CUATRO

CUATRO

Ulrika miró alrededor de la estancia con asco. No era el entorno lo que le resultaba intolerable, sino la gente que lo poblaba, al menos la mayoría. La sala era mucho más austera de lo que habría esperado de un decadente noble del sur, pues no se veían ni las elaboradas tallas ni las gárgolas que decoraban los muros de muchos de los edificios de la ciudad; sólo había armas y estandartes.

El propio duque constituía una buena figura marcial sentado con el torso erguido sobre un trono de madera pulimentada. Era un hombre apuesto y esbelto, que acababa de entrar en la mediana edad. Sus cabellos negros comenzaban a volverse grises, y el largo bigote caído, una preferencia de la aristocracia del sur, en realidad le quedaba bien, pues le confería el aspecto de uno de los salvajes jinetes de la leyenda de Góspodar. Su mirada fija tenía una intensidad desconcertante, pero Ulrika no vio nada que respaldase los rumores que decían que estaba loco.

Algunas personas aseguraban que la tendencia del duque Enrik a ver adoradores del Caos por todas partes era señal de que había heredado la demencia de su padre. Para Ulrika, el apoyo que prestaba a los cazadores de brujas y la constante persecución de los mutantes no eran más que precauciones sensatas contra el Gran Enemigo. Tal vez fuese verdad que las decadentes costumbres imperiales estaban arraigando incluso allí, en las grandes ciudadelas de Kislev. Sonrió con ironía ante ese pensamiento, pues ella misma no era un modelo de virtud. ¿Acaso no había tomado por amante a un decadente sureño? ¿No se había dejado aconsejar por Max Schreiber, un hechicero, cuando apenas pocos meses antes habría estado dispuesta a apostar que ese mismo hombre era un adorador del Caos? No, no estaba en posición de criticar a aquella gente. Intelectualmente sabía que era así, aunque eso no iba a impedir que lo hiciera. Junto al trono del príncipe había una estufa que procuraba calor para combatir el gélido aire otoñal. A la izquierda del trono ducal, se encontraba de pie un chambelán de largas barbas, que llevaba un pesado báculo de madera. Apenas más adelantados respecto al trono, había dos guardias ducales, cada uno armado con una alabarda, y cuya estatura superaba por una cabeza a la de cualquier otro hombre de la estancia. A diez pasos ante el trono, había una barrera de cuerda, tras la cual aguardaban los solicitantes. Constituían un grupo variado; lo componían ricos comerciantes, pequeños nobles y unos pocos hombres de aspecto extenuado y profesión indefinida. Por lo que Ulrika sabía, podrían ser hechiceros, sacerdotes o agitadores profesionales.

Al mirar a los otros presentes en la estancia, se preguntó cómo podía soportarlos Enrik. El comportamiento de aquella gente bastaba para volver loco al más cuerdo. En la parte frontal de la sala, había un grupo de hombres del Gremio de Comerciantes que protestaban por la última orden ducal de congelar los precios. Al parecer, no estaban dispuestos a permitir que ni siquiera la presencia de la vasta horda del Caos que se encontraba en el exterior de las puertas de la ciudad interfiriese en el derecho de un hombre a buscar el mejor precio que pudiese conseguir por sus mercancías. Que el ejercicio de ese derecho pudiese conducir a la inanición a la mayoría de la gente y a tumultos les traía sin cuidado. Entre los comerciantes, Ulrika reconoció al hombre gordo que había visto en lo alto de la torre de vigilancia. Entonces parecía haberse sobrepuesto a sus temores, ya que se sentía más preocupado por el hecho de que no le permitieran vender su grano a un precio diez veces superior al que había conseguido un mes antes. «Comerciantes —pensó Ulrika, con el habitual concepto que tenían los nobles guerreros de la clase media en ascenso—. Carecen de honor». Incluso con la ciudad trabada en una lucha a vida o muerte, pensaban sólo en su propio beneficio. Según pudo comprobar, el duque Enrik compartía su opinión.

—A mí me parece —dijo con su voz aguda— que mantener a nuestros hombres en el campo de batalla y a la población contenta y dispuesta a apoyar a su duque es mucho más importante en este momento que los beneficios del gremio.

—Pero vuestra gracia… —comenzó el comerciante gordo.

