SIETE
Ivan Mikelovitch Straghov alzó la mirada y se echó a reír. Copos de nieve blanca se mezclaban con la lluvia, y el frío viento del norte amenazaba con congelar sus viejos huesos. «Bien —pensó—. Parece que el invierno llegará temprano este año. Cuanto antes, mejor». Las ventiscas harían más lento el avance del ejército que salía del norte. La congelación dejaría manos sin dedos, y la piel desnuda se pegaría al metal. Dudaba que cualquier ejército, del tamaño que fuese, pudiera marchar a través del invierno kislevita.
Lentamente, su buen humor disminuyó. ¿Quién sabía de qué eran capaces aquellos bastardos adoradores del Caos? Tal vez tenían magia que podía protegerlos. En cualquier caso, aun si las tribus de merodeadores eran diezmadas por el hambre, no dudaba que los guerreros del Caos y los hombres bestias sobrevivirían. Ya se los había encontrado antes, cuando bajaban del Territorio Troll en pleno invierno. Muy probablemente, los hombres bestia se comerían a sus aliados humanos, y los guerreros de negra armadura no parecían necesitar ni alimentos, ni agua, ni cobijo, característica que compartían con sus monstruosos corceles. Se dijo que no debía ser tan pesimista. Todo ayudaba, y si el Señor Invierno y sus gélidos soldados destruían a unos cuantos millares de amantes de demonios, le estaría agradecido. En ese momento, Kislev necesitaba toda la ayuda que pudiese obtener.
Le exigió un mayor esfuerzo a su caballo. Ya quedaban sólo un par de horas hasta el Vado del Mikal, donde se había reunido la Hueste Góspodar. No veía la hora de unirse a ella; no dudaba que, si ésta descendía sobre la horda del Caos, tanto si ganaba como si perdía habría una gran matanza.
* * *
Félix Jaeger corría por las almenas de Praag. La nieve caía a su alrededor, y el viento helado parecía cortarle el rostro. La monstruosa máquina de asedio se estrelló contra la muralla, y sus piedras se estremecieron bajo el impacto del enorme ariete. Se oyó un estrépito de cadenas cuando una gran rampa descendió desde lo alto de la torre y, con un rugido, salieron de ella bárbaros ataviados con pieles de animales. El jefe era un guerrero del Caos de negra armadura, que medía algo más de dos metros de alto y llevaba una maza enorme en una mano y un espadón descomunal, firmemente sujeto, en la otra.
Ya antes de que los adoradores del Caos pudiesen avanzar, Gotrek se encontraba en medio de ellos, seguido por Snorri y Bjorni. Los enanos, con Félix y Ulli justo detrás de ellos, se abrieron paso a hachazos a través de los bárbaros, en línea recta hacia el jefe. Los desmoralizados defensores humanos recobraron el valor y se lanzaron otra vez a la lucha.
Félix sintió que la rampa se flexionaba bajo el peso de la masa de guerreros. Le asestó un golpe de espada al escudo de un merodeador, y de una patada tiró de la rampa a otro, que cayó hacia su muerte en el foso erizado de estacas que rodeaba la muralla. De delante le llegaba el bramado grito de guerra de Gotrek, que derribó al jefe y continuó abriéndose paso a golpes de hacha entre los seguidores del Caos. En momentos como aquél, el enano parecía imparable, como un Dios Ancestral que hubiese regresado para causar estragos entre los enemigos de su pueblo.
Félix asestó una estocada tras otra, y luego se dio cuenta de que la totalidad de la enorme estructura se sacudía.
—¡Retirada! —gritó—. ¡Esta cosa va a derrumbarse!
Retrocedió de inmediato hasta la muralla, sin dejar de defenderse. Paró un golpe de un enorme hombre bestia, y le cercenó una mano con el contragolpe. Mientras observaba, vio que la infernal máquina se sacudía y comenzaba a inclinarse de lado. En ese momento, Gotrek y los otros Matadores estaban retrocediendo de mala gana, tras haber obligado a la presa a regresar a las entrañas de la torre. El poeta percibió olor a quemado y vio llamas que comenzaban a saltar más arriba de las almenas. Al parecer, la torre de asedio estaba incendiada, aunque no tenía ni idea de cómo había sucedido eso. Un hechizo, fuego alquímico, aceite encendido, no importaba, y se sintió agradecido por el respiro.
Los defensores dieron vítores en el momento en que la torre se escoró como un barco que se va a pique y se estrelló contra el suelo, pero los vítores murieron cuando los soldados vieron, al mirar a lo lejos, docenas de otras torres que iban tomando forma en el campamento del Caos. «Lo que acaba de suceder apenas puede ser considerado como una victoria —comprendió Félix—, porque el enemigo no ha llevado a cabo un verdadero asalto». La torre había avanzado sin contar con ningún apoyo. Resultaba obvio que era el acto de unos pocos dementes desesperados por obtener gloria, más que algo que formase parte de un ataque conjunto. Se preguntó qué sucedería cuando avanzaran todas las torres, apoyadas por la brujería y aquellos enormes onagros. No soportaba pensar en ello.
De repente, se sintió muy cansado. Estaba exhausto y sin fuerzas, y se dejó caer con la espalda contra la pared para reposar un poco. Gotrek se le acercó con sus pesados andares, y dejó profundas huellas en la alfombra de nieve. El poeta se frotó las manos para calentárselas, ya que después de haber acabado la lucha el sudor comenzaba a enfriársele en el cuerpo. Sabía que tendría que cambiarse pronto la ropa que llevaba, o se arriesgaría a coger una fiebre o algo peor. Se interrogó acerca de la nevada, ya que le parecía antinatural porque el invierno no estaba lo bastante avanzado. Los kislevitas habían vitoreado el fenómeno y estaban seguros de que era obra de Ulric y de que el Señor Invierno luchaba a favor de ellos, pero Félix no las tenía todas consigo.
—Hoy casi no ha merecido la pena el esfuerzo. Deberíamos habernos quedado en la taberna y dejar que tu gente se encargase del asunto.
—¿Y por qué no lo hiciste? —jadeó el poeta.
—Matar unos pocos hombres bestia siempre es mejor que no matar ninguno.
—En eso puede ser que tengas razón, pero si a ti no te importa, en el futuro puedes matar a los que me toquen a mí.
