CINCO
Félix posó la mirada sobre la horda del Caos que se encontraba fuera de la muralla, y que no se había vuelto menos aterradora en los pocos días pasados. Parecía extenderse hasta el horizonte mismo en todas direcciones, y las nubes de polvo que se levantaban a lo lejos indicaban que cada día llegaban más y más soldados.
Se llevó el catalejo a un ojo y estudió las líneas del ejército del Caos. Su posición era fuerte, ya que la mayor parte del campamento estaba protegido de cualquier ataque por la curva del río. Hordas de bárbaros ataviados con pieles de animales trabajaban frenéticamente para levantar terraplenes y excavar trincheras que miraban a la ciudad. Podía ver hileras de estacas afiladas que erizaban la base de las fortificaciones de tierra. Los adoradores del Caos no querían correr riesgos en caso de que los jinetes kislevitas hicieran una salida de Praag para trabarse en lucha. A lo largo de los días pasados, las incursiones de ataque y huida de los jinetes kislevitas habían causado bastantes bajas entre los asediadores, bajas que no eran más que una gota de agua en el océano de su descomunal número, pero que habían sido positivas para la moral de los defensores. Puesto que sabía que eran muchos los que dentro de la ciudad compartían la misma desesperación que sentía él, Félix decidió que para los kislevitas esas pequeñas victorias eran tan importantes como la comida.
Lo peor de todo residía en que, a medida que aumentaba el número de los enemigos, empeoraban los presagios y augurios. Se avistaban apariciones que se paseaban por las calles de la ciudad durante las horas nocturnas. La noche anterior, en la taberna Jabalí Blanco, Félix había oído a dos mercenarios tileanos borrachos que contaban que se habían encontrado con el fantasma de una mujer sin cabeza en una calle cercana a su alojamiento. La mayoría de los extranjeros habían intentado desacreditar la historia como producto del brandy de mala calidad que habían estado bebiendo los tileanos, pero los habitantes de la ciudad se limitaron a asentir con aire sabio y triste, para luego volver a sus bebidas. El poeta suponía que la familiaridad de toda una vida con apariciones de esa índole podría haber contribuido a inmunizar a los ciudadanos de Praag contra el horror, pero sabía que él jamás podría descansar tranquilo en una ciudad donde cosas semejantes eran algo relativamente normal.
Félix se preguntó si el creciente número de apariciones tendría algo que ver con la presencia del ejército fuera de las murallas.
—Puede ser que sí —asintió la conocida voz de Max Schreiber, y Félix se sorprendió al darse cuenta de que había hablado en voz alta y al comprobar que Max estaba allí.
—¡Max! ¿Qué estás haciendo sobre las murallas?
—Lo mismo que tú, Félix. Mirar al ejército que hay ahí afuera y preguntarme cómo vamos a sobrevivir a este asedio.
El poeta miró a su alrededor y se sintió aliviado al ver que los soldados más próximos se encontraban a unas cinco zancadas de distancia. Cabía la posibilidad de que no hubiesen oído al hechicero. Oír que uno expresaba unos sentimientos tan derrotistas no era algo bien visto en Praag en esos días. Se encogió de hombros. Era Max quien decía esas cosas, no él.
—¿Crees que las apariciones de las que se ha estado informando están relacionadas con ese ejército?
—Estoy seguro de ello.
En ese momento, un grupo de soldados estaban mirándolos. La conversación había captado por completo su atención.
—¿Cómo? Creía haberte oído decir que las murallas de hechizos que rodean la ciudad son fuertes y que los poderes del Caos no podían penetrarlas.
Max se envolvió estrechamente con sus ropones dorados y marrones de hechicero. Ese día se había puesto un extraño gorro tipo casco, acabado en punta, que se encumbraba sobre su cabeza y lo hacía parecer más alto. El vello corto de su rostro comenzaba a tener el sospechoso aspecto de una barba. Apoyó todo su peso en el báculo, contempló con atención a la horda durante un momento, y luego respondió.
—He dicho que hay una conexión, no que esos adoradores de la Oscuridad sean los responsables.
Félix miró al hechicero. Max era un amigo, a su manera, pero continuaba siendo un mago, y a veces los magos resultaban inescrutables para los meros mortales como él.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que todo esto está conectado. El ataque masivo de los skavens contra Nuln; la forma en que Morrslieb se ha hecho más grande a lo largo de los últimos años; el hecho de que las fuerzas del Caos se hayan puesto en marcha; el creciente número de meteoros que caen a la tierra, de mutaciones y accidentes mágicos; el modo como los fantasmas se agitan dentro de la ciudad; todo forma parte de lo mismo.
—¿Estás diciendo que los Poderes del Caos están detrás de todas esas cosas, Max? No es necesario ser un gran hechicero para conjeturar eso.
—No, Félix. Lo que quiero decir es que en todo esto hay una pauta general, enorme. Podría darse el caso de que sea obra de una inteligencia monstruosa, o podría tratarse de algo diferente, más parecido a un fenómeno natural.
—No estoy seguro de que la palabra natural sea la que yo escogería en estas circunstancias.
—Me refiero a algo parecido a las mareas del océano, o los cambios de las estaciones.
—No te sigo.
—Creo que las cosas son de la siguiente forma, Félix: la magia es una fuerza como el viento, la lluvia o las mareas. A veces es fuerte, otras es más débil, pero siempre está ahí, al igual que el aire que respiramos. Impregna el mundo en que vivimos. Los hechiceros llamamos «vientos de la magia» al flujo de esta energía.
—Sí. ¿Y?
—Tal vez hay estaciones de la magia como hay estaciones del año. Quizá estemos entrando en una estación en que los vientos de la magia soplan con más fuerza, y entonces el poder mágico aumenta. Tal vez es lo que sucedió hace doscientos años.
—Eso sería una estación muy larga.
—No seas deliberadamente obtuso, Félix. Eres un hombre inteligente, y entiendes una analogía cuando la oyes.
Félix dio un respingo al oír el tono de Max, pues sabía que el hechicero tenía razón. Era posible que los celos que sentía a causa de Ulrika hicieran que tuviese ganas de entablar una discusión con el mago.
—Vale. Continúa —dijo, un poco mohíno.
—Las fuerzas del Caos están poderosamente asociadas con la magia, y tal vez su poder aumente y mengüe con esas estaciones. Cabe la posibilidad de que nos encontremos en el inicio de una época en la que son más fuertes, y que ese aumento de la energía incremente el número de apariciones dentro de Praag, además de volver locos a los skavens.
