DIEZ

DIEZ

Halek escuchó a su agente con descontento. Félix Jaeger había estado en La Rosa Roja y había hablado con aquella muchacha llamada Sasha, la conocida de los difuntos y no lamentados secuaces Sergei y Olaf. Recorrió con la mirada sus dependencias ricamente amuebladas, se levantó del sillón acolchado y se encaminó hacia la puerta, que abrió para comprobar que en el exterior no había nadie escuchando. «En el palacio, nunca puede estarse del todo seguro —pensó mientras regresaba a su asiento—; hay sirvientes por todas partes». En circunstancias normales, jamás habría consentido en encontrarse con uno de sus subalternos en sus dependencias, pero el hombre había afirmado que el tema era urgente, y se trataba de alguien en cuyo juicio Halek había aprendido a confiar. ¿Qué podría haberle contado la muchacha a Jaeger? Nada demasiado incriminatorio; de eso, estaba seguro. Nunca le había visto la cara, y él jamás había permitido que los dos asesinos supiesen quién era en realidad. No, estaba convencido de que no corría peligro. Se puso de pie nuevamente y cogió una pequeña estatuilla de ébano, una talla exótica hecha en Arabia o en una de esas otras cálidas tierras meridionales. Estaba seguro de que su hermano conocería la procedencia, pues era el tipo de conocimientos en los que destacaba. Su mano se cerró en torno a la estatuilla con tal fuerza que estuvo a punto de romperla.

«Contrólate», se dijo. Era malo demostrar tensión ante los subalternos, cosa que él nunca habría hecho en circunstancias normales. Era un signo de la presión que soportaba en ese momento. Sus superiores, los que habían medrado más que él dentro de la orden secreta, lo consideraban responsable de que Gotrek Gurnisson y Félix Jaeger continuaran con vida, y no ayudaba en absoluto que ambos hubiesen contribuido a frustrar el envenenamiento de los almacenes de grano. Se estaba ejerciendo una verdadera presión para que hiciese algo al respecto. Halek sacudió la cabeza, y por milésima vez deseó no haber aceptado jamás aquella primera invitación para estudiar el conocimiento alquímico secreto.

De todas formas, ya no importaba demasiado, puesto que la ciudad caería en poco tiempo. Inspiró profundamente para calmarse y luchó para retomar el control de sus arremolinados pensamientos. A pesar de saber que estaría en el bando vencedor, el hecho de tener que esperar hasta la victoria le provocaba una enorme tensión. Deseaba que la espera ya hubiese acabado, que la ciudad ya hubiese caído. «Es sólo cuestión de tiempo», se dijo.

Obligó a su mente cargada de resentimientos a ocuparse del asunto más inmediato, el relacionado con la muchacha del burdel. No contaba para nada, ya que no podía perjudicarlo. Tal vez lo mejor sería dejar que el tema se enfriara. Era el mejor curso de acción, y desde luego era lo que normalmente habría preferido; pero entonces, con los efectos de la mutación oculta obrando sobre él, sumados al estrés de la espera y a la constante sensación de que estaba traicionando a alguien con cada cosa que hacía, tenía necesidad de emprender alguna acción.

Después de todo, ¿por qué correr riesgos? Con rapidez y decisión, le dio instrucciones a su agente. Quizá era preferible que la muchacha desapareciera de manera discreta. Le entristecía su muerte, pero intentó convencerse de que era un acto de misericordia, ya que, de todas formas, probablemente moriría al cabo de pocos días.

* * *

En la taberna Jabalí Blanco reinaba el silencio. Todos estaban de malhumor y tensos, ya que los acontecimientos de los días pasados los habían alterado. Los fantasmas, la brujería oscura y los rumores de traidores que envenenaban los graneros no habían contribuido en nada a mejorar la moral ya minada por la plaga y el tamaño del ejército que les había puesto cerco. Félix miró a su alrededor, mientras se preguntaba dónde estaría Ulrika. En los últimos días, la muchacha se había mostrado extrañamente distante, y él comenzaba a pensar que incluso las antiguas peleas eran mejores que ese creciente alejamiento; al menos, lo pensaba una parte de él, porque la otra experimentaba una creciente sensación de alivio, incluso de libertad.

Se preguntó dónde estarían Ulli, Bjorni y Snorri. Era muy probable que se encontraran, otra vez en La Rosa Roja. Bjorni estaba demostrando ser una indudable mala influencia para el joven Ulli, al que arrastraba consigo a la casa de placer cada noche, aunque no podía decirse que le pusiera una daga en la garganta al otro Matador para que lo acompañase. Félix miró hacia el interior de su vaso de vino, hizo girar el rojo líquido y bebió un sorbo. «Estoy demasiado tenso esta noche», se dijo, y luego sonrió con acritud.

En las circunstancias en que se hallaba, no resultaba sorprendente. Había asesinos que lo buscaban, se encontraba en una ciudad encantada y acosada por la plaga a la que ponía cerco un ejército demoníaco, y él y sus compañeros habían ofendido a muchos de los ciudadanos de Praag, incluidos unos peligrosos cazadores de brujas. No era más que algo natural que estuviese tenso en esa situación. Intentó recordar que ya había estado antes en serios aprietos, pero no logró sentirse mejor. Miró a Gotrek, que tenía una mirada feroz clavada en su cerveza. El Matador levantó la vista y recorrió el entorno como si desafiase a cualquiera de los clientes de la taberna a mirarlo mal, pero nadie, ni siquiera el grupo de templarios del Lobo Blanco, fue lo bastante estúpido como para hacer algo así.

—No hay necesidad de buscar pelea —dijo Félix—. Mañana ya habrá bastante de eso.

—Sí, muy probablemente —replicó Gotrek.

—Y no cabe duda de que tendrás una oportunidad para hallar tu muerte.

—Eso es, humano.

—No pareces muy complacido.

—Me mortifica.

Félix se quedó atónito. ¿Acaso el Matatrolls estaba pensándose mejor eso de buscar una muerte heroica?

—¿Qué te mortifica?

—Que las fuerzas del Caos puedan conquistar esta ciudad, que puedan ganar.

—¿Y a ti qué más te da? Lo que tú buscas es la muerte.

—Sí, pero una muerte significativa, no caer de manera anónima entre una gran muchedumbre.

—De alguna forma, dudo que ése vaya a ser tu destino.

—Ya veremos.