—Y además —continuó el duque como si el comerciante no hubiese abierto la boca—, me parece que quienes con más probabilidad pensarán lo contrario serán los adoradores del Caos y los propios seguidores de los Poderes Siniestros.

Eso hizo callar a los comerciantes, y Ulrika sintió cierta satisfacción, pues aquellos hombres habían entendido la amenaza con tanta claridad como ella. El duque continuó hablando en un tono de voz ligeramente más razonable.

—Y, a fin de cuentas, Osrik, ¿qué importan los beneficios si cae la ciudad? El oro sólo les resulta útil a aquellos que están vivos para gastarlo. Si esas bestias irrumpen en nuestra ciudad, estoy seguro de que no le perdonarán la vida a nadie por rico que sea…, excepto, tal vez, a unos pocos adoradores del Caos.

Entonces, el significado de las palabras del duque quedó aún más claro para los comerciantes, que, en su mayoría, volvían la cabeza con inquietud, deseosos sólo de emprender una retirada elegante. La observación hecha por el duque respecto a que el oro sólo les resultaba de utilidad a los vivos no escapó a la atención de ninguno de ellos. Era aplicable tanto a los ahorcados por traición como a los asesinados por los guerreros del Caos.

—Estoy seguro de que aquí no hay ningún adorador del Caos, hermano —dijo Villem con afabilidad.

Alzó los ojos hacia su hermano, le hizo un guiño, y se volvió para dedicarles una sonrisa amistosa a los comerciantes. «La mano de hierro y el guante de terciopelo», pensó Ulrika. En un sentido, era triste. Por temperamento, Enrik era más adecuado para representar al del hacha, y su hermano para desempeñar el papel de conciliador. Para la popularidad de la casa gobernante, podría haber sido más positivo que las posiciones de ambos hombres hubiesen estado invertidas; de ese modo, el duque podría haberse mantenido apartado, con las manos limpias, y haber sido más popular. A pesar de todo, no era así. El nacimiento los había hecho como eran, y ninguno de los hermanos parecía encontrarse incómodo en su papel. Tal vez, simplemente, estaban ejerciendo su personalidad natural, aunque, por otra parte, había oído rumores también acerca de Villem. Era algo así como un erudito, interesado en la alquimia, y se decía que leía libros que le traían desde el Imperio. Eso también lo habría convertido en sospechoso para los miembros de la antigua aristocracia kislevita. Los comerciantes asintieron para manifestar su acuerdo.

—¿Hay alguna otra cosa que queráis comentar? —preguntó Enrik con tono gélido.

Los comerciantes negaron con la cabeza y se les concedió la licencia ducal para retirarse. Otros solicitantes se acercaron al trono. Se trataba de pequeños nobles, a juzgar por sus atuendos, que deseaban que el duque arbitrara en alguna disputa menor surgida entre ellos. Ulrika perdió pronto interés en el tema y dedicó su atención a la sala de audiencias.

Era bastante pequeña, y las paredes estaban cubiertas por gruesos tapices que mostraban escenas de antiguas batallas. Las imágenes de la última Gran Guerra contra el Caos se encontraban expuestas en lugar prominente. Allí estaba Skathloc Puño de Hierro montado sobre su poderosa serpiente alada, Colmillo Mortal. Estaba también Magnus el Piadoso, resplandeciente con la cota de gruesas placas y un halo de santidad en torno a la cabeza. En una mano sujetaba un gran martillo de guerra, distintivo del Emperador. Aparecía también el zar Alexander, un dios mortal con su armadura dorada. Los hombres bestia sonreían de manera burlona desde el tejido de lana, y la luna del Caos relumbraba funestamente en el cielo, con aspecto de ser más grande que en toda la vida de Ulrika, si exceptuaba las últimas semanas.

No por primera vez, deseó haberse aprovechado de su relación con la familia ducal. Eran primos lejanos, emparentados por matrimonio, y podría haber invocado tal circunstancia para que le hubiesen concedido una audiencia privada, pero no lo había hecho porque su innato sentido de la justicia se lo había impedido. Los asuntos que la llevaban allí eran importantes para ella, aunque para los demás no resultaban tan vitales como para que pudiera justificarse una interferencia en los asuntos de listado. Así que había decidido usar el tiempo de audiencia pública para plantearlos. A fin de cuentas, lo único que realmente quería era enterarse de si había alguna noticia de su padre. Existía sólo una pequeña posibilidad de que el duque supiese algo. Se estremeció e intentó mantener bajo control la preocupación. Su padre estaría bien. Había sobrevivido a guerras, hambrunas y epidemias durante casi medio siglo, y también sobreviviría en esa ocasión. Era indestructible; al menos, ella esperaba que lo fuese, ya que era la única familia auténtica que le quedaba en el mundo.