Félix consideró el argumento del mago desde todas las perspectivas posibles. Era lógico y tenía bastante sentido desde cualquier ángulo que lo mirase, pero no significaba nada. En los patios de la Universidad de Altdorf, había oído a los sabios eruditos demostrar las teorías más descaradamente absurdas mediante la rigurosa aplicación de la lógica.
—Es una teoría interesante, Max, pero he oído otras. En el exterior de la taberna Jabalí Blanco, esta mañana había un hombre que gritaba que esto era el castigo de los dioses por nuestros pecados, y que se avecinaba el fin del mundo.
Max le dedicó una sonrisa un poco desagradable.
—Las dos teorías no se excluyen necesariamente la una de la otra —replicó—. ¿Qué le sucedió a ese profeta?
—Los guardias de la ciudad le golpearon la cabeza con las porras y se lo llevaron a rastras.
—Mi teoría podría no ser tan peligrosa para la salud en estos tiempos.
—Tiene eso de recomendable, sin duda —asintió Félix al mismo tiempo que devolvía su atención a la horda del Caos. Parecía haber algún tipo de actividad en torno al monstruoso pabellón negro que se había erigido en el centro del ejército.
* * *
Desde lo alto de la colina, Ivan Mikelovitch Straghov observó a la hueste de merodeadores del Caos que marchaban por la llanura. «Marchar» era un verbo incorrecto, pues sugería una disciplina que aquellas tribus salvajes sencillamente no poseían. Aunque eso carecía de importancia. Tenían en su favor la superioridad numérica y una inquebrantable fe en sus Dioses Oscuros. Los largos años pasados como boyardo de la Marca le habían proporcionado a Ivan abundante experiencia con los de su clase. Aquéllos avanzaban bajo el estandarte del Hombre Desollado.
—Deben de ser al menos un millar, mi señor Ivan —murmuró Petrov.
Ivan se volvió para mirar a su lancero más joven. El muchacho tenía apenas más de quince años, pero sus ojos eran los de un hombre mucho mayor. Debajo de ellos se habían formado sombras oscuras, y tenía el rostro arrugado por la fatiga, el cabalgar en exceso y la escasez de alimento.
—Cuidado, muchacho. Recuerda que un hombre que se bate en retirada cuenta dos veces a todos los enemigos. No hagamos las cosas peores de lo que ya son.
Ivan mantuvo un tono de voz alegre y confiado, que no concordaba en absoluto con sus sentimientos. Era posible que la estimación del muchacho fuese correcta, pues daba la impresión de que los Desiertos habían regurgitado a la totalidad de su contaminada población. Hacía ya dos días que Ivan y sus hombres se encontraban con aquellos exploradores, grandes hombres ataviados con pieles de animales y que hablaban una lengua tosca; presentaban el cuerpo manchado por el estigma de las primeras etapas de la mutación o por extraños tatuajes con runas del Caos. No era buena señal encontrar un ejército de ellos en un lugar situado tan al sur como aquél. Ivan supuso que ni siquiera formaban parte del gran ejército del Caos, sino que eran simplemente tribus movidas por algún oscuro y secreto impulso de dirigirse hacia el sur y saquear. Aunque eso no importaba, ya que eran lo bastante numerosos como para darle a entender que sucedía algo de gran importancia. En los últimos días, había visto guerreros que llevaban los tatuajes de los incursores de la Cicatriz, los bárbaros del Hielo y los aulladores de la Sangre. Al parecer, todas las tribus de los Desiertos se dirigían hacia el sur.
Los jinetes tomaron posiciones sobre el lomo de la colina. Se habían situado a plena vista con la esperanza de provocar a los merodeadores para que fuesen tras ellos. En el centro de la masa de bárbaros, un anciano de cabello blanco con un báculo rematado por un cráneo que lo distinguía como chamán exhortó a los hombres a que atacasen. Ivan aguardó, confiado. Mientras los adoradores del Caos perdiesen el tiempo en ascender la ladera, estarían sometidos a una lluvia de flechas y a una serie de ataques por el flanco llevados por las reservas que Ivan había mantenido fuera de la vista, tras la colina. Muy probablemente, los bárbaros se dejarían engañar por la estratagema, y muchos morirían. Para él era un consuelo pequeño, pero consuelo al fin, saber que estaba haciéndoles pagar con sangre cada paso que avanzaban hacia el interior de Kislev.
En ese momento, un atronar de cascos a sus espaldas atrajo la atención de Ivan, y al volverse vio que sus hombres escoltaban ladera arriba a un jinete cubierto por una capa azul. Sonrió, pues reconoció de inmediato al hombre alto de cabello blanco. Era Radek Lazlo, uno de los correos de la Reina del Hielo.
—¡Bienvenido, Radek! —bramó Ivan—. Llegas justo a tiempo para vernos a mí y a mis muchachos matar a unos cuantos miembros más de esa escoria del Caos.
—Por mucho que disfrutaría con ello —respondió Radek mientras una fría sonrisa le torcía los labios—, no tengo tiempo. Y tú tampoco lo tienes. La Reina del Hielo te ordena que te presentes en el Vado del Mikal. La Hueste Góspodar está reuniéndose allí.
Ivan consideró las palabras del correo. El Vado del Mikal se encontraba a una semana de dura cabalgata, pero estaba mucho más cerca del lugar en que se hallaría la hueste en caso de no haber recibido aviso de la inminente invasión. ¡Eso tenía que significar que Ulrika había llegado a destino!
—Cabalgaremos hacia allí. ¿Qué harás tú? ¿Vas a acompañarnos?
—No, debo continuar avanzando por estas tierras para darle la noticia a cualquier otro señor de la Marca al que pueda encontrar.
Ivan sacudió la cabeza con asombro. A Radek le habían encomendado una misión casi suicida: cabalgar en solitario por aquellas tierras infestadas.
—Puedo destinar un destacamento de mis lanceros para que te acompañe —ofreció.
—No. La Zarina necesita todas las lanzas en el vado. Te aseguro, Ivan, que en todos los años que tengo de vida jamás había visto nada parecido a esto.
—La cosa empeora —le aseguró Ivan—. Nosotros venimos del norte, y te juro que da la impresión de que se han abierto las mismísimas puertas del infierno. Esto será otra vez como la Gran Guerra antes de que hayamos acabado, créeme.
—No me tranquilizas con lo que dices, viejo amigo —respondió Radek a la vez que desviaba los ojos hacia los bárbaros que se encaminaban a la colina. Podía calcular la distancia tan bien como cualquiera de los hombres de Ivan, y sabía que aún les quedaba algo de tiempo para hablar.
