TRES
Félix subió a lo alto de la torre de observación situada cerca de la Puerta de las Gárgolas, y lo sorprendió que nadie intentase impedírselo. Los guardias de la puerta lo conocían por su participación en la lucha librada cerca de aquella entrada y por su asociación con Gotrek, y no les molestó que estuviese allí. Con una corona de oro deslizada en la mano del comandante de los soldados, se había asegurado de que así fuese. Gotrek y Ulrika iban justo detrás de él, pues estaban tan interesados como el poeta en la llegada de la horda del Caos. Al mirar a su alrededor, vio que no eran los únicos, pues el terrado plano que coronaba la torre se encontraba abarrotado de gente, y no todos eran soldados. Vio hombres ataviados con las espesas pieles de cebellina que solían llevar los comerciantes, y mujeres con los pesados vestidos de terciopelo que eran la moda del momento en la corte del duque. Félix no se sentía del todo fuera de lugar, ya que había crecido cerca de ese tipo de gente al ser su padre uno de los más ricos comerciantes de Altdorf. Vio que Ulrika se sentía tan cómoda como él; era hija de un noble. A Gotrek le importaba un comino lo que pudieran pensar los demás, y al ver que los tres se comportaban como si tuviesen todo el derecho de estar allí, nadie les dirigió una segunda mirada.
Al volverse, vio una cesta de comida y vino, y a un gordo comerciante que sostenía una copa de plata en una mano. Sacudió la cabeza. Aquella gente parecía decidida a tratar la llegada de sus enemigos como si fuese algún tipo de entretenimiento, y no supo si se debía a alguna clase de fanfarronería o a la pura estupidez.
—¡Por Ulric, mira eso! —oyó que murmuraba un hombre gordo que tenía un catalejo pegado a un ojo, y no hablaba precisamente como si estuviese ante un espectáculo de entretenimiento.
Al mirar por encima de los tejados de las casas, Félix vio cuál era la causa de su inquietud.
La horda del Caos cubría las llanuras que rodeaban Praag hasta donde alcanzaba la vista. Se trataba de una inexorable marea negra de acero y carne, que afluía para anegar el mundo. A la vanguardia iban los jinetes, hombres enormes, montados sobre corceles de guerra monstruosos, de color negro o rojo. Esos jinetes pertenecían a las tierras malditas de los Desiertos del Caos; verlos en las praderas de Kislev constituía una pesadilla. Del mar de figuras acorazadas se alzaban centenares de estandartes cubiertos de runas, enseñas de tela que se agitaban en la brisa. Detrás de los jinetes, avanzaba la infantería, con armaduras aún más pesadas. Y detrás de ésta, seguían incontables hombres bestia monstruosamente mutados, criaturas inmundas, que caminaban erguidas como hombres, pero cuyas cabezas tenían cuernos y hocico de animal. Dispersos por toda la vasta hueste había millares de hombres ataviados con prendas bárbaras, temidos merodeadores de los Desiertos del Caos. Dudaba que aunque se reunieran todos los soldados del Imperio llegasen a igualar el número de hombres bestia que había allí afuera. Enormes nubes de polvo se alzaban al compás de la marcha e impedían ver con claridad las figuras más distantes. De algún modo, Félix sabía que si hubiese podido verlos, habría comprobado que los monstruos se extendían hasta el horizonte.
—Podría ser peor —comentó Ulrika, y todos los ricos que se encontraban sobre la torre se volvieron a mirarla. Algunos sacudieron la cabeza con incredulidad.
—¿Y qué sabes tú de estas cosas, querida? —preguntó el comerciante gordo con un tono paternalista que parecía sugerir que sería mejor que se marchara a casa a jugar con sus muñecas.
Gotrek profirió un gruñido ominoso, y los guardias centraron su atención en él, preocupados.
—Mucho más que tú, señor —replicó Ulrika, al límite de su urbanidad.
Los corpulentos guardaespaldas del comerciante le lanzaron una mirada de advertencia, pero Ulrika se limitó a sonreírles con frialdad al mismo tiempo que su mano jugaba con la empuñadura de la espada. Ninguno de los dos altos hombres pareció preocupado, lo que no resultaba demasiado inteligente. Félix había visto a Ulrika luchar con aquella espada y sabía que podía medirse con la mayoría de los hombres.
—Soy la hija de Ivan Mikelovitch Straghov.
—El boyardo de la marca —dijo el gordo con mayor respeto, y los guardaespaldas se relajaron un poco, como perros de ataque a quienes su dueño les hubiese hecho una señal para que no atacasen aún—. Tal vez no te importe explicarme qué quieres decir. Estoy seguro de que todos los aquí presentes prestarán oídos a un discurso de la hija del hombre que ha guardado nuestras fronteras con los Desiertos del Caos durante los últimos veinte años.
—Allí no hay demonios —replicó ella—, ni incendiarios. No se ve ninguno de los monstruos más exóticos que a veces salen de los Desiertos para asolar y quemar.
—¿Y eso por qué? —preguntó el comerciante.
—No lo sé —respondió Ulrika.
—Tal vez, yo pueda explicarlo —dijo una voz que a Félix le era familiar.
Al volverse, vio que Max Schreiber había llegado a lo alto de la torre. «¿Estará siguiéndonos?», se preguntó el poeta. Resultaba bastante obvio que estaba enamorado de Ulrika, lo cual no era buena cosa. A Félix, el hombre le caía muy bien, pero se sentía un poco fastidiado por su persistencia en buscar el afecto de la muchacha, y pensaba que tal vez tendría que decirle algo muy pronto. La perspectiva no le entusiasmaba, porque raras veces era bueno tener a un hechicero por enemigo, como había descubierto en el pasado en carne propia.
—¿Y quién eres tú, señor?
—Max Schreiber, un hechicero imperial que antes estaba al servicio del Conde Elector de Middenheim.
Si Max hubiese anunciado que era el jefe de los devoradores de bebés en la corte de los Señores del Caos, no podría haber obtenido una reacción de mayor frialdad. Todos lo miraron con suspicacia, como si estuviese de algún modo relacionado con el vasto ejército atacante de las llanuras. Félix se sintió desgarrado entre la satisfacción ante la incómoda situación de su rival y la compasión por un hombre que había sido su camarada en una peligrosa misión. Resultaba obvio que, por un momento, Max había olvidado que no se encontraba en el Imperio, e incluso en éste los magos eran sólo tolerados, no populares. En las áreas más aisladas de Kislev, aún los quemaban. Si Max se sintió incómodo, no lo demostró, y el poeta supuso que, a esas alturas, ya estaba habituado a las recepciones gélidas. El hechicero continuó hablando como si los presentes estuviesen embelesados con cada una de sus palabras, cosa que, en cierto sentido, era verdad.
