SEIS

SEIS

El hedor hizo que a Félix se le revolviera el estómago. Ya había visto antes los efectos de las plagas y el horror de una ciudad sitiada. En Nuln, los muertos caían en las calles a causa de las enfermedades cultivadas por los Monjes de Plaga del Clan Pestilens, pero jamás había presenciado nada parecido a lo que entonces tenía delante. Era como había dicho Gotrek. Las fuerzas del Caos estaban enviando cadáveres por encima de las murallas por medio de las monstruosas catapultas que habían construido. Los cuerpos caían desde decenas de metros de altura y, ya hinchados y en estado de putrefacción, se reventaban a causa del impacto contra el empedrado. Por todas partes, se veían grandes nubes de gas de podredumbre y pus, y huesos y calaveras amarillentos.

«¿Qué clase de ser puede librar una lucha de esta forma?», se preguntó Félix mientras recorría las calles encantadas que circundaban la taberna Jabalí Blanco. En ninguno de los libros que había leído, halló jamás alusión a ese tipo de táctica. No obstante, sabía que era eficaz. La gente vomitaba ante la vista de los cadáveres; peor aún: algunos comenzaban a toser. Félix sabía que se trataba del primer síntoma, y sin duda el más leve, de lo que vendría a continuación. Ya corrían por todas partes rumores de plaga.

Desvió la mirada hacia Ulrika. También ella estaba ceñuda. Por supuesto, aquel entorno bastaba para deprimir a un bufón borracho, y Praag no era una ciudad precisamente alegre. La arquitectura resultaba sombría; gárgolas cornudas sujetaban los aleros de las casas, y en las murallas había tallados monstruosos rostros de sonrisa maligna. Eran recuerdos de la larga guerra librada dos siglos antes contra los antepasados del ejército que entonces aguardaba en el exterior. Y había algo peor: una atmósfera de melancólico abatimiento que parecía haberse intensificado con la presencia de la horda del Caos y que reaccionaba ante el hecho de que el ejército de los Oscuros estuviese allí. A veces, por el rabillo del ojo, Félix creía ver formas extrañas que se movían en los portales, los callejones o sobre los tejados. Siempre que miraba directamente, no había nada. Se quedaba con la sensación de que algo acababa de ocultarse, pero nunca podía acabar de ver qué era.

Le sonrió a Ulrika, pero ella no le devolvió la sonrisa. Tenía el semblante pálido y demacrado, y tosía. Estaba como la ciudad, cada día se volvía más sombría. En los últimos días, dormir con ella era como compartir el lecho con una desconocida. Daba la impresión de que no hallaban nada de lo que hablar. No encontraban placer que los satisficiera, y sin embargo, cada vez que él pensaba en acabar con la relación, no podía hacerlo. Era como si lo ataran unas cadenas invisibles.

Comprendía que ella estuviese preocupada. Dadas las circunstancias, ¿quién podría no estarlo? Las vidas de ambos se encontraban en peligro y, por duro que fuese para él, más debía serlo para la muchacha. La totalidad de su vida se había visto desbaratada: su padre estaba desaparecido, su país había sido invadido, y ella se veía amenazada por la plaga, la hechicería oscura y el asesinato. Para él no era exactamente igual. Sacudió la cabeza y estuvo a punto de echarse a reír.

Comenzaba a darse cuenta de lo mucho que había cambiado durante sus vagabundeos con Gotrek. Tenía miedo, pero el terror que sentía era algo que podía controlar, algo que burbujeaba justo por debajo de la superficie de su conciencia. El resto de su vida la ocupaban los asuntos profesionales de siempre, como podría haberlo descrito su padre. Los años de vagabundeo lo habían inmunizado contra las penurias y el hambre. La experiencia de docenas de aventuras peligrosas lo había capacitado para hacer caso omiso, hasta el último instante, del peligro en que se encontraban. Había aprendido un poco a apartar de sí las preocupaciones hasta el momento en que podía afrontarlas. Ni siquiera la plaga lo aterrorizaba tanto como podría haberlo hecho en otra época. Había sobrevivido antes a otras plagas y, de algún modo, esperaba sobrevivir también a ésa.

«En cualquier caso —se dijo—, tanto si me preocupo por el asunto como si no, no cambiarán mucho las cosas». Si su destino era morir a causa de una plaga, prefería no saberlo; al menos, hasta que fuese evidente. Una parte de él, no obstante, sabía que estaba engañándose a sí mismo. En lo más profundo, era plenamente consciente de lo que sucedía y estaba preocupado, pero en ese preciso momento descubrió que podía obviar la inquietud.

—Dadas las circunstancias, pareces insólitamente alegre —comentó Ulrika.

Entraron en la plaza central, situada justo afuera de la muralla interior. Aún era un lugar comercial, donde podían encontrarse docenas de tenderetes de comerciantes que ofrecían de todo, desde mercancías de cuero a comida. La diferencia era que entonces los soldados de la guardia ducal repartían raciones de maíz entre los pobres: una taza de cuero del tamaño de una jarra pequeña, para cada persona. La gente se las llevaba en vasijas o envueltas en trozos de tela. Félix observó que no todos los presentes parecían pobres. Algunos llevaban ropas de artesanos o comerciantes. Los guardias rechazaban a estos últimos a menos que cambiaran monedas de manos, cosa que sucedía con bastante frecuencia. Félix se encogió de hombros. Todos tenían que comer, y probablemente esas personas sólo estaban haciendo todo lo posible en bien de sus familias. Tal vez él debería hacer lo mismo. «Esta sería la forma en que mi padre consideraría la situación», pensó.

—Hace una mañana preciosa y aún estamos vivos —respondió.

Y era verdad. El cielo, de un azul perfecto, estaba casi limpio de nubes. El fresco resultaba más agradable que el sofocante viento de pleno verano. Si se conseguía olvidar el hedor a cuerpos descompuestos que traía, la brisa era casi refrescante.

—Aprovéchalo todo lo posible —dijo Ulrika, tosiendo—. El invierno llega con rapidez en estos territorios.

—Hoy eres un rayo de sol, ¿verdad?

—Es nuestra principal esperanza —respondió ella como si respondiera a la pregunta de un estúpido.

