OCHO
El hombre llamado Halek se encontraba en la torre más alta de la ciudadela y miraba hacia la noche. Debajo de él podía ver los tejados cubiertos de nieve del interior de la ciudad, los altísimos templos, el laberinto de calles y la enorme muralla interior. Las casas y los edificios que había detrás se veían diminutos a causa de la distancia. Sólo la sólida muralla exterior parecía tener un tamaño apreciable. Más allá, podía ver el vasto mar de fuegos de campamento que rodeaba la ciudad y las siluetas de las monstruosas máquinas de guerra demoníacas, máscaras de oscuro metal que sonreían burlonamente a través de la capa de nieve que las cubría. También podía ver otras cosas.
Recientemente, El que Transmuta las Cosas le había hecho un regalo. Había experimentado un cambio. Entonces sus ojos podían ver más que los ojos de los mortales, podían ver los poderes de Tzeentch, Señor de la Magia, que fluctuaban y fluían en torno a él. Sabía que en poco tiempo sus ojos comenzarían a cambiar y mostrarían el estigma de la mutación, pero entonces ya no importaba. Cuando las personas que lo rodeaban se diesen cuenta de que era uno de los Dotados, sería demasiado tarde para que pudieran hacer nada al respecto. Ellos, y toda la ciudad, serían aplastados bajo el férreo tacón del Caos.
Halek sabía que tenía que dejar de pensar de aquel modo. Sabía que, con el cambio, se estaba volviendo excesivamente sensible a las corrientes de magia que atraían los maestros magos que se hallaban entre la horda del Caos. Sabía que eso comenzaba a afectarle la mente. En breve, eso carecería de importancia porque sería libre para entregarse a la adoración sin trabas del Señor del Cambio, pero en ese momento la situación pasaba por una coyuntura delicada y aún podía salir mal. Como se había recordado a sí mismo con mucha frecuencia, el triunfo del Caos no tendría ningún sentido si él no se encontraba allí para presenciarlo. No quería arriesgarse a quedar al descubierto mucho antes del día glorioso en que llegaría el Tiempo de los Cambios.
Una parte de él aún no estaba segura de si quería ver el triunfo del Caos; la parte que aún era leal a la ciudad, su pueblo y su duque; la parte que deseaba no haber asistido jamás a aquella primera reunión, no haber permitido jamás que le sedujera la búsqueda del conocimiento prohibido. «Pero ya es demasiado tarde», se dijo para acallar a esa parte de él que sentía culpabilidad, cansancio y dolor. Era demasiado tarde para cualquier cosa que no fuese desempeñar el papel que se le había asignado.
Intentó convencerse de que los cambios eran para mejor. Podía sentir cómo los regalos de Tzeentch despertaban dentro de él, al igual que lo harían pronto entre todos los otros Elegidos del Viejo Mundo. Con la nueva sensibilidad a los vientos de la magia, habían llegado las primeras sospechas de su capacidad para manejarlos. Con cierto esfuerzo, entonces podía dar forma a la materia prima de la mismísima magia. Para demostrárselo a sí mismo, se concentró en hacer que apareciese luz en torno a una de sus manos. A fuerza de un prodigioso esfuerzo, hizo que una débil nebulosa resplandeciente le rodease el cuerpo. Era asombroso que aquello que a la mayoría de los magos les costaba años de estudio e intensa formación dominar, acudiera a él sólo mediante su propia fuerza de voluntad. Si podía hacer eso apenas unos pocos días después, ¿qué otras cosas serían posibles pasados algunos años?
Miró a lo lejos, pues su atención se vio de pronto atraída por la descomunal madeja de magia tejida alrededor de la ciudad. Esa noche relumbraba con pasmosa brillantez. Esa noche, Morrslieb ardía en toda su gloria, y se estaban celebrando los últimos rituales destinados a cerrar el círculo en torno a la ciudad y ejecutar el Gran Plan. Podía ver las redes de energía que rielaban a través de las filas del ejército del Caos, corriendo de un obelisco sagrado a otro mientras los brujos al servicio de Tzeentch atraían los vientos de la magia y los canalizaban para sus propios propósitos. Cada una de aquellas grandiosas piedras erectas talladas había sido traída de los Desiertos del Caos por centenares de esclavos santificados. Aún no podía adivinar qué propósito tenían, pero sabía que debía ser muy importante. Cuando llegase el momento indicado, lo sabría.
Obligó a su extática mente a apartarse de la contemplación de la infinita belleza del tejido mágico, y a concentrarse en los temas prácticos. Era una lástima que Olaf y Sergei hubiesen fracasado en la tarea encomendada. Habían sido buenos servidores, a su manera, y lamentaba el hecho de que no se encontrarían presentes para reclamar su recompensa al llegar el gran día. Félix Jaeger debía de ser muy afortunado o duro para sobrevivir a aquel encuentro, ya que ambos habían sido asesinos formidables. No resultaba tranquilizador porque había contado con que Jaeger era el menos formidable de los dos a quienes le habían encargado matar.
Si se precisaba tanto esfuerzo para matar al hombre, se requeriría mucho más para librarse del enano. No obstante, sabía que con paciencia y esmerada determinación para aprender de los propios errores, todos los contratiempos podían ser superados. Simplemente, tendría que buscar otra forma de lograr su meta; eso era todo. Estaba seguro de que, antes de que pasara mucho tiempo, cumpliría con la parte que le había tocado en el Gran Plan. Hasta entonces, siempre había sido así.