—Los vientos de la magia son más fuertes y oscuros junto a los Desiertos del Caos. Muchos seres sobrenaturales como ésos de los que ha hablado Ulrika necesitan la presencia de una potente magia para manifestarse durante algún tiempo. Los vientos de la magia, en particular los relacionados con el Caos, son mucho menos fuertes en un lugar que se encuentra tan al sur como éste.
—Así que estás diciendo que al menos estamos a salvo de demonios —precisó el gordo comerciante con una voz que era casi un gruñido.
—No.
—¿Y qué estás diciendo, entonces?
—Estoy diciendo que la razón por la que no podéis verlos es porque aún no han sido invocados. Aquí los vientos de la magia sólo bastan para mantener a ese tipo de seres durante un corto período de tiempo, digamos la duración de una batalla. No dudo que ahí abajo hay brujos del Caos lo bastante poderosos como para invocarlos.
—Pareces saber mucho sobre estos temas, joven —comentó una de las mujeres nobles al mismo tiempo que retrocedía para alejarse todo lo posible de Max.
—Sospechosamente demasiado —asintió el gordo comerciante.
A Félix no le gustó la manera como los hombres del comerciante miraban a Max. Se dio cuenta de que no se necesitaría mucho para incitar a aquella gente a la violencia, y eso no les haría ningún bien. Sin duda, Max era aún más peligroso que Ulrika.
—Me he educado en el Colegio Imperial de la Hechicería, en Altdorf —respondió Max—. Sólo estoy diciéndoos lo que podría deciros cualquier mago competente sobre estas cosas. Si sois tan suspicaces respecto a mi arte que creéis que yo podría ser un seguidor del Caos, resultáis muy tontos.
«Muy bien, Max —pensó Félix—; muy diplomático. Eso contribuirá a resolverlo todo, ¿verdad?». El poeta se preguntó qué le pasaba al mago. ¿Acaso la presencia de Ulrika lo afectaba realmente tanto? ¿Estaba tan desesperado por impresionarla? Parecía incapaz de pensar con claridad cuando ella estaba cerca. Normalmente, era un hombre de modales muy suaves y muy corteses. Entre la multitud de lo alto de la torre se levantó un murmullo, y Félix se preguntó si Max tendría alguna idea de lo a punto que estaba de provocar una reacción violenta en aquella gente. Se sentían asustados, atemorizados, y buscaban a alguien en quien descargar su miedo.
«Y tienen todo el derecho de sentir miedo», pensó el poeta. Aquel ejército que avanzaba por la llanura bastaba para volver loca de terror a cualquier persona cuerda. Félix ya había visto un ejército semejante antes, cuando había sobrevolado los Desiertos del Caos; pero existía una tremenda diferencia entre eso y saber que se encontraba en el camino de la horda y que no tenía manera de escapar. Comenzó a experimentar una creciente sensación de claustrofobia. Hasta ese instante, toda la situación había parecido ligeramente irreal. Su mente sabía a qué se enfrentaban, pero sus emociones no habían acabado de tomar nota. En ese instante, en cambio, sentía como si se cerrasen a su alrededor las fauces de una trampa gigantesca. Mientras miraba, cada vez más y más guerreros avanzaban para tomar posiciones en torno a la ciudad, y detrás de ellos llegaban interminables filas de hombres bestia.
Entonces sabía que estaba atrapado. No había escapatoria de Praag a menos que regresara la Espíritu de Grungni, e incluso en ese caso podría no existir la posibilidad de salir de allí. No había escapatoria de Praag a menos que derrotaran al poderoso ejército que había allí abajo, lo que con toda probabilidad significaba que no habría forma de salir de la ciudad con vida. A juzgar por el silencio que se hizo a su alrededor, él no era el único que había llegado a esa conclusión.
El comerciante gordo y sus guardaespaldas miraban fijamente a Max, como si intentaran decidir lo que debían hacer. Tal vez quisieran quemarlo en la hoguera, pero era un mago y ninguno de ellos tenía una idea real de lo que era capaz de ocasionar. Quizá podría convertirlos en cenizas con sólo agitar una mano, o transformarlos en alguna bestia inmunda según su capricho. Félix sabía que Max podía llevar a cabo lo primero.
—Debería hacer que te azotaran —dijo el gordo comerciante.
—¿Y cómo vas a hacer eso con la gorda cabeza separada de los hombros? —preguntó Gotrek en tono de conversación pero con expresión seria.
Estaba claro que no se sentía más contento que Félix al ver amenazado a uno de sus camaradas. Los guardias del comerciante parecían entonces claramente dubitativos.
—¿Por qué te pones de parte de este amante del Caos? —tartamudeó el gordo.
—¿Estás sugiriendo que yo sería capaz de ponerme de parte de un seguidor de los Poderes Siniestros? —preguntó Gotrek, cuyo tono sonó ya peligroso.
La expresión del rostro del comerciante demostraba que había comprendido que se encontraba a un segundo de la muerte. Félix mantenía la mano en la empuñadura de la espada, pues no dudaba que si Gotrek decidía matar al hombre, lo haría, y los guardaespaldas no serían capaces de detenerlo; después de eso, se produciría una carnicería en lo alto de la torre. Resultaba obvio que también los guardaespaldas pensaban lo mismo, ya que habían comenzado a retroceder. El comerciante les lanzó una mirada significativa; era obvio que acababan de quedarse sin empleo. Luego, un gruñido de Gotrek atrajo su atención.
—Por supuesto que no. Nadie de la Antigua Raza haría jamás algo semejante.
Gotrek le dedicó una fría sonrisa que dejó a la vista los ennegrecidos tocones de sus dientes. El comerciante, en apariencia, quería pasar junto al Matatrolls y correr escaleras abajo, pero no pudo reunir el suficiente valor para hacerlo.
En ese momento, el estruendo de las trompetas y el tronar de los tambores atrajeron la atención de todos. Un jinete se separó del grueso de la muchedumbre que formaban los guerreros del Caos. Se trataba de un hombre enorme, montado sobre el corcel más grande que Félix había visto jamás. Llevaba una armadura increíblemente ornamentada, cuyas runas mágicas relumbraban de tal modo que hería los ojos mirarlas. La figura casi parecía rielar como un espejismo del desierto, y sin embargo, en su presencia, había una solidez mortífera que la hacía demasiado real. Con una mano sujetaba una lanza de tamaño descomunal, en la que ondeaba un estandarte, donde se veía una monstruosa garra que sostenía una esfera resplandeciente. Con la otra blandía una poderosa espada rúnica. Del pomo de su silla de montar pendía un hacha grande de guerra. A pesar del aspecto feroz del corcel, éste no le daba el más mínimo problema al jinete. Se detuvo justo fuera del alcance de los arcos, abrió los brazos de par en par, y toda la horda guardó silencio.
—Va a decirnos que si nos rendimos nos perdonará la vida —comentó el gordo.
Intentó que su tono fuese de burla y desprecio, pero en ese momento daba la impresión de que habría aceptado, agradecido, semejante oferta. Félix se sentía de modo muy parecido.