—Tal vez tengas la posibilidad de desafiar a uno de los jefes de la horda. Ése sería un final grandioso.

Gotrek alzó la mirada como si quisiera averiguar si Félix estaba burlándose de él.

En ese momento, se abrió la puerta de la taberna; por ella entraron Snorri y Ulli a toda prisa, y se dirigieron directamente hacia ellos.

—¡Será mejor que nos acompañéis a La Rosa Roja! —bramó Ulli.

—Snorri cree que hay algo que tal vez queráis ver.

* * *

«Asombroso», pensó Vidente Gris Thanquol al mismo tiempo que alzaba los ojos hacia el cielo. ¡Tanto poder! ¡Tanta magia! Las nubes eran rojas, pero el matiz no era el que había visto durante la puesta del sol, sino de un tono sangre en el que se arremolinaban vórtices de pura energía mística; en torno a éstos, destellaban rayos que jamás descargaban sobre la tierra. Pese a que el sol ya estaba agradablemente oculto, la nieve tenía un resplandor sanguinolento. El cansancio de Thanquol se evaporó al contemplar el campo de batalla.

«Otra gran victoria —se dijo—. Un ejército casi cuatro veces inferior al nuestro, aniquilado con apenas unas pocas bajas skavens». Era otra prueba más de su genio militar. Se daba cuenta de que incluso Izak Grottle estaba impresionado, aunque mascullaba amargamente que los enemigos ya estaban exhaustos a causa de una lucha anterior.

Como si eso cambiara algo las cosas. Thanquol aceptó de inmediato que los enemigos ya habían entrado en combate, y el hecho de que hubiese escogido un momento así para atacarlos era otra prueba de su destreza táctica. Grottle podía afirmar que no era más que una cuestión de suerte, pero Thanquol sabía que todos los grandes comandantes militares eran artífices de su propia suerte. ¿Y qué si los adoradores del Caos habían sido acosados por unos pocos soldados kislevitas a caballo?

Eso no disminuía en absoluto la magnitud de la victoria de Thanquol.

Más dulce aún era la sensación de que su poder iba en aumento a medida que crecía aquella tormenta roja procedente del norte. El uso de la magia se le había dado con más facilidad que nunca antes, y apenas había necesitado ingerir piedra de disformidad en polvo para hacer incluso los hechizos más poderosos. Al parecer, la Gran Rata Cornuda volvía a otorgarle su favor. «Y ya era hora», pensó una parte muy soterrada de su mente. Si en ese momento le ponían delante a Félix Jaeger y a Gotrek Gurnisson, estaba seguro de que podría eliminarlos con facilidad. ¡Qué dulce sería eso!

Luchó contra una sensación muy parecida a la ebriedad. Se sentía mareado con tanto poder en el aire. Los vientos de la magia soplaban con más fuerza que nunca. Morrslieb brillaba tanto que su luz verde era visible a través de las rojas nubes. La magia fluía a través de su pelaje y le entraba en las venas. «Realmente, éste es un buen momento para estar vivo», pensó Thanquol.

Dio las órdenes para que su ejército se apresurara a avanzar hacia el sur; estaba seguro de que sería capaz de enfrentarse con cualquier amenaza que pudiesen hallar. Detrás de él, Izak Grottle gemía y resollaba mientras daba las instrucciones para que las órdenes del vidente gris fuesen obedecidas. Justo en ese momento, Thanquol se quedó pasmado al percibir una descomunal concentración de poder al sur del lugar en que estaba. De repente, sintió deseos de enterrarse en las profundidades del suelo y no salir hasta estar seguro de que, lo que fuese, había pasado ya. Puesto que no podía hacer eso, decidió que sería mejor iniciar una retirada táctica ante aquel fenómeno. Comenzó a dar las órdenes, pero Grottle las revocó.

—Me han dicho que me asegure de que llegas a Plagaskaven, y eso es lo que tengo intención de hacer.

Thanquol estuvo a punto de desintegrarlo en aquel momento y lugar, pero se contuvo para no dar rienda suelta a su justa cólera. Era mejor conservar sus poderes por si los necesitaba para efectuar una huida rápida.

* * *

Max Schreiber miró hacia el exterior desde la torre. Pronto tendría lugar el ataque. Eso era obvio. A medida que el sol se ponía entre las horripilantes nubes rojas, una extraña niebla se espesaba sobre el campo de batalla. Era casi del mismo color que las nubes y estaba cargada de la misma energía maligna que éstas. Max podía ver las líneas de poder que giraban dentro de la bruma, y supo que se preparaba un hechizo de pasmosa potencia. Incluso a pesar de la nueva confianza que sentía en sus poderes, Max sabía que no le gustaría encontrarse con quienquiera que estuviese haciendo ese hechizo. La cantidad de poder que estaba reuniéndose requeriría una fuerza casi divina para controlarlo, incluso con el apoyo de un centenar de acólitos. Max deseaba que hubiese algo que él pudiera hacer para desbaratarlo, pero no se le ocurría nada. Aunque tuviese tras de sí a todos los magos de su facultad, dudaba que pudiese hacer algo.

Se volvió a mirar a Ulrika. La relación entre ellos se había estrechado en los últimos días. Ella le estaba agradecida por haberle salvado la vida, pero él percibía algo más. Apartó el pensamiento, pues sabía que lo más probable era que fuesen sus propias esperanzas las que causaran esa sensación, más que cualquier otra cosa. Sonrió con amargura al pensar que, para los hombres, era más fácil comprender los misterios de la magia más potente que ver el interior del corazón humano.

—¿Por qué sonríes? —preguntó Ulrika con tono agradable.

—Lo más probable es que no quieras saberlo —replicó Max.

Se sentía incómodo. Había pasado la mayor parte de su vida dedicado al estudio y a aconsejar a la gente sobre la forma de protegerse contra la magia maligna. No era algo que lo hubiese preparado para tratar con una mujer como Ulrika.

—No te lo habría preguntado si no deseara saberlo.

Max se rascó la barba cada vez más larga para ocultar su azoramiento. A veces, ella se mostraba desconcertantemente positivista.

—Estoy…, estoy feliz por encontrarme aquí contigo —se aventuró a decir—; incluso en unas circunstancias como éstas.