La altisonancia de la voz del duque interrumpió sus pensamientos. Había perdido la paciencia con los nobles y les estaba gritando como si fuesen niños desobedientes que necesitaran una severa disciplina.

—Y si alguno de vosotros se atreve a venir aquí y hacerme que pierda el tiempo otra vez, me encargaré de que os azoten a ambos y se os niegue un puesto en las líneas de batalla. ¿Está lo bastante claro?

Ulrika se sintió conmocionada. Aquellos hombres podrían ser despreciables y mezquinos, pero eran nobles. Resultaba de lo más insólito que alguien les hablara de esa manera. Al igual que todos los nobles kislevitas, serían susceptibles y tendrían sus propios ejércitos privados y asesinos a sueldo. Una grosería tan abierta solía ser motivo de duelo, y uno de los nobles lo dijo.

—Cuando haya acabado esta batalla, conde Mikal, estaré encantado de darte satisfacción —se burló el duque en un tono que no dejaba ninguna duda sobre quién pensaba que sería el vencedor del combate—. Pero en este preciso momento, por si no te has dado cuenta, tenemos cosas ligeramente más importantes de las que ocuparnos, incluso más importantes que la cuestión de quién de vosotros tiene prioridad en la elección de posiciones sobre la muralla exterior. De todas formas, si esperas lo suficiente, esos hombres bestia que hay ahí afuera podrían convertir la cuestión en un asunto académico al cortaros las estúpidas cabezas. Y eso en caso de que yo no les diga a mis guardias que lo hagan ellos primero. Podéis retiraros. ¡Ahora!

El enojo que había en la voz del duque carecía completamente de fingimiento, y a Ulrika no le cupo ninguna duda de que Enrik hablaba en serio. «A pesar de todo —pensó—, se comporta como un tonto». En los días venideros iba a necesitar el apoyo incondicional de esos dos hombres y sus soldados. También Villem se dio cuenta de ello porque, después de decirle algo al oído a su hermano, partió tras los dos para dedicarles algunas palabras conciliadoras. El chambelán estudió su lista, golpeó el suelo con el báculo y ordenó a otros dos hombres que avanzaran.

Eran tipos corpulentos, ataviados con armaduras muy gastadas, largas capas con capucha y amuletos en forma de cabeza de lobo sobre la garganta. En sus rostros flacos, había una expresión de fanatismo ardiente. Sin que se lo dijeran, y antes de que hablaran, Ulrika supo qué eran: cazadores de brujas.

—Vuestra gracia, hay depravados adoradores de los Poderes Siniestros dentro de las murallas de Praag. Debemos actuar. Quemar a unos cuantos constituirá un buen ejemplo para los ciudadanos.

—Y, por supuesto, tú sabes exactamente a quién es necesario quemar, ¿verdad, Ulgo?

La burla era evidente en la voz del duque, y Ulrika se sorprendió; Enrik tenía reputación de sentir simpatía por los cazadores de brujas y ser un duro enemigo del Caos. Era una de las pocas cosas que lo hacían popular entre su pueblo. Observó con mayor atención. Tal vez lo único que sucedía era que no le gustaban aquellos dos. Quien respondió fue el segundo cazador de brujas, y su voz resultó suave y sofisticada, parecida a la de Félix, de hecho.

—Nos hemos tomado la libertad de preparar una lista, vuestra gracia —declaró.

El duque le indicó con un gesto que se acercara, cogió con una mano el rollo de pergamino que le tendía, lo estudió durante un momento y comenzó a reír.

—¿Hay algo que le resulte divertido a vuestra gracia? —ronroneó el hombre, en cuya voz había una nota peligrosa. No estaba habituado a que se burlasen de él.

—Sólo tú, Petr, podrías pensar que la mitad de la jerarquía del templo de Ulric es hereje.

—Vuestra gracia, no dedican para nada el suficiente celo a la búsqueda de los adoradores de la Oscuridad. Cualquier sacerdote de Ulric que se comporte de esa manera tiene que ser un traidor a la causa de la humanidad y, por tanto, un hereje.