En ese preciso momento, tenía otras cosas de las que ocuparse. A esas alturas, sus agentes ya deberían haber envenenado el granero de la Puerta de las Aguas. Sería el primero de muchos, si todo salía bien. Se estremeció. No le gustaba hacer esas cosas, pues iba en contra de todo aquello en lo que le habían enseñado a creer, y le disgustaba pensar en sí mismo como un traidor. En el momento en que ese pensamiento pasó por su mente, se le concedió un destello de perspicacia. Era cierto que una parte de él se sentía culpable, pero otra se deleitaba con la maldad de todo ello. Estaba vengándose por toda una vida de ser el segundo, por todos los desaires de que había sido objeto. Estaba liberándose de las cadenas del honor y la responsabilidad. En cierto sentido, era buena cosa. «Entonces, ¿por qué me siento como si estuviese al borde de un abismo?», se preguntó.
Mientras observaba, percibió que un cambio descendía sobre la ciudad en respuesta al lejano flujo de poder. Era como un lamento penetrante y agudo, el tipo de sonido que podría emitir un alma atormentada cuando se hundía en los profundos infiernos de Tzeentch. «¿Qué sucede? —se preguntó Halek—. ¿Se trata de alguna parte del Gran Plan de la que no me han advertido?»
* * *
Mientras corrían a través de la nieve, aparecieron formas procedentes de la oscuridad. Al principio, Félix no pudo dar crédito a sus ojos, y pensó que estaba viendo simples nubes de nieve que, arremolinadas por el viento, adoptaban formas extrañas; pero al contemplarlas mejor, se le hizo evidente que no lo eran.
Los contornos adoptaron una sustancia nebulosa que se parecía a las siluetas de hombres, pero con los rostros de almas atormentadas. Aullaban y se lamentaban con voces espectrales, que se elevaban por encima del viento en un alarido terrible. Uno de los fantasmas se encaminó directamente hacia Gotrek. Farfullaba como un demente y dejaba largos rastros de ectoplasma de suave resplandor detrás de él, mientras se desplazaba por el aire. El Matatrolls alzó el hacha, y el golpe que le asestó a la fantasmal criatura la atravesó como si estuviese hecha de niebla; entonces, el espectro perdió consistencia y se disolvió hasta desaparecer. En torno a ellos se intensificaron los lamentos y se hizo más fuerte la sensación de una presencia terrible.
Al mirar a su alrededor, Félix vio que millares de aquellas criaturas pululaban por el aire de la ciudad, chillando, aullando y farfullando. Una de ellas se lanzó directamente hacia él, y el poeta alzó la espada para hacer lo mismo que Gotrek con su hacha. Cuando la criatura se le acercó más, vio que era casi transparente y resplandecía en color verde a la luz de Morrslieb. Los copos de nieve la atravesaban como si en realidad no estuviese allí. Vio que surgían cada vez más y más cosas de ésas de las mismísimas piedras de la ciudad. «¿Qué nuevo engendro del Caos es éste? —se preguntó—. ¿Qué han dejado en libertad las fuerzas de la Oscuridad esta noche?»
Con una velocidad asombrosa, la criatura rodeó la hoja del arma, y luego tendió una mano y le agarró el rostro con sus dedos de fantástico resplandor. En el instante del contacto, el poeta se sintió recorrido por una conmoción tan poderosa como si hubiese sido herido por un rayo. La conmoción no fue física sino emocional: una descarga de puro terror concentrado, que le heló la sangre; el miedo entró en su mente y amenazó con enterrarla bajo una avalancha de puro pavor.
Un torrente de imágenes le inundó el cerebro. Vio la ciudad de Praag extrañamente transformada. Vio un enorme ejército del Caos en el exterior de las puertas, y un rostro hambriento, de sonrisa burlona, que relumbraba en la luna. Vio a un lastimoso ejército de defensores a los que daban muerte los guerreros del mal. Vio la ciudad arrasada y al ejército de la Oscuridad que se marchaba dejando sólo los espíritus de los inquietos muertos. Más tarde vio que la ciudad era reconstruida, y que la horripilante conciencia de los asesinados se filtraba en el interior de las piedras mismas, y eran envenenadas y corrompidas por las energías disformadoras que las rodeaban.
Al instante, se dio cuenta de qué era aquel espíritu. Se trataba del fantasma de uno de aquellos guerreros caídos dos siglos antes, en la Gran Guerra contra el Caos. En otra época, había sido un hombre como él, pero entonces se veía reducido casi a un absurdo eco estéril de lo que había sido. El miedo que proyectaba hacia el interior de Félix era su propio miedo, algo que había consumido su conciencia durante largas décadas de encierro dentro de la piedra. Se trataba de un horror arrasador, cuyo tremendo poder amenazaba con matarlo. Se le aceleró el corazón, hasta el punto de que creyó que iba a estallarle. Las terminaciones nerviosas le dolían, y algo de las profundidades de su mente chillaba y farfullaba a causa de un terror primitivo. Tenía la sensación de que la mente se le desmoronaría bajo la descomunal intensidad de sentimientos y, a medida que la cordura retrocedía, sentía que unos tentáculos de pensamiento ajeno comenzaban a invadirle el cerebro. Percibió un hambre infinita y una absurda ansia incontenible de encarnación para satisfacer deseos que no habían podido ser colmados durante siglos.
Sabía que algo intentaba desplazarlo de su propio cuerpo, expulsar su espíritu con el fin de poseer la carne y obrar el mal. Sabía que, si lo lograba, se convertiría en algo como ese ser, un espíritu sin cuerpo, que degeneraría lentamente hasta ser una criatura como aquella cosa perdida y estúpida. Con desesperación, sin saber muy bien cómo, luchó para echarla de su interior.
Al hacerlo, sintió que el miedo comenzaba a mermar, los latidos de su corazón se ralentizaban y su visión se aclaraba. Delante de él vio el rostro horriblemente distorsionado de aquel ser fantasmal; era la incorpórea parodia de la cara de un hombre, contorsionada por el furor y un repugnante deseo de carne mortal. Al abrir la boca, ésta se distendió tanto que parecía capaz de tragarse la cabeza de Félix de un bocado. El poeta le respondió con un gruñido y descargó un golpe con la espada, cuya hoja atravesó a la criatura. Las runas del arma relumbraron, y el monstruoso ser se deshizo en docenas de nubes que se disiparon con lentitud. En ese instante, el terror casi abrumador se desvaneció como si nunca hubiese existido.