Entonces fue ella quien guardó silencio. Apartó la vista para dirigirla hacia los destellantes tejados de Praag, en dirección contraria a la horda del Caos. A la luz del sol poniente y vista desde lo alto de la muralla, era algo mágico: una amplia extensión de tejados de tejas rojas y paredes encaladas, de la que se alzaban campanarios, cúpulas en forma de cebolla y doradas agujas de templos. Incluso la nieve escarchada contribuía a esa belleza. Max avanzó hasta ella y le posó una mano sobre un hombro cubierto de pieles. Ella no se apartó, pero tampoco lo miró.

—¿Eres feliz? —preguntó él.

—No lo sé —replicó Ulrika—. Estoy confusa.

—¿Respecto a qué?

—Respecto a muchas cosas.

—¿Respecto a Félix y ti?

—Sí, entre otras cosas.

—¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudarte?

Ella se libró de su mano y avanzó otra vez hacia el borde de las almenas, donde se inclinó descargando su peso sobre el parapeto; miró hacia donde estaba el enemigo. Las enormes máquinas de guerra, altas como torres y talladas como estatuas, rielaban en la creciente oscuridad. En sus flancos, unas inquietantes runas rojas estaban despertando a la vida, y su fuego interior se reflejaba en la nieve que tenían debajo. Tal era su poder que atraían los ojos de manera natural. Parecían estatuas de dioses malignos, y las pequeñas figuras que se movían en torno a sus bases parecían más insectos que hombres.

—Félix me contó que en los Desiertos había enormes estatuas de los Señores del Caos —comentó la muchacha—. Deben parecerse a esas máquinas, ¿no crees?

—Es posible —replicó él, evasivo; se sentía herido por el hecho de que ella hubiese esquivado la pregunta que acababa de formularle—. Pero creo que lo que él vio eran realmente estatuas, mientras que eso son máquinas de metal y brujería.

—¿Brujería?

—Están encerrando demonios en el interior para proporcionarles energía. Temo que pronto despertarán a la vida.

—¿Y entonces?

—Y entonces pasarán por encima de estas murallas y aplastarán todo lo que encuentren a su paso.

—¿No hay nada que podamos hacer?

—Podemos orar.

* * *

—¿Lo reconoces? —preguntó Bjorni al mismo tiempo que señalaba al hombre inconsciente.

Para su sorpresa, Félix lo reconoció. Sabía que lo había visto antes en alguna parte, aunque no lograba recordar dónde. El gran cardenal que había en su cara podría tener algo que ver con esa dificultad.

—Me resulta familiar —respondió Félix a la vez que se inclinaba.

Cogió el mentón del hombre y le movió la cabeza de un lado a otro con el fin de tener una mejor visión del rostro. Su ropa era la de un noble, de buena tela y corte costoso. En los almacenes de su padre, Félix había visto trajes en cantidad suficiente como para saberlo. Parecía muy fuera de lugar tendido en el suelo de una decadente habitación de La Rosa Roja.

—¿Qué clase de compañías has estado frecuentando, joven Félix? —preguntó Bjorni con una sonrisa impúdica.

Bjorni rodeó con su brazo musculoso el talle de la temblorosa muchacha, Sasha, y después le enjugó las lágrimas del rostro con una ternura sorprendente. Félix miró al Matador medio desnudo, luego los látigos y cadenas que colgaban de las paredes, y se preguntó si podría ser cierto lo que sospechaba acerca de él y de Sasha.

—Compañías peligrosas —respondió Gotrek al mismo tiempo que se inclinaba y recogía la daga que había caído cerca de la mano del hombre. La olió y tendió el arma hacia donde se encontraba Félix, que pudo ver la pasta verdosa que untaba el afilado acero.

—Estoy dispuesto a apostar que se trata del mismo veneno que había en las armas de Sergei y Olaf —dijo.

—Creo que es una apuesta que ganarías —asintió Gotrek.

—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó el poeta. Miró a Bjorni y a Sasha, los cuales se encontraban bastante poco vestidos. El corpiño de la muchacha había sido abotonado con prisas. Llevaba el más diminuto camisón, y Bjorni sólo tenía puestos los calzones. Las botas y las armas yacían cerca de la cama.

—Bueno, pensé que tal vez no habías hecho el interrogatorio de la manera correcta, joven Félix, así que decidí que podía… interrogar a Sasha a mi manera.

—Por eso están allí las correas y las cadenas —comentó Félix mientras hacía un gesto hacia la pila de objetos que había cerca de la cama.

Bjorni alzó los ojos hacia el techo y luego asintió.

—Algo así. En fin, el caso es que cuando estábamos poniéndonos a ello, se oyó un alboroto al otro lado de la puerta y unos hombres irrumpieron aquí. Estaban armados, y resultaba obvio que traían malas intenciones.

—¿Y tú los detuviste?

—Les arrojé una sábana encima a un par de ellos, y le di un cabezazo a otro —explicó Bjorni con cierta satisfacción—. Es evidente que no esperaban encontrar mucha resistencia, y creo que sintieron pánico al oír que acudían Snorri y Ulli, así que echaron a correr. A éste lo dejé sin sentido con el velador.

—Lo extraño es que ninguno de los guardias de la casa haya venido a investigar el alboroto, que se oía desde el fondo del corredor —intervino Ulli, que tenía el rostro encendido y parecía azorado por algo.

—Resulta evidente que los sobornaron —dijo Gotrek.

—Yo pienso lo mismo —asintió Félix—. ¿Conocías a alguno de esos hombres? —le preguntó a la muchacha.

—No eran clientes de la casa —replicó ella—, si te refieres a eso.

Félix se encogió de hombros y volvió a mirar al tipo que yacía en el piso; pensando que ya era hora de que lo despertaran. La pregunta era si debían entregarlo a las autoridades o confiarlo a los tiernos cuidados de los Matadores. Dadas las circunstancias, pensaba que no había mucha elección. Prefería que fuesen ellos mismos quienes lo interrogaran, ya que no estaba muy seguro de lo que sucedería si entregaban a aquel asesino fracasado a los guardias.

En el momento en que ese pensamiento pasaba por su mente, Félix recordó dónde había visto antes a aquel hombre. Fue en el primer día del asedio, ante la Puerta de las Gárgolas; era uno de los jóvenes que cabalgaban con el hermano del duque, Villem. «Maravilloso», pensó, mientras se preguntaba hasta dónde llegaría con exactitud la corrupción. Justo en ese instante, el hombre gimió y comenzó a moverse.

Miró hacia arriba y se puso pálido al ver los rostros de feroz sonrisa de los Matadores que lo rodeaban.