—Será mejor que te levantes, humano. Esta noche tenemos asuntos que atender.
—No creas que lo he olvidado —replicó el poeta, aunque para sí deseaba hacerlo.
* * *
—Éste parece el tipo de sitio que me gusta a mí —comentó Bjorni con una risa aguda, se frotó las manos y luego hizo un obsceno movimiento de bombeo con un brazo.
Los pequeños copos de nieve se le quedaban prendidos en la corta barba, y Félix se preguntó si dejaría de nevar alguna vez. Había oído historias referentes al invierno de Kislev, algunas de las cuales decían que comenzaba a nevar a finales del verano y no dejaba de hacerlo hasta la primavera. Esperaba que no fuese verdad.
—No sé por qué, pero pensaba que podría serlo —murmuró el poeta.
Sólo con mirar hacia la entrada del callejón de La Rosa Roja, se alegraba de que Bjorni estuviese allí. No había resultado difícil de encontrar, dado que se trataba de uno de los prostíbulos más grandes de toda la ciudad, y a juzgar por las luces que ardían en el interior, estaban haciendo muy buen negocio. En realidad, no era sorprendente. Con la horda del Caos en el exterior, cualquiera que pudiese permitirse un poco de olvido en los placeres de la carne, los buscaba. Las inclemencias del tiempo no parecían haber desanimado a los clientes.
—No estamos aquí para eso —intervino Gotrek.
—Habla por ti —replicó Bjorni con tono alegre—. He oído decir que aquí tienen una muchacha halfling que puede…
—Calla, no quiero saberlo —contestó Gotrek en tono peligroso, y Bjorni bajó la voz hasta convertirla en un murmullo.
—Creo que yo debería encargarme de hablar —dijo Félix—. ¿Por qué no pedís un trago y os quedáis cerca por si surgen problemas?
—Snorri piensa que es una buena idea, joven Félix —asintió Snorri, y los demás Matadores parecieron estar de acuerdo.
El poeta se preguntó si aquél era un plan tan bueno como creían. Presentarse en el prostíbulo al mismo tiempo que los enanos haría que llamase la atención, pero se sentía más tranquilo si sabía que tenía ayuda cerca. El encuentro con Olaf y Sergei no le provocaba ningún deseo de entrar solo en la casa de placer. En cualquier caso, era la única pista de los asesinos que tenían de momento, y estaba ansioso por seguirla. «Es mejor ser el cazador que el cazado», pensó.
—De acuerdo, vosotros entrad ahora, y yo os seguiré dentro de unos minutos.
—Me parece bien, humano.
Los Matadores avanzaron hacia la casa de placer con Gotrek en cabeza y Bjorni casi corriendo a su lado. Si no lo hubiese conocido mejor, habría jurado que Ulli estaba ruborizado. «Trucos de la luz», pensó.
Gotrek les echó una feroz mirada a los guardas, que se apartaron para dejarlo pasar cuando se les acercó. Resultaba obvio que comprendían los peligros que conllevaba el intento de separar a cuatro Matadores de sus armas en esos tiempos agitados. De todas formas, estaban entrando muchas personas más con sus espadas. «Es un sitio peligroso», decidió Félix cuando los enanos desaparecieron en el interior. Les dio unos pocos minutos, que dedicó a rezar para que no empezaran ninguna pelea. Palpó su bolsa. Aún le quedaba algo de oro, lo cual era buena cosa, dado que tendría que gastarlo para averiguar lo que quería saber.
Ociosamente, especuló sobre si Olaf y Sergei serían adoradores de Slaanesh, ya que aquél parecía precisamente el tipo de lugar que frecuentarían los trastornados adoradores del Dios del Placer. ¡Ojalá supiese más! El mero hecho de hacer preguntas podría poner sobre aviso a la gente que estaban buscando, o podría provocar otro ataque si aquel sitio era algún tipo de templo secreto. Se dijo que no debía permitir que se le disparara la imaginación. Aquello no era un melodrama de Detlef Sierck. En ese lugar, no había ningún templo escondido; al menos, eso esperaba.
Se dio cuenta de que lo único que estaba haciendo entonces era retrasar las cosas, pues no quería comenzar. Inspiró profundamente, elevó una plegaria a Sigmar para pedirle que Ulrika, que yacía en cama en proceso de recuperación, no descubriera jamás dónde estaba esa noche, y avanzó. Los guardas no le dedicaron una segunda mirada cuando ascendió las escaleras y traspasó las puertas batientes. En el interior lo envolvió una hola de aire cálido, y parpadeó mientras sus ojos se adaptaban a las repentinas luces brillantes. En las enormes lámparas que colgaban del techo, ardían docenas de velas, y una lámpara pequeña iluminaba cada uno de los reservados que flanqueaban las paredes. La luz era mortecina comparada con la del día, pero mucho más brillante que la noche que acababa de dejar atrás.
En cuanto entró, los olores a cerveza y perfume fuerte atacaron su sentido del olfato. Aparentemente La Rosa Roja estaba al máximo de su capacidad aquella noche. Apenas había sitio para permanecer de pie. «Es buena cosa —pensó—, ya que resulta menos probable que alguien intente hacer algo desagradable». Luego, lo asaltó el pensamiento de que alguien podría hacerle un arañazo con un arma envenenada y alejarse entre la muchedumbre, y se le erizó la piel. Se dijo que era la nieve derretida que le caía del cabello por la espalda lo que acababa de provocarle el escalofrío que le había recorrido la columna, pero sabía que no era cierto. Se abrió paso a través de la multitud hasta la barra, empujando con un hombro y, en ese momento, un par de mujeres con los labios muy pintados se lanzaron hacia él.
—Hola, guapo. ¿Quieres pasar un buen rato? —preguntó una de ellas.
—Quizá más tarde —respondió mientras la otra enlazaba su brazo con el de él.
Aunque intentó soltarse, ella se limitó a apretar con más fuerza. «Bueno, es igual», pensó, y continuó empujando. Con una rápida mirada descubrió que los Matadores se encontraban sentados a una mesa cercana a la barra; desde aquella posición tenían una buena perspectiva de la gran escalera que ascendía hasta las habitaciones del piso de arriba. Por ella, subía y bajaba un constante torrente de hombres borrachos y mujeres escasamente vestidas. Un kislevita bajo y fornido chocó contra Félix y continuó camino con paso vacilante. El poeta sintió que unas manos le agarraban el cinturón, y se alegró de haberse metido la bolsa del dinero dentro del justillo.