—¿Se sabe algo de mi hija?
—La vi apenas un instante en la corte. Fue ella quien le llevó a la Reina del Hielo la noticia de la invasión. Llegó en esa gran nave voladora de los enanos.
El orgullo paternal tocó el corazón de Ivan.
—¿Cabalga con la hueste, entonces?
Radek negó con la cabeza.
—No, mi señor. Acompañó a los enanos hasta Praag.
—Eso está justo en el camino de la invasión. Los adoradores del Caos siempre atacan primero esa gran fortaleza.
—Sí, viejo amigo, pero tu camino conduce al sur, ahora mismo, hacia el Vado del Mikal y la guerra. No te preocupes. Sin duda, el primer movimiento de la Reina del Hielo será socorrer a la ciudad.
Durante un breve instante, el amor y el deber batallaron dentro de Ivan y consideró la posibilidad de cabalgar directamente hacia Praag, donde estaba en peligro su única hija. Pero sabía que poco podía hacer por ayudarla, y no había manera de que su pequeño destacamento de lanceros pudiese hacer otra cosa que no fuese morir si se encontraban con el cuerpo principal de la horda del Caos ante la ciudad. Tenía más sentido unirse a las fuerzas restantes y cabalgar luego con todo el poder armado de Kislev al rescate de la capital. No obstante, una parte de él temía que ni siquiera ese poderoso ejército bastara para derrotar al ejército con que entonces se enfrentaban.
Suspiró en silencio para sí mismo, y luego les dio la orden a sus guerreros.
—Hacia el Vado del Mikal. ¡En marcha!
Como un solo hombre, los lanceros y los arqueros a caballo dieron media vuelta y bajaron al trote de la colina con disciplinada precisión. Detrás de ellos, los bramidos de decepción de los salvajes hombres de las tribus sonaron como aullidos de lobos hambrientos.
* * *
En el exterior caía la noche, y traía consigo un aire gélido. Las calles estaban llenas de hombres que marchaban y de soldados que se entrenaban. Allí abajo, la bodega se encontraba a oscuras, cálida y silenciosa. Una sola lámpara iluminaba a las figuras embozadas y encapuchadas que se habían reunido en secreto para hablar del destino de la ciudad. El hombre al que sus cuatro compañeros de conspiración conocían como Halek miró hacia atrás, sabedor de que si lo hallaban allí los cazadores de brujas, no lo salvaría ni siquiera su elevada posición. La muerte en la hoguera sería la muerte más piadosa que podría esperar.
Se dijo que no había ninguna posibilidad de que eso sucediera, pues se encontraba en el hogar de uno de los comerciantes más ricos de Praag, sin duda uno de los otros hombres enmascarados que estaban sentados a la mesa. O tal vez no; quizás el que había acudido no era más que uno de los sirvientes de ese hombre. Sólo el sumo sacerdote del Gran Mutador, sentado a la cabecera de la mesa, el hombre que los había reclutado a todos, lo sabía con certeza.
«¿Por qué estoy aquí? —se preguntó—. ¿Cómo he llegado a esto?» Lo que había comenzado como una búsqueda de conocimiento había acabado con él sentado allí y rodeado por los enemigos del ser humano. Inspiró profundamente y se recordó que entonces él era uno de esos enemigos. No había excusa alguna para lo que había hecho, ni en Praag, ni probablemente en ninguna otra parte. Intentó tranquilizarse; al menos, había escogido al bando ganador.
Para cualquiera que tuviese ojos para ver, resultaba obvio que en la batalla que se avecinaba podía haber sólo un vencedor. Los Poderes del Caos resultarían demasiado fuertes para Praag, del mismo modo que resultarían demasiado fuertes para el mundo entero. Estaban destinados a heredar la tierra. El Caos era como la muerte o el tiempo; al final, siempre triunfaba, pues erosionaba a sus enemigos a lo largo de muchos años.
Mientras el sumo sacerdote murmuraba las invocaciones de apertura, Halek se obligó a controlar su mente. Pensar de ese modo era peligroso y lo acercaba a la locura. Era lo bastante erudito como para saber que había habido reveses, en ocasiones justo después de grandes triunfos. Podía ser que para los cuatro Grandes Poderes no importase si la victoria se producía entonces o dentro de varios siglos, pero sí que importaba para él. En ese momento, la pena por el fracaso sería la muerte, pues sus señores no eran bondadosos con las almas de aquellos que les fallaban. Estaba muy bien autoconvencerse de la victoria inevitable del Caos, pero carecía bastante de sentido si uno no estaba cerca para saborear los frutos de esa victoria. Sonrió tras su sencilla máscara de tela, lo cual le ayudó a conservar la perspectiva.
Allí, en Praag, apenas dos siglos antes y apenas unas semanas después de que cayera la ciudad, las fuerzas de los llamados Poderes Malignos habían sido devueltas al interior de los Desiertos por el ejército de Magnus el Piadoso. ¡Cómo les gustaba fanfarronear sobre eso a sus compatriotas kislevitas! ¡Qué típico de ellos era y qué realmente estúpido! Eran incapaces de mirar las cosas a largo plazo, como él. No podían ver que carecía de importancia si el Caos era rechazado una o cien veces, porque siempre regresaba y lo hacía fortalecido. Sabía que, en parte, la desesperación ante ese conocimiento lo había decidido a unirse al Caos; eso, y el hecho de que ya había penetrado demasiado profundamente como para que pudiera salir sano y salvo. Cuando se dio cuenta de que la sociedad a la que se había unido no era simplemente otra hermandad secreta dedicada a la investigación de la alquimia y el conocimiento místico, ya era demasiado tarde. Sabía que sus compañeros de culto lo matarían antes que permitir que se marchara en libertad, y él no podía hacerlo sin exponerse ante el mundo como lo que era. Lo que él hiciera no cambiaría en absoluto las cosas, porque ya eran demasiado fuertes para derrotarlos. No, lo mejor que podía hacer era lo que había hecho: permanecer con el culto de El que Transmuta las Cosas, y hacer todo lo posible por ascender dentro del mismo.
¿Qué corazón no aprovecharía la perspectiva de compartir los despojos del triunfo? Durante toda la vida, Halek, cercano al asiento del poder pero sin ocuparlo, lo había codiciado. Y el poder temporal era lo mínimo que ofrecía el Señor Tzeentch. Las promesas incluían mucho más: la vida eterna, y no en un aburrido mundo ultraterreno de cuento de hadas, sino en el dulce reino mortal; poder sobre las fuerzas de la magia, la capacidad para colmar cualquiera de los propios deseos con independencia de lo oscuros o depravados que fuesen en opinión de la sociedad.