—Estoy seguro de que el archiprelado estará en desacuerdo con esa valoración, Petr; lo cual podría explicar por qué te expulsó del sacerdocio.

—Mi expulsión fue obra de herejes ocultos, vuestra gracia. Temían ser expuestos a la brillante luz de la verdad y sabían que debían hacer que cayera en desgracia o serían descubiertos como los inmundos engendros de demonios que son. Ellos…

—¡Ya basta, Petr! —dijo el duque con voz baja pero amenazadora—. Ahora estamos en guerra, y te explicaré esto sólo una vez. Te he convocado para decirte algo, no para escuchar tus desvaríos, así que atención y escúchame bien.

»¡No habrá más persecuciones de aquellos a los que tú consideras herejes, ni por tu parte ni por parte de tus hombres…, a menos que yo lo ordene! ¡No habrá más exhortaciones al pueblo para que queme las casas de los que tú consideras que carecen de celo…, a menos que yo te autorice a ello! Tú y tu ejército privado de fanáticos seréis útiles en la lucha que se avecina, pero no toleraré que te tomes la justicia por tu mano. Si me desobedeces en esto, haré que tu cabeza acabe en lo alto de una pica antes de que tengas tiempo de hablar. ¿Me has comprendido?

—Pero vuestra gracia…

—Te he preguntado si me has comprendido. —La voz del duque era fría y mortífera.

Ulrika continuaba mirando, sin estar segura de si aprobaba aquello o no. Era buena cosa que Enrik estuviera poniéndose duro con cualquier elemento ingobernable de la población, en particular con unos buscalíos como parecían ser Ulgo y Petr. No obstante, se trataba de hombres poderosos, su causa era justa y él no debería haberlos ofendido adoptando aquel tono despótico. Comenzaba a comprender por qué Enrik no era tan popular como su hermano.

—Sí, vuestra gracia —respondió Petr con un tono peligrosamente cercano a la falta de respeto.

Ulrika comenzó a sospechar que la intervención del duque en aquel caso podría resultar contraproducente. No era insólito que los cazadores de brujas y sus secuaces hicieran su trabajo enmascarados.

—Entonces, podéis marcharos —dijo el duque.

Ulrika estaba tan concentrada en la forma en que se marchaban los cazadores de brujas que por poco no oyó su propio nombre. Avanzó con premura e hizo la reverencia pertinente.

—Prima —la saludó el duque Enrik—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Deseo saber si ha habido alguna noticia de mi padre, vuestra gracia.

—Lamento decirte que no nos ha llegado ninguna. Si se recibe algún mensaje, haré que te informen de inmediato. Confío en que mi chambelán sepa dónde encontrarte.

—Sí, vuestra gracia.

—Bien. En ese caso, puedes marcharte.

Ulrika se sonrojó. Incluso para las pautas de la nobleza kislevita, aquélla era una despedida autoritaria. Se volvió para salir, con el enojo reconcomiéndola por dentro. Al sentir que una mano se posaba sobre uno de sus hombros, giró casi dispuesta a reaccionar con violencia, pero se contuvo al ver que Villem le sonreía.

—Debes perdonar al duque —le dijo—. No es un hombre paciente, y últimamente ha habido demasiadas cosas irritantes para él. Estos no son tiempos fáciles para ninguno de nosotros.

—Él es el gobernante aquí. No hay nada que perdonar.

—Estoy seguro de que Enrik estaría de acuerdo contigo, pero a pesar de eso nunca es bueno olvidar la cortesía, en particular en los tratos con los parientes de sangre. Lamento que no hayamos tenido noticia de tu padre, aunque siempre hay esperanzas. Las palomas mensajeras se extravían, y se ha sabido de correos que se han perdido o los han matado. Yo no desesperaría. Viendo la horda que hay ahí afuera, dudo que algún mensajero pueda atravesarla desde el norte hasta dentro de bastante tiempo.

Al advertir la preocupación que había en la voz de Villem, Ulrika comenzó a ablandarse un poco. Ya se sentía un poco mejor.

—Gracias —respondió, y lo dijo en serio.