—¿Me invitas a una copa? —preguntó la mujer que se aferraba a su brazo.
—Si logramos llegar hasta la barra —replicó mientras continuaba empujando.
Ante él, un numeroso grupo de mercenarios se encontraba reunido en torno a una mesa, sobre la cual una muchacha ataviada como una chica de harén de Arabia se quitaba los velos. Félix pensó que tenía una interesante colección de tatuajes y piercings.
—Yo tengo un anillo como ésos en el ombligo —dijo la muchacha—. Te lo enseñaré si quieres… arriba.
—Primero vayamos a buscar algo para beber —respondió el poeta.
Lograron llegar a la barra, que estaba abarrotada, y Félix se vio obligado a abrirse paso a codazos entre dos hombres corpulentos, que lucían el tabardo de los alabarderos imperiales, para pedir dos cervezas.
—Yo no quiero cerveza —declaró la muchacha—. Quiero vino.
—Que sea también un tinto de Tilea —añadió Félix.
Se sentía un poco fastidiado, pues había esperado hacer algunas averiguaciones acerca de Olaf y Sergei entre el personal de la barra, pero resultaba evidente que en ese momento estaban demasiado atareados para contestar preguntas. La cosa ya estaba resultando más difícil de lo que él había pensado que sería. El lado positivo era que nadie, excepto la muchacha que lo acompañaba, parecía prestarle la más mínima atención. El lugar estaba tan atestado que uno tenía que ser un Matatrolls o un príncipe elfo para destacarse entre la multitud.
—Busquemos un sitio para sentarnos —dijo Félix—. Necesito descansar.
—Espero que no estés demasiado cansado, guapo.
—He pasado la mayor parte de la tarde en las murallas —explicó—. Es algo que agota.
—No hablas como un guardia ni como uno de los soldados del duque. ¿Eres un mercenario?
—Algo así.
—O lo eres o no lo eres.
—Me quedé atrapado aquí cuando se presentó la horda del Caos.
—Entonces, ¿eres un guardia de caravanas?
Asintió mientras se abrían paso hacia un reservado; aquella explicación le pareció mejor que contarle la verdad a la muchacha. Si alguien andaba buscando a Félix Jaeger, el hombre que había llegado en la nave aérea, cuantos menos supiesen allí quién era él, mejor. El poeta estudió a la mujer. Era menuda, y sospechó que parecía mayor de lo que en realidad era. Tenía la piel pálida, el cabello rizado y brillante como el oro, y su rostro, aunque bonito, tenía aspecto gastado. Sus rasgos parecían ligeramente inflados, aunque en sus ojos había una inteligencia rápida y maliciosa. La sonrisa era profesional, aunque agradable, y la mano que ascendía por su muslo resultaba experta.
—No hablas como un guardia de caravana, sino más bien como un sacerdote o un funcionario.
—Aquí vienen muchos sacerdotes, ¿verdad?
—Te sorprendería quienes vienen por aquí. Elfos, enanos, magos, nobles…, de todas las clases.
—¿Has visto alguna vez a un par de tipos duros que se llaman Olaf y Sergei? —preguntó, por si acaso ella sabía algo sobre sus presas. Posó una mano sobre la de ella, y el masaje de los dedos de la muchacha cesó—. Uno es un tipo grande, de aspecto musculoso y muy, muy duro. El otro parece gordo, pero camina con rapidez y es bueno con el cuchillo.
—¿Son amigos tuyos? —preguntó ella, cautelosa. Parecía que la sonrisa se le había quedado fija en el rostro, casi congelada.
—No exactamente.
—¿Qué relación tienes con ellos?
—Los estoy buscando.
—¿Quieres que le hagan daño a alguien?
El tono vacilante con el que ella formuló la pregunta dio la impresión de que había estado a punto de decir otra cosa en lugar de «le hagan daño», y que luego había cambiado de opinión.
»Me sorprende… Pareces alguien capaz de hacerlo por ti mismo.
Sus dedos habían comenzado a moverse otra vez, y él le inmovilizó la mano.
—¿Sabes dónde podría encontrarlos?
—¿Cuánto vale la información?
En los ojos de la muchacha apareció un destello calculador.
Félix le enseñó su bolsa y la mantuvo abierta para que pudiese ver el brillo del oro y la plata del interior.
—Dependerá de lo que me digas.
—Estuvieron aquí la pasada noche.
—Eso ya lo sabía.
—Le dijeron a Sasha que regresarían, pero no lo hicieron. Probablemente fueron a alguna otra casa. A El Árbol Dorado, tal vez.
—¿Sasha?
—Una muchacha alta, de pelo negro. Tenía algo con ellos.
—¿Con ambos?
—Aquí viene de todo.
—¿Dónde podría encontrar a Sasha? Me gustaría hablar con ella.
—Si me das alguna de esas monedas, podría encontrártela. Incluso podría convencerla de que hablara.
—¿Y por qué iba a necesitar que la convencieran?
—No es conveniente que esos hombres se enojen.
—En ese caso, tal vez a ti te convenga también recordar algo.
—¿Qué?
—Tampoco es conveniente que yo me enfade.
—Eso ya había comenzado a sospecharlo.
—Ve a buscarla, y si la traes a esta mesa habrá oro para ti.
—Prefiero que me lo des ahora.
—Estoy seguro de que sí. Aquí tienes una moneda de plata para que no pierdas el interés.
—Mi interés ya lo tienes, guapo, pero una moneda de plata siempre es bien recibida.
Félix la observó hasta que desapareció entre la muchedumbre. No tenía muy claro en qué estaba metiéndose, pero se mostraba decidido a continuar a pesar de todo. Realmente quería averiguar todo lo posible sobre sus atacantes de la noche anterior. No abrigaba muchas esperanzas, pero cabía la posibilidad de que lograse averiguar quién estaba detrás de ellos. Aprovechar cualquier oportunidad de averiguarlo, por débil que fuese, parecía preferible a esperar a que le clavaran una daga envenenada en la espalda.