—¿Por qué?

—El invierno de Kislev es feroz. No es una época para estar fuera de las puertas de una ciudad. Es época de permanecer dentro de casa, junto al fuego y con abundancia de provisiones.

En el tono de la muchacha había algo que lo irritaba. «Quizá es lo que ella intenta», pensó el poeta.

—Tal vez el Señor de la Guerra Arek y sus seguidores tienen la intención de hallarse dentro de las murallas para entonces, calentándose las manos ante los edificios en llamas.

—¿Y ahora quién se muestra alegre?

—¡Agua va! —gritó una voz.

Félix saltó a un lado para evitar que lo salpicara el contenido de un orinal que alguien vertió a la calle, y el salto estuvo a punto de lanzarlo contra un montón de estiércol. Se balanceó sobre los talones y casi perdió el equilibrio. Ulrika lo cogió por un hombro y se echó a reír.

—Tal vez deberías haber sido equilibrista, o payaso —sugirió, con un tono más afable del que había empleado en varios días.

—Tal vez —replicó él.

Al volver la esquina, vieron la tienda del apotecario justo delante de ellos. Félix la reconoció por los símbolos del mortero y la mano de almirez que pendían sobre la puerta. Aunque no hubiese visto la larga cola de gente con aspecto sombrío que esperaba en el exterior, esos símbolos la habrían distinguido. La plaga había hecho que todos se preocuparan por su salud. El poeta gimió. Lo último que ese día deseaba era formar parte de una larga cola de gente que esperaba para ser atendida.

—¿Por qué Max no puede comprar él sus propias hierbas? —le preguntó con tono plañidero.

—Max tiene otras cosas que hacer. Debe preparar su magia para protegernos a todos de la plaga.

—Yo también tengo otras cosas que hacer.

—¿Como beber, quieres decir?

El tono de voz de la muchacha le indicó que no estaba dispuesta a aceptar discusiones. Félix comenzaba a arrepentirse de haber consentido en acompañarla a esa visita. No obstante, después de los acontecimientos de la pasada noche, parecía buena idea. Los amigos del cazador de brujas podían regresar en busca de venganza, aunque ni Gotrek ni ninguno de los otros Matadores estaba demasiado preocupado por esa posibilidad.

Hasta el momento, debía admitir que la actitud de los enanos parecía bien justificada. Las autoridades no daban muestras de sentirse en absoluto molestas por la muerte de un hombre entre tantos, y los compañeros de Ulgo no habían vuelto para vengarse; aunque aún era pronto para alegrarse.

Se unieron a la fila de gente que había en el exterior de la tienda del apotecario. Como mínimo, todos tosían y se rascaban. Félix esperaba que aún no hubiese víctimas a causa de la plaga mágica. De alguna manera, sabía que eso era sólo el comienzo de los problemas que tendrían.

Se preguntó en qué nuevo plan diabólico estarían trabajando los adoradores del Caos.

* * *

Arek inspeccionó las murallas. Hasta donde podía ver, no se habían producido cambios. Los defensores continuaban esperando con las armas preparadas. Distinguió pequeños jirones de humo que se alzaban desde los calderos de aceite hirviendo. Daba la impresión de que se necesitaría el puño de un dios para derribar aquellas sólidas murallas. En cierto sentido, se alegraba. Quería que se librara una batalla. Deseaba aplastar a sus enemigos con los cascos de su corcel. Quería entrar triunfal por las puertas de una ciudad conquistada. No deseaba que la inevitable victoria fuese obra de aquellos estúpidos cubiertos de pústulas que servían al Dios de la Plaga.

«Ten cuidado —se dijo—. La victoria es la victoria con independencia de cómo se logre, y tienes todo un mundo para conquistar. Si Bubar Alientohediondo y sus satélites pueden darte una conquista fácil, ¿por qué preocuparse? Habrá muchísimas otras batallas antes de que esto haya concluido». Por una parte, ansiaba que los ojos de Tzeentch se volvieran por completo hacia él, y rechazaba la idea de que nadie más pudiese tener participación en la gloria. Por otra parte, alguien que intrigaba eternamente para obtener el favor de su Señor debía sopesar las opciones.

Una victoria de Bubar podría ponerle en contra a todos los otros Señores de la Guerra, y él necesitaba su apoyo; incluso podría meterle ideas en la cabeza al adorador de Nurgle respecto a su situación, por improbable que pareciese en ese momento. También cabía la posibilidad de que algo saliera mal. La plaga era siempre un arma traicionera.

No los afectaría ni a él, ni a los otros guerreros del Caos, ni a los hechiceros que gozaban de las ventajas de sus propios poderes, pero podría matar a grandes números de bárbaros y hombres bestia si no tenían cuidado. Bubar le había asegurado que la protección del Señor Nurgle se extendía a toda la horda, pero tal vez El que Vomita Inmundicia podría retirarles su protección. A fin de cuentas, cosas semejantes ya habían sucedido antes.

Arek consideró todo eso en un segundo. Sería mejor atacar entonces, mientras aún contaban con el favor de Nurgle. Después de todo, los dioses eran famosos por ser temperamentales ¿y quién sabía cuándo podían cambiar de opinión? Tal vez sería buena idea ordenarle a Bubar que interrumpiera de inmediato sus hechizos. ¿Por qué darle tiempo para cultivar plagas realmente letales? Arek se volvió a mirar a Loigor y su gemelo.

—¿Los demás planes se ejecutan con rapidez? —preguntó.

—Sí, Gran Señor de la Guerra —replicó Loigor, casi con tono de burla—. Las piedras rúnicas ya casi rodean la ciudad, y nuestros acólitos están prácticamente preparados para comenzar el ritual de poder. Pronto las estrellas estarán alineadas del modo correcto y Morrslieb llegará a la fase adecuada.

Arek pensó en esa información durante un momento.

—Bien hecho, Bubar —dijo—. Estoy seguro de que tus plagas debilitarán a los defensores lo bastante como para favorecer nuestros propósitos. Puedes interrumpir los rituales.

—Pero, Gran Señor de la Guerra…

—He dicho que puedes interrumpir los rituales. Ya ha llegado el momento de darles una oportunidad a los demás.