—Dime una cosa —comenzó Félix—. ¿Sabe Villem que estás aquí?

La respuesta del hombre lo sorprendió.

—Me matará si lo descubre.

—Somos nosotros quienes deberíamos preocuparte —le contestó Gotrek al mismo tiempo que alzaba el hacha con gesto amenazador.

* * *

Halek se paseaba de un lado a otro sobre las gruesas alfombras de Arabia de sus dependencias. Podía oír los sonidos del palacio a su alrededor. Avanzó hasta la ventana, apartó a un lado las cortinas de grueso brocado y miró al exterior a través de los cristales emplomados. El alféizar estaba cubierto de nieve. Allá abajo, podía ver con total claridad el otro lado de la plaza de los Héroes, donde se alzaba el templo de Ulric. Pensar en lo que les sucedía a los herejes en aquel lugar, si los capturaban, lo ponía aún más nervioso. Ser entregado a los tiernos cuidados del templo de Ulric no era una perspectiva que pudiese alegrar a nadie.

Maldijo amargamente a Jan Pavelovich. «Si alguna vez consigues regresar a mis manos, te haré pagar por esto, estúpido chapucero». Se apartó de la ventana y se dirigió a la librería, de donde cogió el ejemplar de La Hazaña de Magnus, en cuya absorta lectura se había sumido cuando era niño. Se dijo que debía conservar la calma. No había sido necesariamente culpa de Jan Pavelovich. ¿Quién podía saber que uno de aquellos malditos Matadores iba a estar presente durante el ataque, y que iba a ser capaz de rechazar a cuatro hombres armados valiéndose sólo de armas improvisadas?

No. Esas cosas sucedían. A veces los hados eran nefastos, o tal vez los Dioses Ancestrales de Kislev conspiraban para deshacer su trabajo. No tenía sentido culpar a Jan Pavelovich. El joven lo había servido lealmente durante muchas estaciones desde que Halek lo había introducido en el culto de El que Transmuta las Cosas. Estaba entregado a la Gran Causa, y no había sido culpa suya que los otros lo dejaran atrás cuando huyeron. Más probablemente era culpa de los otros idiotas, los que lo abandonaron en manos del Matador.

Las palabras impresas en la página eran borrosas. Esto no lo conduciría a ninguna parte; carecía de importancia quién tenía la culpa, pues el daño ya estaba hecho. La única pregunta era qué les habría contado Jan Pavelovich. Halek maldijo el día en que había sido lo bastante tonto como para dejar que el joven conociera su auténtica identidad. Tal vez no importaría demasiado, porque sería sólo la palabra de Jan y sus acusadores contra la del propio Halek, que era un hombre de gran influencia dentro de la corte. Muy probablemente podría plantar cara a cualquier acusación.

A menos que intervinieran los templarios, o que alguien exigiera que se le examinara en busca del estigma del Caos. O quizá uno de aquellos magos, como Max Schreiber, por ejemplo, podría incriminarlo con algún hechizo. Eso no sería buena cosa. ¿Qué podía hacer? ¡El Gran Plan estaba tan cerca de completarse! Pronto caería la ciudad, así que, con que sólo lograse continuar vivo hasta entonces, sin duda recibiría su recompensa. Podía huir del palacio y encontrar un escondrijo entre sus hermanos hasta que llegara el gran día.

¿O no podía? No había logrado hacerse cargo de las muertes de Gotrek Gurnisson y Félix Jaeger, y tal vez el maestro secreto del culto lo castigaría por eso. A fin de cuentas, tenían sus razones para querer que esos dos murieran, y él no lo había logrado. Y confiarse a los tiernos cuidados de tipos como Víctor y Damien tampoco era una perspectiva que le gustase. Podría resultarles demasiado tentador acabar con un rival potencial en semejantes circunstancias.

Además, estaba su propio plan para contribuir a la victoria definitiva. En el momento culminante del ataque que se avecinaba, tenía la plena intención de abrir una de las puertas posteriores de la ciudad para que entrara la horda del Caos. Poseía la autoridad que le permitiría hacerlo, y lo haría. Era un acto que le ganaría gran favor a los ojos de Tzeentch. ¿Realmente quería renunciar a eso? ¿Tenía alguna alternativa?

Las cosas no parecían ser tan de color de rosa como cuando se había levantado de la cama esa misma mañana. «No te dejes ganar por el pánico —se dijo—. Piensa; encontrarás una solución».

De repente, se le ocurrió una forma de redimirse. Era una solución tan simple, y sin embargo tan perfecta, que le sorprendió no haberse atrevido antes a ponerla en práctica. Sacudió la cabeza. Sabía por qué no lo había hecho.

Era la acción que emprendería un hombre desesperado, y hasta entonces su desesperación no había llegado a esos límites. Y nunca había querido de verdad matar a su propio hermano.

* * *

Félix bajó los ojos para posarlos en la forma magullada y maltrecha del hereje. Al final, bajo los cuidados nada delicados de Bjorni, lo había contado todo. Entonces yacía allí, pálido como una sábana, y los contemplaba con ojos llenos de terror y dolor.

Félix miró a los Matadores. No tenía ni idea de si se sentían tan espantados como él por lo que habían descubierto, pero sus rostros no mostraban señal alguna de que así fuera. Gotrek estaba ceñudo, Bjorni parecía satisfecho, y Snorri, perplejo. Ulli era el único que daba la impresión de sentirse tan mal como Félix. Las sospechas del poeta se habían confirmado, siempre y cuando no fuese todo una astuta mentira del adorador del Caos. Había un traidor en el palacio, y su posición era incluso superior a la que le habrían atribuido los peores miedos de Félix. ¿Quién podría haber pensado que el propio hermano del duque se rebajaría a una cosa semejante? ¿Y por qué?

Posó los ojos sobre el gimoteante joven, cuyo nombre era Jan Pavelovich. Dudaba que el muchacho se encontrara en condiciones de inventar una mentira tan osada; simplemente, no parecía capaz de ello. Pero, por otro lado, ¿quién sabía de qué eran capaces los adoradores de Tzeentch? Tal vez estaba en condiciones de resistir una paliza a manos de un Matador demente, aunque no lo pareciese. Félix se estremeció. El culto de El que Transmuta las Cosas había logrado infiltrarse incluso en las más altas esferas de la sociedad kislevita. Estaban preparados para recoger los despojos de la victoria de la gran horda, o al menos eso afirmaba Jan Pavelovich. Y querían matarlos a él y a Gotrek.