Bebió un pequeño sorbo de cerveza, decidido a conservar la sobriedad. En breve quizá necesitaría tener la cabeza lo más clara posible; eso, si la muchacha no se limitaba a desaparecer con el dinero, o su amiga ponía sobre aviso al Grandioso del que habían hablado Olaf y Sergei. Maldición; ni siquiera se había molestado en preguntarle cómo se llamaba. Cabían todas las posibilidades del mundo de que se marchara con el dinero para no regresar. Justo cuando se le ocurría eso, vio que la muchacha de cabello dorado regresaba, sola.
—Hablará contigo, pero no aquí.
—¿Dónde, entonces?
—Arriba, ¿dónde, si no? Tienes que pagarle a la casa por la habitación y el tiempo que ella te dedique. Eso, además de lo que nos debes a ella y a mí.
—De acuerdo. Vamos.
Félix se levantó y la siguió con una de las cervezas en la mano para no llamar la atención. Al llegar a la escalera, se volvió a mirar a los Matadores, y Gotrek le devolvió la mirada y asintió con la cabeza. A Félix lo tranquilizaba la presencia del enano. Alzó la mano libre con los cinco dedos desplegados, con la esperanza de que Gotrek entendiera que quería decir cinco minutos. El Matador volvió a asentir, y el poeta subió la escalera con una repentina sensación de enorme vulnerabilidad. Si se le estaba tendiendo algún tipo de trampa tal vez en cinco minutos estaría muerto.
* * *
La habitación era espaciosa, y de las paredes pendía una interesante colección de látigos y cadenas. Por la forma en que le escoció la nariz y se le contrajo la garganta, Félix supo que allí dentro alguien había fumado raíz de bruja mezclada con otra cosa, algo que no le resultaba familiar. Avanzó hasta la ventana para abrirla, y miró hacia la calle, de la que se encontraba a bastante distancia porque estaban en el tercer piso del burdel.
—Si buscas una vía de escape rápida, no es por ahí —comentó la muchacha con una inquietante risilla aguda—. Lo único que conseguirías sería romperte una pierna. Créeme, ya lo han intentado antes.
El poeta miró a la chica y se volvió hacia la rubia menuda.
—Creéis que voy a necesitar una vía de escape rápida, ¿verdad?
—Estás buscando a Olaf y Sergei, y si a ellos no les gustas, como dice Mona, puede ser que no te quede otra alternativa. Podrías caerte por la ventana accidentalmente.
—Ese par son malos hombres —comentó Félix.
—Sí, lo son. ¿Por qué te interesan? Mona ha dicho algo acerca de oro.
—Dependerá de lo que tengas que decirme. Dependerá de si me creo lo que me digas. Dependerá de un montón de cosas.
—Sólo quieres hacer que perdamos el tiempo. ¿Eres uno de esos tipos extraños que únicamente quieren hablar con una muchacha, o es una entrada para algo raro?
—En absoluto. Sólo me preguntaba por qué Olaf y Sergei quieren matar a… un amigo mío.
—Y ese amigo… te ha enviado para aclarar las cosas, ¿no?
—Algo así.
—Pareces ese tipo de persona. La primera vez que te oí hablar, pensé que hablabas como un sacerdote. Al mirarte, creo que podrías ser como uno de esos templarios, los chicos santos que te cortan la garganta con la misma rapidez que te miran.
—Tienes mucha experiencia con templarios, ¿verdad? —preguntó el poeta con una sonrisa, pensando en el único al que había conocido en su vida, Aldred, el cual se ajustaba a esa descripción, sin duda.
—Aquí una se encuentra a toda clase de gente, guapo —le aseguró Mona, que lanzó una mirada significativa hacia la bolsa de oro de Félix. Resultaba obvio que quería el dinero que le había prometido.
—Aún no he oído nada de lo que quiero saber.
—Si te digo dónde están Olaf y Sergei, ¿qué harás? —preguntó Sasha.
«Me quedaría muy sorprendido —pensó Félix—, considerando que anoche los dejé muertos en un callejón».
—Depende —respondió, en cambio.
—¿De qué?
—De si puedo persuadirlos para que dejen en paz a mis amigos.
—Eso será difícil, a menos que seas más duro de lo que pareces.
—Tengo amigos que hacen que yo parezca un sacerdote de Shallya —le aseguró el poeta sin decir más que la verdad, y la sinceridad de su tono de voz debió convencer a la muchacha porque estalló en lágrimas para gran sorpresa de Félix.
—Yo les dije que no deberían haberse liado en eso. Les dije que lo dejaran del todo, pero no quisieron escucharme.
Félix obligó a su rostro a permanecer inmóvil, mientras se preguntaba qué quería decir la llorosa mujer con exactitud. El instinto le dijo que se mantuviera callado y la dejara hablar para ver de qué podía enterarse. La miró con los ojos más fríos que pudo, y advirtió que Mona estaba inquieta, nerviosa, como si no le gustase la dirección que estaba tomando la charla; era presumible que también ella sabía algo. Al parecer había una parte de verdad en el aforismo que su padre solía declamar con crueldad cuando estaba borracho ante sus amigos comerciantes: no había nada como una casa de placer cuando se trataba de enterarse de secretos. La muchacha volvía a mirarlo, y las lágrimas le corrían por el rostro. Resultaba difícil creer que alguien pudiese sentir alguna emoción tierna por dos brutos como Olaf y Sergei, pero resultaba evidente que ella la sentía. «O tal vez sea por efecto de la raíz de bruja», se dijo con escepticismo. La muchacha lo miraba como si esperase alguna reacción, y él decidió probar con una pregunta directa.
—¿Qué te dijeron sobre nosotros, exactamente? —inquirió con un tono tan suave y cortés como pudo. Resultaba asombroso lo amenazador que él podía parecer en determinadas circunstancias.
—No mucho. No mucho. No me cuentan mucho sobre nada, últimamente. Hablaban del asunto a veces, cuando pensaban que yo no podía oírlos, y para ellos era una especie de chiste. Se habían pescado algo así como un nuevo… patrón, alguien que les estaba dando muchísimo trabajo y que iba a concederles toda clase de recompensas especiales.