El tono de su voz no dejaba lugar a la discusión, y Bubar se humilló y partió.

—Muy sabio —comentó Kelmain.

—¿Cuánto tiempo necesitan vuestros rituales? —inquirió Arek con brusquedad.

—Las estrellas deben ocupar la posición correcta, y las lunas han de hallarse en la conjunción adecuada. Si lo recuerdas, es el motivo por el que te aconsejamos…

—He preguntado cuánto tiempo.

—Ahora los augurios son favorables. Si comenzamos de inmediato, podrá completarse un gran vórtice dentro de una semana.

—Encargaos de que así sea.

—Como tú quieras, Gran Señor de la Guerra.

Arek se preguntó si acababa de percibir un rastro de rebeldía en la voz de su satélite.

* * *

Vidente Gris Thanquol avanzaba por las calles de Pozo Infernal. A su alrededor reinaba una locura aulladora. Unos skavens luchaban contra otros. Los del Clan Moulder luchaban contra los del Clan Moulder. Un guerrero alimaña le asestaba un tajo a una rata de clan. Una rata ogro destripaba a un esclavo skaven. Los monstruos, muertos sus domadores, corrían como salvajes por las calles, matando y comiéndose a todos los que podían. «Acechador tiene muchas cosas por las que rendir cuentas», pensó Thanquol. Y no se trataba de que aquellos idiotas del Clan Moulder no merecieran lo que estaba sucediendo.

No obstante, las cosas marchaban bien. La cuidadosa reflexión y el hecho de que aún se encontraba en poder de los ancianos del clan habían decidido a Thanquol a revelar los planes de Acechador. Advertidos, habían podido situar sus fuerzas del modo más ventajoso y entonces estaban ganando la batalla, lentamente pero con firmeza. La recompensa de Thanquol había sido verse libre del cautiverio y había sido puesto al mando de sus propios soldados en la lucha. En realidad, no era una recompensa muy digna de mención. Se esperaba de él que pusiera en peligro su preciosa piel para asegurar el feudo del Clan Moulder. Considerándolo todo, no obstante, había logrado adoptar una actitud adecuadamente agradecida. Más tarde, ya habría tiempo para ajustar cuentas por esta indignidad.

Los fornidos guerreros alimaña que llevaban su estandarte personal abrieron un camino a golpes de espada para que él pudiese llegar a la refinería de piedra de disformidad. Era un lugar peligroso para él, ya que el ejército de Acechador había logrado abrirse paso a través de una dura resistencia y tomar la enorme estructura que habían defendido contra todas las contraofensivas Moulder. En circunstancias normales, Thanquol jamás se habría acercado a ella mientras la guerra continuara, pero las de entonces no eran circunstancias normales. Sabía que si lograba tomar la refinería, podría ponerle la zarpa encima a una enorme reserva de piedra de disformidad purificada, justo la sustancia que necesitaba y anhelaba. La carencia de ella durante los últimos días comenzaba a provocarle terribles dolores de cabeza y espasmos. La falta de ella lo hacía sentir débil.

Y, por supuesto, con la piedra de disformidad sus poderes de hechicería volverían a ser ilimitados. E iba a necesitarlos si deseaba salir libre algún día de aquellos condenados territorios septentrionales y regresar a la seguridad de Plagaskaven. Necesitaba aquella sustancia por muchas razones y tenía que conseguirla.

Una aulladora manada de ratas de clan enloquecidas por la sangre y que llevaban pañuelos rojos atados alrededor de la frente como distintivo de su lealtad a Acechador atacaron a su guardia personal. Thanquol sintió que sus glándulas de almizcle se tensaban cuando derribaron al jefe de garra de los guerreros alimaña. Una bestia que echaba espuma por la boca, matando a medida que avanzaba, casi llegó hasta los pies de Thanquol, el cual la enfrentó con su propia espada y la mató. El hecho de que a la rata de clan se le hubiesen enredado las zarpas en los intestinos de un guerrero alimaña destripado fue sólo una ligera ayuda; aunque eso no importaba, de todas formas. Thanquol estaba seguro de que podría haberla vencido en cualquier tipo de lucha. No era más que la forma que la Gran Rata Cornuda tenía de demostrar que Vidente Gris Thanquol había recuperado su favor.

«¡Acechador —pensó Thanquol—, cuando te ponga las zarpas encima, vas a pagar por esto!»

* * *

«Las cosas no marchan muy bien», pensó Acechador al mirar, a través de la ventana en forma de arco de la refinería, hacia la batalla que se libraba en las calles de abajo. Podía distinguir la cabeza cornuda de Vidente Gris Thanquol que se abría paso con la espada hacia donde él estaba. «Las cosas tienen que ir muy mal para mi bando —comprendió Acechador— si ese monstruo cobarde se ha atrevido a dar la cara». Todo aquello le resultaba muy desalentador.

¡Todo había marchado tan bien durante un tiempo! Sus adoradores, impelidos por la pura furia fanática, habían logrado vencer a los opresores, a pesar del misterioso conocimiento que parecían poseer los del Clan Moulder acerca de sus planes. Acechador sabía que eso demostraba, sin la más ligera sombra de duda, que entre sus partidarios había traidores. La sumaria ejecución de los seguidores de más alto rango no había logrado restablecer la moral como debería haber sucedido, y al parecer el enemigo continuaba conociendo sus intenciones. La muerte de otro centenar de seguidores sospechosos de colaborar con el enemigo no había logrado acabar con la traición e, inexplicablemente, parecía haber tenido un efecto negativo sobre la moral de sus adoradores.

A pesar de todo eso, había logrado retener la mayoría de los lugares conquistados con anterioridad, hasta que los desertores que regresaron a las filas Moulder habían debilitado su ejército. Entonces parecía que todos los magníficos planes de Acechador se derrumbaban. Daba la impresión de que pronto llegaría el momento de huir. Por fortuna, ya hacía tiempo que había tomado la precaución de buscar y encontrar los túneles secretos de huida de la refinería y la ciudad. A fin de cuentas, no se trataba más que de sensato sentido común skaven. No era el primer skaven de la historia al que decepcionaba la calidad inferior de aquellos que lo seguían.