El enorme guerrero del Caos centró su atención en la gente que abarrotaba las torres y las almenas de Praag, y el poeta se estremeció cuando la ardiente mirada pasó sobre él. Por un momento, se sintió como si el hombre, en el caso de que lo fuera, lo hubiese mirado directamente a él y hubiese contemplado su alma. Intentó convencerse de que era imposible, pero no podía estar seguro de ello. ¿Quién sabía de qué eran realmente capaces aquellas criaturas que se encontraban al pie de la muralla?
—Soy Arek Corazón de Demonio —dijo el guerrero del Caos.
Mediante algún truco mágico, su voz se transmitía con claridad a través de la distancia que lo separaba de las murallas. Era una voz potente, cuyo dueño, seguramente, estaba habituado a que se obedecieran todas sus órdenes de forma instantánea; en ella, había algo que impelía a creerlo. No era sinceridad, sino certeza pura.
—He venido a mataros a todos.
Tal era la fuerza de aquella voz que una mujer cercana a Félix profirió un grito y se desmayó. El comerciante gordo gimió, y el poeta sintió que su mano se tensaba en torno a la empuñadura de la espada.
—Construiré una pila de calaveras más alta que esas murallas tras las cuales os escondéis, y les ofreceré vuestras almas a los Dioses del Caos. El falso dominio de vuestros insignificantes reyes ha terminado. Ahora se manifestarán los verdaderos gobernantes del mundo. Pensad en eso y temblad. —Los miró ferozmente a todos una última vez—. ¡Ahora, preparaos a morir!
Arek Corazón de Demonio bajó la espada hacia adelante y, como un solo hombre, la poderosa horda del Caos comenzó a avanzar. Los hombres bestia pululaban por miles, y algunos transportaban escalerillas. Los defensores de la muralla los observaban como paralizados, y Félix se preguntó si el adorador del Caos habría hecho alguna clase de hechizo.
Inexorables como una marea, los hombres bestia avanzaron. Félix renunció a hacer una estimación del número. Nunca antes había visto tantas monstruosidades reunidas en un mismo sitio. Había criaturas con cabeza de cabra y carnero unidas a los cuerpos de hombres de tremenda musculatura. Había enormes monstruos, con cabeza de toro, que llevaban hachas que empequeñecían a la de Gotrek. Había abominaciones de impúdica sonrisa procedentes de los más oscuros pozos infernales. Mientras proseguían la marcha, aullaban, imprecaban y cantaban en su repugnante idioma, y sus ojos rojos brillaban con malicia insaciable. Había tantos de ellos y avanzaban con una furia insensata tal que Félix se preguntó cómo lograrían jamás detenerlos. Incluso las fuertes murallas de Praag parecían endebles barreras ante un poder y un odio semejantes. Félix se sintió invadido por el miedo, y al mirar los rostros que lo rodeaban vio que, a los demás, les sucedía lo mismo.
Antes de que los atacantes estuviesen a medio camino de la muralla, los defensores de la ciudad lograron reaccionar. Las catapultas lanzaron hacia las filas que avanzaban enormes piedras que aplastaban a los engendros del Caos hasta reducirlos a pulpa sanguinolenta. Los magos echaron bolas de fuego, que describían arcos en el aire y estallaban entre los cuerpos apiñados. Miles de flechas oscurecieron el cielo. Los hombres bestia rugían desafíos y pisoteaban con las pezuñas a sus camaradas muertos; los empujaba la firme determinación de traspasar las murallas de Praag. Blandían sus armas y les bramaban retos e insultos a los defensores. Incluso en el momento de morir, aullaban obscenas plegarias a sus Dioses Oscuros, y el poeta tuvo la total seguridad de que pedían venganza.
El tañido de los poderosos brazos de las catapultas que salían disparados colmó el aire, y murieron más hombres bestia mientras sus señores se limitaban a observar. El ejército del Caos respondió con bolas de fuego y grandiosas serpientes de monstruosa energía relumbrante. Félix se acobardó al verlas, pues sabía que eran obra de la magia oscura. Algunos de los que se encontraban en lo alto de la torre de vigilancia gimieron, como si esperasen que la muerte descendiera sobre ellos de un momento a otro.
Las bolas de fuego se desintegraron en una lluvia de chispas a pocos centímetros de las murallas. Las corrientes de energía se disiparon. Las chispas describieron un arco y cayeron en las murallas sin causar ni un solo desperfecto. Un hedor a sulfuro y ozono llenó el aire.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Félix—. ¿Por qué esa magia no ha surtido efecto?
—Porque han resistido los encantamientos defensivos de las murallas —respondió Max—. Los hechizos como ésos no pueden atravesarlas.
—Entonces, al menos estamos a salvo de la magia —concluyó el poeta, y Max asintió con lentitud.
—Tal vez; al menos, mientras permanezcamos dentro de las murallas y ninguno de esos magos logre entrar, y siempre y cuando no lancen contra nosotros ningún poder auténticamente grandioso. Las murallas de hechizos de Praag son muy fuertes, pero no inviolables. Dudo que los hechizos que acaban de lanzarnos los hayan hecho maestros brujos, ya que habrían sabido que estaban desperdiciando sus fuerzas. Lo más probable es que fuesen obra de novicios que deseaban lucirse.
—No me estás tranquilizando, Max.
—Lo lamento, pero en esta situación hay muy poco que resulte tranquilizador.
La horda arremetió a la carrera, blandiendo las armas mientras los guerreros del Caos observaban con calma. Al parecer, no tomaban parte en el ataque. Félix los miró.
—¿Por qué sus Señores de la Guerra no nos atacan? ¿Por qué no hay nadie apoyando a esos hombres bestia? Esta inactividad me preocupa.
—No atacan porque no esperan que este asalto tenga éxito —contestó Gotrek—. Esto no es un asalto, es sólo una prueba.
—Sólo una prueba —murmuró Félix mientras miraba a los millares de monstruos que cargaban contra la ciudad.
—Ya veremos —añadió el Matatrolls—. No sé nada de murallas mágicas, pero las murallas de piedra de Praag también son fuertes… para ser obra de humanos —añadió tras pensarlo mejor.
Los hombres bestia llegaron al gran foso que se abría al pie de la muralla y se detuvieron por un momento. La masa de camaradas que acometía por detrás volvió a poner en movimiento a los de vanguardia, y éstos cayeron sobre las estacas que cubrían el fondo. Morían entre rugidos y alaridos, pero sus camaradas continuaron avanzando hasta que el foso quedó tan lleno de cuerpos retorciéndose que el resto del destacamento pudo pasar sobre ellos y llegar al pie de la muralla.
