NUEVE

NUEVE

Vidente Gris Thanquol clavaba la mirada en la nieve. La detestaba. Se metía por todas partes, se derretía y hacía que su pelaje oliera mal y se le enfriara la nariz. No había forma de que aquella maldita cosa se acomodara al metabolismo skaven. Se sentía desdichado y estaba enfermo. Del extremo de su hocico colgaba un carámbano de mocos y no lograba reunir la energía necesaria para romperlo. Por centésima vez, anheló hallarse en su cálida madriguera de Plagaskaven, o al menos en la seguridad de los Caminos Subterráneos que había dejado atrás.

Miró a su alrededor. Se habían refugiado de la ventisca en uno de los profundos y oscuros bosques de pinos que constituían la única variación en la monotonía de interminables llanuras kislevitas. La nieve hacía que las ramas se doblaran bajo su peso e impidieran el paso de la luz, sumiendo el lugar en una cómoda penumbra. Thanquol podía oír centenares de patas skavens que pisaban la nieve a su alrededor. Era la única cosa vagamente tranquilizadora de todo aquel escenario.

Una parte de él argumentaba que sería mejor que regresara, que no serviría de nada que permaneciese allí afuera sobre aquella blanca capa gélida y deslumbrante. Si pillaba un enfriamiento y moría, eso no favorecería para nada a la raza skaven. Deseaba con desesperación ceder a los deseos de esa parte de sí mismo, pero no podía. Tenía que averiguar algo más acerca de aquella enorme ola de magia oscura que era arrastrada desde el norte. Para sus sentidos de mago, la gran corriente de energía era tan visible como el moco que colgaba ante su cara. Se arremolinaba por el cielo y transportaba consigo una enorme carga mágica. Thanquol aún no se había atrevido a atraer una parte de ese poder hacia sí mismo. Sospechaba que si lo hacía llamaría la atención de las fuerzas que habían creado ese rugiente río de poder, y no estaba seguro de hallarse aún lo bastante preparado para tal encuentro.

Y había otras razones para permanecer allí. Sus soldados estaban allí para explorar el territorio en busca de pruebas de la presencia del ejército del Caos y sus planes, y era más que probable que si se encontraban con él sin la decisiva guía de Thanquol, harían algo estúpido que acabaría en su propia destrucción. Dudaba que Izak Grottle, que había sido designado como segundo al mando, pudiese manejar la amenaza que representaban los guerreros del Caos. Pero si podía hacerlo, sin duda utilizaría cualquier mérito obtenido en la hazaña para minar la autoridad de Thanquol.

El vidente gris no estaba dispuesto a que eso ocurriera. Era un maestro consagrado en la política de liderar ejércitos skavens, y tenía mucha experiencia directa con el traicionero Grottle, de quien aún sospechaba que había intervenido en la destrucción de su magistral plan destinado a conquistar la ciudad de Nuln. Tal vez incluso les había revelado a los humanos el infalible plan del vidente gris. ¿Qué otra cosa podía explicar que sobreviviera, cuando todos los otros jefes skavens que habían intervenido en el gran ataque, excepto Thanquol, habían sido exterminados?

Además, Thanquol ya ni siquiera sabía si los Caminos Subterráneos continuaban siendo seguros. En varias ocasiones durante el viaje hacia el sur, se habían encontrado con hombres bestia y humanoides mutantes en los túneles secretos. Thanquol no tenía claro cómo podían haber llegado hasta allí. ¿Era posible que skavens traidores les hubiesen mostrado las entradas ocultas? Parecía una explicación mucho más plausible que la posibilidad de que simplemente se hubiesen tropezado con las entradas de las cuevas secretas al intentar refugiarse de la nevada. Thanquol apartó de su mente aquella necia sugerencia hecha por Grottle. Había descubierto que, en todas las cosas, la explicación más sencilla raras veces era acertada. En la vida real, todo estaba complejamente interrelacionado, por lo general, a causa de las intrigas de sus enemigos.

No obstante, había algunas cosas buenas en la situación. En Pozo Infernal se había reaprovisionado de piedra de disformidad en polvo. En efecto, había logrado convencer a los del Clan Moulder de que, dada la naturaleza de la emergencia, debían entregarle un saco lleno de tal sustancia. Era el mejor polvo y el más puro que jamás había hallado, y se preguntó si, para obtenerlo, los del Clan Moulder estarían enviando en secreto a sus guerreros al interior de los Desiertos, o si tenían alguna otra fuente de suministro. Decidió que, cuando hubiese concluido todo aquello, se encargaría de averiguarlo.

Tomó una pizca del polvo y, de inmediato, sintió que el cosquilleo de calor pasaba de la boca al torrente sanguíneo. Se sintió vivo otra vez, y pudo hacer caso omiso del frío entumecedor. Con el más débil atisbo de hechizo, hizo estallar el carámbano de mocos de su hocico y libró a su cuerpo de la fiebre. Era agradable usar otra vez su poder, incluso tuvo que admitir que resultaba reconfortante encontrarse rodeado de tantos guerreros skavens. Su larga caminata a través de Kislev con el traidor Acechador como única compañía y dudosa protección había hecho que tomara más conciencia de ese tipo de cosas. Era agradable tener a tantos miembros de su peluda especie para interponerlos entre él y cualquier enemigo que se aproximara.

¡Ojalá el Clan Moulder le hubiese proporcionado un ejército numeroso! Se sentía inquieto con sólo esos pocos millares de guerreros que habían puesto a su disposición. Aquellos estúpidos habían sostenido que necesitaban el grueso de las tropas para defender su ancestral ciudadela de Pozo Infernal. Perdían la oportunidad de obtener ricas ganancias y gran gloria en seguimiento de la horda del Caos y en espera de la oportunidad para atacar. Una ola de confianza y desprecio inspirada por la piedra de disformidad invadió a Thanquol. Como si preservar aquella despreciable pila de rocas fuese mejor que proteger la vida del más grandioso de todos los genios skavens.