«Sí —pensó Acechador—, pronto será hora de partir. El que lucha y huye vive para conquistar otro día». Y tal vez habría un lugar para él en el gran ejército de conquista que avanzaba hacia el sur.

* * *

Félix cogió el paquete de hierbas y miró a Ulrika con preocupación. «No tiene buen aspecto», pensó. Su semblante estaba pálido, la frente se veía cubierta de gotas de sudor y comenzaba a temblar.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, y ella negó con la cabeza.

—No me siento muy bien.

—Entonces, será mejor que vayamos a casa y te metas en la cama.

—Siempre pensando en la cama —dijo ella, e intentó sonreír.

La debilidad de la sonrisa sólo consiguió que Félix temiera lo peor. Sujetó a la muchacha con una mano, y salieron a la calle. Había un largo camino de vuelta a la taberna, y cuando llegaron Ulrika apenas podía andar.

—No tiene buen aspecto —dijo Max en voz baja, y Félix miró a la muchacha. Yacía en el lecho, temblorosa, aunque con la frente hirviendo—. Presenta todos los síntomas de la nueva plaga.

—¿Estás seguro? —preguntó el poeta.

De pronto, todas las peleas y los demás problemas que tenía parecieron irrelevantes. Se dio cuenta de que no quería que muriese.

—No soy médico, Félix, ni sacerdote de Shallya, pero poseo algunas habilidades curativas y una cierta comprensión de lo que está obrando en este caso. Ésta no es una enfermedad natural. He hecho algunos hechizos de adivinación, y aquí están obrando las inmundas garras del culto de Nurgle.

—¿No hay nada que podamos hacer?

—Ya he empezado a trabajar. Le he dado la mezcla de hierbas, y en cuanto me concedas un poco de paz haré los mejores hechizos curativos que conozco.

En ese momento, Félix se dio cuenta de que podría estar interfiriendo en la única posibilidad que Ulrika tenía de sobrevivir.

—Me marcharé —dijo.

—Eso será lo mejor.

El poeta se encaminó hacia la puerta de la pequeña habitación que compartía con Ulrika y la abrió. Iba a salir cuando Max habló.

—No te preocupes, Félix; no la dejaré morir.

Al mirar al mago vio dolor en sus ojos, y la comprensión se transmitió entre ellos.

—Gracias —respondió el poeta, y bajó a la abarrotada taberna.

El vino tenía sabor amargo. Las bromas de los guerreros no le resultaban divertidas. Clavó una mirada melancólica en el interior del vaso y meditó sobre los caprichos del destino.

¿Por qué él se había salvado hasta entonces? ¿Por qué la plaga no había acabado con su vida? ¿O era sólo cuestión de tiempo que lo hiciera? ¿Quién podía saberlo? Recordaba que, en una ocasión, un médico famoso le había dicho que en ese tipo de cosas había muchos factores implicados. Tal vez la tensión provocada por las preocupaciones acerca del paradero de su padre había hecho que Ulrika fuese más vulnerable que él. Lo único que realmente importaba era que se recuperase.

Entonces, todas las discusiones y desavenencias que había habido entre ellos parecían triviales, y tenía que luchar para recordar siquiera una palabra dura. Lo único que recordaba era el aspecto que tenía cuando la vio por primera vez en la sala del trono del Conde Elector de Middenheim. Sin que los evocara, muchos recuerdos e imágenes pasaron a gran velocidad por su mente. La recordaba cabalgando junto a él en una soleada mañana antes de la partida hacia los Desiertos del Caos. Podía visualizarla con total exactitud: los altos y anchos pómulos, el leve bulto de la nariz, la fina red de líneas que aparecía en torno a sus ojos cuando sonreía, el gesto característico que hacía para alisarse el cabello. Podía recordar docenas de mañanas en las que había caminado junto a ella, y en las que el mundo parecía más hermoso gracias a su presencia. Recordaba que la llevaba cogida de la mano mientras avanzaban entre los picos, camino de la Montaña del Dragón. De pronto, tuvo ganas de subir a la habitación y exigirle a Max que la hiciera vivir. Sabía que sería contraproducente hacerlo, que lo único que lograría sería interrumpir al mago mientras hacía sus hechizos, posiblemente en detrimento de las probabilidades que tenía Ulrika de sobrevivir. Maldijo el hecho de que no pudiera hacer nada más. No obstante, podía rezar; tal vez debería buscar un templo de Shallya y hacer una ofrenda.

Miró a su alrededor mientras se preguntaba cuándo regresarían los enanos. Se habían encaminado a la muralla con la esperanza de que hubiese lucha, y para ver si podían contribuir a reforzar las defensas. Para entonces, la horda tenía montadas sus propias máquinas de asedio y había comenzado a atacar las murallas con algo más que cadáveres podridos. Lanzaban enormes rocas, capaces de aplastar a un hombre y destrozar la piedra. La batalla había entrado en una nueva fase.

De pronto, ya no pudo soportar permanecer en aquel salón oscuro lleno de humo. Quería estar afuera, a solas, en el aire relativamente limpio de la noche. Quizá podría encontrar un templo que aún estuviese abierto.

Se levantó y salió por las puertas batientes a la calle fangosa. En el exterior estaba oscuro y hacía un frío gélido. La temperatura había comenzado a descender con sorprendente velocidad. En lo alto, Morrslieb brillaba desde el cielo. La rodeaba un resplandor verdoso, y su faz manchada se parecía más que nunca a un rostro de malevolente sonrisa. Era como si uno de los Dioses Oscuros hubiese ascendido al cielo para contemplar al impotente mundo.

En el aire, flotaban una niebla fina y el aroma de la leña quemada. Félix imaginó que podía percibir el hedor de la horda acampada en el exterior: letrinas desbordadas, fuegos de cocina e inmunda carne asada. Se dijo que era sólo su imaginación que convertía el olor de los orinales vaciados por la noche y las chimeneas de la ciudad en algo que no eran; alargó el paso y se alejó hacia la creciente oscuridad.