«¿Qué clase de demente sacrificaría tantas vidas con el solo propósito de llegar hasta las murallas? —se preguntó Félix—. Y únicamente por hacer una prueba». Una mirada hacia las filas de guerreros del Caos que permanecían impasiblemente sentados sobre sus corceles le dio la respuesta: los dementes con los que se enfrentaban. Entonces estaba más preocupado que nunca. De pronto, desesperado por echarle un mejor vistazo al enemigo, le arrebató el catalejo de la mano al comerciante y lo enfocó sobre Arek Corazón de Demonio. Si el comerciante tenía alguna objeción, una mirada de Gotrek bastó para acallarlo.
Félix se estremeció cuando el Señor de la Guerra del Caos apareció ante su vista. Era una figura descomunal, ataviada con una armadura increíblemente ornamentada, y sus ojos transmitían un resplandor funesto desde el interior del casco que le cubría todo el rostro. Dos cuernos enormes y retorcidos salían de la parte inferior del casco, como las mandíbulas de un insecto gigante. Las runas de Tzeentch, el Gran Mutador, el Señor de la Transformación, relumbraban en el peto del guerrero, y su estandarte flameaba al viento. Estaba flanqueado a ambos lados por dos figuras que atrajeron la atención de Félix.
Eran hombres delgados, con aspecto de buitre, sin armadura y envueltos en amplias capas, cuyos pliegues les conferían forma de alas. Tenían la piel de una palidez cadavérica, y en sus frentes y mejillas había pintadas runas parecidas a las de la armadura del guerrero del Caos. Sus ojos relumbraban con una funesta luz roja. Eran gemelos idénticos, excepto en una cosa: el que se encontraba a la derecha del Señor de la Guerra sujetaba un báculo dorado con la mano derecha; el otro tenía un báculo de plata y ébano en la izquierda. La mano que sujetaba el báculo dorado mostraba uñas de oro largas como garras, mientras que un baño de plata revestía las garras del de la izquierda.
Una sola mirada le bastó a Félix para darse cuenta de que eran hechiceros. Los rodeaba un indiscutible aire de poder. Mientras Félix los miraba, uno de ellos se inclinó a susurrar algo al oído del Señor de la Guerra, y el otro, al sonreír, dejó a la vista dos prominentes caninos parecidos a colmillos. Félix se preguntó de qué estarían hablando.
* * *
—La cosa va mal —dijo Kelmain Báculonegro—, tal y como te dijimos que sucedería.
Arek Corazón de Demonio lanzó una mirada feroz hacia el destacamento del ejército que estaba asaltando Praag, y luego la desvió hacia el hechicero. Estaba cansándose de las reconvenciones de sus brujos. ¿No le habían desaconsejado avanzar hacia el sur cuando el verano estaba tan avanzado? ¿No le habían desaconsejado atacar Praag? ¿No le habían aconsejado que uniese sus fuerzas con las de los otros grandes Señores de la Guerra en lugar de atacar en solitario?
Últimamente, siempre estaban rodeados por esa aura de conocimiento superior que a Arek le resultaba tremendamente exasperante. ¿Es que no veían que los otros Señores de la Guerra eran unos estúpidos traidores? ¿Que la toma de Praag antes de que comenzara el invierno le proporcionaría a su ejército una base de operaciones segura en las tierras meridionales? El final del verano era el momento perfecto para llevar a cabo un ataque sorpresa, ya que nadie esperaba que los ejércitos se pusieran en movimiento. Parecían haber pasado por alto el hecho de que era imposible evitar el avance en esa dirección. Algo instintivo impulsaba hacia el sur a todos los seguidores de los Grandes Poderes. Todos los videntes y chamanes tribales de los Desiertos profetizaban que había llegado el Tiempo de los Cambios. Todos los oráculos que hablaban afirmaban que los cuatro Grandes Poderes estaban, por primera vez, unidos en su determinación de limpiar la tierra de hombres. Los hechiceros no se habían dado cuenta de que, si Arek no hubiese acudido al sur, sus seguidores lo habrían abandonado para reunirse en torno a los estandartes de algún jefe más osado. Entonces, sobre la marcha, su ejército se veía aumentado por decenas de miles de tribus y hombres bestia, y todos respondían a la llamada que sonaba en las profundidades de sus almas.
Arek estudió al mago y vio el aura de poder que rielaba en torno al albino. Era uno de los muchos regalos que le había otorgado Tzeentch. Báculonegro era un mago poderoso, pues Tzeentch le había otorgado poderes muy superiores a los de cualquier otro mago que no fuese su gemelo, aunque resultaba evidente que no era un guerrero.
—Es un comienzo.
—Sí, ya lo creo —asintió Loigor Varadorada al mismo tiempo que flexionaba sus garras amarillas. Su risilla era aguda e irritante, y Arek anhelaba el día en que ya no necesitaría sus servicios y podría ofrecerle las almas de los magos a su dios—. ¡Y vaya un comienzo!
Al igual que su gemelo, no pudo resistir la tentación de dejar que un deje de ironía aflorase a su voz. Arek miró en torno para ver quién había estado atento a la conversación. Bubar Alientohediondo, el abotagado seguidor de Nurgle, los observaba. Su rostro cubierto de pústulas no daba señales de haber oído lo que decían, pero eso era normal, ya que Bubar poseía tanta astucia como enfermedades. Lothar Puñoflamígeo, el seguidor del Dios de la Sangre que había en el ejército de Arek, estaba demasiado ocupado en vitorear a sus compañeros del culto de Khorne para prestar atención alguna a lo que hablaban Arek y sus hechiceros. De todas formas, en la mayoría de las ocasiones, le era prácticamente imposible no mostrar desprecio. Sirena Cabelloámbar, el hermafrodita Señor de la Guerra de Slaanesh, se lamía los labios ante la contemplación del combate. Resultaba difícil saber si había reparado en algo. Era casi tan astuta como Bubar cuando no estaba sumida en los sueños drogados que le proporcionaba el loto negro.
Al contemplar a los hombres bestia que cargaban hacia una muerte segura, Arek no sentía más que desprecio. «Estúpidas, idiotas, débiles criaturas», pensó. Eran brutos y estúpidos, adecuados sólo para morir al servicio de sus señores y amos. Había abundancia de ellos en el mismo lugar del que los segundos procedían. Decenas de miles avanzaban desde los Desiertos, atraídos hacia los estandartes de Arek por la promesa de saqueo y carnicería. «No obstante —pensó—, incluso unas criaturas tan insignificantes pueden ser agentes del destino, aunque ellos no lo sepan».
Una de las principales diferencias entre Arek y aquellos brutos era que él sabía quién era. Siempre lo había sabido, incluso cuando, siglos antes, tenía otro nombre y otra vida como joven señor del Imperio. Ya entonces sabía que estaba destinado a cosas más grandiosas que los otros hombres. No había permitido que lo detuviese el hecho de no ser el primogénito de su linaje. Se había asegurado de adquirir el poder que se merecía. El veneno, los accidentes oportunos y la brujería habían bastado para que él heredara todas las propiedades de su difunto y no llorado padre. Por un tiempo, eso había sido suficiente. Tenía riquezas, tenía poder y tenía mujeres; pero le faltaba algo. Incluso entonces, de modo inconsciente, oía la llamada hacia empresas más grandiosas. Su destino no le permitiría vivir como otros hombres ni morir como un mortal corriente.