Volvió la cabeza y vio que Gotrek se encontraba en medio de una nube de aullantes espectros y que su hacha los destruía antes de que pudiesen llegar hasta él. Max hacía gestos y encantamientos, y la esfera que lo rodeaba se expandió, avanzando a gran velocidad hacia la noche. Cuando tocaba a un fantasma, éste se desintegraba, incapaz de resistir la magia que el hechicero había dejado en libertad. Félix sintió envidia de los poderes de Max. Al cabo de un momento, la calle en que se encontraban quedó limpia de monstruos, al igual que el cielo. De las casas de los alrededores llegaban chillidos y farfullantes voces dementes, y supuso que no todos los habitantes de los edificios habían logrado resistir la posesión de un fantasma tan bien como lo había hecho él. En ese momento, lo invadió otro miedo casi tan abrumador como el que le había impuesto el espectro, y miró a Max.
—¿Ulrika… está a salvo?
El semblante de Max palideció, y él cerró los ojos e hizo una compleja serie de gestos con las manos. Detrás de sus párpados, Félix vio un candente resplandor dorado. Era un espectáculo poco tranquilizador. El fuego interior apenas había comenzado a apagarse cuando Max volvió a abrir los ojos.
—No te preocupes. Está a salvo. Las protecciones que dejé han sido más que suficientes para mantener a distancia a esas criaturas.
—¿Qué demonios eran esas cosas? —preguntó Félix. Aunque ya conocía la respuesta, necesitaba oír su propia voz sólo para demostrarse que aún era humano.
—Criaturas ectoplásmicas, un residuo psíquico del mal que una vez inundó esta ciudad.
—Explícamelo otra vez, Max, con un lenguaje que yo pueda entender.
—Fantasmas, Félix; espíritus prisioneros en el lugar de su muerte a causa del poder de la magia oscura, y de sus propios miedos y odios. Praag es una ciudad encantada.
—¿Cómo los han liberado los guerreros del Caos? Creo que dijiste que su magia no podía atravesar los hechizos protectores de las murallas.
Max sacudió la cabeza y la luz acabó de apagarse en sus ojos; entonces miró a Gotrek y a Félix. Unos pesados pasos se aproximaban en la noche, y el poeta alzó la espada, pero el Matatrolls sacudió la cabeza para indicarle que no iba a necesitarla. Max no pareció darse cuenta de la amenaza potencial, y continuó hablando con una voz sonora y ligeramente teatral, que a Félix le recordó a todos los antiguos profesores que había tenido en la Universidad de Altdorf.
—Tal vez su magia se haya hecho lo bastante fuerte como para atravesar esos hechizos. No obstante, aunque es posible, no parece probable. No creo que sean aún tan extraordinarios como para lograr algo así.
—Y entonces, ¿quién ha hecho eso?
Vio que otras resplandecientes esferas de luz comenzaban a expandirse en diferentes zonas de la ciudad, y no le hizo falta que Max le dijese que otros hechiceros estaban trabajando para hacer lo mismo que había hecho él.
—No creo que haya sido la horda del Caos la que haya liberado a esos fantasmas, exactamente —respondió Max—. Opino que siempre estuvieron aquí, dentro de las murallas. Creo que los ha despertado algo que han hecho los magos del Caos.
—¿Y qué podría ser?
—No lo sé, pero sentí un poderoso movimiento en los vientos de la magia hace menos de cuatro horas. La luna del Caos está casi en el plenilunio. Los poderes de la magia maligna aumentan su fuerza. Vayamos a las murallas a verlo con nuestros propios ojos.
En el momento en que Max acababa de hablar, Snorri Muerdenarices salió de la oscuridad y la nieve.
—Unas cosas fantasmales raras atacaron a Snorri. Esas cosas estúpidas no dejaban de golpearlo. No sucedió nada.
—¿No sentiste nada…: miedo, terror, dolor? —preguntó Félix.
—No. Snorri no sintió nada de eso.
Parecía que Snorri se sentía insultado ante la mera sugerencia.
—Es porque se necesita un cerebro para sentir miedo, humano —explicó Gotrek—. Snorri no tiene.
Snorri sonrió con orgullo ante las palabras de Gotrek y se le veía contento cuando echaron a correr hacia las murallas.
* * *
Un hombre apareció entre la nieve que caía. Tenía el semblante pálido como el de un cadáver, y sus ojos relumbraban con la misma luminiscencia espectral que había rodeado a los fantasmas. Al instante, Max supo que uno de aquellos repugnantes seres se había encarnado. Envuelto como estaba entonces por tejidos y tendones, no podía desintegrarlo con las energías mágicas que había empleado para dispersar a sus hermanos. Reunió sus poderes, pero cada vez le resultaba más difícil. Se sentía entumecido por el frío y agotado por la magia que acababa de hacer. El ser rió entre dientes con malevolencia y tendió hacia él unos largos dedos blancos y fríos.
Antes de que pudiera tocarlo, Félix saltó ante Max y clavó la espada en el cuerpo de la criatura. La sangre manó con lentitud y comenzó a manchar la nieve. Era algo poco natural, considerando la profunda herida que tenía, pero la cosa que había poseído al hombre no estaba dispuesta a renunciar a la vida tan fácilmente. Las runas de la hoja del arma de Félix relumbraron con luz mortecina, pero Max no percibió la antigua conciencia que había actuado cuando se enfrentaron con el dragón Skjalandir. Si continuaba dentro de la espada, permanecía aletargada.