El frío aire de la noche lo hizo sentir casi sobrio. Entonces comprendía más que nunca por qué llamaban a Praag la ciudad encantada. Por la noche, los edificios resultaban atemorizadores. Las gárgolas que asomaban por los flancos casi parecían vivas, y era como si las sombras susurraran. Recordó todas las viejas historias referentes a cómo se había reconstruido la ciudad después del asedio: se habían usado las piedras corrompidas por el Caos. Había fábulas que decían que los espíritus de los asesinados por la horda de Skathloc Puño de Hierro podían ser vistos recorriendo las calles en los aniversarios de la batalla en que la luna del Caos estaba en su plenilunio, y que a veces los hombres tenían extraños sueños que los volvían locos. Y había otras fábulas de aquelarres que se celebraban en bodegas oscuras y donde se sacrificaban niños para hacer horripilantes banquetes.

Esa noche, todo parecía espantosamente plausible. Esa noche, el monstruoso volumen de las murallas de la ciudad no le proporcionaba ningún consuelo; lo percibía como una enorme trampa para inmovilizarlo en aquel terrible lugar. Esa noche, la ciudadela se alzaba por encima de la ciudad como la torre de un ogro; incluso las luces que se veían en la enorme muralla interior resultaban amenazadoras.

Caminaba con rapidez. Mantenía las manos sobre la empuñadura de la espada y procuraba no pensar en Ulrika, Max y la plaga. Se sentía tan indefenso como un niño. Aquélla era una situación en la que no podía hacer nada. La suerte de Ulrika estaba en las manos de Max y en las manos de los dioses, y últimamente los dioses no parecían demasiado benevolentes.

La niebla se espesaba a su alrededor y hacía que las calles que le eran familiares pareciesen extrañas. Su propia sombra se alargaba ante él como la silueta de un monstruo espectral. Sus pasos sonaban ajenos en la húmeda oscuridad. El grito lejano del sereno de noche que daba las horas resultaba cualquier cosa menos tranquilizador. Desde lejos le llegaba el sonido de los tambores, los aullidos y los ruidos de interminables obras infernales procedentes de la horda del Caos.

Sus botas rasparon el empedrado, y se detuvo por un momento porque creyó haber oído pasos furtivos detrás de él. Escuchó con atención, pero el sonido había cesado, si no se trataba de algo que hubiese imaginado él. De todas formas, aguardó durante un instante más porque sabía que, en ocasiones, si se era paciente el persecutor podía comenzar a moverse otra vez y delatar su presencia. No oyó nada.

Una parte de él casi deseaba que hubiese alguien. Una pelea sería perfecta para distraerlo de sus lóbregos pensamientos y para descargar el miedo y la tensión que sentía. La parte más cautelosa de su mente le dijo que no fuera estúpido, que no tenía ni idea de quiénes podían ser sus perseguidores ni de cuántos había. Si lo estaban siguiendo, lo mejor que podía hacer era regresar a la taberna. Al menos, allí encontraría algunos camaradas capaces de ayudarlo.

Oyó un tintineo metálico como el que hace una daga al ser desenfundada. Retrocedió al interior de un portal y se quedó inmóvil. ¡Pasos! Probablemente hombres hambrientos que esperaban encontrar a un borracho y separarlo de su dinero. El sentido común le decía a Félix que debería echar a correr, pero ya era un poco tarde para eso. Podía oír que los pasos estaban cada vez más cerca y que pertenecían a más de un hombre.

—Estoy seguro de que se fue por aquí —oyó que murmuraba alguien.

Era una voz fina y aguda, y en ella había una nota de queja, como si su dueño creyese que el mundo estaba dedicado a burlarlo y acabase de encontrar otro modo de hacerlo.

—¿Estás seguro de que era él? —preguntó una segunda voz, más grave y ronca.

Félix tuvo la seguridad de que ése era el menos inteligente de los dos. Su mente conjuró la imagen de un bruto corpulento. De pronto, se le secó la boca y los latidos del corazón sonaron con fuerza en sus oídos.

—Sí, ya lo creo que era él, lo vi cuando salía de la posada. Es un tipo alto, flaco, de pelo rubio, como muchos de los del Imperio. Lleva una capa roja y su espada tiene una empuñadura en forma de dragón.

Félix se quedó petrificado. Esa era una descripción bastante buena de su semblante. ¿Era posible que esos hombres estuviesen buscándolo a él en particular? ¿Por qué? ¿Serían cazadores de brujas?

—Jaeger… Ése es su nombre.

Los hombres se encontraban ya casi junto al portal, y pudo ver que uno de ellos era realmente corpulento, de constitución muy robusta. El otro era bajo y muy ancho. Parecía gordo, pero a pesar de todo se movía con ligereza.

—No sé por qué, su señoría quiere verlo muerto ahora. El Tiempo de los Cambios ya casi está aquí. Es muy probable que en un futuro no muy lejano caiga bajo el hacha de un hombre bestia.

—No nos corresponde a nosotros razonar el porqué —dijo el hombre más corpulento, el de voz grave—. Los de arriba los quieren muertos a él y al enano, y que esa hacha quede fuera de circulación. A nosotros nos corresponde asegurarnos de que esas órdenes se cumplan. Espero que lo hagamos mejor que ese estúpido cazador de brujas.

Félix contuvo el aliento. Aquellos hombres no eran cazadores de brujas, sino que, más bien, hablaban como asesinos profesionales o miembros de un culto secreto. Estaba seguro de haber oído antes la frase referente al Tiempo de los Cambios, y no en un contexto muy saludable. Alguien quería que él y Gotrek muriesen, y quería librarse del hacha del Matatrolls. Se preguntó por qué y, más concretamente, ¿qué iba a hacer él en ese momento? No le gustaba la idea de enfrentarse con aquel par en un combate mano a mano como no fuese, quizá, con la ventaja de la sorpresa. Tal vez podría saltar fuera de su escondite y clavarle la espada en la espalda a uno de ellos antes de que se diesen cuenta. No parecía una conducta justa ni caballeresca, pero lo más probable era que aquellos hombres tampoco tuviesen intención de pedirle que se enfrentara a ellos en un torneo. La alternativa era seguirlos y ver de dónde habían salido. Esa idea tampoco le resultaba particularmente atractiva. A fin de cuentas, él los había oído y había aguardado su llegada emboscado. ¿Quién podía decir que ellos no le harían lo mismo?