El hechicero que se había encargado de deshacerse de un hermano celoso resultó ser una rica fuente de otros conocimientos, de otras mercedes. Se trataba de un hombre débil, que había pensado que la adoración del Caos era un sendero hacia la riqueza y el respeto que codiciaba más fácil que el estudio y las privaciones. No obstante, aunque fuese débil, había servido a sus propósitos. Sus grimorios le habían revelado a Arek ciertas verdades ancestrales, y le habían enseñado que para determinados hombres dignos era posible trascender la mortalidad y adquirir un poder casi ilimitado con la sola condición de que sirvieran a los Poderes Ocultos, los poderes que, como sabía Arek en ese momento, regían secretamente el universo. El hombre había sido un estúpido, pero Arek aún sentía cierta gratitud hacia él.
Arek había necesitado años para averiguar más. Se había infiltrado en ciertos cultos secretos, estúpidos que creían conocer la verdad sobre los Poderes del Caos y que buscaban medrar valiéndose de su influencia. A lo largo de los años, a despecho de las investigaciones llevadas a cabo por los cazadores de brujas y las guerras secretas entre cultos rivales, Arek había logrado averiguar, poco a poco, lo que necesitaba. Descubrió que con el fin de adquirir el poder y la longevidad necesarios para cumplir su destino, tendría que visitar los Desiertos del Caos y ofrecerse al servicio de El que Transmuta las Cosas en el santuario que allí tenía.
Había sido un largo y duro viaje, pero Arek sabía entonces que tenía que ser así porque se trataba de una prueba destinada a eliminar a los que no eran lo bastante fuertes, o carecían de la dedicación o la inteligencia suficientes para disfrutar de las bendiciones de los Supremos Señores del Caos, del mismo modo que los cultos habían sido un terreno de prueba donde hallarían la verdad sólo aquellos que realmente buscaban el conocimiento que les era preciso. Por supuesto, en aquel entonces no se lo había parecido, pero a lo largo de los años siguientes había averiguado la verdad por sí mismo. Un hombre inferior no habría sobrevivido a las pruebas que Arek había soportado, pero eso no era más que justicia. Los hombres inferiores no merecían las recompensas que había recibido él.
Al principio, no poseía la sabiduría necesaria para verlas como recompensas. Luego, se había sentido horrorizado por lo que había visto como el estigma del Caos que aparecía en su cuerpo, pero en ese momento sabía que el estigma le había sido otorgado por una razón. Siempre había sido vanidoso respecto a su apariencia personal y se había deleitado con la apostura que lo hacía atractivo para las mujeres. Cuando sus rasgos comenzaron a deshacerse y correr como agua después de la primera tormenta de disformidad que había pasado en los Desiertos, pensó que se volvería loco. No era capaz de mirar su propio reflejo sin estremecerse. Se trataba de una debilidad, por supuesto, una debilidad que había superado al cabo de poco.
Y había recibido su recompensa. El Gran Mutador lo había dotado con mayor perspicacia y sabiduría, y se le habían revelado muchos de los secretos ocultos del universo.
Cuando encontró el santuario escondido de Tzeentch, enterrado en las profundidades de una cueva de cristal de las Montañas de la Locura, se lo juzgó digno de convertirse en guerrero del Caos. Le había sido injertada en el cuerpo la armadura negra, cuyos dones de mayor fuerza y resistencia se habían hecho suyos, y él había salido cabalgando al mundo para propagar el cambio y el terror en nombre de su señor. Se había unido a una partida de guerra y había luchado hasta alcanzar el liderazgo porque, como a todos los Grandes Poderes, a Tzeentch le gustaba enfrentar a sus adoradores entre sí para que pudieran demostrar que eran dignos de su favor.
Arek se había mostrado digno, en efecto. Había conducido a sus seguidores a una victoria tras otra y había demostrado una sagaz comprensión de las tácticas necesarias para vencer, así como la intuición política precisa para alzarse entre las filas de los elegidos. En rápida sucesión, había superado a Belal, bramante guerrero de Khorne; a Klublub, el repugnante campeón cargado de plagas de Nurgle, y a la decadente y perfumada pero mortífera campeona del placer de Slaanesh, Dama Florsilenciosa. Había hecho peregrinaciones a todos los lugares sagrados de Tzeentch que había en los Desiertos, y había adquirido mayor conocimiento y poderes mágicos, así como muchos refinamientos rúnicos para la coraza y las armas.
Fue durante ese período cuando conoció a los brujos gemelos que le resultarían tan útiles en su ascenso hacia el poder, Kelmain Báculonegro y Loigor Varadorada. Se habían encontrado por primera vez en las cavernas de Nuln, en las profundidades de las Montañas de la Locura. Arek había acudido a hacer la ofrenda de trece almas capturadas de campeones de poderes rivales del Señor Tzeentch. Durante su vigilia, los demonios le habían susurrado muchos secretos, y los gemelos le habían ayudado a interpretar aquellas crípticas advertencias. Uno de los secretos los había llevado a todos hasta donde se encontraban entonces, porque conocía la razón por la que Skathloc había intentado con tanto ahínco tomar la ciudadela de Praag, y lo que aún se encontraba oculto en ella.
Los gemelos habían reconocido el grandioso destino que lo aguardaba y se habían aliado con él. Habían puesto a su disposición los poderes mágicos con los que contaban, aconsejándolo en temas de magia y, en ocasiones, sobre otras cosas. Por lo general, había seguido el consejo de ellos y, puesto que jamás se oponían a sus decisiones ni desobedecían sus órdenes, se había sentido satisfecho de tenerlos en su partida de guerra. En realidad, sus poderes adivinatorios y proféticos habían demostrado ser tan precisos que los gemelos se habían convertido en sus servidores más útiles.
En cierto sentido habían supuesto una especie de amuletos, porque poco después de que se unieran a Arek, éste comenzó a tener un éxito aún más grande que en tiempos anteriores. Su ejército iba aumentando a medida que hombres bestia y campeones inferiores se reunían en torno a su estandarte. La magia de los hechiceros había contribuido a que consiguiera su primera fortaleza dentro de los Desiertos del Caos, pues con su poder abrieron las puertas de la ciudadela de Ardun, situada sobre los rocosos riscos del Valle de la Desolación. Por supuesto, él había conducido a sus guerreros al interior y había matado al Anciano de Ardun con sus propias manos, pero no podía negarse que habían sido útiles.
Habían sido más que útiles cuando sacó su invencible armadura del interior de las Bóvedas de Ardun, ya que de algún modo conocían los hechizos para abrir la armadura y, luego, unirla a su cuerpo. Desde ese día, según le habían profetizado, Arek resultó invulnerable para cualquier arma forjada por mortales o demonios.
