior; caían al vacío desde cincuenta pasos de altura. Se volvió para mirar a Max.

—Si pudieras hacer eso unas cuantas veces más, podríamos mantenerlos a distancia.

El hechicero estaba doblado en dos, pálido y demacrado como un hombre convaleciente después de una larga enfermedad. Lo habían abandonado por completo las fuerzas, y Ulrika permanecía a su lado y lo sujetaba. Félix luchó contra una ola de celos fútiles y se acercó a ver si podía hacer algo para ayudarlo.

—No debería…, no debería haber hecho eso —jadeó Max, a quien el sudor le corría por la frente—. Había algo vivo aprisionado dentro de la torre, un ser demoníaco, maligno y más antiguo que el mundo. El esfuerzo de desterrarlo ha estado a punto de matarme. Pero sentí que los hechizos protectores cedían, y pensé que si lo intentaba con un poco más de fuerza podría vencerlos. Lo logré, ¿verdad?

—Sí —asintió Félix al mismo tiempo que cogía al hechicero, que caía con lentitud.

Rápidamente, él y Ulrika transportaron a Max hacia el parapeto, contra el cual lo sentaron de espaldas. Por su aspecto, parecía que podría morirse en cualquier momento.

—¿Se repondrá? —preguntó Ulrika con tono muy preocupado.

Félix le tomó el pulso y comprobó que era rápido pero fuerte. Tenía la frente un poco caliente.

—Creo que sí, pero no soy ni médico ni hechicero. No sé hasta qué punto puede agotarte la magia. No tiene ninguna marca, y parece estar bien…

—No creo que haya recobrado del todo las fuerzas después de curarme —comentó ella con tono de culpabilidad.

Félix alzó la mirada hacia Ulrika y sacudió la cabeza.

—Tonterías. Estaba bien cuando nos ayudó a detener el ataque contra los silos de grano. No te inquietes. Tienes otras cosas por las que preocuparte.

A despecho de sus palabras tranquilizadoras, el poeta no estaba seguro de hallarse en lo cierto. Últimamente, Max había estado empleando muchísima energía para combatir, curar y desterrar a los fantasmas que los habían atacado. Tal vez había consumido en exceso su fuerza vital, y entonces estaba a punto de pagar el precio por ello. Mientras esos pensamientos pasaban por su cabeza, sintió que le tironeaban de una manga y al bajar los ojos vio que Max le dedicaba una débil sonrisa.

—Me repondré —murmuró—. Sólo necesito unos minutos de descanso, y quedaré como nuevo.

El aspecto del hechicero desmentía esa declaración, pero sus palabras parecieron tranquilizar a Ulrika, que le dedicó una sonrisa radiante y le acarició el rostro con dulzura. Félix sintió que la sangre le afluía a las mejillas. ¿Habría estado sucediendo algo entre aquellos dos sin que él lo supiese? En ese momento, parecían dos amantes; al menos, más que él y Ulrika. «Domínate —pensó—. Éste no es el momento ni el lugar para tener esos pensamientos».

Volaban hechizos entre la muralla y la torre de asedio, y el aire crepitaba cuando la magia protectora los contrarrestaba. De las unidades que avanzaban se elevaba polvo, y el mortífero silbido de las flechas colmaba el aire, casi ahogado por los alaridos de los heridos y los rugidos de aquel mar de carne que cargaba hacia la ciudad.

Una compañía de hombres bestia que marchaba más adelantada que el resto había llegado al foso que rodeaba las murallas. Iban preparados, pues fue alzada una enorme escalera y, ya antes de que hubiese tocado la piedra, un guerrero con cabeza de cabra ascendía por ella con sorprendente destreza a pesar de sus pezuñas. En el momento en que la escalera tocó la muralla, los defensores la hicieron girar y la empujaron hacia afuera. El hombre bestia cayó, cogió un peldaño con una poderosa mano y, luego, continuó el ascenso. Había logrado subir hasta la mitad de la escalerilla con varios hermanos detrás cuando los defensores lograron derribarla. Los hombres bestia hallaron la muerte ensartados en las estacas que sembraban el foso.

La muralla se estremeció cuando la primera de las descomunales torres de asedio se detuvo contra ella. Félix se inclinó hacia el exterior de las almenas para ver qué sucedía. La torre se había detenido justo dentro del foso y había aplastado las estacas con su peso. El ariete que sobresalía de su vientre se había estrellado contra las piedras, de las que saltaron esquirlas. De lo alto de la torre ya habían hecho bajar una rampa, y los guerreros comenzaban a salir del interior de la máquina para cruzarla. Otros adoradores del Caos, enloquecidos por el deseo de batallar, empezaban a trepar por los flancos de la torre, usando las cabezas demoníacas en relieve como puntos de apoyo. Félix pensó en las hormigas pululando sobre un tocón de árbol, pues cada vez eran más y más los que iniciaban el arduo ascenso.