Lo más fácil sería limitarse a esperar que desapareciesen calle abajo, y luego regresar a la taberna; así podría contarle lo sucedido al Matatrolls. Si las cosas se ponían violentas, estaba seguro de que Gotrek podría habérselas con aquel par o con cualquier docena de tipos similares, siempre y cuando estuviese advertido. Ese parecía ser el mejor plan.

—Te digo, Olaf, que lo hemos perdido. Se metió en uno de esos portales de allí atrás.

El que hablaba era el hombre corpulento.

—No, no pudo hacerlo. Además, ¿por qué? ¿A quién quieres que conozca en esos edificios?

Las voces se acercaban otra vez. Daba la impresión de que los hombres se detenían un momento a inspeccionar los portales mientras caminaban, y Félix se preguntó si lograría huir en caso de echar a correr. La noche era oscura y neblinosa, así que calculó que tenía una buena probabilidad de conseguirlo. Pero si los hombres corrían más que él o conocían mejor el área, o si uno de ellos sencillamente tenía un cuchillo y hacía un lanzamiento certero, las cosas podrían salir mal. No tenían aspecto de ser hombres a los que le gustaría darles la espalda. Tal vez podría gritar para pedir ayuda. Si la guardia acudía, sin duda aquellos asesinos echarían a correr.

También podía ocurrir que la guardia no acudiera y que esos tipos tuvieran por las proximidades secuaces a los que atrajera el ruido. «Cálmate —se dijo Félix—. Lo que es seguro es que aquí hay dos de ellos; no dejes que tu imaginación pueble la noche de asesinos, o el miedo podría impedir que hicieras cualquier cosa». Sintió en las extremidades la familiar sensación de debilidad que precedía siempre a una lucha, e hizo caso omiso de ella. Entonces su mente parecía funcionar con tremenda claridad, sin hacer caso del miedo y considerando las opciones que tenía.

Si aquellos dos hombres eran mercenarios profesionales, tenía escasas posibilidades. Félix sabía que era un buen espadachín, pero lo superaban en número, ventaja que aprovecharían bien si eran competentes. Lo único que necesitarían sería un golpe certero o afortunado, y su vida habría concluido. No volvería a ver a Ulrika. De repente, la amenaza del ejército del Caos y todas sus otras preocupaciones parecieron alejarse a una enorme distancia, a la vez que se transformaban en insignificantes y carecían de importancia. Lo que necesitaba era simplemente vivir más allá de los minutos siguientes, y luego ya se enfrentaría con cualquier otro problema que pudiese plantearle la vida. De pronto, vivir se convirtió en algo desesperadamente importante para él. Le daba igual si el ejército del Caos atravesaba en pleno las murallas al cabo de un día o de una hora. Quería disponer de ese tiempo, por breve que pudiese ser, y aquellos hombres deseaban arrebatárselo.

En ese instante lo invadió una cólera nítida y fría. No iba a permitir que lo hicieran; al menos, no sin luchar. Si tenía que asesinarlos, que así fuera. Era la vida de ellos o la suya, y no le cabía la menor duda de cuál era más importante para él. Con lentitud, consciente de que tendría que aprovechar la más mínima ventaja que se le presentara, soltó el broche de la capa, se la quitó y la cogió, hecha un fardo, con la mano derecha. Con todo el sigilo posible, comenzó a desenvainar la espada y se sintió agradecido al ver que la hoja se deslizaba en casi total silencio.

—¡Chsss! —chistó el hombre corpulento—. Me ha parecido oír algo.

«Será mejor acabar primero con él —pensó Félix—. Es el más peligroso de los dos».

—Seguramente, ha sido una rata. La ciudad está llena. Tal vez habrá algunos de esos hombres rata. He oído decir que tuvieron problemas con ellos en Nuln. Maldición. Me gustaría que Halek hiciera su propio trabajo sucio en lugar de enviarnos a la calle en una noche como ésta. Casi puedo oler el invierno.

—Dale las gracias al Grandioso porque estarás vivo para ver el invierno. La mayoría de los habitantes de esta ciudad no lo estarán.

—Bueno, es seguro que Félix Jaeger no lo estará si le pongo las manos encima. Tengo la intención de hacer que me pague por tenerme fuera de la cama. Ahora podría estar en un lecho calentito con una puta calentita en La Rosa Roja si no fuese por su culpa.

—Ya tendrás tiempo suficiente para eso más tarde, una vez que hayamos acabado con el asunto.

—Sí, en caso de que no vuelvan a mandarnos a la calle tras el enano. He oído decir que es un bastardo realmente duro.

—Un cuchillo envenenado acabará con él como con cualquiera —respondió el hombre corpulento.

La proximidad de la voz parecía indicar que estaba ya casi encima de Félix, a quien recorrió un estremecimiento al oír la palabra veneno. Aquellos hombres no estaban dispuestos a correr ningún riesgo, y él tampoco podía permitírselo. El más leve desliz podría ser el último. Sus dedos se cerraron con fuerza sobre la capa. Ya casi había llegado el momento de actuar.

—Si no fuera por esta niebla, lo esperaría en frente de la taberna y le metería una saeta de ballesta en el cuerpo —dijo el gordo.

—¿Y cómo ibas a hacer eso sin que te vieran? —preguntó el hombre corpulento, cuya sombra estaba ya delante de Félix—. Es justo el tipo de idea estúpida que yo…

Félix abandonó de un salto el escondrijo y la capa onduló en el aire cuando la arrojó para cubrir la cabeza del hombre corpulento. En el mismo momento en que le caía encima, el poeta lanzó una estocada veloz como una serpiente. La hoja de la espada penetró por el estómago del tipo y le salió por la espalda, y Félix la retorció antes de retirarla. «Veneno —pensó, impelido por una cólera y un miedo desesperados—. Intentad usar veneno conmigo, ¿queréis?». El alarido del hombre corpulento resonó en la noche.

Su compañero podía ser gordo, pero era veloz. Lanzó una puñalada casi instintiva, y sólo un fulgurante salto hacia atrás apartó al poeta del camino del cuchillo. No estaba seguro, pero creyó haber visto una mancha de sustancia pegajosa y negra en la hoja. El hombre corpulento cayó boca abajo, y su peso arrancó la espada de la mano del poeta. «Maldición», pensó. Las cosas no estaban saliendo de acuerdo con lo planeado. Retrocedió con rapidez mientras intentaba desenvainar su propia daga sin apartar los ojos de la silueta del gordo, pues no quería arriesgarse a sufrir ni el más leve corte de su arma.