El consejo de los gemelos lo había ayudado a formar la gran coalición de los seguidores de Tzeentch. Le habían dicho quién era de fiar y quién traidor, y parecían tener un olfato infalible para detectar a aquellos que conspiraban contra él. Fueron los magos quienes le advirtieron que su teniente de confianza, Mikal Cabeza de León, conspiraba para hacer que lo asesinaran y apoderarse así del liderazgo, y él se encargó de volver las tornas contra su traicionero seguidor cuando se encontraban solos en la sala del trono y Mikal intentó pillarlo por sorpresa.
Le advirtieron de la gran emboscada que se planeaba contra su ejército en el desfiladero de Khaine, lo que le permitió sorprender, a su vez, a quienes pretendían atacarlo. Los hechizos de aquellos brujos habían vuelto el cielo rojo con energía mágica y habían contribuido a que obtuviera la victoria ante un ejército diez veces superior al suyo.
Envuelto con hechizos que lo hacían invulnerable a los ataques de brujería, había vencido incluso ante demonios. A lo largo de los siglos, los magos lo habían ayudado a adquirir el poder y el prestigio que le había permitido forjar finalmente esa gran coalición, de la que formaban parte también seguidores de los otros tres Grandes Poderes. Arek sabía que aquélla era la culminación definitiva de su destino.
A lo largo de los milenios, muy pocos Señores de la Guerra habían tenido el carisma, la destreza militar, el empuje y la capacidad absoluta para forjar una coalición semejante. Skathloc Garra de Hierro había sido el último, hacía más de dos siglos, y Arek sabía que era el primer hombre que desde entonces había reunido un ejército semejante. En realidad, al menos otros tres Señores de la Guerra habían formado ejércitos de tamaño similar antes de abandonar los Desiertos, pero al final sería Arek quien saldría triunfante. La victoria en Praag le daría el prestigio necesario para reunir bajo su estandarte a todos los adoradores del Caos.
Si todo funcionaba de acuerdo con sus planes, tenía la intención de someter a todo el mundo bajo su poder y extender los Desiertos del Caos de uno a otro polo. Sabía que, dado el tiempo necesario, podría hacerlo.
Los gemelos habían sido útiles, sin duda, pero a Arek le parecía que entonces esa utilidad tocaba a su fin. Se habían opuesto a su plan de dirigirse al sur en fecha tan prematura, pues querían que esperase más y reuniera aún más soldados. Habían mascullado sus habituales advertencias crípticas sobre que los augurios no eran propicios. Afirmaban que las sendas de los Ancestrales pronto estarían abiertas, y que entonces no habría necesidad de emprender esas largas marchas. No habían visto que los jefes de guerra reunidos se impacientaban, ansiosos por empezar y necesitados de una campaña de conquista para mantenerse unidos. Por primera vez desde que los gemelos habían reconocido que estaba destinado a gobernar, Arek había entrado en conflicto con sus hechiceros mimados.
Se trataba de una situación a la que pondría remedio con presteza. Por muy poderosos que fuesen, había otros muchos brujos ansiosos de seguir al campeón favorito de Tzeentch. Arek se juró que, una vez hubiese tomado esa ciudad y hubiese iniciado la grandiosa campaña con una resonante victoria que uniría de modo definitivo a su horda, se encargaría de reemplazar a los problemáticos brujos.
En ese momento, devolvió la atención hacia la batalla que había en marcha. Los hombres bestia caían por millares ante las máquinas de guerra de los humanos. No importaba. Arek no creía de verdad que tuviesen probabilidades de tomar la ciudad. Sólo quería que los defensores se dieran cuenta de la gran fuerza del enemigo con el que se enfrentaban, el cual podía sacrificar a diez mil de esos soldados si quería, sin que le hiciese la más ligera mella a la potencia de su horda. Los defensores se desmoralizarían al ver la descomunal escala de la oposición con que se encaraban. En un cerco prolongado, era algo que afectaría al resultado de modo significativo.
Además, todos los hombres bestia que atacaban eran seguidores de Khorne. Habían estado desesperados por entrar en batalla, y Arek dudaba que pudiese haberlos contenido durante más tiempo, a ellos o a Lothar Puñoflamígeo, el jefe de guerra que los lideraba, sin que se volviesen contra el resto de la hueste. Era la principal dificultad de mandar una coalición como aquélla: proporcionarles un enemigo común suponía, a veces, algo más importante que la mera conveniencia militar.
Mientras observaba, vio que los atacantes habían llegado al pie de la muralla. Aceite hirviendo cayó sobre el pelaje de los hombres bestias cuando los defensores volcaron calderos sobre ellos; a continuación, el inextinguible fuego alquímico los transformó en antorchas humanoides. A pesar de todo, unas cuantas escalerillas se apoyaron contra la muralla y unos pocos hombres bestia comenzaron a ascender. Por un momento, dio la impresión de que algunos de ellos lograrían despejar un espacio sobre las almenas para permitir que subieran sus hermanos. Gracias a una pura furia frenética, parecía que iban a ser los héroes del día. «Sería buena cosa», decidió Arek.
Entonces reparó en un enano y algunos humanos reunidos en la base de una de las torres. Un rayo danzó por las murallas y mató a los hombres bestia. En aquel enano había algo, un aura de poder, de destino, que resultaba obvia para la visión mutada de Arek. Uno de los hombres que lo seguían tenía la misma aura, aunque en un grado inferior. Conmocionado, se dio cuenta de que conocía el hacha que llevaba el enano, pues la había visto blandir antes, durante el ataque a la ciudadela de Karag-Dum. Era un arma potente, envuelta en funestas runas, y tal vez lo bastante poderosa como para hendir incluso la armadura de Arek. Ante esa visión, lo asaltaron malos presentimientos.
«Tal vez deba consultar con mis brujos mimados al respecto», decidió Arek. Tenía una razón para permitir que vivieran durante un poco más de tiempo.
* * *
Félix hendió con la espada la cabeza de un hombre bestia y miró a su alrededor. Las almenas estaban despejadas, pues los hombres bestia habían sido arrojados desde lo alto o estaban muertos. Desvió los ojos hacia Gotrek, y vio que el Matatrolls se encontraba cerca, cubierto de inmundicia y sangre seca, y con una expresión amarga en el rostro. Parecía sorprendido y decepcionado por hallarse aún con vida, lo que apenas resultaba asombroso dado que había jurado buscar una muerte heroica en batalla. No lejos de él, Ulrika y Max parpadeaban en el ocaso, mientras el sudor les corría por la cara. La muchacha tenía el aspecto de alguien que había estado trabajando en una carnicería, y de las manos de Max ascendían pequeñas nubes de humo. Félix se alegró de ver que aún estaban vivos.