Al caer el cuerpo poseído, por la boca escapó primero un largo alarido y después una burbujeante niebla blanca. Al principio, Max temió que el fantasma pudiese hacer el intento de poseerlos a Félix o a él, pero no lo hizo, sino que comenzó a desintegrarse y fue arrastrado por el viento.
—Gracias —dijo Max, y lo decía en serio.
De pronto, el mago se alegraba de que Félix, Gotrek y Snorri estuviesen allí. Tal vez en circunstancias normales no fuesen personas con las que le gustaría pasar el rato, pero cuando uno se encontraba atrapado en una ciudad encantada, rodeada de nieve y era objeto del asedio de los poderes del Caos, constituían exactamente el tipo de gente que se quería tener al lado.
Continuaron avanzando hacia las murallas. Max temía lo que iban a encontrar allí. En lo alto, el resplandor de Morrslieb era aterrador, y su luz resultaba más brillante que la de su hermana mayor, Mannslieb. No estaba seguro de por qué sucedía aquello, pero por sus lecturas sabía que era siempre un presagio de cosas horribles. En realidad, no necesitaba ver la alteración de la luna para saber eso, ya que sus sentidos de mago lo confirmaban. Las arremolinadas corrientes de magia oscura eran visibles al otro lado de las murallas de la ciudad. Una descomunal marea de energía maléfica era atraída hacia allí por alguna razón, razón que, sin duda, no era buena.
Por todas partes, percibía el latir de la magia. Había otros hechiceros trabajando, y muy probablemente también algunos sacerdotes, todos hacían lo que podían para contener a los espíritus maléficos que habían sido puestos en libertad. En el momento en que pensaba eso, captó algo más; era un flujo de energía de magia oscura que atravesaba la noche. Resultaba potente y procedía de algún punto cercano al lugar en que se encontraban.
—¡Gotrek! ¡Félix! ¡Girad a la derecha! ¡Cuidado! ¡Aquí hay magia maléfica!
Para mérito suyo, los aventureros no vacilaron ni cuestionaron siquiera sus instrucciones, sino que echaron a correr por la calle lateral en la dirección indicada por él, con Snorri tras ellos. Al volver la esquina, los ojos de Max, sintonizados con la magia, detectaron un extraño resplandor de muchos colores en un punto situado más adelante. Las corrientes de magia oscura le erizaron los pelos de la nuca, y murmuró un encantamiento para reforzar los hechizos protectores y prepararse para la batalla.
«¿Qué nueva locura será ésa?», se preguntó Félix mientras corrían hacia la enorme estructura que reconoció como uno de los almacenes de grano fortificados donde se guardaban las reservas de alimento de la ciudad. Normalmente, el lugar estaba muy bien vigilado, pero entonces la entrada se veía abierta y el camino de acceso despejado. ¿Dónde estaban los soldados?
Al acercarse a la puerta en forma de arco, obtuvo la respuesta: yacían sobre la nieve con la garganta cortada y en medio de charcos rojos coagulados. Félix sintió vértigo. Aquello no era posible. Los soldados armados no se quedaban quietos y permitían que los degollaran cuando tenían la voluntad y los medios para defenderse. Sólo había una explicación, y era que allí operaba brujería maligna. Parecía que las gárgolas que había sobre la entrada estuvieran a punto de saltar sobre él cuando pasó por debajo, y dejó escapar un suspiro de alivio al traspasarlas sin que nada sucediera. Por un instante, se alegró de estar protegido del cortante frío exterior, pero cuando vio lo que les aguardaba dentro se sintió repentinamente mareado.
Había más guardias asesinados, degollados y con los ojos abiertos de par en par y la mirada fija. Sus armas, que yacían cerca de los cuerpos, no tenían manchas de sangre enemiga; obviamente, no habían sido usadas. Una vez más, Félix tuvo la terrible certidumbre de que allí obraba magia oscura. Aquellos hombres no habían ofrecido ninguna resistencia, y de ellos no podía haberse esperado otra cosa que precaución, al menos con aquellos espectros que un poco antes habían aullado acompañados por el viento. Docenas de guardias habían muerto allí, y los enemigos, quienesquiera que fuesen, no habían sufrido una sola baja. Al cabo de un momento, Gotrek y los demás estaban alrededor de él.
—Han venido a destruir las reservas de alimentos —dijo Max.
—O a envenenarlas —sugirió Gotrek.
El poeta asintió al recordar a Sergei y Olaf, y sus cuchillos envenenados. No cabía duda de que su patrón tenía conocimientos de alquimia maligna.
—Snorri piensa que será mejor que se lo impidamos —intervino Snorri.
—¿Cómo? —preguntó Félix, que luchaba para impedir que el miedo aflorara a su voz—. Tres veintenas de guardias de la ciudad no lo han conseguido.
—Estoy seguro de que se nos ocurrirá algo, humano —le aseguró Gotrek al mismo tiempo que pasaba un dedo pulgar por el filo del hacha hasta que apareció en él una brillante gota de sangre—. Se encuentran abajo, en los silos. Puedo oírlos.
—Tened cuidado —aconsejó Max—. Emplean magia potente. Puedo sentirla.
Gotrek miró los cadáveres y profirió un bufido.
—No necesitaba un mago para saber eso.
* * *
Avanzaban con sigilo en la oscuridad. Félix percibía el olor húmedo del grano, que flotaba en el aire. El polvillo le hacía cosquillas en la garganta y le secaba la boca. Pasaron ante enormes canalones destinados a transportar el alimento hasta los enormes pozos en que se almacenaba. El interior era oscuro, y la única iluminación procedía del suave resplandor que rodeaba a Max, y que el hechicero había amortecido todo lo posible para que no pusiera en alerta a los enemigos; sólo dejó la luz suficiente para que Félix pudiera ver. El poeta sospechaba que el mago no necesitaba la luz más que los enanos, y agradeció la consideración que le dedicaba.