Izak Grottle lo miraba con ferocidad, y de no haber sido por la piedra de disformidad que corría por sus venas, aquellos ojos rojos habrían hecho que el vidente gris sintiera una justificada desconfianza. Tal como estaban las cosas, casi deseaba que el obeso Señor de la Guerra Moulder lo provocara para, de ese modo, hacer que saltara en pedazos. «De hecho —pensó Thanquol—, ¿por qué esperar una provocación? ¿Por qué no vengarme ahora mismo del gordo monstruo?»

Como si le leyera los pensamientos, Grottle desnudó los colmillos en una mueca amenazadora, y luego les hizo un gesto al centenar de corpulentos guerreros alimaña que los rodeaban. «¿Por qué no?», pensó Thanquol. Ésa era una buena razón. No le cabía la más mínima duda de que, con sus pasmosos poderes mágicos, podría desintegrar a centenares de aquellas indignas alimañas en caso de que resultasen molestas, pero no podía matar a todo un ejército, a menos que intentara atraer hacia sí una parte de la pasmosa corriente de poder que avanzaba por el cielo. Estuvo casi tentado de hacerlo. Por un momento, se quedó allí, sacudiendo la cola, con los colmillos desnudos, mirando a Grottle con la misma ferocidad que había en los ojos de éste. El impulso de extraer poder del cielo y matar se hizo casi abrumador.

Con la misma rapidez que había comenzado, el ataque inspirado por la piedra de disformidad pasó, y él sacudió la cabeza. La niebla roja se levantó de su mente, y el deseo de matar y mutilar disminuyó un poco. Se sintió como si acabara de librarse de un hechizo maléfico. Por un momento, fue intensamente consciente de algo, y toda su larga formación como vidente gris, sumada a toda su experiencia de trabajar con la magia, se precipitaron para proporcionarle una extraordinaria perspicacia.

Algo dentro de la piedra de disformidad había reaccionado ante aquella corriente de magia del Caos, y él se había visto arrastrado. Durante apenas un instante había estado a punto de perder el control de sí mismo y de destruir a un destacamento skaven, que, por mucho que mereciese ser destruido, aún podía ser útil para sus propósitos; peor aún, había estado a punto de arriesgar su preciosa piel para hacerlo.

Se estremeció y clavó la mirada a lo lejos. El mundo estaba cambiando. Los Dioses Ancestrales manifestaban su fuerza y de algún modo habían estado a punto de influir incluso en Vidente Gris Thanquol. Sabía que tendría que ser muy cuidadoso. No se arriesgaría a extraer energía del río de poder; aún no, en todo caso.

* * *

—¿Qué está pasando ahí afuera? —preguntó Félix al mismo tiempo que entrecerraba los ojos ante la luz del alba.

Mientras observaba, pareció que el fantástico resplandor que rodeaba los menhires y las máquinas de guerra se desvanecía. Sabía que no había desaparecido, sino que resultaba invisible debido a la luz más potente del sol. Se preguntó cuánto tiempo duraría eso, pues Morrslieb continuaba presente en el cielo, y una mancha verdosa de su luz aún era visible incluso a través de las nubes grises.

Se encontraban una vez más en lo alto de la torre de vigilancia que dominaba la Puerta de las Gárgolas. Las murallas que quedaban debajo tenían casi diez pasos de ancho. La torre era veinte veces más alta que un hombre y estaba erizada de catapultas y otras máquinas de asedio. Un grupo de mercenarios imperiales habían sacado de alguna parte un cañón órgano y lo estaban situando en posición. Era un trabajo duro y los hombres sudaban profusamente incluso en aquel día invernal. Félix se envolvió mejor en su roja capa de lana de Sudenland y miró a los otros. De alguna parte, ascendió hasta su nariz el desagradable olor del fuego alquímico.

Gotrek estaba ceñudo y con cara de malhumor. Max parecía inquieto; pese a su palidez, Ulrika tenía una expresión decidida. Los demás Matadores presentaban un aspecto resacoso.

—El ejército se reúne para atacar. Incluso Snorri puede ver que eso es obvio, joven Félix —dijo Snorri.

—Me preguntó qué es ese resplandor. ¿Qué clase de inmunda magia están usando ahí afuera?

Max aferró las piedras de las almenas con las manos enguantadas. El duque le había pedido que acudiera allí y lo informara sobre las actividades del enemigo. Al parecer, había sacado de alguna parte la idea de que Max era el mago más poderoso y mejor cualificado de la ciudad, y Félix sospechaba que podría ser verdad.

—Están invocando a los demonios —dijo Max—, y reuniendo una enorme cantidad de energía mágica. Sólo puedo conjeturar lo que van a hacer con todo eso.

—¿Y qué conjeturas? —quiso saber Gotrek.

—Diría que algunos demonios serán encerrados dentro de esas máquinas de asedio para moverlas de un modo muy parecido a como usáis vosotros el vapor para mover vuestras máquinas de guerra. He leído que esas cosas son posibles.

—La energía de vapor no tiene nada que ver con los demonios —lo contradijo Gotrek.

—No era más que una analogía. Creo que la fuerza vital de los demonios será usada para permitir que esas enormes torres de metal se desplacen y usen sus armas, y tal vez para otras cosas…

—¿Como qué?

—Proteger a los ocupantes de los ataques mágicos.

—Dijiste que algunos de los demonios serían usados para eso. ¿Y los otros?

—Se materializarán directamente y servirán como fuerza de choque.

Félix pensó en el Devorador de Almas de Karag-Dum, y se estremeció. Había abrigado la esperanza de no volver a encontrarse nunca más en su vida con algo así, y entonces se encaraban con la posibilidad de todo un ejército de ellos. Le transmitió sus sospechas a Max, el cual negó con la cabeza.

—Dudo que eso pueda ocurrir. Las criaturas como ésa son tan poderosas que ni siquiera el enorme mar de energía mágica reunido ahí afuera podría mantener a más que unas pocas de ellas.

Félix se maravilló ante la ecuanimidad con que Max dijo «unas pocas de ellas». Una de esas criaturas casi había bastado para destruir un ejército, así que unas pocas de ellas serían capaces de aplastar Praag. A fin de cuentas, entonces no tenían el Martillo de Barbaflamígea para que los ayudara. Max continuó hablando sin darse cuenta de los lóbregos pensamientos que ocupaban a Félix.