Durante un rato, la situación había sido delicada. Incluso a pesar del enorme número de hombres bestia que los había atacado, al ver la carnicería que hacían con ellos los arqueros y las máquinas de asedio, a Félix le sorprendió que alguno hubiese llegado hasta la muralla, lo cual constituía una prueba de la tremenda fuerza y ferocidad de los adoradores del Caos. El hecho de que hubiesen estado tan a punto de pasar por encima de la muralla exterior en el primer día de batalla era un signo atemorizador, pero más aterrador aún era el recuerdo de la tremenda furia y la absoluta ausencia de preocupación por la propia seguridad con que se habían lanzado a la carga.
Por la expresión de los rostros de los defensores que tenía alrededor, se dio cuenta de que estaban tan preocupados como él. No habían esperado aquello. Consideraban que las murallas de la ciudad eran inexpugnables, y había cierta justificación en ello. Los arqueros dominaban todas las brechas de las almenas y, a su lado, había hombres de armas bien acorazados. Tenían preparados calderos de aceite hirviendo para arrojarlos sobre los atacantes y, en lo alto de cada torre, había máquinas dispuestas para lanzar potes de fuego alquímico hacia el enemigo. Y todos esos preparativos habían resultado apenas suficientes, pues a punto estuvieron de ser barridos por la pura furia de los atacantes. Félix se estremeció. Si las cosas habían ido así el primer día, ¿cómo iban a ponerse cuando el cerco estuviese en plena marcha y los asediadores hubiesen tenido tiempo de erigir sus propias máquinas de guerra y atacarlos con brujería inmunda?
Y aún quedaba la posibilidad de traición. Al contemplar la hirviente masa de adoradores del Caos que se encontraba fuera de las murallas, Félix prefirió no considerar siquiera esa posibilidad. Ya resultaba bastante atemorizador tenerlos ahí afuera, así que la perspectiva de que algunos se encontrasen ya dentro de la urbe era algo espantoso.
* * *
Arek entró con paso seguro en la tienda de los magos. En el interior reinaba el silencio. De alguna forma, los gritos y los alaridos de la horda quedaron atrás en cuanto entró. El aire olía a incienso alucinógeno, que manaba de un brasero situado cerca de la entrada. Al mirar en torno, vio los enormes arcones e intrincada parafernalia de la hechicería. Había cofrecillos de madera de sándalo procedentes de la lejana Catai y extraños faroles con inscripciones de dragón de la legendaria Nippon. El esqueleto de un mastodonte se encumbraba hacia la oscuridad, donde algunas sombras se agitaban bajo la cóncava lona del techo. No por primera vez, se preguntó cómo lograban Kelmain y Loigor hacer que todo eso cupiera dentro de la tienda. Siempre tenía la impresión de que era más grande por dentro que por fuera. Arek supuso que cabía tal posibilidad, ya que, a fin de cuentas, eran magos.
Los brujos gemelos se encontraban sentados con las piernas cruzadas, flotando a un palmo de la alfombra, con los ojos cerrados. Las piezas del tablero de ajedrez situado entre ellos se movían sin que nadie las tocara. Arek miró la posición de las piezas; desde donde estaba, resultaba obvio que la partida iba a ser ganada por las blancas. Siempre era así cuando jugaban los gemelos. Estaban tan igualados que quienquiera que tuviese la más ligera ventaja ganaba de modo inevitable. Tendió una mano y movió las piezas según la combinación que conduciría a una victoria inapelable.
—¿Por qué siempre haces eso? —preguntó Kelmain con una sonrisa sardónica.
—No logro entender por qué os molestáis en jugar el uno contra el otro —replicó Arek.
El buen humor de los gemelos siempre le había resultado ligeramente fastidioso, pues parecían compartir algún secreto que no querían contarle al mundo, pero que les hacía una gracia enorme. El hecho de que aún estuviesen vivos era prueba de su gran poder. Por muchísimo menos que eso, otros hombres habían muerto en los Desiertos del Caos.
—Un día de éstos, tenemos la esperanza de establecer cuál de los dos es mejor jugador.
—¿Cuántas partidas habéis jugado ya?
—Cerca de diez mil.
—¿Y cómo va la puntuación?
—La victoria de Kelmain que tú has previsto, lo ha puesto un punto por delante de mí.
Arek sacudió la cabeza y estudió las deslumbrantes auras de sus hechiceros mimados. No cabía duda de que había burla en ellas.
—Pero no has venido aquí a hablar de nuestro juego de ajedrez, aunque sin duda resulte fascinante —dijo Loigor.
—¿Qué necesitas de nosotros?
—Lo de siempre: información, profecías, conocimiento.
—Últimamente, Tzeentch te ha otorgado todas esas cosas en abundancia.
—A veces, en exceso, pienso yo —añadió Kelmain.
Arek no estaba de humor para las chanzas de los magos, así que les explicó a grandes rasgos lo que había visto ese día sobre las murallas, y habló del presentimiento de peligro que había tenido. Luego les pidió a los magos que le concedieran una visión.
—Sin duda, tus malos presagios están justificados —dijo Kelmain.
—A veces, el Señor Tzeentch escoge enviar las advertencias de esa manera, precisamente —añadió Loigor.
—Quiero una información más precisa que ésa —insistió Arek.
—Por supuesto —asintió Kelmain.
—Quieres averiguar más sobre esa hacha y su portador —afirmó, más que preguntó, Loigor.
—Naturalmente.
—Deseas que invoquemos el nombre del Señor de la Transformación y le pidamos que te conceda el regalo de una visión —concluyó Loigor, cuya voz había adquirido la calidad y el ritmo de un sacerdote que entona las palabras de un ritual.
Arek asintió con la cabeza.
Kelmain hizo un gesto, y una enorme esfera metálica flotó por el aire hasta el centro de la tienda, donde quedó suspendida sobre la mesa. Loigor pasó una mano por encima de ella, y la esfera se dividió en dos mitades, que se apartaron de los magos para dejar a la vista la gigantesca bola de cristal que albergaban.
—Mira al interior del Ojo del Señor y adquiere sabiduría —dijo.
Arek miró.
* * *
En las profundidades de la esfera vio que oscilaba una luz, un punto diminuto, una llama distante que se hacía más brillante a medida que la contemplaba. En ella creyó captar la visión de un girante territorio lejano, que reconoció por haberlo visto en sus más inquietantes sueños, un lugar que se le había aparecido en visiones anteriores que había tenido en los lugares sagrados del Señor Tzeentch. Se trataba de una región cuyo cielo cambiaba constantemente al pasar olas de colores rojo y verde sobre el firmamento sin nubes, donde enormes formas aladas con cuerpo de hombre y cabeza de ave de presa perseguían a las almas de sus víctimas sobre un paisaje infinito, una tierra en el centro de la cual se encontraba su dios sentado en un trono.
Entonces sintió que había otras presencias con él; eran las almas de sus magos. Distantes, podía oír sus voces entonando las palabras de extraños encantamientos. Vio, en la lejanía, una escena del amanecer primordial del tiempo. Se trataba de un enorme enano que, de algún modo, parecía ser algo más que un enano, y forjaba un hacha que reconoció. El enano ancestral batía el hacha sobre un yunque, a través del cual fluía con potencia la energía de la magia. Pacientemente inscribía las runas de imponente potencia para que el arma fuese azote de demonios. En la etapa final, invocó hechizos protectores, y la escena rieló y desapareció.