Y no era que Halek fuese uno de los cobardes atraídos por esa promesa. Deseaba servir al Señor Tzeentch por la sencilla razón de que el dios lo recompensaría con conocimiento y satisfaría su curiosidad acerca de todas las cosas…, además de que le permitiría vivir para presenciar el fin del mundo tal y como lo conocía. Lo único que tenía que hacer era traicionar a aquellos que lo querían y confiaban en él. Intentó controlar la amargura. Esas personas no lo querrían ni confiarían en él un solo segundo más si supiesen que estaba allí o conocieran el estigma de mutación que había comenzado a aparecer en su cuerpo. No había manera de que pudiese ocultarlo durante mucho más tiempo. La invasión se había producido en el momento oportuno para él, ya que, transcurridos unos pocos meses más, habría tenido que huir de la ciudad. Las plegarias e invocaciones que protegerían la estancia de los hechizos de espionaje concluyeron y se abordaron los verdaderos asuntos que debían tratar y que los habían reunido. Halek miró a los otros cuatro hombres que estaban sentados en torno a la mesa, todos embozados en sus voluminosos ropones, y escuchó lo que tenían que decir.
—El Tiempo de los Cambios se avecina, hermanos —dijo el conocido como Alrik, el jefe.
Alrik tenía un acento tosco, como el de un comerciante ordinario, pero Halek sabía que era cualquier cosa menos un bruto plebeyo. Su ingenio era agudo y su inteligencia veloz. Si Halek hubiese tenido que adivinar de quién se trataba, habría dicho que Alrik era un hombre a quien el mundo se había negado a reconocer y que, tras lo que él habría llamado «el accidente de su bajo nacimiento», había hallado en el Señor Tzeentch el camino para ascender.
—¿Está todo preparado? —preguntó el llamado Karl, en quien Halek reconocía el acento de la nobleza.
Karl pertenecía a la misma clase social que Halek. A menudo había refunfuñado al alcance del oído de los demás acerca de las injusticias cometidas contra él por el maldito duque, y la forma en que le haría pagar por ellas. Karl estaba metido en aquello por venganza, motivo simple y comprensible. Halek pensaba que si alguna vez Karl hacía un movimiento contra el duque, él lo mataría. No sabía si eso era debido a que quería salvar al duque, o a que prefería matarlo él mismo. Su relación con el gobernante había sido siempre compleja.
—Tú debes saberlo tan bien como yo, hermano —respondió Alrik—. Si todas vuestras células han hecho su trabajo, estamos preparados.
Cada uno de los hombres presentes estaba a cargo de una célula de adoradores, cuyos miembros sólo eran conocidos por el jefe correspondiente. Eso significaba que, en el caso improbable de que uno de ellos cayera en las garras de los cazadores de brujas, sólo podrían traicionar a aquellas personas a las que conocían por pertenecer a su propia célula. Resultaba ingenioso, porque de esa manera era como procedería el Señor Tzeentch. Podía ser que Khorne, el Dios de la Sangre, confiara en la fuerza bruta, pero los seguidores de El que Transmuta las Cosas preferían usar la inteligencia. Todos sabían que un conspirador bien situado podía resultar más peligroso que un centenar de hombres armados con espadas.
—La mía sí, ciertamente —ceceó el hombre llamado Víctor.
Víctor tenía acento extranjero, tal vez de Bretonia. Aunque también podía tratarse de una astuta artimaña destinada a evitar que cualquiera de los presentes sospechara cuál era su verdadera identidad. Halek conocía a Víctor lo suficiente como para comprender el modo de funcionar de su tortuosa mente. Era una de aquellas personas a las que les gustan las cosas retorcidas por mero amor al retorcimiento. Le gustaban los complots y las intrigas por simple afición a ellos. Era un seguidor natural del Príncipe de las Intrigas.
—¿Halek? —preguntó el sumo sacerdote.
—El veneno está preparado. Puede ser distribuido cualquier noche de éstas.
—¿Estás seguro de que es necesario que hablemos de esto? —preguntó Damien, suspicaz—. Sin duda, es mejor para todos que cada uno sepa sólo lo que tiene que saber.
—El Gran Día se avecina —respondió Alrik—. No podemos permitirnos el lujo de que algunos de los nuestros se interfieran unos a otros.
Halek sonrió detrás de su máscara, pues comprendía a qué se refería Alrik. No era infrecuente que unos interfiriesen en los planes de los otros; a veces por accidente, y a veces, no. Sabía que cada uno de los hombres allí presentes dedicaba tanto tiempo a vigilar a los otros como a los asuntos del Señor Tzeentch. Constituía uno de los peligros de lo que hacían. Eran todos rivales; se disputaban el favor de Tzeentch tanto como eran enemigos de la sociedad en general.
—¿Es que siempre tenemos que pararnos en menudencias de este tipo? —dijo Halek—. Todos servimos al Señor Tzeentch. Todos los aquí presentes somos dignos de confianza. —Estaba seguro de que Alrik captaba la ironía de su voz, aunque no lo tenía tan claro por lo que se refería a los otros.
—Algunos somos más diligentes que otros en el servicio a nuestro Señor, y más cuidadosos —dijo Damien con aspereza.
—Podría haberle sucedido a cualquiera —respondió Karl en tono defensivo; se había tomado la observación de Damien como algo personal. Era un tonto, pues debería haber hecho caso omiso del cebo. Los hombres como Damien medraban ante cualquier debilidad de los demás—. Hasta el más torpe de los cazadores de brujas tiene suerte alguna vez.
—Resulta extraño que siempre tengan suerte con miembros de tu célula —insistió Damien—. Afortunadamente, logramos silenciar a nuestra hermana antes de que pudiese hablar. Quizá la próxima vez, nuestro Señor no será tan benevolente con nosotros.
Halek se había encargado de que Katrin no pudiese hablar. Aunque no sabía con certeza que formaba parte de la célula de Karl, la simple precaución había hecho que se asegurase de que fuese silenciada. Había sido llevada a las mazmorras del duque una persona que podía ser, en efecto, una hermana de culto. Por un momento, todos los presentes callaron.
—He recibido un mensaje del exterior. Se nos comunica que hay una tarea que es necesario realizar —dijo Alrik, y todos lo miraron con renovado interés, pues sabían a qué se refería al decir «exterior».