—Además, creo que nuestros amigos amantes del Caos de ahí afuera tienen otros usos para el poder que están reuniendo.

—¿Como cuáles? —preguntó Gotrek.

—Creo que van a usarlo para destruir las runas defensivas de una parte de la muralla, y que luego emplearán su magia para derribar las torres y parapetos con el fin de que puedan entrar los soldados.

—¿Tienes alguna idea de dónde harán eso? —inquirió Félix.

—No la tendré hasta que hagan el intento. Entonces, podré percibir los flujos de energía. Aunque yo diría que puede apostarse con bastante seguridad por el lugar en que concentren más cantidad de soldados.

—A menos que la concentración sea una estratagema —intervino Gotrek.

—Mira a ese ejército de ahí afuera, Matatrolls. No tiene necesidad de sutilezas; sólo necesita su fuerza.

Por una vez, incluso Gotrek pareció avergonzado y guardó silencio.

Pasados unos momentos, alzó los ojos y sonrió, dejando a la vista los dientes podridos.

—Habrá una buena matanza en esta puerta —dijo.

—Ya lo creo que sí —respondió Max sin mucho entusiasmo.

* * *

—¡Todos vamos a morir! —gritó un fanático—. El fin del mundo ya está aquí. Los demonios han llegado del norte. La muerte cabalga con ellos. La plaga cabalga con ellos. El hambre cabalga con ellos. Con ellos cabalga toda clase de inmundicia, porquería y abominación.

Félix pensó que el hecho de que aquel vociferante fanático hubiese logrado reunir a un público tan atento en la abarrotada plaza del mercado era un síntoma del cambio de humor que reinaba en la ciudad. Unos pocos días antes habría sido abucheado sin más por los kislevitas, pero entonces la gente escuchaba de verdad sus palabras.

—Es hora de que os arrepintáis de vuestros pecados y purifiquéis vuestras almas. Fuera de nuestras puertas aguardan los demonios. Han venido porque éramos indignos, porque traicionamos los principios de nuestros ancestros y nos hundimos en las costumbres licenciosas y el libertinaje. Nos hemos unido con extranjeros y no hemos mantenido pura la verdadera sangre de Kislev.

Félix frunció el entrecejo. El hombre había atraído a unos cuantos oyentes más. No podía estar seguro, pero le pareció que algunos los miraban a él y a Ulrika. Él, por su manera de hablar, sus ropas y sus rasgos, se distinguía sin duda como extranjero. Tenía la nariz demasiado larga, los pómulos no resultaban lo bastante altos y sus rasgos no eran planos. Dada su altura, no cabían muchas posibilidades de que lo confundieran con un ciudadano de Praag.

—El duque ha fomentado esto. El suyo ha sido un gobierno de iniquidad; las casas de mala reputación han medrado, los extranjeros han contaminado a las hijas nativas de Kislev con costumbres lascivas, y toda clase de vicios extranjeros han minado la fuerza y la hombría de nuestra nación.

—Parece evidente que está obsesionado con algo —murmuró Max—. Hoy parecen haber salido a la calle todos los lunáticos que tienen algún propósito definido.

«Sin duda es verdad», pensó Félix, aunque no necesariamente lo más diplomático que podía decirse en esas circunstancias, en particular cuando algunos de los amigos y seguidores del fanático estaban al alcance de la voz. Miró a su alrededor. Entre la multitud creyó ver algunos de los rostros de los fanáticos a los que él y Gotrek habían echado de la taberna Jabalí Blanco varias noches atrás. En ese momento, deseó que el Matatrolls estuviese con ellos, pero había preferido marcharse a beber con los otros enanos y dejar que Félix y Ulrika acompañaran a Max de vuelta a la ciudadela.

—Ahora los hechiceros son bien recibidos en el palacio. Aficionados a la brujería oscura. Tramadores de maldades, empapados de pecado, de conducta depravada, demonios de indescriptible inmundicia.

Max cometió otro error. Sonrió como si no pudiese tomarse todo aquello en serio. Era obvio que el fanático estaba alimentando su furia hasta un punto culminante, y arrastraba a la multitud con él. Escogió ese momento para mirar a Max, que resplandecía en sus ropones de brocado de oro y estaba apoyado en el báculo con runas talladas.

«Conformamos el cuadro vivo perfecto para él, ¿verdad? —pensó Félix—. Un malvado hechicero y una doncella kislevita pura mancillada por un depravado extranjero». Se esforzó para que una sonrisa peligrosa apareciese en su propio rostro, y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. La multitud siguió la mirada del fanático y clavó los ojos en ellos.

Félix pudo ver pálidos semblantes atemorizados, enflaquecidos por el hambre. Aquéllas eran gentes asustadas, intimidadas por un enemigo aparentemente invencible fuera de las puertas de su ciudad. Por supuesto, habría algunos de ellos en busca de algo en lo que descargar las emociones contenidas, y Félix no necesitó pensar mucho para deducir quiénes serían los blancos más probables.

—Allí, entre nosotros, está uno de los miembros de esa maligna hermandad, uno de los depravados aficionados a la Oscuridad que ha atraído la perdición sobre nosotros. Mirad cómo sonríe con satisfacción ante el éxito de sus siniestras intrigas. Sed testigos de la lasciva maldad de la maldita mujer que está con él. Fijaos en la lujuriosa lasciva…

—Tal vez deberías hablar con menos aliteraciones —dijo Max—, y más sensatez.

Para sorpresa de Félix, el hechicero habló con una calma total, casi con aburrimiento, y en sus modales había una confianza perfecta. No parecía tener la más mínima duda sobre su propia capacidad para manejar a la multitud que los rodeaba, y se le veía en la cara. La muchedumbre también lo percibió y retrocedió. Al fanático no le gustó que se burlaran de él. Se le contorsionaron los rasgos y de su boca salieron gotas de saliva. Tendió un dedo acusador hacia Max, como si mediante la fuerza del gesto pudiera hacer que apareciera un agujero en el pecho del mago.