Otras torres de asedio se detenían contra las murallas, y de ellas salían adoradores del Caos que bramaban el nombre de Khorne y gritaban sus alabanzas en un idioma gutural. Félix preparó la espada y miró a su alrededor para localizar a los Matadores, que, como era de esperar, corrían hacia el grueso de la refriega. Se volvió para mirar a Ulrika, que se encontraba inclinada sobre Max y le acariciaba la frente. Experimentó una ola de celos, irritación y sed de batalla.

—Cuida de Max —dijo al mismo tiempo que echaba a correr hacia la refriega—. Volveré en seguida.

Mientras corría, se planteó por qué estaba haciéndolo. ¿Corría para alejarse de ellos o para impresionar a la muchacha con su valentía? Se preguntó si alguna vez llegaría a saberlo.

* * *

Arek observaba cómo sus guerreros comenzaban a tomar las murallas de Praag. En algunos aspectos, las cosas estaban saliendo mejor de lo que había esperado, y en otros, peor. No había esperado perder dos de las torres antes de que hubiesen siquiera llegado a las murallas. Maldijo a aquel hechicero y a los ingenieros que manejaban las catapultas. Por otro lado, las arpías habían realizado una labor admirable al distraer a los defensores, y a juzgar por las llamas que se alzaban al otro lado de la muralla exterior, entonces estaban causando estragos en el interior de la ciudad enemiga.

Arek observaba con embeleso cómo las enormes torres de asedio depositaban su carga de guerreros sobre la muralla. Los bárbaros de las tribus del norte y los gruñentes hombres bestia luchaban lado a lado, colmados por un rabioso deseo de matar. En ese momento, Arek casi los envidiaba, pues siempre le había resultado profundamente satisfactorio triunfar sobre su oponente en el calor de la batalla. Había ocasiones en las que sospechaba que casi podría haber disfrutado siendo uno de los frenéticos seguidores de Khorne. Jamás había perdido un solo combate, y sabía que no era probable que eso sucediese nunca, con todos los regalos que el Gran Mutador había acumulado sobre él. Era casi invencible cuando se trataba de luchar; por ese motivo, ninguno de los otros Señores de la Guerra lo había retado jamás en duelo singular por el liderazgo de la horda. Si no hubiese sido por aquella maldita visión…

Los rayos recorrían las almenas y mataban a algunos de sus hombres. Era obvio que las barreras mágicas que impedían que sus brujos lanzasen hechizos contra la muralla o a través de ella no hacían nada por detener a alguien que ya estaba sobre ellas. «¿Por qué es así?», se preguntó. ¿Sería como hallarse detrás de una pared o atrapado en un pasillo que mediaba entre dos barreras? Tendría que preguntárselo a sus magos mimados cuando tuviese oportunidad; tal vez antes de hacer que los ejecutaran por demostrar insuficiente celo en la protección de sus tropas. Habían jurado que las torres estaban totalmente protegidas ante los hechizos del enemigo y que eran invulnerables para sus armas, pero los acontecimientos del día habían demostrado que se equivocaban en ambas cosas.

No obstante, las máquinas habían funcionado y daba la impresión de que cumplirían con su propósito, y eso era lo que más importaba. Sabía que tendrían que lograrlo ese día, ya que toda la enorme energía atraída tan laboriosamente desde el norte se había consumido en la animación de las torres, la invocación de los demonios y el tejido de los hechizos protectores. Sabía que los brujos quedarían exhaustos durante varios días.

«Será el momento perfecto para apresarlos y convertirlos en un ejemplo», pensó Arek.

* * *

Félix se abrió paso a punta de espada a lo largo de las almenas. La piedra estaba resbaladiza a causa de la sangre y las entrañas derramadas, y charcos de color rojo teñían la nieve. Saltó a un lado en el momento en que un agonizante hombre bestia intentaba cogerlo, y el movimiento lo llevó hasta el borde del parapeto del lado interior de la muralla, desde donde pudo ver los tejados de tejas rojas debajo de él, y los edificios que ardían a lo lejos. Allí dentro parecía que había hombres luchando con otros hombres. «¿Serán ciudadanos que han enloquecido por el pánico —se preguntó—, u otros adoradores del Caos que salen para ayudar a sus compañeros en la batalla?»