—¡Bastardo! Has acabado con Sergei, por lo que parece. Bueno, no importa. Eso significa que yo obtendré más prestigio ante su señoría cuando le lleve tu cabeza.

Félix se sintió algo aliviado cuando su daga salió, por fin, de la vaina, ya que entonces tendría una oportunidad, aunque leve. El gordo sujetaba el cuchillo en una pose profesional, y el poeta era buen espadachín, pero tenía poca experiencia con la técnica de arrojar cuchillos. Pero mientras retrocedía ante el asesino, pensó que había matado ya a dos hombres de aquella forma y ése podría ser un buen momento para intentar que fuesen tres.

Echó hacia atrás el brazo y lanzó. Era un lanzamiento difícil, en la oscuridad y contra una figura en sombras que se movía, e incluso en el momento de soltarlo supo que no daría resultado. Lo único que había conseguido era quedar desarmado. El hombre lo esquivó, pero Félix se encontraba en ese estado de alerta en que el pensamiento y la acción funcionan prácticamente al unísono. En el momento en que se daba cuenta de que la daga erraba, una parte de su mente más rápida que el pensamiento racional ya había actuado. Había sabido que el asesino se distraería durante una fracción de segundo, lo cual le proporcionaría a él una oportunidad para atacar.

Se lanzó hacia adelante al mismo tiempo que cerraba un puño, que impactó con un fuerte golpe contra el mentón del hombre. Sintió un dolor atroz en la mano y supo que a la mañana siguiente tendría los nudillos magullados, como mínimo, aunque en ese momento no importaba. Si sobrevivía, ya se preocuparía por eso después. El hombre profirió un gruñido e intentó apuñalarlo de abajo arriba. Se trataba de un movimiento profesional, un corto movimiento de ataque destinado a clavar la hoja en el vientre de Félix.

Fue sólo el hecho de que lo esperase lo que le permitió bloquear el golpe, más por suerte que por razonamiento. Bajó una mano y atrapó la muñeca del hombre, que era gruesa y estaba resbaladiza a causa del sudor; tuvo que realizar un esfuerzo casi sobrehumano para detener el cuchillo. El gordo era más fuerte de lo que parecía, y resultaba obvio que se trataba de un experto en la lucha cuerpo a cuerpo. Retorció el brazo a fin de soltarse, al mismo tiempo que intentaba asestarle un rodillazo en la entrepierna.

Félix se desplazó apenas para que la rodilla golpeara su muslo, y luego hizo algo inesperado: continuó desplazando el cuerpo a la vez que empujaba al hombre hacia adelante, usando su propio peso y movimiento contra él. El hombre cayó cuan largo era y aterrizó boca abajo sobre el mugriento empedrado. Un largo gemido agónico escapó de sus labios, luego sufrió un espasmo y quedó inmóvil. Félix, que casi esperaba que se tratase de un truco, le dio una patada en la cabeza. No hubo reacción, pero la cólera y el miedo impulsaron al poeta a patearlo una y otra vez. Pasado un minuto se dio cuenta de que el hombre en absoluto fingía, y al volverlo vio que había caído sobre su propio cuchillo. No había sido una mala caída, al parecer, ya que la hoja del arma había penetrado sólo parcialmente y, en circunstancias normales, la verdad era que sólo le ludria hecho un corte superficial, no una herida mortal. Pero el veneno que había en ella tenía que ser muy potente, ya que lo había enviado de cabeza al reino de Morr, o al del demonio del que fuese seguidor.

Rencoroso, Félix deseó que los Poderes del Caos lo castigasen por su fracaso, pero luego recobró la cordura y recogió la espada, el cuchillo y la capa. Al mirar la prenda, pensó que había quedado inservible, aunque no era buena idea dejarla tirada cerca del escenario de la lucha. Nunca podía saberse si alguien sería capaz de reconocer al dueño. Hizo un fardo con ella y se alejó noche adentro con paso rápido y decidido, al mismo tiempo que intentaba no tener la apariencia de alguien que acaba de matar a dos hombres.

Las plegarias en el templo de Shallya tendrían que esperar hasta que se hubiese lavado la sangre de las manos. Sería mejor advertir a Gotrek de que había asesinos a sueldo que iban tras ellos, aunque no era probable que al Matatrolls le preocupase mucho.

* * *

Max bajó los ojos hacia Ulrika, que yacía en el lecho. Tenía el semblante pálido, sudor en la frente, y sus ojos estaban abiertos de par en par, aunque no veía. Unas extrañas manchas rojas maculaban el hermoso rostro. Sus sentidos mágicos le decían que la muchacha estaba consumiéndose con rapidez. La fuerza vital la abandonaba; su espíritu estaba separándose del cuerpo. Max sacudió la cabeza e inspiró profundamente para intentar calmarse. Era difícil, pues sentía que si a ella le sucedía cualquier cosa, él se moriría.

«Cálmate —pensó—. Éste no es momento de pensar como un escolar, sino de concentrar todos tus recursos en ser un mago. No permitas que tus sentimientos personales interfieran en lo que tienes que hacer». Inspiró otra vez para calmarse y repitió uno de los cánticos que había aprendido al principio de su época de aprendiz, un verso rítmico y carente de sentido, destinado a serenar la mente y calmar los nervios. Se abrió la mente a los vientos de la magia y sintió que respondían a su llamada.

Max había sido ampliamente formado en la magia protectora, que incluía, por necesidad, hechizos curativos y otros destinados a contrarrestar la enfermedad. Pero no era un área en la que se hubiese especializado, y sabía que las plagas, en particular, resultaban difíciles de neutralizar. Nurgle era fuerte, y había muchísimos otros factores que podían intervenir en el resultado.

Por fortuna, la mayoría de aquellos con los que estaba familiarizado favorecían a Ulrika. Era joven y sana, y tenía todos los motivos del mundo para vivir. No pasaba hambre, su entorno era limpio, y hasta ese momento había gozado de buena salud. Esperaba que esas cosas marcaran la diferencia.