«¿Por qué?», se preguntó Félix. ¿Qué habían hecho para agraviar al culto secreto? Bueno, aparte de desbaratar sus planes en el granero y matar a unos cuantos de sus asesinos. Félix se preguntó por qué habría consentido en acompañar al Matatrolls en su búsqueda de la muerte.

Sabía que ese pensamiento era indigno, que debería sentirse orgulloso de que los enemigos de la humanidad creyeran que merecía ser calificado como oponente peligroso, junto con el Matatrolls. Pero no se sentía así. Se preguntó qué sucedería cuando la horda irrumpiera en la ciudad. Nada agradable, de eso estaba seguro. Apartó a un lado ese pensamiento y volvió a meditar sobre qué debían hacer.

¿Ir al palacio y enfrentarse con Villem? Dudaba que conservasen la vida durante mucho tiempo si lo hacían, ya que, a fin de cuentas, era la palabra de aquel hereje confeso contra la del heredero del ducado. ¿Quién iba a creerles sin pruebas adicionales? Tal vez podrían intentar alguna otra cosa…: entrar en el palacio y matar a Villem. Pero tampoco lograba decidirse del todo a hacer eso. ¿Y si estaban equivocados? Tal vez los Matadores eran capaces de ejecutar a un hombre que podría ser inocente, pero él no. Así pues, ¿qué alternativas les quedaban?

Félix se sentía muy fuera de su elemento y necesitaba el consejo de alguien que tuviese más conocimientos de magia. Tal vez Max sería capaz de hacer un hechizo que obligara al joven a decir la verdad, o tal vez no. E incluso si era capaz de hacerlo, ¿podrían estar seguros? Era obvio que los adoradores del Caos tenían medios mágicos para evitar ser detectados y rechazar esos hechizos. El propio Max lo había dicho. Félix se puso de pie y se desperezó. Después miró al Matatrolls.

—¿Qué piensas tú? —le preguntó.

—Pienso que deberíamos matar a esta escoria traidora.

Los otros Matadores asintieron para manifestar su acuerdo, y un charco de líquido manchó la alfombra en torno a las piernas de Jan Pavelovich.

—Lo necesitamos vivo para que le cuente su historia al duque.

—¿Y por qué el duque iba a creerlo?

Félix se encogió de hombros. A despecho de su apariencia, Gotrek estaba lejos de ser estúpido y lo que pensaba sobre aquel asunto obviamente concordaba con lo que opinaba él mismo.

—Podríamos hacer que Max lo embrujara.

El Matador se encogió de hombros a su vez.

—Podría funcionar. No sé nada de brujería, excepto que normalmente no me gusta.

—Snorri está de acuerdo —intervino Snorri.

Entonces, un pensamiento conmocionó a Félix. A esas alturas, los frustrados asesinos tenían que haberle llevado la noticia del fracaso a su señor, y sin duda éste les estaría preparando una desagradable sorpresa. Sabía que era mejor que actuaran con rapidez, pero no se le ocurría ningún plan brillante.

—Snorri, Bjorni —dijo, a falta de algo mejor—, quedaos aquí y aseguraos de que nuestro amigo no vaya a ninguna parte. Ulli, ve a buscar a Max y cuéntale lo que sucede, a ver si puede hacer algo. Gotrek y yo iremos al palacio.

Se encaminó hacia la puerta y, en el momento de abrirla, se volvió.

—Y no lo matéis —pidió—. Lo necesitamos vivo.

Casi podría haber jurado que por el rostro de Bjorni pasaba una expresión de decepción.

* * *

Max Schreiber avanzaba por las calles hacia la taberna del Jabalí Blanco con Ulrika a su lado. El aire era cortante y frío, y el aliento salía en forma de jirones de humo por sus fosas nasales, como por las de un dragón. A través de las botas sentía el helor en los pies, pero no le preocupaba. Aunque sabía que la gente los miraba fijamente, no le importaba. Se alegraba de que estuviesen juntos ese día, que bien podía ser el último de sus vidas. Ulrika se detuvo a mirar un tenderete callejero donde un hombre afilaba armas. Saltaron chispas de la piedra cuando presionó una daga contra ella; el agudo chirrido del metal contra la piedra llenó el aire, lo que de pronto le recordó a Max los gritos de los fantasmas al salir de las piedras de Praag, y reprimió un estremecimiento. En su vida colmada de tratos con lo que la mayoría de las personas llamaban sobrenatural, había visto pocas cosas que rivalizaran en extrañeza y terror con ese espectáculo, A excepción del ejército que aguardaba sobre la nieve en el exterior de Praag. No dudaba que, al llegar el alba, verían poderes en libertad que serían más grandiosos que los que había presenciado ningún ser con vida. El lento aumento de las energías era para sus sentidos de mago tan detectable como lo sería para un hombre normal la tensión que precede a la tormenta. A pesar de ello, le resultaba difícil sentirse demasiado desdichado. Había pasado la mayor parte del día con Ulrika, y la magia natural de su presencia lo hacía feliz. Era algo por lo que debía estar agradecido; incluso a la sombra de la muerte y el terror podían hallarse placeres sencillos.

Una escuadra de soldados, ciudadanos alistados en la milicia a juzgar por su aspecto, pasaron apresuradamente con los semblantes pálidos y tensos. En su mayor parte, eran muchachos y hombres mayores asustados. Los profesionales ya se encontraban sobre la muralla para enfrentarse al enemigo. Algunos le lanzaron a Max miradas de envidia, aunque Max no estaba seguro de si estaban motivadas porque Ulrika se encontraba a su lado, por el hecho de que era un hechicero, o sencillamente porque no tenía que ir aún hacia la batalla. Tal vez era un poco por las tres cosas.

Al volver la cabeza, Max vio una figura conocida que avanzaba hacia él entre la muchedumbre. Era el joven Matador de fresco rostro, Ulli, el cual también lo reconoció a él porque se abrió paso entre la gente para acercársele. Algo de la expresión del enano le dijo que su idilio se había acabado, y en ese momento la fuerte mano del Matador le aferró una muñeca.

—Félix dice que tienes que venir de inmediato. ¡Hemos atrapado a un traidor! —bramó Ulli, y su sonora voz hizo que una docena de personas se volviesen a mirarlos.