—Cuando dices trabajo, te refieres a…
—Trabajo de fuerza. Silenciar a quienes era necesario que fueran silenciados. Al principio, pensé que era lo de siempre: nobles que ajustaban cuentas, comerciantes que deseaban arruinar a sus rivales; pero luego…
—Luego, ¿qué?
—Comenzaron a actuar de manera rara, a ir y venir a horas extrañas. Hablaban de chantajear a ciertas personas. Parecían creer que tenían algo en contra de algunos nobles.
Félix miró a Mona.
—¿Estás segura de que quieres escuchar el resto de la historia? Tu vida no valdrá nada después de oír ciertas cosas.
Ella posó los ojos sobre él, y luego los desvió hacia la bolsa. Comprendía lo que quería decir, pero la codicia batallaba con el miedo, y Félix no tardó mucho en darse cuenta de cuál de los dos ganaría, así que le lanzó una moneda de oro.
—Te esperaré abajo —dijo, entonces, la muchacha.
—Me parece bien.
Mona abrió la puerta y salió.
—¿Qué más te contaron?
—No me contaron nada.
—¿Qué más les oíste decir, entonces?
—Nada, nada.
—¿No viste alguna vez a ese nuevo patrón que se habían pescado? —Félix se dio cuenta de que comenzaba a hablar como la muchacha—. ¿Viste alguna vez al nuevo patrón?
—A veces, venía a buscarlos un hombre muy alto. Por su forma de hablar, supongo que era un noble.
—¿Lo viste alguna vez?
—No.
—¿No?
—Siempre llevaba una capa con capucha y la cara tapada con un pañuelo de cuello.
—¿Y eso no es un poco insólito?
Para su sorpresa, la muchacha rió.
—¿Aquí? ¡Dioses, no! Mucha gente, en especial los nobles, no quieren que la gente sepa quiénes son. Tienen esposas, amantes, rivales. Lo entiendes, ¿no?
—¿Sabes algo más de ese hombre? ¿Lo llamaban el Grandioso, o algo parecido?
De repente, cualquiera que fuese el ataque que le había dado, pareció pasársele y se dio cuenta de qué había estado diciendo.
—Olaf y Sergei me matarían si supieran que estoy contándote esto.
—Si yo estuviera en tu lugar, no me preocuparía por ellos. Ya no van a molestar a nadie nunca más.
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par, y dio la impresión de que estaba a punto de gritar, así que Félix le tapó la boca con una mano para impedírselo. Ella se retorció débilmente, como si esperase que él la atacara o la llevase hasta la ventana y la arrojara al vacío. El poeta imprecó. No había logrado averiguar nada que no supiese ya, excepto que un patrón no identificado se había encontrado con ellos en La Rosa Roja, en unas pocas ocasiones.
—Escúchame —dijo—. No te haré daño. Sólo quiero respuestas a mis preguntas, y luego me marcharé. Si no gritas ni haces nada para atraer la atención, habrá oro para ti. ¿Me has comprendido?
Ella asintió con la cabeza. Félix se preguntó si sería prudente soltarla, pero no veía ninguna otra opción. No podía sacarla al corredor para llevársela, con la boca tapada, ya que incluso en La Rosa Roja eso podría atraer a los mismísimos ojos que él deseaba evitar. Le destapó la boca y la muchacha respiró con un poquitín más de tranquilidad, aunque no dio la impresión de que estuviese inspirando para proferir un grito.
—¿Algo más acerca de ese patrón? ¿Un nombre? ¿Un lugar de reunión? ¿Cualquier otra cosa?
—Sé que ellos lo siguieron una vez para ver dónde vivía. Dijeron que era un cliente escurridizo, pero ellos sabían cómo hacerlo para no dejarse ver cuando no querían.
«No sabían tanto», pensó Félix mientras recordaba la noche anterior.
—¿Y adónde fue?
—Al palacio.
«Maravilloso —pensó el poeta—, era justo lo que quería oír». Estudió a la muchacha con la esperanza de hallar algo en ella que le indicara que mentía, pero no encontró nada. Parecía sincera y, una vez más, un poco atontada por las drogas.
—¿Eso es todo? —preguntó.
—Una vez les oí decir un nombre.
—¿Cuál?
—Halek.
Félix comenzaba a preguntarse cuánto tiempo habría pasado, y si Gotrek y los demás Matadores estarían a punto de ir a buscarlo. En esas circunstancias, era lo último que deseaba. Sacó algunas monedas de oro de la bolsa y se las lanzó a la muchacha.
—Toma, esto es tuyo. Si vuelves a ver a ese hombre u oyes cualquier otra cosa sobre él, pregunta por Félix Jaeger en la taberna Jabalí Blanco, y habrá más oro para ti.
—Lo recordaré —respondió ella, tras lo cual se volvió y hundió el rostro en la almohada. Al salir, el poeta la oyó sollozar.
* * *
—Yo me quedo aquí —declaró Bjorni—. Vosotros podéis marcharos, si queréis.
—Como te parezca.
—Creo… que yo también me quedaré —dijo Ulli en voz baja al mismo tiempo que arrastraba los pies con aire cohibido.
—Haz lo que quieras, muchacho.
Félix y Gotrek salieron a la calle, y el poeta resumió con rapidez lo que había averiguado; le pareció que era todavía menos de lo que pensó en un principio.
—No estamos más cerca que antes de encontrar a ese Grandioso que estaba detrás de los asesinos, humano.
—No. ¡Ojalá supiera por qué nos quieren muertos! ¿Podría tratarse de algún antiguo enemigo que haya regresado en busca de venganza?
—A la mayoría los matamos.
—Quedan unos cuantos, como el vidente gris skaven, por ejemplo.
—Dudo que pueda haberse hecho pasar por un noble para escabullirse en el interior del palacio, por potente que sea su brujería, humano.
—Ya se ha valido de agentes humanos en el pasado.
—Sí, muy cierto.
—O podría estar relacionado con la horda del Caos de ahí afuera.
—Eso me parece más probable —replicó el Matatrolls, y calló durante un instante para escuchar los sonidos de la noche.
—¿Oyes algo?
—Pasos que intentan ser sigilosos. Podrían ser ladrones.