—¿Crees que existe alguna relación? —preguntó Félix.
—¿Entre qué y qué? —inquirió Max.
—Entre el hecho de que los fantasmas se hayan liberado y este ataque contra los graneros de la ciudad.
—No lo sé. Es probable que se trate de una coincidencia. Creo que los ataques estaban programados para que tuvieran lugar al mismo tiempo que lo que está sucediendo fuera de las murallas, pero eso tampoco significa que esos hechos estén relacionados.
—¿Qué quieres decir?
—La luna del Caos está en plenilunio, y la magia oscura es más poderosa en una noche así. Es una noche sagrada para los seguidores de los Poderes Malignos, y cabe la simple posibilidad de que varias cosas sucedan al mismo tiempo debido a eso.
—No podemos estar seguros.
—No. Tal vez es sólo mi esperanza que sea así.
—¿Por qué?
—Porque si no lo es, significa que los atacantes que están fuera de la ciudad tienen algún medio de comunicación con los adoradores del Caos del interior. Y en ese caso, quizá consigan que entren aquí algo más que mensajes.
—No es tranquilizador.
—Es obvio que esta invasión ha sido planeada durante mucho tiempo, Félix, y que lo ha hecho alguien, o un grupo de personas, de inteligencia diabólica. ¿Quién sabe qué otras sorpresas desagradables nos tienen reservadas?
El poeta se detuvo al borde de una rampa de carga y miró hacia el interior del silo. A unos cuatro metros y medio más abajo vio que había personas hundidas en grano hasta las rodillas. Se trataba de una docena de hombres ataviados con ropones y máscaras; algunos sujetaban lámparas, mientras otros se movían por el silo, vertían un líquido que llevaban en frascos y removían el grano. Félix supo que Gotrek había acertado. Se trataba de veneno. «¿Qué clase de hombres son ésos —se preguntó—, que pueden conspirar para matar a sus conciudadanos mientras en el exterior aguarda un ejército de monstruos?». Se dio cuenta de que ya conocía la respuesta. Eran seguidores de los Poderes Siniestros del Caos, y probablemente ni siquiera consideraban que lo que estaban haciendo fuese una traición. Por desgracia para ellos, Félix sí que lo consideraba de ese modo.
Al ver que eran pocos, se tranquilizó hasta cierto punto. Habían usado magia oscura para vencer a los guardias, pero, según esperaba, Max podría contrarrestarla. A menos que fuesen luchadores muy extraordinarios, Gotrek y Snorri serían rivales más que dignos de ellos, y Félix contribuiría alegremente a matarlos. Era obvio que estaban demasiado confiados y resultaría bastante fácil pillarlos por sorpresa. No habían dejado centinelas.
—Nos dijeron que no matáramos a los guardias —refunfuñó uno de los hombres que estaban en el fondo del silo—. Nos lo dijeron, pero ¿quisisteis escuchar? ¡No! Cuando los de arriba se enteren de esto, habrá problemas.
—Es mejor asegurarse que lamentarse; es lo que yo digo —respondió otra voz con tono de autojustificación. Era una voz que repugnaba; tenía una viscosa calidad insinuante, y Félix no dudó que su dueño era quien había comenzado el asesinato de los guardias y había disfrutado con ello—. De todas formas, serán unas cuantas espadas menos por las que no tendrán que preocuparse nuestros hermanos del exterior.
—Sí…, pero ahora todos sabrán que aquí ha sucedido algo. Se suponía que esto debía ser una sorpresa.
—Daos prisa —dijo una tercera voz, la de un líder—. La nevisca no durará para siempre, y el cambio de guardia es dentro de dos horas. No tenemos toda la noche.
Casi resultaba tranquilizador oír voces humanas después de las cosas espectrales con las que se habían topado en el exterior. Sus enemigos eran gente viva, respiraban, y Félix sabía que si se les hacía un corte iban a sangrar. De repente, se alegró.
Como le sucedía con gran frecuencia, su anterior miedo había pasado para ser reemplazado por una cólera de fuego lento. Estaba furioso con aquellos hombres de allá abajo por lo que habían hecho. Ya era bastante malo que hubiesen asesinado a los guardias a traición, pero planeaban asesinar a centenares, tal vez millares de personas más. Félix sabía que si se permitía que ese plan tuviese éxito, él, Ulrika o cualquiera de sus otros compañeros podrían fácilmente contarse entre las víctimas. Lo que estaban haciendo era malvado y cobarde, además de traicionero, y debían impedirlo.
—Da la impresión de que hasta ahora sólo han logrado contaminar un silo —susurró Max.
—Entonces, detengámoslos antes de que contaminen ninguno más —decidió Gotrek—. ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo ahí abajo? —bramó.
Los adoradores enmascarados alzaron la mirada, y Félix vio sus febriles ojos que brillaban. Varios llevaban cuchillos o espadas, y uno alzó las manos y comenzó a entonar un encantamiento. Sin concederse la oportunidad para pensar, Félix se lanzó al aire al mismo tiempo que blandía la espada. Aterrizó cerca del brujo del Caos y le hendió la cabeza de un solo golpe. El impacto de la caída fue amortiguado por el blando grano en el que entonces se encontraba de pie, hundido casi hasta los tobillos.
Los adoradores del Caos profirieron alaridos de consternación cuando Gotrek y Snorri llegaron para unirse a él. El hacha de Gotrek salió disparada y cortó en dos al adorador más próximo; con el golpe de retorno, le rebanó la parte superior de la cabeza a otro, lo que hizo volar los sesos, que se desparramaron sobre el grano. Snorri aullaba con júbilo mientras golpeaba con el hacha y el martillo.