Cerró los ojos y extrajo energía de los vientos de la magia. Al instante, sintió que algo iba mal. En los alrededores, había mucha más magia oscura de la que había esperado, y se hacía cada vez más fuerte. De todos los tipos de energía que transportaban los vientos de la magia, ésa era la peor y llevaba consigo la promesa de corrupción, mutación y muerte en vida. Había pensado que estaba preparado para eso ya que, a fin de cuentas, el ejército del Caos que se encontraba acampado fuera de la ciudad se alimentaba abundantemente de ese poder maligno, pero la descomunal cantidad de magia oscura presente resultaba casi abrumadora. El contacto era repulsivo. Tras enfocar la mente logró extraer los otros tipos de energía; para eso, necesitaba una mezcla de dorado y gris. Con toda esa magia oscura que había en el aire, era más difícil lograrlo, pero sabía que podría hacerlo.

Con lentitud y cuidado, asegurándose de evitar el contacto con la contaminación de la Oscuridad, reunió el poder. Tras abrir todos sus sentidos de mago, posó los ojos sobre Ulrika, a quien aún veía sobre el lecho, aunque también era capaz de contemplar su aura, el reflejo de su espíritu. Las cosas no presentaban buen aspecto. La rodeaba un verde enfermizo y percibió la contaminación de la magia oscura dentro de ella. Era algo que no resultaba sorprendente, puesto que la plaga había sido generada mediante magia por los seguidores de Nurgle.

Comenzó a recitar el encantamiento que le permitiría desalojar aquella energía oscura, y los zarcillos de poder que había tejido en torno a la muchacha empezaron a penetrar con lentitud a través de su piel. Ulrika se removió en sueños y gimió. Max mantuvo una fuerte corriente de poder para unir la energía mágica al espíritu de ella, alimentándola con fuerza vital sacada, en parte, de sí mismo y, en parte, de los vientos de la magia. Por un momento, Max sintió que era absorbido hacia el interior de un remolino de muerte. Notó la atracción de un vacío infinito, y la piel se le tornó fría y húmeda. Vertió más poder dentro de la muchacha, pero era como verter agua en las arenas de un desierto.

Sintió que se le escapaba su propia vida, y luchó contra eso. Era uno de los peligros de aquel tipo de magia curativa. Cuando el enfermo estaba próximo a la muerte, la vida del sanador se sometía al mismo peligro. Una pequeña parte aterrorizada de su mente luchó contra la corriente, con el deseo de interrumpir el contacto y salvarse. Sin embargo, se negó a escucharla y a ceder al impulso. Como un nadador que luchara contra una fuerte resaca, continuó luchando por su vida y la de Ulrika. Elevó una plegaria a Shallya y encontró más energía dentro de sí. En ese momento, se dio cuenta de que algo había despertado en el interior de la muchacha y estaba ayudándolo. De repente la crisis había pasado y ya no se sentía como si se ahogara. La constricción de su pecho había desaparecido.

«Ésa era la parte dura», se dijo, a sabiendas de que no era del todo cierto. Él había establecido la condición en que ella se encontraba entonces, y podría conservarla así mientras continuara suministrándole energía, pero su poder no era infinito y dudaba que pudiese mantener la conexión durante el tiempo que ella precisaba para curarse. El cuerpo de la muchacha iba a necesitar ayuda. Con lentitud, volvió a extender los zarcillos de poder para buscar las bolsas de energía mágica oscura que quedaban dentro de ella. Las golpeó una a una, hendiéndolas como un cirujano pincha una ampolla. Emisiones de magia oscura salían por la boca y las fosas nasales de Ulrika como una nociva nube de humo verde oscuro.

A continuación, envió su energía a buscar a los diminutos demonios de enfermedad que la infectaban, entidades tan pequeñas que eran invisibles a simple vista pero que no podían escapar a los sentidos mágicos que él empleaba. La marea de magia corrió por el torrente sanguíneo y los órganos internos, purificándolos. Era un trabajo difícil y agotador, que requería los más altos grados de concentración. Max ya se sentía tan cansado como después del duelo mágico sostenido con el vidente gris skaven, pero continuó trabajando y mantuvo su mente concentrada. Pasó mucho tiempo antes de que tuviese la seguridad de haber exterminado a todas las inmundas entidades portadoras de la plaga.

«Ahora la fase final», pensó con cansancio mientras reunía sus últimas energías. Envió la orden de dormir, de sanar y de reemplazar las fuerzas vitales que se habían perdido. A continuación, tras haber concluido, cerró los ojos y ofreció una plegaria de agradecimiento. Al tocar la frente de la muchacha, advirtió que ya no tenía fiebre y casi no sudaba. Esperaba haber hecho lo suficiente, aunque no tenía manera de saberlo. Luego, se quedó dormido en la silla situada junto al lecho de ella.

* * *

Allí lo encontró Félix, minutos más tarde, cuando entró para coger ropa limpia y otra capa. Se había detenido junto al pozo del exterior para echarse un cubo de agua por encima y librarse de la mayor parte de la sangre. Dudaba que los guardias de la ciudad acudieran a la taberna Jabalí Blanco en busca de asesinos a sueldo, pero hizo todo lo posible por cubrir su pista. A los chistes sobre lluvia que lo recibieron al entrar, respondió con la historia de que se había echado un cubo de agua en la cabeza para recobrar la sobriedad.

Al entrar en la habitación, por la respiración de Ulrika se percató de que comenzaba a recuperarse, y le dio las gracias a Shallya por su misericordia. Con tanto sigilo como pudo, se cambió de ropa y volvió a bajar para ver si podía encontrar a los enanos y advertirlos de la situación. Al entrar en la taberna, oyó a Ulli y a Bjorni que bramaban alguna vieja canción de enanos que hablaba de bebida. Detrás de ellos entraron Gotrek y Snorri. Ninguno de los Matadores parecía demasiado sobrio.

—Me han atacado —dijo.

—No me digas, joven Félix —replicó Snorri—. ¿Nos hemos perdido alguna buena pelea?

Sabía que pasaría un buen rato antes de que lograra convencerlos de que se tomaran en serio la situación.