Max le echó a Ulli una feroz mirada. No se podía ir gritando ese tipo de cosas por una calle llena de gente asustada, ya que con total facilidad podían provocar un alboroto o un linchamiento. Max se volvió para ver si Ulrika se había dado cuenta de lo que sucedía, y le indicó que debía seguirlos. Imploró para que nadie de la multitud decidiera investigar la autenticidad de las palabras del Matador. «Félix podría haber escogido un mensajero más diplomático», pensó Max, y luego se dio cuenta de que probablemente sólo podía escoger entre los Matadores, y ninguno de ellos había sido una buena elección.

—Condúcenos —dijo Max—. Cuéntame lo que sucede e intenta no gritar.

* * *

—¿Tienes algún plan, humano, o simplemente estás actuando sobre la marcha? —preguntó Gotrek Gurnisson mientras atravesaban a la carrera la plaza de los Héroes en dirección a la ciudadela.

—Lo segundo —respondió Félix.

El poeta respiraba con facilidad. Lo que para el Matatrolls era una carrera veloz, para él no constituía más que un trote.

—Bien. Detestaría pensar que estás a punto de hacer algo sensato.

—Probablemente sería buena idea que no atacaras a Villem en cuanto lo veamos. A fin de cuentas, podría ser inocente.

—Una vez oí decir que es mejor que sean castigados diez inocentes, antes que salga en libertad un culpable.

—Lo dijo un enano, supongo.

—Lo dijo el jefe de los cazadores de brujas del templo de Ulric.

Félix miró hacia el templo del Dios Lobo, situado al otro lado de la plaza. Él había sido educado en la fe sigmarita del Imperio, y nunca le había gustado mucho aquella severa deidad salvaje, ni sus igualmente salvajes adoradores; pero en ese preciso momento no le habría importado tener a una compañía de templarios del Lobo Blanco a su lado.

—De todas formas, tal vez sea mejor que mantengas el hacha limpia hasta que hayamos establecido su culpabilidad o inocencia.

—¿Cómo vas a hacerlo?

—¡Ojalá lo supiera!

* * *

Villem avanzaba por el palacio ducal en dirección a la sala principal del consejo. Incluso a esa avanzada hora, aún había gente que iba y venía. En una ciudad bajo asedio, siempre había alguien que quería ver a los gobernantes. Villem respondió a los saludos de los guardias y entró. Tocó la empuñadura del arma envenenada sólo para asegurarse de que aún la llevaba y se preguntó si tendría oportunidad de utilizarla.

Enrik aún se encontraba sentado en el trono y escuchaba cómo sus consejeros debatían lo que debía hacerse. Se masajeaba las sienes con gesto cansado, y en su delgado rostro se veían signos de la tremenda tensión que debía estar soportando. «Bien», pensó Villem, al menos él no era el único que sentía tensión. Se preguntó por qué su hermano se molestaba siquiera en aguantar a aquellos estúpidos. Siempre estaban clamando para hacer que se oyeran sus insignificantes puntos de vista, como si realmente importase qué tropa defendía qué torre, o cómo se distribuirían los suministros entre las líneas del frente. Al día siguiente estarían todos muertos, de eso estaba bastante seguro.

Se preguntó si sus secuaces se hallarían en posición. Esperaba que sí. Tal vez con eso podrían compensarlo por el chapucero ataque contra la muchacha. El de entonces era un intento de asesinato que debía tener éxito. Lo único que debía hacer era atraer a su hermano a la posición correcta, cosa que no debería resultarle demasiado difícil.

—Caballeros, caballeros —dijo con su voz más conciliadora—, ¿no os dais cuenta de que el gobernante está agotado y necesita descansar un poco?

Enrik alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa glacial, y Villem se obligó a reprimir la náusea que le contraía las entrañas y a devolver la sonrisa.

—No hay tiempo para eso, hermano —lo contradijo el duque—. Tenemos que hacernos cargo de la disposición de las tropas, y decidir cómo nos enfrentaremos mañana con los adoradores del Caos.

—Estoy seguro de que eso puede esperar diez minutos, hermano. A fin de cuentas, no sabemos con seguridad que vayan a atacar mañana.

El archiprelado de Ulric le lanzó una mirada desdeñosa.

—Si te hubieses molestado en acudir antes a la reunión, sabrías que todos los augurios indican un ataque inminente.

—Los augurios se han equivocado antes —respondió Villem con tranquilidad—. Recuerdo cuando el lector de Sigmar estaba seguro de que una lluvia de estrellas fugaces presagiaba el fin del mundo.

Ni siquiera el recuerdo de la frustración de su más grande rival, ablandó la expresión del rostro del archiprelado.

—El hermano Amos también habló hoy de traición entre los de más alta posición —dijo con tono ominoso.

Villem maldijo para sus adentros. Aquel viejo loco ya había profetizado cosas así en el pasado, y por lo general tenía razón. Alguien debería haberle clavado un cuchillo hacía mucho tiempo. Bueno, después de esa noche ya no tendría importancia. Habría todo el tiempo del mundo para arreglarles las cuentas a aquellos ascetas visionarios…, suponiendo que sobrevivieran al baño de sangre que se avecinaba.

—Ya se han hecho antes acusaciones de ese tipo, y normalmente provienen de los que intentaban propagar la disensión entre las filas de los hombres leales —respondió con calma.

—¿Estás sugiriendo que nuestro decano podría ser un hereje?

Villem ensanchó un poco su sonrisa, como si intentase dar a entender que estaba bromeando.

—Bueno, te advirtió de que tuvieras cuidado con la traición en las altas esferas, ¿no?

Unos pocos cortesanos, sobre todo los de su propia facción, rieron con disimulo al oír eso, pero el archiprelado mantuvo una actitud glacial. «No es buena señal», pensó Villem. No quería perder toda la noche en un duelo verbal con aquel viejo fanático. Necesitaba que su hermano muriera. Era lamentable, pero necesario, y había que hacerlo pronto.

—Vamos, caballeros, ¿no vais a permitirme que mantenga una tranquila charla con mi hermano mientras come? Hay cosas que tenemos que hablar en privado.

Vio que por el rostro de Enrik pasaba una expresión de curiosidad. Era obvio que su hermano estaba preguntándose qué podrían tener que comentar en privado y a esa hora de la noche.

—A su gracia le vendría bien un poco de comida —asintió el chambelán—. No ha probado bocado desde esta mañana.