—Por favor, no le des importancia. Es un placer serte de utilidad. No te preocupes…, saldremos de ésta. Tengo entendido que llegaste con el Matatrolls enano y sus compañeros, el hechicero y el espadachín. Una gente fascinante, y muy heroica sin duda. Me gustaría que todos vosotros vinierais a cenar conmigo aquí, en el palacio, una noche de éstas. Me encantaría tener la oportunidad de hablar de esa maravillosa nave voladora y conocer mejor a una prima tan hermosa.

Ulrika intentó imaginar a Gotrek sentado ante la misma mesa que aquel hombre tan educado, y no pudo. No obstante, Félix y Max eran diferentes.

—Eso me gustaría —respondió.

—Me encargaré de que se despache la invitación. Hasta entonces…

* * *

Vidente Gris Thanquol clavó la mirada en el cristal de videncia. Sentía los efectos de la tensión. A su alrededor, los ancianos del Clan Moulder lo miraban como si fuese algo apetitoso. Se obligó a hacer caso omiso de esa distracción para concentrarse en su hechicería. Dejó que su mente descendiera al trance que había aprendido por primera vez cuando acababa de salir de la edad de cachorro y comenzaba su aprendizaje como vidente gris. Permitió que el espíritu flotara en libertad para reunir las energías de la magia oscura, y luego las encerró dentro del cristal.

Al hacerlo, su punto de vista cambió. Era como si el cristal se hubiese transformado en el ojo de un dios que observaba, una analogía que a Thanquol le provocaba una sensación cálida en la base del estómago. Veía su propio cuerpo desde lo alto, veía a los ancianos de pelo gris extrañamente mutados, que lo contemplaban con mirada feroz, y a Izak Grottle, que lo observaba con voracidad desde la periferia de la estancia. Grottle se pasó una larga lengua rosada sobre los dientes amarillentos, y luego comenzó a morderse la cola, un gesto que a Thanquol le hizo temer por su propia seguridad. Aun así, no podía hacer nada para remediarlo, ya que se había ofrecido voluntariamente para aquello. Ayudar a los del Clan Moulder a acabar con la rebelión de Acechador era la forma más rápida y segura de recobrar la credibilidad, y cuanto antes lo hiciera antes saldría de aquella trampa mortal. Pozo Infernal era el último sitio en que deseaba estar con ese enorme ejército del Caos en marcha.

En el instante en que ese pensamiento apareció en su mente, imprecó. La más leve noción del ejército conjuraba al instante una vivida imagen del mismo en su mente, y en su estado de hipersensibilidad eso bastó para que la visión del cristal saliera disparada al exterior. De repente, el cráter de Pozo Infernal estaba debajo de él, con los edificios monstruosamente carnosos encumbrándose sobre el lugar donde había caído la estrella en tiempos remotos. Las calles se encontraban llenas de skavens que luchaban; había seguidores de Acechador y soldados que aún eran leales al Clan Moulder. Sólo durante un segundo captó un atisbo de aquel brutal conflicto, y luego su ojo de metal se desplazó para centrarse en la gigantesca nube de polvo que se alzaba a lo lejos.

Al cabo de un instante ya estaba allí y la contemplaba desde lo alto. Vio filas y más filas apretadas de hombres bestia, una aullante masa de humanos casi bestiales cubiertos con pieles, centenares y más centenares de guerreros del Caos con negra armadura y montados sobre sus enormes y mortíferos corceles. Justo por debajo de él marchaban criaturas monstruosas, mitad humanoides gigantes, mitad dragón. Junto a ellos, avanzaban trolls mutantes. Bandadas de humanoides con alas de murciélago oscurecían el cielo. Se trataba de una vasta horda, y lo peor del asunto era que Thanquol sabía que conformaba sólo una parte de los descomunales ejércitos del Caos que se habían puesto en marcha. Era evidente que algo había agitado a los adoradores de los poderes inferiores, y Thanquol no sentía muchos deseos de averiguar qué era. Mirar al ejército a través del cristal de videncia era lo máximo que aspiraba a acercarse.

Gruñó y se impuso disciplina. Todo eso estaba muy bien, pero nada tenía que ver con su misión. Necesitaba saber qué planeaba Acechador. Era preciso que hallara la manera de darles alguna ventaja a los del Clan Moulder en la guerra civil que estaba destrozando la ciudad fortificada, antes de que la horda que se aproximaba lograse hallar el modo de aprovecharse de la contienda. Se concentró en Acechador, y al instante percibió la presencia de su antiguo y traidor subalterno. La gema que Thanquol le había injertado a Acechador hacía mucho tiempo aún servía para ponerlos en contacto.