El enano alzó el hacha, y Félix casi sintió compasión por cualquier pillo que pudiese atacarlos procedente de la oscuridad. Pero entonces se acordó de los asesinos y sus cuchillos envenenados, y se sintió repentinamente contento de llevar puesta la cota de malla. Contuvo la respiración por un momento, obligándose al silencio más absoluto. Dos hombres jóvenes salieron de la niebla con los rostros enmascarados y garrotes en la mano. Le echaron una sola mirada al Matatrolls, chillaron de miedo, dieron media vuelta y huyeron noche adentro. Gotrek se encogió de hombros y no se molestó en perseguirlos, cosa que Félix juzgó sensata.
—Si la muchacha dice la verdad, entonces hay un traidor en el palacio, humano —prosiguió Gotrek con tono de conversación normal.
—¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Ir a ver al duque y decirle que podría haber un adorador del Caos a su servicio? ¿Que lamentamos no saber quién es, así que sencillamente tendrá que fiarse de nuestra palabra? ¿O deberíamos comenzar a interrogar a los que trabajan en el palacio acerca de ese tal Halek? De todas formas, es probable que se trate de un nombre falso.
El Matatrolls se encogió de hombros y, tras dar media vuelta, echó a andar por la calle. La luna del Caos brillaba con luz funesta desde el cielo. Félix podría haber jurado que las gárgolas de los edificios comenzaban a moverse. «Es un truco de la luz», se dijo mientras se apresuraba a seguir al enano. En momentos como ése, deseaba estar en cualquier parte menos en Praag, pues era una ciudad incómoda incluso sin el ejército del Caos al otro lado de las puertas.
* * *
Max Schreiber se puso de pie y echó las cortinas sobre las ventanas cerradas para evitar la gélida corriente de aire. Por un momento, a través de una grieta de los postigos, vio el tejado cubierto de nieve blanca del edificio de enfrente. No le gustó. Era demasiado pronto para que nevase. Algo estaba influyendo en el clima, y el hecho de que eso sucediera justo cuando se encontraba allí la horda del Caos no podía ser una coincidencia.
Desvió los ojos hacia Ulrika, que yacía envuelta en una gruesa manta. Si continuaba la ola de frío, iba a necesitar más de una manta o la baja temperatura podría deshacer todo el trabajo de Max. En ese momento, no obstante, dormía sumida en el sueño reparador de alguien que se recobra de una enfermedad. La crisis había pasado, y, en realidad, su presencia allí ya no era necesaria, pero permaneció de pie en la habitación, de todas formas, contemplando la silueta dormida, y elevó una plegaria de agradecimiento a Shallya por haberle salvado la vida a Ulrika. Aunque ella jamás llegase a ser suya, se alegraba de que hubiese sobrevivido. Se acercó a la muchacha, le acarició la cabeza y avanzó de puntillas hasta la puerta.
Estaba tan agotado de energías como si hubiese caminado durante días sin comer, y sabía que tenía que reponer sus fuerzas físicas tanto como las mágicas. Bajó a la taberna, donde los hombres lo miraron con un nuevo respeto, asombro e incluso miedo. De algún modo, había corrido la voz de que él acababa de salvar a Ulrika de la plaga, y entonces nadie quería ofenderlo. A fin de cuentas, tal vez podría salvarlos a ellos si caían enfermos.
Max sabía que, antes o después, eso iba a causarle problemas. Por mucho que lo deseara, sencillamente no tenía la fuerza necesaria para salvar a demasiadas personas. Curar a Ulrika había estado a punto de matarlo, y dudaba que en la ciudad hubiese alguien que le importara lo suficiente como para que estuviese dispuesto a arriesgar su vida por segunda vez. Por supuesto, era fácil pensar eso entonces, sentado allí entre aquellos hombres rudos de dura expresión, pero ¿qué pasaría si mañana acudía a él una madre de ojos llorosos y le pedía que salvara a su hijo? Sería un ruego ante el que le resultaría mucho más difícil resistirse. Bueno, se preocuparía por ello cuando sucediera, ya que carecía de sentido pensar en problemas que aún no tenía.
Le pidió comida y té a la camarera, y luego regresó a la habitación, ya que no tenía ganas de soportar las miradas fijas de los hombres de la taberna, y no sentía el más mínimo deseo de beber vino. Quería tener la cabeza clara, sin nada que distorsionara sus poderes. Se preguntó dónde estarían Félix y el Matatrolls. Muy probablemente, habrían ido a darle caza al hombre que había enviado a los asesinos de la noche anterior. Se preguntó si había algo que pudiese hacer para ayudarlos. De momento, no era factible, y tendría que economizar hasta la última pizca de fuerza hasta que se recobrara. E incluso entonces era improbable que pudiese hacer mucho si el hombre al que buscaban era un adorador del Caos. Ese tipo de gente solía estar bien protegida contra los hechizos adivinatorios. Necesitaban estarlo.
Se preguntó si los asesinos irían a buscarlos a él y a Ulrika, o si iban sólo tras Félix y Gotrek. Dado el poder del hacha del Matatrolls, podrían existir motivos para que desearan librarse de él, pero ¿qué razón podría haber para buscar a nadie más? ¿Por qué molestarse siquiera en hacer el intento de comprender el razonamiento de los adoradores del Caos? Demasiados esfuerzos en esa dirección podrían acabar deformando la propia mente. Sabía que eso ya había sucedido antes. Los que intentaban comprender el funcionamiento del Caos, a menudo se dejaban seducir por él. Era algo que le habían advertido con frecuencia.
Justo en el momento en que esos pensamientos se agitaban dentro de su mente, percibió un repentino cambio radical en los vientos de la magia. Si hubiese sido el lejano retumbar de una tormenta eléctrica, no podría haber resultado más evidente. Miró por la ventana e invocó su visión de mago, y al instante comprobó que sus sospechas eran acertadas. Unas grandiosas corrientes turbulentas comenzaban a afectar a la tremenda nube de magia negra que flotaba sobre el ejército del Caos. Vórtices descomunales de energía mágica empezaron a girar descendiendo hacia ella y vertieron todo aquel poder en alguna parte. «¿Qué está sucediendo?», se preguntó. Nada bueno, eso era seguro.
Alguien llamó a la puerta, y Max avanzó con cautela para comprobar la tranca, que continuaba en su sitio.
—¿Quién es? —preguntó.
—¿Eres tú, herr Schreiber? —inquirió una voz calma que contenía un alto grado de autoridad.