Para sus adentros, Villem bendijo al anciano. En más de una ocasión podría haber estrangulado alegremente a aquel viejo relamido que siempre estaba mascullando para sí, pero acababa de compensarlo por todas las largas horas aburridas de su infancia dedicadas a clases de protocolo.

—Supongo que podemos hacer un descanso de diez minutos —consintió el duque—. ¿De qué quieres hablar conmigo, exactamente, Villem?

—De un asunto privado de cierta urgencia —replicó el joven al mismo tiempo que miraba en torno con aire misterioso.

Enrik se limitó a encogerse de hombros como diciendo «según te plazca». Los miembros del consejo ya habían comenzado a salir de la cámara.

—Vamos, hablemos en el comedor, y podrás estirar las piernas.

—Pues no es mala idea. Un poco de ejercicio me vendrá bien. Me desentumecerá los músculos para mañana.

Villem rodeó a su hermano por los hombros y comenzó a guiarlo hacia la puerta que conducía al comedor.

—Te preocupas demasiado por el día de mañana, hermano.

* * *

Félix recorrió la antecámara con la mirada, y reconoció a Boris, el capitán de la guardia ducal. Hasta el momento todo iba bien, pues él y el Matatrolls habían logrado llegar hasta allí sin que nadie intentara detenerlos. Entonces, lo único que tenía que hacer era encontrar al duque. Hizo un gesto para llamar la atención del capitán de la guardia y, al verlo, Boris avanzó hacia él.

—¿Qué sucede, herr Jaeger?

—¿Dónde está el duque?

—Se ha retirado al comedor para tomar un bocado. El consejo volverá a reunirse dentro de unos minutos. ¿Por qué deseas verlo?

Félix buscó desesperadamente una razón que le permitiera ver al duque en privado, y de pronto tuvo una inspiración.

—Le traigo un mensaje urgente de herr Schreiber, concerniente a las fuerzas demoníacas que asedian la ciudad.

Se dio cuenta de que había captado el interés de muchos de los presentes. Aunque fuese hechicero, resultaba obvio que Max Schreiber era muy respetado entre aquellas gentes. Bueno, habían cruzado el primer obstáculo. Lo único que tenía que hacer entonces era hallar una forma de darle la noticia al duque sin perder su propia cabeza en el proceso.

—¿Dónde está el duque? —volvió a preguntar por simple curiosidad.

—Acaba de marcharse al comedor para tomar un bocado y mantener una charla privada con su hermano.

Félix intercambió una mirada de alarma con el Matatrolls. Aquello podía ser perfectamente inocente…, o podía tratarse de algo mucho más siniestro.

—¿Por dónde se va al comedor? —inquirió, y al ver la expresión interrogativa del rostro del capitán, añadió—: He oído muchas historias sobre la belleza de los tapices de esa estancia.

—Está al otro lado de la sala de audiencias principal, cerca de la escalera grande. ¿Adónde va tu valiente compañero con tanta prisa? Deseaba hablar con él sobre lo que hizo en las murallas.

—Creo que busca un retrete. Antes ha estado bebiendo mucha cerveza.

* * *

Villem caminaba junto a su hermano por los corredores del palacio, llenos de sombras. Se alegraba de que fuese de noche, y se alegraba de que hubiese penumbra a despecho de la luz de las antorchas. No quería mirar demasiado de cerca el rostro de Enrik, y no quería que su hermano pudiese ver el suyo. Temía que sus intenciones y su culpabilidad apareciesen con demasiada claridad en su rostro.

—Y bien, hermano, ¿de qué deseas que hablemos?

Mentalmente, intentó calcular a qué distancia se encontraban del lugar en que aguardaban Lars y Pavel. «Ya no estamos muy lejos —pensó—, tal vez a unos treinta pasos. Deberían estar en aquellos nichos de allá». Esperaba que recordaran las instrucciones: puñaladas limpias. Comprobó una vez más la daga envenenada, y recordó la parte del plan que no les había contado.

Sería necesario que ellos muriesen a manos del afligido hermano después de que asesinaran vilmente al duque. Un par de tajos con la daga los dejaría secos, y luego él podría destrozar sus cuerpos a voluntad y hacer que pareciese que había habido una adecuada batalla sangrienta. En el momento en que ese pensamiento pasaba por su mente, se preguntó si lograría convencerse de conducir a Enrik hacia la muerte. ¿De verdad había caído tan bajo?

—Pareces muy angustiado —añadió Enrik—. ¿Qué te inquieta?

Su hermano se mostraba preocupado, lo que, de hecho, resultaba un poco conmovedor. «Ahora debes comportarte de manera despiadada —se dijo Villem—. No puedes permitirte ser sentimental. Es él o tú». Era algo bastante fácil de pensar cuando se trataba de desconocidos y rivales al servicio de Tzeentch, pero entonces resultaba más duro. A fin de cuentas, aquél era su hermano, un hombre al que conocía desde hacía más tiempo que a nadie, con el que había crecido y había jugado cuando era niño; un hombre al que había conocido antes de que se dejara atrapar en las redes de los Dioses Oscuros y sus seguidores, cuando la vida era más sencilla y más inocente.

—¿Recuerdas cuando éramos muchachos y tomábamos clases de esgrima con el viejo Boris?

—¿Es ése el asunto importante del que querías hablar conmigo? —preguntó Enrik con voz suave.

No parecía enojado, sino sorprendido y un poco afectuoso. Era el aspecto de él que no conocía la mayoría de la gente, que sólo veía al duque frío y altivo. Era el ser humano, al que, en realidad, sólo conocía él. Se trataba de un hombre a quien Villem había servido lealmente durante muchos años, y no toda esa lealtad había sido en absoluto una representación, ni siquiera después de haber ingresado en el culto de El que Transmuta las Cosas. Cuando matara a los asesinos del duque, en parte sería la auténtica venganza de un hermano afligido.

La verdad era que echaría de menos a Enrik, y una parte de él se apenaba realmente de que las cosas hubiesen llegado a ese punto. De todas formas, era imposible que su hermano pudiese sobrevivir a los días siguientes. La horda de Arek Corazón de Demonio tomaría sin duda la ciudad, y su hermano moriría junto con todos sus soldados. En cierto sentido, Villem estaba haciéndole un favor al asegurarse de que no viviría para ver el alba bañada en sangre.