Con la velocidad del pensamiento, su punto de vista cambió. En ese momento, se encontraba dentro de una vasta cámara, mirando desde lo alto a una hirviente masa de skavens de aspecto decidido y desesperado. La mayoría de ellos no eran grandes. Se trataba de esclavos, los más bajos entre los inferiores de la jerarquía skaven; hombres rata demasiado débiles y estúpidos como para abrirse paso a zarpazos hacia el poder, como lo hacían aquellos superiores a ellos. Su única fortaleza residía en el número, que, por desgracia, era enorme. No obstante, ahí y allá, entre la multitud, se veían skavens más grandes y mejor armados, y Thanquol hizo todo lo posible por contener la furia que surgió en su interior. Era el estilo skaven. Siempre había los que estaban dispuestos a cambiar de bando cuando lo dictaba la conveniencia, prestos a aliarse con aquellos que más probabilidades tenían de ganar la lucha. Lo que más alarmó a Thanquol fue ver lo numerosos que eran los del Clan Moulder que pensaban de ese modo. Entre la multitud había incluso guerreros alimaña de negro pelaje, y muchos guerreros ataviados con la librea del clan. De repente, Thanquol comprendió por qué le daban esa oportunidad de ganarse nuevamente el favor de los ancianos. De algún modo, por imposible que pareciese, Acechador había logrado una rebelión bastante exitosa. Cada vez eran más los soldados leales a su causa, los que se reunían bajo su estandarte, y si continuaba ese proceso la superioridad numérica lograría inclinar el equilibrio de poder en favor de Acechador.

Por un breve instante, Thanquol se detuvo a considerar la situación. Si eran tantos los que se estaban aliando con su antiguo subalterno, tal vez él debería hacer lo mismo. O más bien debería considerar ponerse de parte de aquellos que estaban detrás de Acechador, porque sin duda éste no tenía la inteligencia necesaria para dirigir la rebelión. En alguna parte, allí afuera, había una inteligencia aguda que estaba controlándolo todo. Tal vez, con la adecuada guía de un skaven experimentado como Thanquol, se podría establecer una nueva base de poder para él y para sus leales consejeros, allí, en Pozo Infernal.

Acechador se encontraba de pie sobre un alto podio desde el que miraba a las masas. Era aún más grande de lo que recordaba Thanquol. En ese momento, sobrepasaba el tamaño de una rata-ogro, medía casi dos veces más que Félix Jaeger y era mucho más pesado. La larga cola, parecida a un gusano, estaba rematada por una porra de hueso con púas, y sus ojos relumbraban con expresión demente. Lo más atemorizador de todo eran los cuernos retorcidos, semejantes a los del propio Thanquol, que nacían de los lados del cráneo de Acechador. Era verdad; guardaba un extraordinario parecido con todas las efigies de la Gran Rata Cornuda que Thanquol había visto en su vida. En realidad, se parecía extraordinariamente a la Gran Rata Cornuda con la que Thanquol se había comunicado en sus ritos de iniciación. ¿Era posible? ¿La propia Rata Cornuda podría haber escogido a Acechador como su emisario? Thanquol descartó de inmediato ese pensamiento. Era imposible. Acechador había comenzado a hablar.

—¡Oprimidos hermanos skavens! ¡Hijos de la Gran Rata Cornuda! La hora de la liberación está cerca. El Tiempo de Cambios ha llegado.

¿El Tiempo de Cambios? Aquella frase le resultaba familiar a Thanquol, y se preguntó dónde la había oído antes.

»El mundo está cambiando. Los inferiores se convertirán en los superiores. Los superiores caerán en la inferioridad. Así me lo ha prometido mi padre, la Gran Rata Cornuda.

El corazón de Thanquol estuvo a punto de detenerse a causa de la indignación. ¿Su padre? ¿Cómo se atrevía a hacer unas afirmaciones tan blasfemas aquel despreciable y mutado skaven? Thanquol se asombró ante la profundidad de sus propios sentimientos en ese asunto. Acechador afirmaba que tenía con el más grande de los dioses un parentesco aún más próximo que aquel del que disfrutaban los videntes grises. Adoptaba el manto de un líder religioso. A Thanquol lo asombraba que la Gran Rata Cornuda no lo fulminase en el sitio, a menos que… No; era imposible. No había manera de que fuese cierto lo que Acechador afirmaba.