El sumo sacerdote había estado en contacto con el jefe del ejército acampado fuera de las murallas. Halek habría dado muchas cosas por saber cómo se lograba esa comunicación. Estaba seguro de que no era mediante magia, pues a menudo había oído decir que las murallas de hechizos de Praag eran inexpugnables, y estaba convencido de que eso era verdad. Tal vez había mensajeros que iban y venían a través de pasadizos secretos, o enviaban los mensajes mediante palomas o murciélagos, y quizá los del exterior se comunicaban mediante sueños. Halek apartó de sí aquella ociosa especulación, y se puso a escuchar lo que Alrik tenía que decirles.
—En esta ciudad se encuentran presentes dos guerreros que ya antes han interferido en los planes de nuestro Señor, aunque sin saberlo. Él se asegurará de que eso no vuelva a suceder, y que su interferencia anterior sea recompensada con la muerte.
Halek tuvo la sensación de saber a quién iban a nombrar, y no se vio decepcionado.
—Ese par, un enano y un hombre, son enemigos mortíferos y llevan armas de considerable poder. Más aún, parecen bendecidos por los otros Poderes, los cuales han formado contra nuestro Señor. Recompensará a cualquiera que los mate, y recompensará doblemente a quien le entregue sus armas. Sus nombres son Gotrek Gurnisson y Félix Jaeger. La tarea que se os encomienda es que os encarguéis de que mueran antes de que acabe esta semana. Halek, me gustaría que te encargaras personalmente de esto, pero si surgiese la oportunidad de matar a esos dos, cualquiera de vosotros debe aprovecharla.
Halek dejó a un lado sus escrúpulos. Nunca le había gustado mucho el asesinato, pero la necesidad se imponía cuando era el demonio quien lo impulsaba a uno. En un sentido, era una lástima. El joven Jaeger le había caído bien cuando lo conoció, pero no iba a permitir que ese hecho se interpusiera en el camino de su inmortalidad personal. «¿Qué pueden haber hecho ese par para despertar la enemistad de mi Señor?», se preguntó.
La reunión degeneró en despreciables riñas políticas y discusiones de logística. Halek no veía la hora de que acabase.
* * *
Arek se inclinó hacia adelante en su enorme trono. La cabeza, cubierta por el casco, se apoyaba sobre un puño revestido por el guantelete, el cual, a su vez, descansaba en el brazo del trono. No estaba de buen humor. La visión que le habían otorgado sus magos, combinada con su impaciencia por que comenzara el asedio, no lo había puesto del mejor de los humores. Clavaba una mirada funesta en el Campeón de Nurgle y lo odiaba con la más amarga de las pasiones. Nunca le habían gustado los ulcerosos seguidores del Señor de la Pestilencia.
—Te digo, Gran Señor de la Guerra, que funcionará, o no me llamo Bubar Alientohediondo. La magia del Gran Nurgle te dará una victoria segura.
El hombre, si podía aún aplicarse esa palabra a una silueta humana que era una pestilencia ambulante cubierta de bubones, parecía demasiado satisfecho de sí mismo para el gusto de Arek.
—Nuestra victoria ya es segura —respondió Arek—. ¡Esa insignificante ciudad no puede resistir ante el poder de mi horda!
—Sin intención de faltarte al respeto, Gran Señor de la Guerra, pero ¿por qué desperdiciar las vidas de los soldados asaltando esas enormes murallas cuando el método de Nurgle es mucho más fácil y rápido? ¿Por qué no dejas que la plaga mate a tus enemigos y la pestilencia reduzca a la nada sus defensas?
Las protestas de descontento colmaron el aire. Las palabras de Bubar habían desagradado a los otros jefes de guerra, pues todos querían su parte en la gloria de reducir a Praag, la ciudad que siempre había tenido un lugar especial entre los antagonistas en el corazón de todos los adoradores del Caos. Si Bubar podía realmente hacer lo que afirmaba, la victoria de ellos sería vacua, y toda gloria obtenida resultaría falsa. «A pesar de eso —tuvo que admitir Arek—, este hombre tremendamente obsceno y maloliente lleva cierta razón. Ahí afuera hay todo un mundo para conquistar. ¿Por qué esperar ni un segundo más de lo necesario para conquistarlo?»
Desde lejos, le llegó el sonido de las sierras y los martillazos cuando los hombres de las tribus del norte comenzaron a construir sus enormes arietes, armas que podrían resultar innecesarias si era verdad lo que Bubar afirmaba. Arek aplastó a una de las moscas que se apartó del adorador de la plaga y se acercó zumbando a él, y dedicó un momento a pensar.
—Déjale que lo intente, Gran Señor de la Guerra —le susurró al oído Kelmain Báculonegro—. ¿Qué puedes perder?
«En efecto, ¿qué?», pensó Arek. Todas las construcciones continuarían mientras Bubar ejecutase sus rituales. Era mejor no perder tiempo por si fracasaba el seguidor de Nurgle. Y si tenía éxito, se ganarían tal vez varias semanas de tiempo, lo que podría ser importante con el invierno a punto de llegar.
—Muy bien, Bubar Alientohediondo. Realiza tus rituales. Propaga la peste.
Bubar hizo una reverencia, y el zumbido de la nube de moscas que lo rodeaba aumentó cien veces de volumen.
—Gracias, Gran Señor de la Guerra. No lo lamentarás.
—Asegúrate de que así sea —respondió Arek mientras se levantaba del trono y se retiraba a su pabellón.
* * *
—Has estado aquí durante todo el día, humano —dijo Gotrek Gurnisson, al mismo tiempo que se recostaba contra la muralla y clavaba la mirada en el campamento de los adoradores del Caos.
Félix apartó la mirada de la horda y la volvió hacia el Matatrolls.
—Sí. ¿Te ha dicho Max dónde estaba?
—Sí.
—¿Y qué te trae por aquí?
—Quería mirar a nuestro enemigo y tomarle las medidas —contestó el Matatrolls.
Gotrek se sumió en un hosco silencio, y el poeta desvió los ojos hacia la oscuridad para observar la horda una vez más. Sólo con contemplarla, se formulaba ya muchas preguntas.
¿De dónde salían todos aquellos guerreros? Siempre había sabido que los Desiertos del Caos estaban llenos de enemigos, pero jamás imaginó que pudieran constituir un ejército de unas dimensiones siquiera parecidas a ésas. Además de horror, el ejército inspiraba una especie de espantoso asombro. Desde la distancia a la que se encontraban, los ruidos de la horda eran como el sonido de las olas oceánicas al romper en la costa. En ocasiones, por encima de los bramidos de los hombres bestia y los gritos de los hombres malignos, podían oírse charlas o los alaridos de las víctimas que torturaban.