—¡Tú te atreves! ¡Tú te atreves a hablar! Deberías andar de rodillas y arrastrarte por el polvo ante estas buenas personas. Deberías humillarte en abyecta disculpa por tus vilezas. Deberías implorar su perdón. Tú, tu ramera y tu guardaespaldas mercenario extranjero deberíais…

—¡Deberíamos darte una lección por hacerle perder el tiempo a esta buena gente! Deberíamos llevarte ante el duque y explicarle las traicioneras palabras que has pronunciado. Nuestro único deseo es contribuir a luchar contra las fuerzas de la Oscuridad que están al otro lado fuera de las murallas. Parece que el tuyo es propagar la disensión y el descontento dentro de ellas.

Félix se sorprendió una vez más ante el desprecio y el poder que había en las palabras de Max. El hechicero estaba enfadado, pero era un enojo controlado, que parecía alimentar su poder. Sin cambiar en nada su apariencia, Max se había hecho de algún modo más grande y más amenazador. El poder de su interior, normalmente velado, era de pronto visible. Se había transformado en alguien tan amenazador a su manera como Gotrek lo era a la suya. Félix estaba impresionado, y se daba cuenta de que lo mismo le sucedía a la muchedumbre, pues la gente había retrocedido para dejar espacio entre Max y el fanático.

Este último bajó del sitio en que estaba subido, recogió sus harapientos ropones, los envolvió alrededor de su cuerpo y avanzó hasta el hechicero. Era un hombre menudo y descarnado, y Max era mucho más alto y ancho. «Con independencia de los otros defectos que pueda tener el hombre —pensó Félix—, la cobardía no forma parte de ellos». Por el rabillo del ojo vio que algunos matones se movían para ocupar posiciones de flanco. Tocó con un codo a Ulrika para alertarla, pero ella ya los estaba observando.

El hombre menudo avanzó directamente hacia Max, con el mentón en alto y los puños cerrados. Sus ojos brillaban con expresión demente. Se detuvo ante el hechicero y flexionó los dedos como si estuviese considerando la posibilidad de estrangularlo. Max le devolvió una mirada serena.

—Los dioses te castigarán por tus pecados —dijo con tono de seguridad.

—Si pensaran de esa manera, ya lo habrían hecho antes —respondió Max con burlón tono razonable.

Con la rapidez de la serpiente, el fanático metió una mano entre sus ropones y sacó una daga. Hizo el gesto de herir a Max, pero, antes de que pudiera hacerlo, una chispa de poder salió del mago hacia el arma, que se puso al rojo vivo en un instante. El fanático profirió un alarido cuando la daga cayó de sus dedos chamuscados.

El poder interior de Max comenzó a aumentar con rapidez, y el mago se convirtió en una figura gigantesca, que se encumbró sobre el aullante fanático como un dios enojado. Tendió una mano con suavidad y tocó al hombre. En ese momento, saltó otra chispa de energía que lanzó al fanático a veinte pasos de distancia, donde quedó tendido e inconsciente sobre el polvo.

La multitud murmuró, a la vez enojada y pasmada. Félix podía comprender sus sentimientos. Por muchas veces que hubiese visto a Max hacer uso de la magia, había algo que le resultaba profundamente inquietante y atemorizador en el proceso. Era muy posible que la muchedumbre huyera presa del pánico, o los atacara en abrumadora masa. La gente permaneció quieta y mirándolos con ferocidad durante un momento, sin decidir qué hacer.

—¡Marchaos a casa! —gritó Ulrika.

En ese momento, tanto su actitud como su voz eran las de una señorial aristócrata kislevita. Su voz habría obtenido obediencia inmediata de una tropa de lanceros alados.

—¡Marchaos a casa y preparaos para la guerra! Mañana atacarán las fuerzas de la Oscuridad, y necesitaremos a todos los ciudadanos capaces para defender las murallas. No escuchéis a los estúpidos como este perro apaleado —dijo al mismo tiempo que señalaba al fanático inconsciente—. Es posible que tengan buenas intenciones, pero sólo pueden generar miedo y división entre los que mañana precisarán estar unidos. ¡Todos los aquí presentes, incluido él, serán necesarios al llegar el alba, y van a hacer falta todas las armas, incluso la hechicería, para resistir a las fuerzas que marcharán contra nosotros!

La muchedumbre reaccionó tanto a su presencia como a lo razonable de sus palabras. Al igual que Max, estaba mostrando un aspecto nuevo de su personalidad, que en realidad Félix no había visto nunca antes. Cuando hablaba en ese tono, tenía presencia, un aura de mando que hacía que la gente la escuchara y, como se hacía evidente en ese momento, la obedeciera. La multitud comenzó a dispersarse. Unos pocos avanzaron para inclinarse ante ella y Max, y les desearon suerte en la lucha que se avecinaba. Incluso los fanáticos del valentón se habían retirado; Félix no sabía si por miedo o respeto, aunque, a decir verdad, no le importaba el porqué y se alegraba de que lo hubiesen hecho.

Nadie más los molestó mientras avanzaban hacia el antiguo corazón de la ciudad.

* * *

Arek Corazón de Demonio bajó los ojos para mirar a sus guerreros desde la cumbre de la torre de asedio más alta. El aire zumbaba de energía. Las grandes máquinas de asedio despertaban a la vida, colmadas de la esencia de los demonios que permitirían que aquel enorme peso avanzara, tronante, y destruyera las murallas de Praag. Bajo el guantelete de su armadura, podía sentir cómo hervía la energía de la criatura atrapada, aprisionada por los hechizos de sus brujos dentro de las paredes de negro hierro de la torre.