—¡Los que de vosotros me sigan, serán recompensados grande-grande! Los que no lo hagan, o los que me traicionen, serán castigados de formas que no podéis ni imaginar, excepto si imagináis ser despellejados vivos sobre un fuego de piedra de disformidad muy grande mientras dos ratas de clan os torturan pinchándoos las glándulas de almizcle con hierros candentes, y luego…

Acechador continuó describiendo una serie de torturas que eran impresionantemente imaginativas y bastante atroces. Incluso desde la distancia a la que se hallaba, Thanquol sintió que las glándulas de almizcle se le tensaban al oír la descripción.

—… ¡Por vuestro ojo ciego! —concluyó Acechador.

Un silencio conmocionado descendió sobre los presentes. Thanquol tenía que admitir que Acechador parecía haber aprendido algo de su larga asociación con él. Su oratoria era, en verdad, impresionante, y lograba la más apreciada de las metas skavens: inspirar miedo en sus subalternos.

—¡Ahora, escuchad-escuchad! —prosiguió Acechador—. Para tener éxito en nuestra gran cruzada, primero debemos tomar Pozo Infernal. Para tomar Pozo Infernal, debemos hacernos con el control de las tinajas de cría y las cámaras del consejo, así como de la refinería de piedra de disformidad. Para hacerlo, dividiremos nuestras fuerzas en tres.

Mientras Thanquol escuchaba, Acechador expuso su plan, que era de una tremenda osadía. Se basaba en la rapidez, en la sorpresa y en engaños dentro de engaños. Thanquol sabía que él mismo apenas podría haberlo concebido mejor, y que con casi total seguridad tendría éxito si él no ponía los detalles en conocimiento de los ancianos del Clan Moulder; si no lo hacía.

La aguda mente skaven de Thanquol consideró las opciones. Sabía que tenía que existir una forma de que pudiera aprovecharse personalmente de la situación. Mientras meditaba, una parte de él se preguntó cómo podía haber trazado un plan semejante su estúpido y bruto subalterno, en caso de que lo hubiese trazado él. Sin duda, un plan tan sutil e intrincado no podía ser obra de Acechador, ¿verdad? Sólo podía ser obra de un intelecto casi tan enorme como el del propio Thanquol. Comenzó a pensar cómo podría descubrir a la mente dirigente que había detrás de su subalterno.

Estaba seguro de que se trataba de una enorme traición. ¿Quién, entre sus enemigos, era lo bastante tortuoso como para subvertir a un satélite tan vigilado como Acechador?

* * *

Acechador miró a sus seguidores y se sintió complacido. Sabía que no era más que lo que le correspondía. Por fin, se le estaba compensando por los años pasados a la sombra y sin lograr el reconocimiento que le pertenecía por derecho propio. La experiencia tenía un dulce sabor. Al sonreír, Acechador dejó a la vista los colmillos y se deleitó con la acobardada reverencia que provocó ese gesto. Sin duda, debía de ser así como se sentía su anterior supuesto señor, Vidente Gris Thanquol, cuando se encontraba de pie ante el ejército skaven, en Nuln. Era la sensación que anhelaba todo skaven en el fondo de su alma.

Acechador dejó a un lado aquel pensamiento; ya le dedicaría la atención debida más tarde. Sabía que, con cada día que pasaba, se volvía más y más inteligente. Para su cerebro de vasto poder, resultaba obvio lo que estaba sucediendo. En cuanto su cuerpo dejó de mutar, comenzó a hacerlo su mente. El proceso que lo había transformado de un guerrero skaven pequeño —que no por eso dejaba de ser impresionante— en una enorme máquina de destrucción comenzaba entonces a dar forma a su mente de skaven increíblemente inteligente para hacer de ella un intelecto deiforme.

Para la mente de Acechador, que recientemente se había visto muy aumentada, ese hecho era significativo. Su mente estaba siendo cambiada al igual que lo había sido su cuerpo, para que fuese la viva imagen del Gran Padre de Todos los Skavens, y Acechador sabía que eso había sucedido por una razón. Sabía que había pasado porque él era el elegido, el que estaba destinado a ser el nuevo líder supremo de la raza skaven, el ser destinado a conducirla a un milenio de reinado de gloria.