Max se preguntó quién sería. ¿Se trataba de alguna trampa? Utilizó una parte de su poder cuidadosamente economizado y se arriesgó a hacer un hechizo de videncia. En su mente apareció una imagen del hombre que se encontraba al otro lado de la puerta. Se trataba de una figura marcial, alta y ataviada con el tabardo que llevaba el león alado de Praag. Los galones que lo distinguían como alguacil estaban situados en las mangas. Con él, esperaban otros dos soldados, y Max se preguntó si el duque habría enviado a aquellos hombres. Era bastante probable, aunque no sería la primera vez que los adoradores del Caos se hacían pasar por personas de autoridad, y no quería correr ningún riesgo con Ulrika en el débil estado en que se encontraba.
—¿Por qué lo preguntas?
—Traigo un requerimiento del duque.
Eso, al menos, parecía ser verdad, ya que el hombre llevaba un pergamino enrollado en las manos. «No obstante, ¿cuánto cuesta el pergamino?», se preguntó Max. En su mente preparó un potente hechizo defensivo, al mismo tiempo que atraía hacia sí los vientos de la magia. Si aquellos hombres eran asesinos, no lo encontrarían desprevenido.
Abrió apenas la puerta, y por ella no pasó ningún cuchillo. El alguacil lo miró con extrañeza, como si su comportamiento fuese un poco demencial. «Si el hombre es quien parece —pensó Max—, pensará que estoy loco».
—Aquí dentro tengo una paciente que aún podría ser portadora de la plaga. Lo mejor sería que me entregarais el mensaje y esperarais abajo —explicó Max.
Ése era el momento de la verdad. Si realmente aquellos hombres eran asesinos a sueldo, sería entonces cuando atacarían.
Vio que al alguacil se le ponía el semblante blanco, y el pergamino fue pasado con premura a través de la rendija de la puerta entreabierta.
—Tienes razón, señor —asintió el alguacil.
Max inspeccionó el documento. Sin duda, parecía bastante auténtico y llevaba el sello del león alado. No percibió energía mágica alguna oculta en él, así que, hasta donde podía saber, no se trataba de una trampa mágica. Basándose en la teoría de que uno nunca puede ser demasiado cuidadoso, lo sondeó con sus sentidos de mago y no captó nada. Se encogió de hombros, cerró la puerta y rompió el sello.
Leyó con rapidez el mensaje del interior, que era una simple solicitud de que se presentara en el palacio. Estaba dirigida a herr Max Schreiber, del Colegio Imperial de la Hechicería. Al parecer, la casa gobernante de Praag quería contratar sus servicios. «Lo más probable es que quieran tener otro sanador a mano, por si se ven afectados por la plaga», pensó Max, escéptico.
Se volvió para mirar a Ulrika. No quería dejarla sola en ese momento, sin nadie que la protegiera, pero Praag era una ciudad en guerra, regida por la ley marcial, y el rechazo de una solicitud del gobernante podría ser interpretado como traición. Estudió el mensaje una vez más. No decía cuándo debía presentarse en el palacio, y desde luego era tarde. Después de considerarlo durante un momento, miró la silueta de Ulrika dormida, y decidió que se arriesgaría a ofender al duque. Ya tendría tiempo suficiente para ir a verlo al día siguiente. Escribió una apresurada respuesta, y bajó para entregársela al alguacil.
* * *
Vidente Gris Thanquol se volvió para mirar a los ancianos del Clan Moulder. Entonces se lo estaba pasando bien. Desde la derrota del ejército de Acechador, lo miraban con nuevo respeto, mezclado con un saludable grado de temor. Era buena cosa.
En cierto sentido, esa cámara del consejo era una blasfema copia de la Cámara de los Trece, de Plagaskaven. Los ancianos se encontraban sentados sobre una gran rotonda que tenía forma aproximada de herradura. Eran trece, lo cual no resultaba sorprendente por ser uno de los números sagrados de la cosmología skaven. Había representantes de cada uno de los clanes-gremios Moulder, un grupo tan entrecruzado que incluso la poderosa mente de Thanquol se mareaba al hacer el intento de comprender la complejidad de sus relaciones. Supuso que, al igual que en Plagaskaven, la condición de cada cual estaba representada por la posición que ocupaban en la herradura: cuanto más cerca del centro y más lejos de las puntas, más poderoso era el skaven. El Supremo Señor de las Bestias se sentaba justo en el centro. Vidente Gris Thanquol se encontraba de pie ante él, en el espacio interior de la herradura, ante trece pares de ojos rojos, de inquieto brillo. Sus patas reposaban sobre la runa del Clan Moulder, formada con baldosas en el suelo. No se sentía intimidado por esa posición ni en lo más mínimo. El débil cosquilleo de sus glándulas de almizcle sólo indicaba emoción.
—Tu antiguo subalterno ha desaparecido, Vidente Gris Thanquol —dijo, con chillidos, el Supremo Señor de las Bestias.
Thanquol vio que, en torno a la mesa, una nota pasaba de zarpa en zarpa. Eso nunca era buena señal.
—El traidor Acechador ha eludido una vez más al Clan Moulder —respondió Thanquol con sonrisa burlona, más por decir algo que por otro motivo—. ¿Por qué no me sorprende eso?
—Esperábamos que usarías tu poder para localizarlo. El Clan Moulder tiene cuentas que arreglar con esa tortuosa criatura.
—He hecho todo lo posible —respondió Thanquol con chilliditos—, pero parece que ha abandonado la ciudad.
—¿Y eso qué tiene que ver con el asunto, vidente gris?
Thanquol observó cómo la nota avanzaba con lentitud desde el borde exterior izquierdo de la herradura hasta el centro. «¿Qué información contendrá?», se preguntó mientras hablaba.
—Hay grandes distorsiones en el flujo de la energía mística —respondió con su estilo más oracular.
Era verdad. En los últimos días, los vientos de la magia habían soplado con más fuerza que nunca. Intentar la videncia a través de una tormenta mágica como ésa era como intentar ver en una ventisca. En tales circunstancias, resultaba prácticamente imposible encontrar a Acechador.
—¿Y? ¿Y?
—Esas distorsiones interfieren en mi visión y desbaratan todo tipo de videncia.