Félix vio que en las filas enemigas comenzaban a levantarse enormes máquinas de asedio. Centenares de bárbaros cubiertos con pieles pululaban en torno a las descomunales máquinas de guerra de negro hierro; las montaban con las piezas que habían sido llevadas hasta allí en carros arrastrados por monstruos. También se alzaban enormes andamios alrededor de ingenios que se parecían más a grandes estatuas de demonios que a máquinas de asedio. Estaban cubiertas de monstruosas decoraciones de hierro; representaban demonios de sonrisa malevolente, de cuyos vientres sobresalían arietes como puños de dioses malvados. Aquellas poderosas torres parecían capaces de derribar las murallas, y no constituían una vista tranquilizadora.
Onagros de largos brazos y más altos aún que las torres comenzaban a sobresalir entre la horda reunida. Junto a las sólidas catapultas, yacían arietes provistos de ruedas bajas.
—Parece que alguien de ahí afuera sabe lo que hace —comentó Félix.
—Sí, humano —replicó Gotrek—. Éste es un ataque que han preparado durante mucho tiempo. No se trata de la obra de un Señor de la Guerra que simplemente decidió ponerse en marcha hacia el sur con sus seguidores.
—Ni siquiera la hueste con la que se enfrentó Magnus el Piadoso estaba tan bien organizada como ésta.
—No, pero era todavía más numerosa, y el poder del Caos mismo había aumentado entonces más que ahora. El polvo puro de los Desiertos fluyó sobre Praag e hizo mutar a los mismísimos edificios y a la gente.
Félix consideró aquellas palabras durante un minuto, mientras miraba las lunas. Morrslieb, la del Caos, era más grande que nunca y rielaba con una siniestra luz verdosa. ¿Quién sabía lo que iba a suceder? Tal vez aún no había entrado en juego el pleno poder del Caos. Quizá aquel ejército, con todas sus armas infernales y malignos soldados, no era más que un anticipo de lo que vendría a continuación. En aquella luz espantosa, al mirar la vasta horda, le pareció muy posible que estuviese a punto de llegar el fin del mundo.
En las calles, la gente ya susurraba que los temibles Señores del Caos se manifestarían en breve. Ni toda la furia de los cazadores de brujas había logrado acallar esos rumores. Y no eran la única manifestación de manía religiosa. Los fanáticos habían comenzado a recorrer las calles flagelándose con látigos hasta que la sangre les corría por la espalda, como penitencia por sus pecados y los pecados de la humanidad. En otra época, Félix habría pensado que se trataba de un tipo de demencia, pero entonces se preguntaba si podía existir alguna reacción cuerda ante el descomunal ejército que acampaba allí afuera y el mal al que representaba.
—¿Qué es eso? —preguntó Gotrek de pronto.
Félix miró en la dirección que señalaba el enano. Una multitud de mendigos harapientos y agotados estaba emergiendo de la horda. Los obligaba a caminar un grupo de hombres obesos, ataviados con ropones sucios y cogullas. Se apoyaban en grandes báculos rematados por calaveras, cuyos ojos relumbraban con verde resplandor en la oscuridad. Incluso desde esa distancia, Félix percibió una vaharada de repugnante hedor, y a punto estuvo de sufrir náuseas. Era un olor a podredumbre y corrupción peor que cualquier cosa con la que se hubiese encontrado desde que luchó contra la Orden de los Monjes de Plaga del Clan Pestilens, en los Jardines de Morr, en la ciudad de Nuln.
—No lo sé —respondió el poeta—, pero estoy dispuesto a apostar que no se trata de nada bueno.
A medida que la multitud de mendigos se fue acercando, Félix pudo oír con mayor claridad sus lastimeros gemidos. «Salvadnos. Ayudadnos. Tened piedad de nosotros». Los gritos eran desgarradores, y no dudó de su sinceridad ni por un instante. Luego, los conductores de esclavos comenzaron a retroceder y los mendigos corrieron hacia las murallas de Praag. «¡Abrid las puertas! ¡Dejadnos entrar! ¡No nos dejéis en las manos de estos adoradores de demonios!»
Mientras corrían, sus gritos obtuvieron una respuesta, aunque no la que Félix habría esperado. Los arqueros de las murallas abrieron fuego y las flechas pasaron silbando por el aire para clavarse en los cuerpos de los primeros fugitivos. Algunos se detuvieron y gritaron, pero otros continuaron corriendo hacia la muerte inevitable.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Félix, espantado.
—Se trata de algún truco diabólico, humano —le aseguró Gotrek—. Estos kislevitas están respondiendo a él de la única forma posible.
Daba la impresión de que el Matatrolls aprobaba aquel asesinato masivo. Mientras Félix observaba, cayó el último de los fugitivos, y la única respuesta de la hueste del Caos fue la risa cruel.
—¿De qué iba todo eso? —quiso saber el poeta.
—Sin duda, mañana se nos revelará el significado —respondió Gotrek—. Ven, es hora de ir a buscar un trago… si es que en esta ciudad hay alguna cerveza decente.
En efecto, al día siguiente comprendieron lo que había sucedido. Los cadáveres de los fugitivos se habían hinchado y se habían vuelto negros durante la noche. A través del catalejo, el poeta vio con horror que los cuerpos de los mendigos estaban marcados con los signos de la enfermedad. Enormes llagas llenas de pus habían brotado en la piel. El olor era espantoso, y Félix se tapó la nariz. No sabía si había algo de cierto en la afirmación de que las plagas podían propagarse por el hedor pero no pensaba correr ningún riesgo.
—Los guardias hicieron lo correcto —dijo Gotrek—. Si hubiesen dejado entrar a esos refugiados, la peste habría entrado con ellos. Esto es obra de Nurgle. Los que lo han hecho son los seguidores del Señor de la Plaga.
—Pero eso significa que no eran más que inocentes campesinos capturados durante el avance de la horda del Caos —reflexionó el poeta con un estremecimiento.
—Sí —respondió Gotrek, ceñudo—; es muy probable que así fuera.
—Es una manera de lo más innoble de hacer la guerra.
—Preséntales a ellos tus quejas, humano —replicó Gotrek al mismo tiempo que señalaba hacia el mar de escoria del Caos—. Son ellos quienes lo hacen, no yo.
Félix percibió la cólera que afloró a la voz del enano. Gotrek no se sentía más complacido que él con lo sucedido. Entonces, otro pensamiento le ocupó la mente. También los guardias debían saber que habían disparado contra compatriotas inocentes. No era más que parte de una artimaña destinada a minar la moral de los defensores, y sabía que probablemente surtiría efecto. La plaga era algo contra lo que no existía defensa posible.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Félix.