La valoración que Félix había hecho de los adoradores del Caos era correcta. Tardaron un momento en recobrarse, y durante ese tiempo se lanzó adelante y le clavó una estocada a otro en el estómago. Al hacerlo, descubrió una de las desventajas de la situación: el grano resbalaba de un lado a otro bajo los pies. Era como caminar por unas arenas movedizas deslizantes. Absorbía hacia abajo de inmediato, y hacía que resultase difícil mantener el equilibrio cuando uno se movía.
—¡Acabad con ellos! —gritó uno de los adoradores del Caos—. Son sólo tres.
Los otros avanzaron resbalando, para hacerles frente. Félix pensó que sólo los enanos mantenían el equilibrio, aunque, por supuesto, para ellos era más fácil, ya que tenían piernas cortas y pies anchos. Avanzaron para encontrarse con el enemigo, apenas impedidos por el grano.
Félix se encontró intercambiando golpes con un hombre corpulento, más grande que él y armado con un pesado espadón. El hombre era más lento que el poeta y ni con mucho tan diestro, y en circunstancias normales lo habría despachado en un instante. Pero allí, la dificultad de moverse sin caer sumada a la manera como el grano parecía absorber sus piernas y ralentizar sus movimientos hacían que tuviese algunos problemas, que aumentaron cuando dos de los otros se unieron al hombre corpulento. «Maravilloso —pensó Félix—. ¿Por qué no pueden ir a pelear con Gotrek en lugar de escogerme a mí?»
Paró un golpe, apenas logró desviar otro y sintió que el filo de una espada le hacía un corte en un brazo. Rezó para que la hoja no estuviese envenenada e intentó evitar que ese pensamiento lo petrificara mientras bloqueaba otra estocada. La fuerza del impacto amenazó con arrancarle la espada de los dedos entumecidos y lanzarla volando por el aire, y estuvo a punto de perder el equilibrio a causa del resbaladizo grano.
Desde lo alto, llegó un cegador destello de luz dorada. El rayo incendió la cogulla de uno de los hombres y continuó adelante; el cabello se quemó y la piel de la cabeza se derritió y corrió como metal fundido. Félix, que lo observaba, vio que el cráneo se hundía y que la cabeza se aplastaba como si estuviese hecha de arcilla derretida. El hombre profirió un horroroso gemido gorgoteante y se desplomó. En ese momento, otro de los atacantes de Félix alzó la mirada para localizar el origen de aquella nueva amenaza. Éste aprovechó esa oportunidad para clavar la espada por debajo de las costillas del hombre y mandarlo de cabeza al reino de Morr.
El último hombre profirió un alarido y saltó hacia Félix, pero al hacerlo el hacha de Gotrek cayó sobre la parte posterior de su cabeza, le atravesó el torso y lo partió en dos. Al levantar la mirada, Félix vio que Max se encontraba de pie allí y que un aura dorada le rodeaba la mano derecha. El poeta asintió con la cabeza para darle las gracias, y luego recorrió el silo con los ojos. Era como una escena de algún infierno del Dios de la Sangre. Por todas partes, yacían trozos de cuerpos descuartizados y la sangre se deslizaba entre el grano; los alambiques de veneno estaban tirados, y de ellos, salía el contenido a borbotones.
—A Snorri no le hace gracia comer pan hecho con esto —comentó Snorri.
«Por una vez en tu vida, Snorri, acabas de decir algo sensato», pensó Félix.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el poeta, preocupado—. ¿Esperar aquí hasta que lleguen los guardias?
Tenía la experiencia suficiente en esas cosas para saber que los guardias podrían echar una sola mirada a la carnicería que habían hecho y arrojarlos sin más a los calabozos del duque; en caso de que acudiera algún guardia, cosa que podría no suceder a consecuencia del hecho de que los fantasmas de Praag habían sido puestos en libertad.
—La pregunta es si éste es el único granero que ha sido atacado —intervino Max—. La única razón por la que estos canallas fracasaron es porque nosotros los detuvimos. Si algo similar está sucediendo en todos los graneros de la ciudad…
—Deberíamos avisar a alguien —dijo Félix.
—¿A quién? Si hay un traidor en el palacio…
—Deberíamos decírselo al duque en persona. Dudo que él sea el traidor y, si lo es, tenemos un problema aún más grande de lo que pensábamos.
—Creo que el duque consentirá en verme —comentó Max—. Hace un rato, me envió un mensaje para solicitarme que me presentara en su corte. Por supuesto, probablemente también estaría dispuesto a escuchar a Ulrika, pero ella no se encuentra en condiciones de levantarse.
—Escucharía a cualquiera que hubiese llegado aquí en la Espíritu de Grungni —le aseguró Félix, mientras pensaba con rapidez.
—En ese caso, no perdamos más tiempo en debates —concluyó Gotrek—. ¡Vamos al palacio!
* * *
Por el momento, la nevada había cesado y en las calles cubiertas por una capa blanca reinaba un silencio misterioso. El aire de la noche era frío y quieto, y de algún lugar distante les llegó un largo lamento agudo y lo que parecía un sollozo de pena. «Da la impresión de que los males de esta noche no tendrán fin», pensó Félix. Max permaneció inmóvil durante un momento, como si escuchara algún ruido apenas perceptible.
—Las fuerzas de la magia oscura son poderosas esta noche —dijo pasado un instante.
—Resulta fácil ver quién es el hechicero aquí —comentó Gotrek con tono sarcástico—. No creo que te necesitemos para que nos lo digas.
—No me refería a eso —respondió Max, picajoso—. ¿Por qué no me dejas a mí la adivinación, y yo te dejaré a ti el trabajo con el hacha?
—Me parece justo —intervino Snorri.
—¿Qué querías decir exactamente? —preguntó Gotrek.
—Ahí afuera está sucediendo algo importante —respondió Max. No era necesario concretar más; todos sabían que se refería al otro lado de las murallas—. Se trata de algún poderoso ritual arcano. Están reuniendo todos los vientos de la magia oscura procedentes del norte y los canalizan para formar una tremenda tormenta mágica.