Todo estaba muy claro cuando se lo consideraba. Era obvio que la Gran Rata Cornuda lo había elegido a él por una razón. Sabía que era el ungido de la Gran Rata Cornuda, su nuevo profeta, el líder que habían estado deseando todos los skavens para que los uniera y condujera a la victoria inevitable.

Por supuesto, las visiones ayudaban. Había comenzado a tenerlas cuando se encontraban en el campamento de la horda del Caos, después de hablar con los dos magos humanos, extrañamente iguales, que casi de inmediato reconocieron su casi potencial divinidad. Recordaba con algo parecido al afecto la forma en que se habían inclinado ante él en secreto, para luego comenzar a entonar sus alabanzas con aquellas voces casi hipnóticas. Recordaba cómo habían hablado respetuosamente de él, induciéndolo a continuar representando el papel de prisionero con el fin de que lo admitieran dentro de las ciudadelas de sus enemigos y de que pudiera alzar su propio estandarte entre ellos. Le habían dicho que su mente estaba volviéndose más fuerte que la de cualquier skaven, del mismo modo que su cuerpo ya lo había hecho. «Pronto —pensó— obtendré poderes de hechicería más grandes que los de cualquier vidente gris, y entonces seré el skaven más poderoso que jamás haya pisado este mundo aterrorizado».

Incluso los estúpidos miembros del Clan Moulder habían reconocido su calidad de único, su superioridad. ¿Acaso no habían intentado encerrarlo dentro de sus viles laboratorios alquímicos? ¿Acaso no habían querido averiguar los secretos de aquello que lo distinguía de todos los otros skavens?

En realidad, suponía que debía estarles agradecido. Lo habían bañado en aquellos extraños líquidos nutrientes y lo habían expuesto a cantidades aún mayores de polvo de piedra de disformidad. Aún recordaba cómo le había hormigueado la piel y se le había puesto en blanco la mente. Era posible, aunque no realmente probable, que cuando le hicieron eso dijese inconexas palabras barboteantes e implorase misericordia. Entonces sabía que si lo había hecho, lo que en realidad no admitía, era sólo un signo de que su poder cerebral aumentaba. Incluso en ese momento había sabido lo bastante para engañar a sus enemigos acerca de su propia naturaleza y planes; les había dado una falsa sensación de seguridad, de modo que, cuando llegó el momento de efectuar la fuga, pudo pillar a sus persecutores con la guardia baja.

En verdad, tuvo suerte de encontrarse con que la ciudad era ya un hervidero proclive a la rebelión. Muchos esclavos skavens creían que el que la luna del Caos, Morrslieb, hubiese aumentado de tamaño era señal de que estaba a punto de suceder algo. Creían que el número cada vez mayor de meteoros de piedra de disformidad que caían en la región suponía un presagio de que estaban a punto de producirse acontecimientos grandiosos. No había necesitado mucho esfuerzo para convencerlos de que presagiaban su propia aparición, que su llegada era el acontecimiento que se predecía desde hacía tiempo; entonces, se reunieron en torno a su estandarte contra la opresión del Clan Moulder. Fue casi como si los hubiesen prevenido, como si durante semanas se hubiesen estado preparando grupos secretos de conspiradores para una ocasión como ésa. «¿Y por qué no? —pensaba Acechador—. Soy el elegido de la Gran Rata Cornuda; sin duda, alguien tiene que haber recibido el aviso de mi llegada».

Al principio, le sorprendió que los videntes grises no la hubiesen profetizado, pero su mente increíblemente aguda le proporcionó pronto la intuición necesaria para comprender lo que había sucedido. La contemplación de la naturaleza de su antiguo supuesto señor, Vidente Gris Thanquol, le reveló la monstruosa verdad. Los videntes grises eran corruptos; le habían fallado a la Gran Rata Cornuda y el dios les había retirado su favor. Ya no eran los verdaderos guardianes de la raza skaven. Había amanecido un nuevo día y había emergido un nuevo líder, uno cuyo glorioso reinado duraría un milenio por lo menos. Ese día era el de Acechador, en otros tiempos conocido como Lenguadelatora y entonces, simplemente, como Acechador el Magnífico.

Al instante, le comunicó ese conocimiento a los serviles seguidores que lo rodeaban, y los chillidos de adoración obediente fueron como música para sus oídos.

«Hoy, Pozo Infernal —pensó—. ¡Mañana, el mundo!»