—¿Has pensado en qué provoca las distorsiones? ¿Podría tratarse de los poderes que están detrás de la amenaza de Acechador?
Aquel pensamiento resultaba inquietante, y demasiado probable. Y no era que Thanquol sospechara que los poderes del Caos fuesen a ayudar a una criatura tan inferior como Acechador. Probablemente, se trataba de un fenómeno místico que tenía lugar de modo simultáneo a la marcha de la horda del Caos. Tal vez, cabía la posibilidad, aunque fuese remotamente pequeña, de que los hechiceros de la horda estuviesen atrayendo energía de los Desiertos para alimentar su magia. En el momento en que ese pensamiento pasó por la mente de Thanquol, éste sintió que sus glándulas de almizcle se tensaban casi hasta reventar. La sola posibilidad de que eso fuese verdad resultaba aterradora, ya que indicaba un poder casi increíble.
«Por supuesto —pensó Thanquol—, si hubiese una forma de extraer algo de esa energía antes de que llegara a la horda del Caos, el brujo que lo lograse sería increíblemente poderoso».
De repente, Thanquol supo que era imperativo que saliera de Pozo Infernal y comenzara a investigar tal posibilidad. Lo único que necesitaba en ese momento era una excusa. Entretanto, la nota había llegado a las zarpas del Supremo Señor de las Bestias, que la leyó y frunció el ceño.
—Hemos recibido noticias de Plagaskaven. Debes regresar allí de inmediato y explicar tus acciones ante el Consejo de los Trece, Vidente Gris Thanquol. Por supuesto, te proporcionaremos una escolta para que puedas atravesar estas tierras agitadas.
Normalmente, la perspectiva de un viaje semejante habría inquietado a Thanquol debido a una justificable prudencia skaven, pero entonces ansiaba emprenderlo.
—¡Partiré de inmediato! —declaró el vidente gris.
Se dio cuenta de que los del Clan Moulder estaban perplejos y no poco atemorizados a causa de su entusiasmo.
* * *
Félix se preguntó qué sucedía. Sentía comezón en la piel, y los cabellos de la nuca se le habían erizado. En el cielo de la noche parecía haber un resplandor peculiar, una luz rielante sobre el ejército acampado en el exterior de la ciudad. En el pasado, había experimentado esas sensaciones justo antes de que se dejara en libertad magia oscura, y no era algo que le gustase. Tal vez, aquellas sensaciones tenían que ver con la temprana nevada.
La taberna del Jabalí Blanco se encontraba justo delante, y sus luces brillaban alegremente a través de los copos que caían sin cesar. De pronto, tres hombres con el uniforme de la guardia ducal salieron del local, y el poeta tuvo que luchar con el impulso de esconderse en un callejón. Seguramente no habían ido allí para investigar las muertes de Olaf y Sergei, ¿verdad? No podían estar buscándolo a él, ¿no era cierto? Gotrek no manifestó la más ligera preocupación, y continuó avanzando sin hacer el más mínimo caso de los guardias, como si no estuviesen allí.
Resultó obvio que los guardias sabían quién era, porque le dejaron espacio más que suficiente, y mientras pasaba ante ellos, Félix oyó que los soldados susurraban acerca de la batalla del día. Al parecer, las hazañas que habían ejecutado sobre la muralla eran muy conocidas.
«Bien», pensó Félix. Podía ser que no les beneficiara demasiado ser los héroes del momento, pero hasta lo más pequeño ayudaba. Mientras fuesen luchadores útiles para la defensa de la ciudad, dudaba que nadie se fijase demasiado en sus otras actividades.
Entraron en la taberna y el poeta se encaminó de inmediato al piso superior, mientras Gotrek se quedaba ante la barra, a solas con su bebida.
* * *
—¿Cómo está? —preguntó Félix con nerviosismo.
Max se encontraba sentado en una silla, junto a la cama, y el poeta no sabía muy bien qué sentía ante el hecho de que el mago estuviese allí. Experimentaba a la vez celos y agradecimiento.
—Se pondrá bien —respondió Max en voz baja—. Sólo necesita descanso y tiempo para recuperarse.
—¿Y cómo estás tú? ¿Te sientes algo mejor?
—He estado menos cansado, pero sobreviviré. ¿Habéis averiguado algo interesante?
Félix le echó una mirada a Ulrika para asegurarse de que dormía, y luego explicó dónde había estado y qué había descubierto.
—No es mucho, pero es mejor que nada —asintió Max—. ¿Realmente esperabas descubrir el nombre del patrón de los asesinos?
—No, pero a veces hay suerte. Si no lo intentas, nunca llegas a ninguna parte, y en ese caso lo mismo sería que nos fuésemos todos a esperar a que nos claven un cuchillo envenenado en algún callejón oscuro. ¿Se te ocurre algo?
—No, pero estoy preocupado. La idea de que pueda haber traidores dentro del palacio no resulta tranquilizadora, aunque no puedo decir que me sorprenda.
—Tampoco a mí me sorprende.
—¿En serio? Lo dices como si supieras de qué estás hablando, Félix.
—No sería la primera vez que me encuentro con traidores situados en elevadas posiciones.
Max se limitó a mirarlo y, sin saber por qué, el poeta se encontró contándole la historia de su encuentro con Fritz von Halstadt, jefe de la policía secreta de la Condesa Electora Emmanuelle y agente de los skavens. Max sabía escuchar; asentía, sonreía y formulaba preguntas inteligentes cuando necesitaba que le aclararan algún punto.
—¿Crees que el traidor de Praag podría ocupar una posición tan elevada como ésa? —preguntó Max, al fin.
—No hay razón por la que no pueda hallarse en una posición aún más destacada. El nacimiento de alta cuna no es ninguna garantía de que un hombre no sea corrupto.
—Estoy seguro de que muchos miembros de nuestra clase dominante estarían en violento desacuerdo con eso —dijo Max—, pero yo no. Incluso en Middenheim vi pruebas de lo que dices. Recuerdo…
Mientras estaba hablando, una expresión de miedo puro cruzó el rostro de Max, y se puso pálido. Comenzaron a temblarle las manos, y daba la impresión de que acababa de golpearlo un rayo.
—¿Qué sucede? —preguntó Félix.
—¡Tenemos que ir a las murallas! ¡Ahora! ¡Ve a buscar al Matatrolls!