—¿Con qué finalidad? —quiso saber Félix—. ¿Para vencer la muralla de hechizos de la ciudad?
—Tal vez —replicó Max—, o quizá por alguna otra razón.
—¿Y cuál podría ser?
—Déjame pensar en ello.
—Entonces, piensa mientras caminamos —concluyó Gotrek—. ¡Vamos!
* * *
Mientras avanzaban a paso rápido a través de las serpenteantes calles gélidas, Max apreció una vez más el ingenio aplicado en la reconstrucción de Praag. La ciudad era un laberinto destinado a confundir a quien no conociera su trazado, aunque eso no serviría de mucho si los invasores tenían secuaces que los guiasen dentro de las murallas. Los guardias apostados ante las puertas de la muralla interior los dejaron pasar sin dificultad, y subieron corriendo por el enorme afloramiento rocoso sobre el que se alzaba la ciudadela.
Max estaba preocupado, más que en toda su vida. La enormidad de la situación comenzaba a hacerse sentir como una carga de plomo sobre sus hombros. Él, Ulrika y los demás se encontraban atrapados allí adentro. No sólo resultaba casi abrumador el peso de los enemigos de fuera de las murallas, sino que también había traidores dentro de ellas. Peor aún: el ejército enemigo tenía brujos más poderosos que cualesquiera con los que Max se hubiese encontrado antes y estaban, en ese preciso momento, entregados a rituales de magia maligna cuyo propósito aún no había logrado entender.
«Piensa —se dijo—. ¿Qué están haciendo, realmente? Atrayendo hacia sí mismos toda la energía de magia oscura de un continente entero. ¿Por qué? ¿Qué pueden lograr con eso? Pueden alimentar hechizos de una potencia tremenda. ¿O? O, durante un corto período de tiempo, pueden elevar la cantidad de magia oscura de esta zona al mismo nivel que hay en los Desiertos del Caos, o incluso más». De repente, tuvo una sensación de vértigo en el fondo del estómago, ya que todos sus estudios apuntaban a que sólo una cosa podían hacer con esa energía.
—Creo que van a levantar contra nosotros un ejército de demonios —les dijo a los demás.
Félix gimió en voz baja, Snorri profirió lo que podría haber sido una exclamación de júbilo, y Gotrek sonrió con ceñuda alegría.
—¿Qué te hace decir eso? —preguntó Félix.
«¿Cómo puedo explicárselo a ellos?», se preguntó. No eran hechiceros, carecían de la formación y los conocimientos que les permitirían apreciar la gravedad de la situación. Él sí que lo veía claro, pues se trataba de un tema que había estudiado ampliamente. Los demonios necesitaban enormes cantidades de energía mágica si querían mantener su forma en el mundo mortal durante el tiempo que fuese necesario. La magia era para los demonios como el aire para los humanos o el agua para los peces. Se trataba de un elemento que necesitaban para sobrevivir. Por suerte para la humanidad, en la mayoría de las áreas del mundo la magia era relativamente escasa, y los demonios no podían ser invocados más que durante cortos períodos de tiempo, por lo general minutos, durante horas como máximo. Sólo en los sitios como los Desiertos del Caos había la suficiente materia prima como para que pudieran retener su forma de modo permanente. Si aquellos magos del ejército invasor lograban atraer hacia Praag la energía necesaria, podrían recrear esas condiciones y, una vez que lo hubiesen hecho, con toda esa energía suelta, ¿quién sabe de qué serían capaces los demonios? Ni siquiera el más poderoso de los ancianos hechiceros tenía la más remota idea.
Max sintió que un frío más intenso que el del aire de la noche le recorría los huesos.
* * *
Ante ellos, la ciudadela se encumbraba en medio de la nieve. Era enorme, tan grande como cualquier palacio real del Imperio, pero a Félix le pareció que tenía algo raro. Parecía que en ella había algo sutilmente incorrecto. Las puertas eran demasiado grandes, y las alas, ligeramente desproporcionadas, como si el arquitecto hubiese estado comiendo raíz de bruja cuando trazó los planos, y los obreros hubiesen construido de verdad lo que había imaginado.
A pesar de todo, era de una inquietante belleza: monstruosas gárgolas se aferraban a los aleros, enormes balcones de piedra ornamentada por tallas sobresalían por debajo de las ventanas arqueadas, y descomunales monstruos habían sido tallados de tal manera que parecían surgir de la piedra viva para batallar con los héroes esculpidos que les hacían frente. Una descomunal estatua de Magnus el Piadoso se encumbraba junto a la puerta principal con el martillo en alto, de modo que se encontraba con la espada del zar Alexander, alzada desde el otro lado. Estos dos héroes de la Gran Guerra contra el Caos hacían guardia eterna en la entrada, y Félix se preguntó si habría algo de cierto en la leyenda que decía que volverían a la vida para defender la ciudad en caso necesario. De algún modo, lo dudaba. Si alguna vez había llegado la hora de esa calamitosa necesidad, era en ese momento, y los dos guerreros de piedra no mostraban la más mínima inclinación de volver a la vida y unirse a la batalla contra las hordas de la Oscuridad. Félix no se lo reprochaba. Probablemente, ya habían tenido más que suficiente con lo que habían pasado en su vida.
Las estatuas deberían haber resultado alentadoras, pues eran un recordatorio de que el hombre ya había triunfado antes sobre el Caos, aunque no lograron animarlo. De pronto, Félix se dio cuenta de por qué la arquitectura del palacio parecía tan descabellada y sus adornos resultaban tan inquietantes. El palacio había sido construido por aquellos que habían visto monstruos semejantes y habían luchado contra ellos. Era un recuerdo de aquella lucha, al igual que lo era la gran estatua a los guerreros desconocidos situada al otro lado de la plaza del palacio. Tal vez sus sospechas respecto a la cordura de los constructores eran infundadas. Cualquiera que retuviese el suficiente contacto con la realidad para construir algo después de la Gran Guerra contra el Caos era digno de admiración. Félix deseó con fervor que algunos de los pobladores de Praag fuesen capaces de construir en ese momento algo ante lo que pudiesen maravillarse sus descendientes dos siglos después. Esperaba con fervor que hubiese descendientes, y un mundo en el que pudieran vivir.