«Basta de hipocresías —se dijo—. Tu hermano debe morir para asegurar que recibas la vida eterna de manos del Gran Mutador. Es así de sencillo». Sin embargo, sabía que no lo era. En el pasado, con demasiada frecuencia, había lamentado su decisión de unirse a los cultos del Caos, y deseó haber sido lo bastante valiente como para rechazarlos sin importarle las consecuencias. Estaba seguro de que, cuando llegara el momento de ser juzgado por Tzeentch, el dios vería eso y lo consideraría en su contra. No poseía ni la implacabilidad ni el ímpetu necesarios para medrar entre las filas del Señor del Cambio. Estaba condenado, con independencia de la dirección que tomara. No podía desandar la senda que había escogido, y el camino hacia adelante también conducía a la perdición. Sacudió la cabeza y suspiró.

—¿Vas a revelarme alguna vez el secreto que guardas? —preguntó Enrik con tono alegre.

Estaba bromeando, por supuesto, pero Villem experimentó un repentino y suicida impulso de confesárselo todo, de decirle a su hermano cuáles eran con exactitud los grandes secretos que había estado guardando. No quería implorar perdón, no quería arrepentirse; ni siquiera quería que lo entendiera. Simplemente estaba cansado, doblegado bajo el peso de su conocimiento prohibido. Quería poner fin a aquel secretismo y aislamiento.

Ya no se sentía superior al rebaño. Ya no se sentía como el miembro de una élite privilegiada, sino casi mortalmente cansado.

—En los últimos tiempos he estado pensando mucho en eso, en las lecciones de esgrima —comentó, sólo por romper el silencio y decir algo. ¿A qué distancia estaban ya de los nichos? ¿A diez pasos? ¿Quince? Era difícil calcularlo con exactitud—. Estaba pensando en la ocasión en que perdí el control y te golpeé por detrás y te hice un chichón en la cabeza, y tú le dijiste a Boris que había sido un accidente. Nunca te di las gracias por eso.

—Te ha estado dando vueltas por la cabeza durante todo este tiempo, ¿verdad? —preguntó Enrik, y se echó a reír.

La risa de Enrik era sana, cordial, la risa de un hombre en la flor de la edad. «No parece justo acabar con esta risa», pensó Villem con tristeza, y entonces se dio cuenta de que nada de lo que él había hecho importaba realmente. Había matado a mucha gente para nada, para avanzar hacia un fin en el que nunca había creído de verdad, y entones estaba condenando a su hermano por esa mismísima razón. Era hora de que acabara aquella locura. Pero ¿cómo podía acabarla en ese momento? Las cosas habían ido demasiado lejos. Ya casi llegaban a los nichos, y estaba seguro de que podía ver las sombras de los asesinos apostados allí. De repente, Pavel saltó hacia ellos.

Villem no estaba muy seguro de qué lo empujó a meterse en el camino del arma del asesino: arrepentimiento, cariño, lealtad…, o tal vez la creencia de que su vida se había desviado por completo y entonces debía expiar esos pecados. Un profundo impulso de autoconservación lo hizo desenvainar el cuchillo.

—¡Cuidado, asesinos! —gritó a la vez que empujaba a su hermano hacia atrás para apartarlo del camino, lo cual lo lanzó de cabeza al piso. Una repentina punzada de dolor en un flanco le dijo que el arma de Pavel había penetrado en su cuerpo. Sería sólo cuestión de segundos antes de que el veneno acabara con él, a menos que…

Se sumió en las profundidades de su alma y encontró una chispa del poder místico que hacía muy poco había despertado en su interior. Destellaba con luz débil, pero se apoderó de él e instintivamente lo envió a neutralizar el veneno. Se dio cuenta de que lo había logrado sólo en parte, que apenas había conseguido contar con unos pocos latidos más de su corazón, pero tal vez bastaría con eso. Intentó apuñalar a Pavel, pero el asesino fue demasiado rápido. Villem vio que la sorpresa pasaba por el rostro del atacante al darse cuenta éste de quién oponía resistencia. Fue apenas un instante, ya que todos los seguidores de Tzeentch eran demasiado conscientes de que la traición los rodeaba por todas partes y que la próxima daga que se dirigiese contra ellos podría ser la de uno de sus aliados.

Pavel reaccionó de modo instantáneo; se echó hacia atrás y luego volvió a atacar con su arma, que se clavó otra vez en un flanco de Villem. Éste sintió que un brazo musculoso le rodeaba el cuello y se dio cuenta de que Lars lo había cogido y lo mantenía quieto mientras Pavel lo apuñalaba una y otra vez. El dolor mermó, las fuerzas comenzaron a abandonarlo y todo lo que tenía ante los ojos pareció perder definición. Vio que el suelo ascendía a su encuentro y comprendió que sus dos antiguos seguidores lo habían soltado. Toda la sustancia roja que lo rodeaba era sangre y procedía de su cuerpo. Nunca había pensado en que el cuerpo humano pudiese contener tanta.

Al mirar hacia atrás vio que su hermano aún yacía en el piso cuan largo era. Había sufrido una violenta caída cuando Villem lo había empujado. Se sintió inundado de arrepentimiento. Todos sus esfuerzos habían sido en vano. Había matado a su hermano por accidente, o al menos había posibilitado que lo hicieran sus asesinos. Desde muy lejos, le llegó un grito de guerra y vio una gran figura en sombras que avanzaba por el corredor. Era un enano al que reconoció: el Matatrolls Gotrek Gurnisson.

«¡Qué irónico! —pensó Villem—. He pasado todo este tiempo intentando conseguir que lo mataran, y ahora estoy rezando para que llegue a tiempo y triunfe. ¡Cómo deben estar riéndose los dioses!»

Mientras observaba, vio que el enano avanzaba hacia Lars y Pavel, que se volvieron con el fin de hacerle frente, pero no eran rivales para la ferocidad del Matatrolls. El hacha destelló una vez, dos, y todo acabó. Los ensangrentados restos de sus compañeros de culto quedaron tendidos, descuartizados en el suelo junto a él.

—Gracias —intentó decir Villem, pero no logró que las palabras salieran de sus labios a causa de la ola de color carmesí que le ascendió a borbotones por la garganta.

La oscuridad se cerró a su alrededor, y sintió que era arrastrado hacia abajo, en dirección a lo que le aguardaba al otro lado de las puertas de la muerte. Hacía calor allí abajo, y era un lugar colmado de lacerante dolor. El Señor del Cambio esperaba para recibirlo.