En torno a él, la vasta horda avanzaba con un solo propósito y una misma voluntad, los suyos propios. Pronto aplastaría la ciudad que tenía delante y le ofrecería a su dios las almas de sus habitantes. Juró que no dejaría piedra sobre piedra, que los hombres no volverían a construir jamás una ciudad en aquel lugar. Así vengaría la derrota que el Caos había sufrido dos siglos antes a causa del maldito Magnus el Piadoso. Se sentía confiado. El anillo de monolitos verticales colocados en torno a la ciudad estaba canalizando cantidades cada vez mayores de energía de magia oscura hacia su ejército. Cada día llegaban más y más guerreros desde los Desiertos, atraídos por la promesa de sangre y almas, muerte y gloria, saqueo y asesinato. Enormes hombres bestia, fornidos ogros, poderosos guerreros del Caos de negra armadura, furiosos segadores y merodeadores de las tribus del norte, toda clase de cosas retorcidas y mutantes eran atraídas bajo su estandarte en seguimiento, a veces consciente y otras no, de la ola de poder que descendía a gran velocidad desde el norte.

Mientras observaba, una nube de arpías alzó el vuelo en bandada y cubrió una parte del cielo sobre el ejército, donde sus alas batían como una tormenta, y sus lamentos y gritos estridentes colmaban el aire. Volaron hacia la ciudad, y las recibió una nube de flechas disparadas desde las murallas. La mayoría de saetas cayeron antes de llegar al blanco, aunque unas pocas fueron certeras; las arpías dieron media vuelta y se alejaron. Aquello no era un ataque; incluso los furiosos monstruos alados conocían las órdenes y las obedecían.

Arek no estaba del todo contento, pues sabía que dentro de su ejército había quienes conspiraban contra él. No constituía ninguna sorpresa, ya que así eran las cosas dentro de los ejércitos del Caos desde la aurora de los tiempos. No tenía importancia. Siempre había quienes envidiaban a los que eran mejores e intrigaban contra ellos. Sabía que mientras su victoria pareciese segura, el grueso del ejército se mantendría leal a él. Estaban todos demasiado ocupados con la perspectiva de aplastar la odiada ciudad de Praag para arriesgarse a luchas interinas sin sentido.

Pero había otros rumores que lo preocupaban un poco más. Los exploradores habían informado que un ejército humano se aproximaba desde el suroeste. Era algo insignificante, que apenas merecía el nombre de ejército si se lo comparaba con sus poderosas fuerzas, pero podría resultar problemático si se presentaba en un momento decisivo. Otros habían visto a un destacamento de los malignos hombres rata, que los humanos llamaban skavens, bajando desde el norte. Al parecer, el astuto plan de Loigor y Kelmain para destruir la ciudad de los hombres rata había fracasado, y tal vez esas bestias buscaban venganza. No obstante, de momento, apenas parecían dignos de preocupación.

Un poco más preocupante era la ausencia de informes desde el interior de la ciudad, en relación con la suerte corrida por Gotrek Gurnisson y Félix Jaeger. Esperaba que sus agentes ya hubiesen logrado asesinarlos a esas alturas. Resultaría agradable saber que el portador de aquella mortífera hacha había sido eliminado. ¿Quién sabía de qué era capaz un arma de poder semejante? La visión que se le había concedido aún lo inquietaba a veces, aunque si no participaba personalmente en la refriega, la visión no podría cumplirse.

Arek miró por encima del hombro y vio que allí estaban los brujos gemelos. No se sentía satisfecho con ellos. Últimamente se habían mostrado lentos en obedecer las órdenes y rápidos en cuestionar sus decisiones. Según los informes de los espías, se los había visto en compañía de otros Señores de la Guerra, y sospechaba que los gemelos podrían estar conspirando contra él. De ser así, pronto les demostraría el error que habían cometido. De hecho, planeaba hacerlo en breve, de todos modos. En cuanto se hubiesen hecho los hechizos que le abrirían el camino hacia el interior de Praag, pasarían a formar parte del estercolero de la historia.

Loigor captó la mirada de Arek y sonrió, dejando a la vista sus brillantes colmillos blancos. Era una sonrisa que habría inquietado a un hombre inferior a Arek, pero él se limitó a pensar: «Sonríe todo lo que quieras, mago, porque tus sonrientes días acabarán pronto».

* * *

Loigor miró a su jefe y sonrió, ya que en ese momento le pareció que era lo mejor que podía hacer. Arek se volvía más y más inestable con cada día que pasaba, pero, al menos, de momento, era el jefe de la horda. Eso cambiaría pronto. El arrogante estúpido había constituido una figura visible adecuada para la gran cruzada oscura, pero su utilidad estaba a punto de concluir y, con ella, su vida. Además, eso era culpa de él mismo.

Ni Loigor ni su hermano habrían planteado objeciones al hecho de que continuara como cabeza visible de la cruzada durante todo el tiempo que él quisiera, con la sola condición de que se plegara a los deseos de ellos dos. A fin de cuentas, alguien tenía que liderar al ejército, y ni él ni Kelmain eran guerreros o generales. No habían nacido para eso. Arek había sido un buen peón mientras había seguido sus instrucciones. Había bailado como una marioneta en el extremo de los hilos que habían tejido a su alrededor, pero entonces era demasiado poderoso y estaba excesivamente pagado de sí mismo para avenirse a razones.

Loigor apretó el báculo dorado con ambas manos. Podía sentir la interminable energía que latía a través del mismo. Una parte de su mente estaba constantemente ocupada en tejer y mantener unidos los hechizos que atraían al gran flujo de energía procedente del norte. Era un mago ya tan consagrado que no necesitaba más que una parte de su cerebro para hacer eso, a pesar de que ese esfuerzo habría hecho pedazos la cordura de hechiceros inferiores. Dudaba que en aquel mundo insignificante hubiese más que unos pocos magos capaces de lograr lo que él estaba haciendo en ese momento, y tenía la certeza de que ninguno de ellos podría conseguirlo con la misma facilidad que él. Tal vez Nagash, cuando estaba en la plenitud de su poder; quizá el rey brujo de los Elfos Oscuros; tal vez Teclis de la Torre Blanca. Posiblemente ellos podrían hacerlo. No tenía importancia; lo cierto era que él y su hermano podían. La bendición de Tzeentch era de ellos, y había poco en el terreno de la magia que no pudieran hacer si querían.