Ya habría tiempo suficiente para preocuparse por eso más tarde, si sobrevivía a lo que estaba sucediendo a su alrededor. El hombre bestia había logrado incorporarse sobre una mano y estaba en cuclillas. Por las heridas que tenía, Félix juzgó que no se hallaba lejos de la muerte; supuso que tenía intención de arrastrarlo consigo y le resultó bastante evidente cómo se proponía hacerlo. El hombre bestia le confirmó que estaba en lo cierto al saltar con los brazos extendidos para atraparlo, pero el poeta, que esperaba el ataque, se agachó y rodó, dejando que la gigantesca criatura pasara por encima de él y de las almenas. Cayó al vacío y se estrelló al pie de las murallas.

Sintió en las manos el frío de la nieve, y que ésta, al derretirse, comenzaba a empaparle la ropa en la zona que había estado en contacto con ella. Además, la cota de malla que llevaba debajo no contribuía precisamente a defenderlo del frío. «Podría pillar unas fiebres por esto», pensó, y luego se echó a reír. Ésa sería la menor de sus preocupaciones. Aferró con fuerza el puño de la espada y se incorporó, poniéndose de rodillas justo a tiempo de ver que otro hombre bestia descargaba una monstruosa maza de púas contra su cabeza.

Se lanzó a un lado, apoyándose en una mano, a la vez que le lanzaba una estocada a la criatura. La maza le pasó junto a la cabeza, y la espada impactó justo en la corva del hombre bestia, de donde manó sangre. El monstruo echó hacia atrás la cabeza de cabra y bramó de dolor, y en ese momento Félix le asestó con la espada un golpe ascendente en la entrepierna. El bramido se volvió extremadamente agudo, y luego disminuyó hasta un gimoteo lastimero. El poeta retiró la espada, se puso de pie y le cortó el cuello hasta la mitad con otro golpe. La cabeza se bamboleó de un lado a otro, aún sujeta por los tendones, y la sangre negra manó para mezclarse con la nieve. Félix continuó avanzando. Había comenzado a nevar, y los copos se le metían en los ojos, velando en parte su visión. El viento parecía arreciar. «¿Será producto de la brujería —se preguntó—, o sólo un efecto natural del tiempo en estos gélidos climas septentrionales?»

Delante de él, pudo ver a los Matadores, que luchaban en medio de una horda de hombres bestia y merodeadores, y se las arreglaban mejor que bien. Enemigos muertos y agonizantes los rodeaban por todas partes, y los kislevitas, animados por su presencia, luchaban como posesos. Al menos allí parecía posible creer, por el momento, que la victoria sería de los defensores. Otra monstruosa torre de asedio chocó contra la muralla, y hasta Félix llegó un olor parecido, en parte, al almizcle y, en parte, a un perfume. Al principio no le dio importancia, pero luego sintió un hormigueo en la piel y un cosquilleo apareció en el fondo de su garganta. Sintió que todo el deseo de matar lo abandonaba, y se volvió para descubrir el origen de aquel delicioso aroma.

A su alrededor, humanos y hombres bestia hacían lo mismo, olvidando por el momento su enemistad a causa del deseo de hallar el origen del dulce perfume. Félix vio que un sólido puente levadizo caía sobre las almenas, y unas figuras exóticas, de rara hermosura y extrañamente familiares, saltaban de la torre de asedio y corrían hacia la refriega. Parecían mujeres con la cabeza afeitada. A pesar del frío iban casi desnudas, ataviadas con túnicas de cuero negro que dejaban al descubierto un pecho de forma perfecta. En lugar de una de las manos, tenían una pinza de cangrejo, y en la otra mano, llevaban largas espadas, látigos o redes. Moviéndose con gracilidad sobrenatural, se deslizaban por las almenas. Allá donde iban, morían hombres. El poeta las reconoció como criaturas de Slaanesh, Señor de Placeres Indescriptibles.

Observó cómo un enorme guerrero kislevita, que apenas momentos antes había matado a tres hombres bestia, permanecía quieto como un cordero que aguardase a ser sacrificado mientras una de las hermosas criaturas le cortaba la cabeza con su pinza. Los camaradas del hombre, en lugar de vengarlo, esperaron con calma a que les llegara la muerte también a ellos. El poeta lo contemplaba todo con fascinación y colmado de un extraño regocijo. Había algo perfectamente cautivador en todo aquello: la gracia de las mujeres, la forma en que la sangre brillaba con gotas perfectas sobre la nieve. Había algo sensual y muy excitante en todo eso, y dudaba haber visto nunca nada tan atractivo como aquellas mujeres demonio. Sería un placer morir en sus manos. De hecho, no veía la hora de que eso sucediera, así que dio un ansioso paso hacia ellas, deseoso de sentir el abrazo mortal.