—Iré a buscar a Snorri y algunos otros de los muchachos, y amontonaremos los cadáveres para quemarlos.
—Pero entonces vosotros también podríais contagiaros —protestó el poeta.
—Los enanos no pillamos las enfermedades de los hombres, humano. Somos demasiado duros para eso.
Félix esperaba sinceramente que fuese verdad.
* * * * *
La taberna Jabalí Blanco estaba abarrotada. Los enanos se encontraban todos sentados en un rincón apartado, y nadie les hablaba porque acababan de regresar de haber quemado los cadáveres ante las puertas de la ciudad. Nadie quería correr el riesgo de contagiarse de la plaga. Félix, Max y Ulrika eran los únicos humanos que se habían atrevido a ocupar una mesa contigua a la de ellos. Si los enanos se sentían ofendidos, no lo demostraban. «Bueno, son todos Matadores —pensó Félix—, así que es probable que no vean nada insólito en el hecho de que la gente los evite».
—Estoy deseando que llegue la hora en que ataquen los guerreros del Caos —bramó Ulli—. Voy a matar al menos a cien de ellos.
Los demás Matadores miraron al joven con leve incredulidad, pero él no pareció darse cuenta y continuó fanfarroneando.
—¡Voy a cortarlos en pedazos! Luego, saltaré sobre los restos.
—Snorri no le ve demasiado sentido a eso —respondió Snorri con voz de borracho—. Para entonces, ya estarán muertos.
—¡Nunca se sabe con los adoradores del Caos! —gritó Ulli—. Tienen todos esos poderes mágicos.
—Tú debes ser un experto en eso —comentó Gotrek en un tono cargado de ironía.
—¡No! Sólo sé lo que decía mi anciano abuelo acerca de los adoradores del Caos. Él estuvo aquí, en Praag, la última vez que atacaron.
De las otras mesas se levantó un murmullo de incredulidad. La voz de Ulli era demasiado sonora como para que cualquiera de los presentes en la taberna pudiera obviarla. Pese a estar abarrotada, el ruido general no conseguía ahogar su voz.
—¿Es posible eso? —preguntó Ulrika en voz baja.
Félix asintió con un gesto de cabeza. Desde luego que lo era. Antes de que el poeta pudiese decir nada, Max habló con voz ansiosa.
—Sí. Los enanos viven mucho más tiempo que los humanos. Son diferentes de nosotros. Incluso un enano promedio puede vivir con toda facilidad hasta los doscientos cincuenta años. Hay constancia de que algunos enanos han llegado a los cuatrocientos, y leyendas sobre individuos que alcanzaron el milenio de edad.
—Dudo mucho que alguno de esos enanos de ahí llegue a los dos siglos —comentó Félix con amargura—. Son todos Matadores.
Max miró a Félix con una sonrisa de superioridad, lo que comenzaba a molestar al poeta.
—En ese caso, Félix —respondió con pedantería—, serán la excepción más que la regla. Creo que los enanos sufren muchas menos enfermedades que nosotros, y parece que los efectos de la edad sólo hacen que sean más fuertes y duros durante más tiempo. Es únicamente en las últimas etapas de su vida cuando comienzan a manifestar signos de decrepitud.
—Fascinante —comentó Félix al mismo tiempo que extendía un brazo y apretaba una mano de Ulrika sólo para fastidiar al mago.
El entrecejo de Max se frunció y Ulrika retiró la mano. De nuevo, Félix se sintió molesto. Se preguntó si ella entendía lo que estaba pasando; si, tal vez, de algún modo, lo fomentaba. El entrecejo de Max se relajó.
—Habrás oído hablar de los barbaslargas. Son los guerreros enanos más duros —dijo Max.
Tal vez era culpa de la cerveza, pero el tono de voz del mago comenzaba a irritar a Félix de un modo desproporcionado.
—Créeme, he viajado con Gotrek durante el tiempo suficiente como para estar más familiarizado que la mayoría de los hombres con la naturaleza de los barbaslargas.
Max asintió con un gesto de cabeza; al parecer, aceptaba la afirmación. El poeta se dio cuenta de que el mago no bebía. De hecho, no lo había visto beber desde que salieron de Karak-Kadrin.
—¿Te apetece una copa de vino, Max? —preguntó—. Puedo pedirlo, si quieres. Te invito.
—No, gracias —respondió el hechicero—. Ya no bebo.
—¿Por qué no?
—Porque interfiere en mis capacidades mágicas.
—Es una pena. No obstante, pronto vamos a necesitar esas capacidades.
—Pronto vamos a necesitar también a cualquier hombre que pueda blandir un arma. Ese ejército no va a quedarse quieto para siempre.
De repente, las puertas de la taberna se abrieron con brutalidad, y entró un grupo de hombres marcados por muchas cicatrices y de aspecto muy peligroso. Llevaban todos tabardos blancos que lucían el signo de un ojo. Las capuchas blancas, echadas hacia atrás, dejaban la cabeza al descubierto. El jefe era un hombre alto y flaco, con aspecto de fanático.
—¿Por qué continúa esta conducta licenciosa? —bramó.
Se produjo un breve silencio, y luego los mercenarios de todas las mesas comenzaron a preguntarse los unos a los otros qué significaba la palabra licenciosa, lo que pareció enfurecer aún más al fanático.
—Los ejércitos del Caos se encuentran ante nuestras puertas. Están decididos a barrer las tierras de los hombres con fuego y espadas, y sin embargo encontramos aquí a hombres que beben, fornican, juegan y se entretienen con toda clase de vicios.
Mientras hablaba, sus ardientes ojos se posaron sobre Ulrika, y el rostro de la muchacha se sonrojó al mismo tiempo que su mano se desplazaba a la empuñadura de la espada. Félix lo entendía. No le gustaba que la confundieran con una moza de taberna.
—¡Piérdete! —bramó Ulli.
—¿No te das cuenta de que a Snorri le queda todavía mucho que beber? —gritó Snorri.
—Y yo tengo que hacer saltar sobre las rodillas a un par de estas mozas —añadió Bjorni mientras una malevolente sonrisa impúdica le contorsionaba el rostro repugnantemente feo.
—¡Silencio, escoria infrahumana! —bramó el cazador de brujas—. Vosotros estáis aliados con los repugnantes demonios de ahí afuera.