Ése había sido siempre su destino. Desde su nacimiento habían estado marcados por el favor de El que Transmuta las Cosas. Su madre se había acostado con un demonio durante las grandes orgías del solsticio de invierno en las cuevas de la tribu. Como gemelos albinos nacidos con zarpas y colmillos preparados para ingerir carne en su primera comida, habían llegado al mundo marcados para grandes obras. El viejo chamán de la tribu Sangre Bruja los había reconocido de inmediato por lo que eran y, tras quitárselos a su madre, los había tomado bajo su protección. Antes de cumplir los seis años, ya habían aprendido todo lo que el viejo brujo podía enseñarles, y eran respetados en los consejos de la tribu.

El que Transmuta las Cosas les había hablado en sueños; les había susurrado secretos de magia prohibida y les había permitido guiar a la tribu hasta depósitos ocultos de artefactos antiguos, perdidos durante mucho tiempo en los Desiertos. Antes de cumplir los diez años, habían abandonado la tribu para vagabundear hasta muy lejos por los territorios de los hombres. Habían buscado los antiguos lugares sagrados que había en los Desiertos del Caos, habían desenterrado sus báculos en las ruinas de Ulangor y habían prometido sus almas ante el altar de cristal que el Señor del Cambio tenía en Nuln. Habían acudido a todos los lugares en los que había seguidores de Tzeentch, disfrazados cuando viajaban por las tierras de los hombres.

Habían caminado embozados con capa y capucha por las calles de Altdorf y habían comprado libros de conocimiento prohibido en el bazar de libros de Marienburgo. Habían consultado con sacerdotes de Verena expulsados de la orden y habían navegado hasta la propia Tilea. A todas partes, habían ido juntos, unidos por el poder mágico que compartían y por la capacidad para hablar mentalmente el uno con el otro a través de la distancia. Con el correr del tiempo, sus habilidades hechiceras habían aventajado con mucho a las de sus antiguos maestros, y se habían convertido en embajadores de Tzeentch. Supervisaban la organización de adoradores en muchos territorios, fomentaban rebeliones, soliviantaban a los mutantes, tentaban a los débiles e intimidaban a los fuertes. Tzeentch los había recompensado con más regalos y más poder, y con el premio más precioso de todos: una vida duradera. Habían vivido durante siglos y habían visto morir a sus contemporáneos sin necesitar más compañía que la del otro gemelo.

Finalmente, habían concluido su trabajo entre los hombres y, habían regresado a los Desiertos para poner en marcha el plan que habían concebido. Habían decidido que elevarían a un jefe de guerra y lo usarían como cabeza visible de una campaña destinada a poner al Viejo Mundo bajo el dominio de Tzeentch. Arek les pareció una buena elección.

Era fuerte e inteligente, contaba con el favor de El que Transmuta las Cosas, y era un general y un diplomático formidable, rara combinación de cualidades entre los guerreros del Caos. La alianza resultante había sido útil, y ellos habían contribuido a hacerlo grande al guiarlo sutilmente de un triunfo a otro, hasta que su reputación fue suficiente para consolidar una alianza general de los Señores de la Guerra que moraban en los Desiertos. Todo había ido bien hasta entonces. Era una lástima que Arek hubiese escogido ese momento para estropear los planes de ellos con su obstinación. Había atacado demasiado pronto, antes de que las sendas de los Ancestrales se hubiesen abierto, y había dejado que los soldados se le descontrolaran.

Y entonces estaba planeando apartarlos de su posición de poder. El hecho de que él y su hermano hubiesen sido excluidos de los últimos consejos de guerra no había pasado inadvertido para Loigor. «Pronto —pensó—, Arek averiguará quiénes son los auténticos elegidos de Tzeentch en este lugar. Y esa parte no va a gustarle nada».

* * *

Las calles estaban llenas de hombres que marchaban al paso, y cuyos modales hablaban de silenciosa desesperación. Félix se daba cuenta de que no abrigaban muchas esperanzas de sobrevivir, aunque sus rostros ceñudos decían otra cosa. Tenían intención de vender caras sus vidas. En la gran plaza situada en la base de la ciudadela, abuelos y jóvenes se entrenaban con antiguas armas herrumbrosas sacadas de algunos depósitos ocultos. Las mujeres transportaban hogazas de pan de las panaderías. Los guardias ducales vigilaban todas las tiendas y se aseguraban de que los precios fuesen acordes con las órdenes del duque. Nadie sacaría provecho de la situación.

Podía ser que Enrik no fuese popular ni diplomático, pero sabía cómo gobernar la ciudad, y daba la impresión de que al menos una parte de la gente también comenzaba a darse cuenta de eso. Había oído a unas lavanderas que hacían comentarios favorables sobre el asunto de los precios del pan. Los únicos que no parecían demasiado contentos con la situación eran los comerciantes, aunque sus quejas no resultaban demasiado ruidosas. El duque había amenazado con exponer la cabeza de cualquier aprovechado ante las puertas del palacio, clavada en una pica, y nadie dudaba que cumpliría con su palabra.

Entraron en la ciudadela con facilidad, pues los centinelas los reconocieron y no les crearon problema ninguno. Al parecer, se habían recibido órdenes de las altas esferas para que le franquearan la entrada a Max en cuanto regresara, y eso parecía incluir a Félix y Ulrika.

El poeta miró a sus compañeros. Desde que Max había curado a la muchacha, los dos habían pasado mucho tiempo juntos y parecían llevarse mejor que ella y Félix desde que se conocían. Tras su recuperación, Ulrika había estado distante con el poeta. Una parte de él sentía celos, y la otra, alegría. No le gustaba la idea de que ella pudiese preferir a otro hombre, pero al mismo tiempo estaba cansado de las interminables discusiones y los constantes altercados. Ahora que la muchacha había superado la etapa crítica de la enfermedad, el profundo amor que Félix había creído sentir se había amortecido a causa de la frialdad de ella. Sacudió la cabeza. Dudaba que llegase a entender algún día la naturaleza de la relación que mantenían, y se preguntó si ella la comprendería.