Una parte de él, profundamente soterrada en su psique, le gritaba que estaba equivocado, que no eran mujeres, que eran demonios, que eran el enemigo, que su almizcle o algún otro hechizo lo habían encantado. Pero no podía hacer nada, ya que sus pies continuaban moviéndose como si pertenecieran a otra persona; la espada colgaba de sus dedos y apenas podía evitar que se le deslizara de la mano al suelo. Tenía una sonrisa congelada en la cara, y veía la misma sonrisa en los labios de otros defensores embelesados.

Un hombre bestia se le echó encima. Él no quería eso, porque le impediría abrazar a la mujer demonio que había escogido, una criatura encantadora, de piel blanca y labios de color rojo rubí. Esquivó el golpe y cercenó la mano de su atacante por la muñeca. Cuando el hombre bestia caía de espaldas, le clavó la espada en la garganta. Detrás oyó el sonido de unos pies que corrían y el ruido de algo pesado que cortaba carne como la cuchilla de un carnicero. Félix esperaba sinceramente que no se tratase de otro rival que buscase el favor de su elegida. Quería volver la cabeza para asegurarse, pero no podía apartar los ojos de ella. «¡Fíjate en la forma en que sonríe enseñando esos brillantes colmillos de marfil!», pensó.

Algo pasó a su lado a toda velocidad, y estuvo a punto de clavarle una estocada antes de darse cuenta de que era Gotrek. ¿Acaso el Matatrolls tendría intención de retarlo por los favores de la mujer demonio? Se encargaría de él. Lanzó una estocada hacia la espalda del enano, pero algo lo contuvo. Parecía incapaz de mover el brazo, y al bajar la mirada vio que una mano enorme lo aferraba por la muñeca. Intentó luchar, pero alguien lo inmovilizaba con la misma facilidad con que él habría inmovilizado a un niño.

—Snorri cree que ya hay más que suficiente —dijo una voz procedente de alguna parte en torno a la región de su cintura.

Félix luchó contra la presa de acero y profirió terribles imprecaciones al ver qué pretendía el cruel Matatrolls. Gotrek se movía entre las adoradoras de Slaanesh, cuyas ligeras armas no podían resistir ante el hacha del enano, la cual relumbraba como un brillante farol con maligno resplandor rojo. Una a una, fue segando sus vidas. No morían como los guerreros humanos, sino que al caer sus cuerpos se desintegraban en lluvia de chispas y nubes de perfume nauseabundo. Al percibir el hedor se rompió el hechizo, y Félix se dio cuenta de lo cerca que había estado de dejar que lo mataran a causa del maléfico encantamiento. A su alrededor, otros guerreros humanos comprendieron lo mismo, porque se sacudieron, miraron a los enemigos y se lanzaron otra vez a la refriega.

Gotrek mató a la última mujer demonio y, tras saltar sobre las almenas, golpeó el puente levadizo con el hacha. El poderoso encantamiento del arma, lo bastante potente como para desterrar al más grande de los demonios, le causó a la torre de asedio una destrucción muy superior a la que parecía justificar incluso la tremenda fuerza física de Gotrek. Donde golpeaba, del negro metal saltaban chispas, que, en lugar de desaparecer, oscilaban, crecían y se retorcían alrededor del metal infernal como pequeñas cadenas de rayos color rojo sangre. En un instante, salían disparadas desde el punto de impacto y corrían hasta cubrir la totalidad de la poderosa torre de asedio. El despliegue de deslumbrante pirotecnia hería los ojos al mirarlo.

Félix observaba con asombro. El contacto con la potente arma de Gotrek había desbaratado, de alguna forma, el hechizo que animaba la máquina de asedio y había liberado la energía demoníaca atrapada en el interior. En el aire quedó un olor como de ozono mezclado con azufre y desplazó el hedor de las diablillas muertas. Incluso Gotrek parecía pasmado ante los efectos de lo que había hecho. Permaneció quieto durante un segundo, observando el halo de rayos que envolvía la torre, de cuyo interior salían gritos y hedor de carne y pelo quemados. Los copos de nieve se desvanecían con un siseo al tocar la luz, y luego la torre simplemente se hizo pedazos y sus trozos cayeron como una lluvia sobre el suelo.

A Félix le habría gustado que Max Schreiber estuviese allí en ese momento para que le explicara lo que había sucedido. Sin duda, el hechicero sabría de esas cosas. Lo único que el poeta podía hacer era conjeturar. Suponía que, al menos en parte, la torre había sido construida con brujería y mantenida de una pieza mediante energías mágicas. El hacha de Gotrek había desbaratado el hechizo que unía las diferentes partes y había provocado así su destrucción.