Félix sacudió la cabeza, pues sabía demasiado bien lo que estaba a punto de suceder. En la mesa de los Matadores se hizo un breve silencio. Escandalizados, los enanos se miraban los unos a los otros como incapaces de creer que hubiese alguien lo bastante estúpido como para insultarlos de esa manera. Él mismo no podía acabar de creer que alguien pudiese ser tan necio. Bueno, pues aquel fanático vocinglero y sus prepotentes muchachos iban a aprender por la vía dura.
—Os sugiero que os marchéis ahora —dijo Max, a la vez que se levantaba de la mesa con el báculo bien sujeto.
Era obvio para todos que se trataba de un hechicero. El poeta pensó que eso de recibir de un mago la orden de marcharse no resultaba conveniente para serenar a un fanático kislevita. En todo caso, el intento que había hecho Max para calmar la situación se parecía, en cierto modo, a tratar de apagar un incendio echándole aceite.
—Sacad fuera a ese desgraciado amante de demonios y dadle una lección —gritó el cazador de brujas.
Félix no sentía mucho cariño por Max en aquellos momentos, pero no estaba dispuesto a permitir que tal orden fuese llevada a la práctica, ya que el mago había sido su camarada en muchas aventuras peligrosas. Se puso de pie y se llevó la mano a la empuñadura de la espada.
—¿Por qué no salís por la puerta principal de la ciudad? —les sugirió con voz suave—. Allí encontraréis montones de adoradores del Caos. Os estáis precipitando demasiado con las acusaciones, para mi gusto.
—¿Y quién eres tú para hablar con tanto aplomo sobre la Oscuridad? —preguntó el jefe de los cazadores de brujas.
Miró con atención a Félix y luego a Gotrek. Pareció reconocerlos, lo que no resultaba sorprendente, ya que se habían hecho muy famosos a raíz de la lucha librada ante las puertas de la ciudad. A pesar de todo, en ese reconocimiento hubo algo que a Félix no le gustó.
—¿Y quién eres tú para preguntar mi nombre? —contestó Félix.
—Se llama Ulgo —informó Ulrika en voz baja—. Lo he visto antes.
—¿Y por qué has estado tú espiándome, ramera? —dijo Ulgo, insultante. Algo se había endurecido en la actitud del hombre, y parecía decidido a provocar una pelea.
Félix ya se había cansado de todo aquello. Estaba harto de esos hombres que obviamente no tenían bastantes enemigos en el exterior de la ciudad para luchar.
—¡Fuera! —gritó—. La risa de los Oscuros será vuestra única recompensa si comenzáis una pelea aquí, donde somos todos enemigos del Caos.
—Eso habrá que demostrarlo —declaró Ulgo con la ardiente certidumbre de un fanático, y desenvainó la espada—. Sacadlos fuera y quemadlos —les ordenó a sus hombres.
Los matones parecieron más que complacidos con esa orden, y también desenvainaron las armas.
—Si no habéis salido de aquí cuando acabe de contar hasta tres, moriréis —dijo Gotrek, e incluso Félix se sorprendió ante el tono amenazador de su voz. El Matatrolls se había enojado más que nunca, y resultaba evidente que no estaba de humor para aguantar a aquellos fanáticos—. Uno.
—Tú no puedes decirme qué debo hacer, amante del Caos —dijo Ulgo mientras blandía su espada con aire amenazador.
—Dos —prosiguió Gotrek, y pasó un pulgar a lo largo del filo del hacha. En el dedo apareció una perla de sangre.
Al contemplar su achaparrada figura musculosa, los cazadores de brujas que se encontraban detrás de Ulgo comenzaron a ponerse nerviosos, pero el jefe no se dio cuenta del peligro, obviamente, porque avanzó para detenerse junto a Gotrek con gesto amenazador y la espada echada hacia atrás a punto de golpear. «He ahí un hombre demasiado estúpido para vivir», pensó Félix. Sin duda, era alguien que estaba más habituado a intimidar a la gente que a ser intimidado.
—No creas que me asustas. Yo… —Ulgo comenzó a bajar la espada.
—Tres.
El hacha salió disparada hacia adelante.
La cabeza de Ulgo rodó por el suelo, y la sangre lo salpicó todo a su alrededor. Algunas gotas cayeron dentro de la cerveza de Félix.
Gotrek saltó con agilidad por encima del cadáver y avanzó hacia la puerta, momento en que los restantes cazadores de brujas dieron media vuelta y huyeron. En la taberna se hizo un silencio mortal.
—Probablemente, no deberías haber hecho eso —comentó Félix.
—Me interrumpió cuando bebía, humano, y se lo advertí con tiempo suficiente.
—Espero que la guardia de la ciudad piense igual que tú.
—La guardia de la ciudad tiene mejores cosas que hacer.
El Matador se inclinó y recogió el cadáver del cazador de brujas. Sin esfuerzo, se lo echó sobre un hombro y se encaminó hacia la puerta al mismo tiempo que pateaba la cabeza para desplazarla hacia adelante. Cuando el enano salió a la oscuridad del exterior, Félix pensó: «He ahí otro al que no le importa en absoluto cuántos enemigos se gane», pues no dudaba que, después de esa noche, tendrían muchos enemigos en el interior de la ciudad. Los cazadores de brujas no solían simpatizar con quienes mataban a sus jefes. Gotrek regresó.
—Te toca pagar la ronda a ti, Snorri —dijo—. Y date prisa. Matar vocingleros es algo que me da sed.
Una moza de la taberna ya había echado serrín sobre la sangre, y media docena de clientes se habían marchado, sin duda para informar a quienquiera que pensasen que les pagaría por la información. Una vez más, Félix se preguntó por qué había ido a aquel lugar. Gotrek se dejó caer sentado ante la mesa.
—Interesante —comentó.
—¿Qué es interesante? —quiso saber el poeta.
—La cabeza de ese vocinglero no era la única que había en la calle.
—¿Qué?
—Parece que nuestros amigos adoradores de demonios están lanzando por encima de la muralla las cabezas cortadas de sus prisioneros, y también los cuerpos.
—¿Por qué hacen eso?
—Sin duda, el día de mañana nos contará más cosas, humano. Ahora mismo quiero cerveza.
Félix comenzaba a hartarse de que le dijeran que al día siguiente sabría más cosas, pero no parecía haber mucho que pudiese hacer al respecto. Sacudió la cabeza, y entonces advirtió que Max le dirigía una mirada inquieta.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Ese cazador de brujas, al parecer, tenía una prisa horrorosa por provocar una pelea.
—Ese tipo de gente siempre es así.
—Sí, pero ¿por qué con Gotrek?
El poeta no pudo responder a esa pregunta.