* * *

Ulrika avanzaba a largos pasos por el corredor. Las losas de mármol resonaban bajo sus botas. A pesar de la atmósfera de pavor que la rodeaba, sentía una extraña satisfacción. Estaba viva y había recobrado la salud; ya no la aquejaba la debilidad que le había infligido la plaga, y las pesadillas que habían plagado los días de enfermedad no eran más que recuerdos que se desvanecían. Todo tenía una calidad brillante y definida, y su corazón estaba inundado de un júbilo frío y nítido. Había regresado de las puertas del reino de Morr, y la vida le parecía algo bueno.

Se sentía como si fuese una persona diferente. Sus ojos se habían abierto a muchas cosas, y veía su vida con una claridad que antes le había sido negada. Miró a Félix y se maravilló ante el poder que antes tuvo sobre ella. Como si hubiese pasado mucho tiempo, le parecía que la persona que se había enamorado de él era otra, alguien mucho más joven y de mayor candidez. Aún le tenía cariño, pero la poderosa pasión arrasadora había pasado. Se había curado de ella como se había curado de la enfermedad.

Se preguntó si eso sería también un resultado de la magia de Max. ¿Habría interferido de alguna forma en sus pensamientos y emociones cuando la había curado? De ser así, descubrió que no le importaba tanto como había pensado que le importaría. Era casi un alivio haberse librado de la constante intromisión de Félix en sus pensamientos, y de la constante necesidad de preservar su identidad y mantener una cierta distancia entre ellos mediante peleas. Entonces le parecía evidente que era eso lo que había estado haciendo durante aquellas discusiones, y la sensación de haberse liberado le resultaba agradable.

Miró a Max. También él parecía diferente. Durante las últimas semanas había crecido. Se lo veía más seguro y más maduro. Llevaba su poder como si fuese una capa, y parecía merecedor del respeto que le manifestaron los guardias al entrar en las cámaras del consejo del duque.

Ella le debía la vida, una deuda que sin duda tendría oportunidad de pagarle en la lucha que se avecinaba.

—Bueno —dijo el duque cuando entraron—, ¿qué habéis averiguado?

Félix logró mantener una sonrisa agradable en los labios, a despecho del tono del duque. Max pareció un poco molesto por su brusquedad, pero luego sonrió. «Bien —pensó Félix—, estás aprendiendo». Escuchó mientras Max exponía con rapidez sus teorías sobre lo que estaba sucediendo. Podía ser que el duque careciese de diplomacia, pero sabía escuchar, y el consejo reunido lo imitó. Antes de hablar, esperó a que Max acabara. Félix no creía haber visto hasta entonces a tantas personas opulentas y poderosas reunidas en un sitio: guardias, nobles, sacerdotes y mercaderes ricamente ataviados, todos estaban allí.

—Da la impresión de que el ataque principal comenzará pronto. Hasta el momento, sólo nos hemos enfrentado con unas pocas incursiones. Ahora vendrá el asalto auténtico. ¿Hasta qué punto estamos preparados?

La pregunta estaba dirigida a Boris, el capitán de la guardia ducal, que era el responsable directo de supervisar las defensas de la ciudad.

—Tenemos a todos los hombres capaces preparados para luchar en las murallas. Han sido divididos en tres guardias que pueden relevarse unas a otras cuando sea necesario. Las milicias de la ciudad han sido llamadas a filas y puede convocárselas con las campanas de alarma. Tenemos alimentos suficientes para pasar el invierno si se los raciona, y si no envenenan ningún otro granero. Los pozos están vigilados. La gente tiene miedo, pero está dispuesta para la lucha; estamos preparados.

El duque miró luego al archiprelado del templo de Ulric, un anciano con la poderosa constitución y la espalda recta de un guerrero. El hombre se ajustó la capa de piel de lobo que le rodeaba los hombros.

—Cada día se rezan plegarias en el templo. Se solicita la ayuda de los dioses. Las runas de protección de las murallas permanecen fuertes, pero la adivinación nos dice que nuestros enemigos están reuniendo una enorme cantidad de poder, aunque no sabemos con qué finalidad. Dentro de la ciudad tenemos unos veinte sacerdotes y doce hechiceros capaces de obrar magia de batalla. A mí me parece evidente que podemos y debemos resistir.

Después le tocó el turno a una mujer ataviada con ropones blancos. Aún era hermosa, aunque el cabello estaba blanco y tenía el rostro arrugado. Las manos jugaban nerviosamente con el amuleto de plata en forma de paloma que pendía del cuello.

—La Hermandad de Shallya ha atendido hasta ahora a cuatrocientos heridos y muchos casos de plaga. Por fortuna, de momento la enfermedad parece estar bajo control. Creo que las ventiscas pueden haber inhibido la propagación. O simplemente podría darse el caso de que quienquiera que haya atraído la plaga mágica, haya dejado de hacerlo y se dedique a otras cosas.

Uno a uno, a todos los ciudadanos de más elevada posición de Praag les llegó el turno de hablar: maestros de gremio, sacerdotes, comerciantes, constructores. Poco a poco, se formó una imagen de la situación. Praag parecía estar tan preparada para el asedio como podía estarlo cualquier ciudad. Si el ejército enemigo hubiese sido cualquier otro en lugar de la vasta horda mutante que aguardaba fuera de las murallas, la ciudad habría resistido el ataque. Sin embargo, nadie sabía realmente de qué eran capaces los adoradores del Caos, y la incertidumbre provocaba una profunda inquietud. Las conclusiones de Max no habían contribuido a tranquilizar al consejo allí reunido. De todos los presentes, sólo el duque, y en menor grado su hermano, no parecían inquietos. Ambos irradiaban una calma y una confianza terminante, que habrían resultado tranquilizadoras en cualquier otra circunstancia.

—¿Cuándo esperas que comience el ataque de verdad? —le preguntó el duque a Max.

—Muy pronto. Tienen que tener planeado hacer algo con todo el poder que están reuniendo, y no veo cómo podrían mantenerlo bajo control durante mucho tiempo, con independencia de lo poderosos que sean sus brujos.

El duque asintió con un gesto de cabeza.