El Matatrolls sacudió la cabeza como para aclararse la vista; luego, pareció darse cuenta de lo que había hecho y profirió una carcajada demente. Corrió a lo largo de las almenas en busca de otra torre, y Félix se apresuró a seguirlo. Sabía que era preciso mantener vivo al enano a costa de lo que fuese. Si había algo que podía invertir el curso de la batalla, era el hacha de Gotrek.

* * *

Max Schreiber observó, maravillado, cómo se deshacía el hechizo que mantenía la torre unida. Para sus sentidos de mago, a pesar de estar en parte cegados por la tormenta de energía de magia oscura que giraba a su alrededor, resultaba obvio qué estaba sucediendo. El hacha de Gotrek había sido forjada para ser azote de demonios, cosa que Max sabía con total certeza. Esas torres contenían, atrapada, esencia de demonios procedentes de los más lóbregos infiernos, y eran animadas por la misma, cosa que acababa de comprobar tras su contacto con aquella torre a la que le había deshecho el hechizo que retenía al maligno ser del interior.

Cuando el hacha desterraba a los demonios del plano mortal, el recipiente que los contenía se hacía pedazos porque su presencia ya no lo mantenía unido. Max observó con pasmo mientras los Matadores recorrían las murallas y, en rápida sucesión, Gotrek reducía a astillas primero una, luego dos y a continuación tres de aquellas monstruosas máquinas. Era algo asombroso de contemplar. Parecía que, en cierto sentido, los dioses habían decidido ayudar a los defensores, después de todo, permitiendo que entre ellos se hallara presente un arma de tal potencia, así como su poderoso portador. ¿Acaso sería ése el destino del Matatrolls, para el que lo habían preservado durante tanto tiempo? Max no lo sabía.

Reunió las últimas energías mágicas que le quedaban y liberó sus sentidos del cuerpo para permitir que su vista y su visión de mago vagaran por las murallas y observaran la batalla. Por todas partes, veía muerte. Hombres y hombres bestia, guerreros del Caos y defensores estaban trabados en mortal combate. A lo largo de las murallas, Gotrek y Félix, junto con los otros Matadores, vagaban como dioses furiosos que aparentemente mataban a discreción.

Pero mientras miraba, tuvo la certeza de que eso no bastaría. Gotrek no podía estar en todas partes, y las torres ya habían ejecutado su maligna misión. En muchos puntos de la muralla había guerreros del Caos, hombres bestia y viles bárbaros que retenían pequeñas secciones durante el tiempo suficiente para que sus hermanos subieran por las escaleras y situaran más máquinas normales en posición. A pesar de los esfuerzos del enano, daba la impresión de que las murallas iban a ser tomadas.

Pero el ataque había tenido un alto coste para la horda. Se oyó el sonido de los cuernos a su alrededor, y cuando Max envió su visión en busca de la procedencia del toque, vio que llegaban a la muralla refuerzos procedentes de la ciudad. Los guerreros nuevos se lanzaron a la refriega, golpeando con sus armas a los monstruosos enemigos y matándolos. Una a una, fueron aplastadas las cabezas de puente que habían establecido los adoradores del Caos y, a un alto coste, la muralla quedó limpia de ellos.

Max casi podía creer que lograrían ganar aquella batalla y retener la muralla durante otro día, pero incluso mientras pensaba eso percibió que se lanzaba poder de brujería contra diferentes secciones. Con rapidez, envió a su espíritu en busca de aquella alteración. Su visión recorrió el perímetro, aunque su magia continuaba aprisionada por los hechizos protectores que había a lo largo de las murallas exterior e interior, y vio qué sucedía.

En otra sección de la muralla, muy lejos del lugar donde se encontraban los Matadores, atracaron más torres demoníacas. Max vio que allí habían reducido a escombros una sección de la construcción de piedra en la que los hechizos protectores ya se habían deshecho, lo que le permitió desplazar su punto de vista el exterior del perímetro que lo confinaba. Mientras miraba, la más grande de las torres usó su ariete para golpear la sólida puerta. Sería sólo cuestión de minutos antes de que las vigas revestidas de hierro cedieran por completo. Max vio cómo la madera se astillaba y el metal se hundía, y luego toda la puerta se partió en dos y dejó entrar a la aulladora horda en la ciudad.

El hechicero miró a Ulrika, en cuyo rostro se reflejaba la preocupación que sentía.

—Ve a decirle al duque que la puerta este ha caído —le pidió—. Las hordas del Caos están dentro de la ciudad.