Los centinelas de la puerta cruzaron las alabardas para impedirles el paso a los aventureros. Félix vio que había muchos más detrás de ellos. Eran hombres de ojos duros y suspicaces, con expresión obsesionada. No resultaba sorprendente, dadas las circunstancias. Lo que había sucedido aquella noche bastaba para volver suspicaz al más confiado, y los guardias de Praag jamás habían sido famosos por su tolerancia.
—¡Declarad vuestra intención! —dijo un sargento de aspecto duro—. ¡Y de prisa!
—No me gusta tu tono —respondió Gotrek con cara de pocos amigos, y alzó el hacha.
«Ahora no —pensó Félix—. Ya tenemos bastantes enemigos sin necesidad de organizar una pendencia con la guardia personal del duque».
—Le traemos una advertencia al duque. Hay traidores dentro de la ciudad. Intentaban envenenar el granero de la Puerta de las Aguas.
—El granero está vigilado por una veintena de hombres —respondió el sargento—. Jamás podrían pasar…
—Allí había una veintena —lo corrigió Gotrek con una sonrisa burlona—. Ahora hay una veintena menos.
—Se empleó magia oscura para vencerlos —explicó Max.
El sargento miró al hechicero, y pareció reconocerlo.
—Tú eres el mago de la taberna Jabalí Blanco, el que estaba demasiado ocupado para ver a su gracia. Has cambiado de opinión.
Entonces fue Max quien habló con tono picajoso.
—Deberías agradecer que así sea —respondió—, y dales las gracias a estos valientes guerreros, porque de otro modo un día de éstos habríais comido pan envenenado.
El tono de Max, y probablemente su reputación como hechicero, parecieron impresionar al sargento.
—Id a buscar al capitán —ordenó—. Podréis explicarle todo eso a él. Entrad. Bien sabe Ulric que necesitamos a todos los hechiceros que podamos conseguir en una noche como ésta.
Por primera vez, Félix percibió un miedo muy real en la voz del hombre. Él, al igual que todos los guardias, parecían tensos hasta el punto de estallar. Se le ocurrió que si los brujos del Caos hubiesen liberado a los fantasmas con el propósito deliberado de minar la moral de los habitantes de la ciudad, no podían haberlo hecho mejor.
* * *
Max pensó que el duque tenía aspecto cansado, y el cansancio no había mejorado su temperamento. Pero había que tener en cuenta que estaban todos agotados; habían pasado una noche para destrozarle los nervios al más templado. Interiormente, Max le daba las gracias al sargento de la guardia. El capitán había resultado ser un hombre razonable y competente, que había escuchado todo lo que tenían que contarle y los había enviado a las dependencias del duque, donde el gobernante y su consejo se encontraba en sesión de emergencia.
—Me alegro mucho de que hayas decidido que podías unirte a nosotros, herr Schreiber —dijo el duque con una voz cargada de sarcasmo.
«El duque Enrik no es un hombre que agrade con facilidad», pensó Max. En sus modales bruscos había algo que hacía aflorar lo peor de la gente, y Max le rezó a Verena para que Gotrek contuviera la lengua y el temperamento. Sabía que había bastantes pocas probabilidades de que así fuese, pero si podía conseguir antes…
—Y es agradable que hayas traído un séquito de guardaespaldas armados.
De pronto, el duque sonrió por primera vez y a su rostro afloró una expresión casi agradable.
»Probablemente, un hombre no podría hallarlos mejores en este continente, o al menos eso he oído decir.
Miró a los Matadores por un instante y luego habló en idioma enano.
—¿Habéis venido para renovar los ancestrales juramentos de alianza?
Max se quedó pasmado. Dudaba que en la ciudad hubiese alguien que no fuese él mismo, unos pocos eruditos, los sacerdotes de Sigmar y los propios enanos, capaz de hacerse entender en el ancestral idioma de la Antigua Raza.
Enrik se hacía entender a la perfección, pues hablaba con gran fluidez, lo que constituía un logro sorprendente en un gobernante kislevita. Tal vez no era un pueblo tan bárbaro como Max había creído.
—Sí —respondió Gotrek en idioma imperial—. Eso es.
—En tal caso, sed bienvenidos. ¿Qué os trae aquí en medio de la noche?
Con rapidez, Max resumió los acontecimientos de la velada, y el semblante del duque se fue volviendo más sombrío a medida que escuchaba. Cuando Max concluyó, se puso a gritar órdenes para que los guardias fuesen enviados a todos los graneros y pozos de la ciudad. Luego, se volvió a mirarlos.
—Esta noche se han ejecutado hechos inmundos. Tenemos con vosotros una deuda de gratitud por haber desenmascarado a esos traidores. Pensaré en vuestra recompensa.
—La única recompensa que quiero es una fila de adoradores del Caos delante y un hacha en la mano.
En los labios de Enrik apareció una de sus raras sonrisas.
—Eso será bastante fácil de conseguir, dadas las presentes circunstancias.
—Y tú, herr Schreiber, pareces saber más sobre estas cosas que todos los magos y sacerdotes de mi consejo. ¡Ojalá hubieses revelado antes tus dones…! De haberlo sabido te habría ofrecido un lugar junto a mí.
—Me habría sentido honrado —respondió Max.
—En ese caso, me encargaré de que así se haga. Ahora marchaos a dormir. Por la mañana, volveré a hablar con vosotros.