—Muy bien. Debemos esperar que el ataque se produzca en cualquier momento. Os agradezco vuestra presencia y os sugiero que visitéis el templo de vuestra preferencia y oréis por nuestra salvación.

«Ojalá los dioses puedan ayudarnos», pensó Félix, pues no veía que tuviesen ninguna otra probabilidad de salvarse.

* * *

«La Hueste Góspodar es impresionante», pensó Ivan Mikelovitch Straghov. Centenares de tiendas moteaban la llanura del Vado del Mikal. El aire estaba cargado de olor a caballerías y braseros de carbón. A lo lejos, se alzaba el enorme pabellón que constituía el palacio de la Reina del Hielo cuando ésta viajaba. La Zarina debía de haber dejado el reino vacío para haber conseguido reunir allí a tantos soldados en tan poco tiempo. Había bastante más de cinco mil soldados de caballería presentes: arqueros a caballo, lanceros alados, caballería ligera. Mientras cabalgaba entre aquella muchedumbre, Ivan saludó a gritos a muchos viejos camaradas y agitó la mano en el aire para responder al saludo de otros.

Allí estaba Maximilian Trask, conde de Volksgrad, vencedor de más de mil escaramuzas contra los orcos de las estepas orientales, hecho del que daba prueba la guirnalda de orejas de orco que le rodeaba el cuello. Un bramido procedente de la izquierda atrajo su atención hacia Stanislav Lesky. El Viejo Tuerto aún parecía robusto a despecho de sus sesenta inviernos, y cabalgaba erguido, con una destreza que habría avergonzado a los veinte nietos que lo seguían a medio galope con el símbolo del lobo gris ondeando en sus estandartes. Ivan lo saludó con una mano.

—¡Esta noche bebemos vodka en mi tienda! —le gritó.

Allá estaba su viejo rival, Kaminsky, con quien Ivan había librado muchas peleas de frontera y había bebido muchas copas de paz cuando la batalla concluía. Entonces, Kaminsky se había quedado sin hogar, al igual que él. Sin embargo, era bueno verlo allí, a pesar de que sus jinetes estuviesen tan diezmados como los del propio Ivan. ¿Qué podía esperarse, en realidad? Como él, Kaminsky había estado justo en el paso de la horda que avanzaba.

Ivan continuó cabalgando entre las tiendas. La blanda nieve se hundía bajo los cascos de su caballo; debajo, la tierra era dura como el hierro. Ante sus hombres, Ivan había interpretado aquello como un buen signo: el Señor Invierno reunía a sus blancos soldados para defender Kislev. Pero estaba preocupado. La nieve dificultaba el movimiento y el mantenimiento de un ejército kislevita tanto como el de cualquier otro. Tal vez los guerreros del Caos iban a usar magia para alimentarse, pero Ivan sabía que sus compatriotas no podían hacer lo mismo. Necesitaba informar a su gobernante de lo que había visto.

Un mozo que aguardaba en el exterior del vasto pabellón de color azul se hizo cargo del caballo y, sin ninguna formalidad, se le franqueó a Ivan la entrada en la tienda. En el interior hacía frío, no un frío tan gélido como el del exterior, pero el aire era mucho menos cálido de lo que habría esperado la mayoría de la gente. Ivan decidió interpretar también eso como una buena señal. Cuando la Reina del Hielo ejercía su formidable poder de hechicería, el aire que la rodeaba se volvía frío de modo inevitable.

Ivan se envolvió más apretadamente con sus pieles y atravesó el suelo cubierto por montones de alfombras en dirección al trono distante. Corpulentos hombres ataviados con pieles se apartaron para dejarlo pisar, y al cabo de pocos segundos se encontraba ante su monarca.

Era una mujer alta, más que él. Tenía una piel tan pálida que podía verle las venas azules del rostro. Los ojos eran de un asombroso color azul gélido, y los labios y los cabellos, de un rojo candente. Las uñas, largas, destellaban como gemas, y su figura plena y sensual estaba cubierta por ricos ropones. Habló con voz baja, ronca y cautivadora.

—Te saludo, Ivan Mikelovitch. ¿Qué noticias traes del norte?

Ivan le devolvió el saludo con respeto y le narró su viaje, aunque mientras hablaba sabía que poco de lo que dijese sería nuevo para ella. La Reina del Hielo disponía de sus propios medios para saber lo que sucedía en su territorio, y se decía que podía ver los lugares más remotos a través de la enorme esfera turquesa que tenía junto al trono.

Cuando acabó el relato, le habló abierta y francamente, como debía hablarle a su monarca un vasallo kislevita de confianza.

—Pero ¿qué noticias hay del Imperio? ¿Y de nuestros antiguos aliados?

—El Emperador está reuniendo a su ejército para hacer frente a la horda, pero hay una gran distancia entre Altdorf y Kislev, y no podemos esperar que llegue antes de la primavera. Los Templarios del Lobo Blanco cabalgan desde Middenheim, y esperamos verlos antes. Los enanos de las Montañas del Fin del Mundo también han prometido enviar ayuda, aunque los caminos que atraviesan los picos son difíciles de transitar en esta época del año, ¿y quién sabe cuándo puede llegar la ayuda de esa valerosa raza?

Las cosas estaban más o menos como esperaba Ivan. Al atacar en un momento tan temprano de la estación, los guerreros del Caos habían obtenido una ventaja, ya que, en caso de haber atacado en primavera, como habría hecho cualquier ejército humano, los aliados de Kislev habrían acudido en su ayuda. Entonces era improbable que pudiesen auxiliarlos antes de que acabara el invierno, aunque Ivan vio un pequeño rayo de esperanza.

—Tal vez con la nave aérea los enanos consigan llegar antes.

—Tal vez. No hemos tenido noticias de ella desde que partió hacia Praag. Sólo podemos esperar que no le haya acontecido ninguna desgracia.

Iván rezó con fervor para que no fuese así.

—¿Cuándo cabalgaremos hacia Praag?

—Mañana —respondió la Reina del Hielo—, aunque mi corazón recela ante el pensamiento de lo que encontraremos al llegar allí.