Nos ha percibido, dijo la voz de Kelmain dentro de su mente.
Tonterías, hermano. El hechizo que ha invocado deja fuera toda magia externa, incluida la nuestra.
Supongo que tienes razón.
Arek se preguntó de qué estaban hablando y a quién estaban mirando. La escena brilló y cambió, y vio a un enano enorme, similar al primero, que blandía dos hachas: la que había visto forjar y otra parecida. Tenía la cabeza afeitada y la piel cubierta de tatuajes. Luchaba sin descanso contra las hordas del Caos en un mundo cuyo cielo era de color sangre, y donde la luna de brujas, Morrslieb, brillaba grande y funesta desde el firmamento.
La primera gran incursión, susurró la voz de Kelmain.
Cuando los Señores del Caos lograron entrar por primera vez en este mundo, añadió Loigor.
Arek vio que el enano lideraba ejércitos que salían de las ciudades fortificadas de los enanos. Vio interminables campañas condenadas, contra los ejércitos de la Oscuridad. Vio al portador del hacha que finalmente partía hacia los Desiertos en un intento de negarles a los Señores del Caos la entrada en su mundo. Vio que arrojaba el hacha antes de la última batalla contra las hordas demoníacas.
La escena cambió una vez más. Un joven enano recuperaba el hacha y la llevaba hasta la gran ciudadela de Karag-Dum, situada muy al norte. Los hechizos de las paredes de la vasta ciudad impidieron cualquier otra visión durante milenios, pero luego las mareas del Caos avanzaron una vez más, en una época que Arek reconoció. Vio Karag-Dum rodeada por los Desiertos y asediada por una poderosa hueste de hombres bestia y demonios. Vio que un gran Devorador de Almas de Khorne abría una brecha en las murallas, y tuvo una visión del interior de la ciudad. Vio al Devorador de Almas vencido por un descendiente lejano del forjador original del hacha, el cual murió después de derrotar al poderoso demonio alado. Vio que el hacha era recogida por el hijo del rey, que se ponía en marcha para salir de los Desiertos del Caos con el fin de llevar auxilio a su pueblo. Arek presenció el fracaso de ese intento y contempló al joven enano agonizando solo y lejos de su hogar, mientras libraba su batalla final contra un ejército de hombres bestia tras haberse refugiado en una cueva.
* * *
La visión rieló. Un convoy de vehículos extrañamente acorazados atravesaba los Desiertos. Se trataba de carros envueltos en acero y movidos por los músculos de los enanos que iban dentro.
Algún tipo de expedición, hermano, destinada a encontrar la ciudad de Karag-Dum.
Condenada, por supuesto, fue la réplica.
Arek vio que los carros eran destruidos uno a uno y que sus tripulaciones retrocedían, hasta que sólo uno continuó avanzando. Por último, incluso ese vehículo de acero fue atacado y dañado por los hombres bestia, y de él salieron tres enanos: uno era un anciano con largas barbas trenzadas en dos bifurcaciones; otro era un bruto guerrero, enorme y con aspecto de ser muy tonto, y el tercero era un enano de rostro severo.
Gotrek Gurnisson, oyó que susurraba Kelmain.
Sí, hermano, fue la respuesta de Loigor.
Todos ellos iban acorazados y armados con potentes armas, además de protegidos por talismanes rúnicos. Se abrieron paso luchando para alejarse del destruido vehículo y comenzaron una larga y penosa caminata de regreso a su llamada civilización.
Se levantó una tormenta, y el polvo comenzó a alzarse de los Desiertos. Los tres quedaron separados, y el llamado Gotrek se refugió en la cueva hasta que lo descubrió el enorme hombre bestia mutante que había dentro. Perseguido hasta las profundidades de las cavernas, descubrió el cadáver del joven príncipe y el hacha. La recogió, y entre él y el arma se forjó una unión. Armado con el ancestral poder del hacha, mató al hombre bestia y se reunió con sus dos compañeros.
* * *
Otra transición. Montañas. Cielos azules. Un valle largo. El enano conocido como Gotrek se encontraba allí. Era más grande, más musculoso y, de algún modo, más ceñudo.
El hacha cambia a su portador, hermano. Mira cómo ha crecido.
El Matador entraba en el valle; parecía feliz de estar allí. En el valle, había una aldea quemada y muchos enanos muertos. El enano entraba en una casa de piedra, en cuyo interior estaban tendidos el cuerpo destrozado de una mujer enana y su bebé.
El enano inclinaba la cabeza; tal vez, lloraba.
* * *
Un cambio más. El salón de un señor enano. Gotrek Gurnisson estaba allí también y discutía apasionadamente con un noble de largas barbas que se encontraba sentado en un trono. En los labios del noble había una sonrisa burlona. Al parecer, hablaba con mofa, y luego hizo con una mano un gesto similar a un hachazo, tal vez para prohibirle a Gotrek hacer lo que deseaba, o quizá incluso para ordenar su muerte.
El otro enano sacudió la cabeza y sonrió con amargura, y el señor les ordenó a sus soldados que apresaran al portador del hacha. Fue un error, pues se organizó un enorme alboroto. Poco después, todos los de la sala estaban muertos o habían huido. Los cadáveres de enanos yacían por todas partes.
El enano recogió un cuchillo y comenzó a cortarse el pelo. Pronto, su cabeza quedó afeitada, excepto una pequeña franja. A continuación, salió al mundo para hacer lo que debía.
* * *
Una vasta ciudad humana, tal vez Altdorf, la capital del Imperio. Una taberna. Un alto hombre de cabello rubio, claramente borracho, se encontraba sentado ante una mesa; lo acompañaba el enano, que estaba tan borracho como él. El enano tenía entonces más edad, y su cabello era una cresta enorme, teñida de color naranja. Llevaba la cabeza afeitada y cubierta de tatuajes, lucía muchas cicatrices, y una mueca escéptica le torcía la boca. Era obvio que el hombre alto estaba trastornado por algo. Hablaban, y a medida que hablaban el humano se entusiasmaba cada vez más. Bebieron más. El enano sacó un cuchillo y la inverosímil pareja hizo una especie de juramento de hermandad de sangre.
* * *
Las escenas se sucedían entonces rápidamente unas a otras. Criptas situadas debajo de la capital imperial. Un mago que ejecutaba un ritual de cósmica maldad era interrumpido por aquellos dos. Un pequeño poblado de los bosques, aterrorizado por un demonio alado hasta que aquel par acababa con su reinado de terror. Un bosque por la noche; Morrslieb brillaba en el cielo. Los dos se trababan en batalla con hombres bestia y adoradores del Caos, y llegaban a rescatar a un niño de sus garras. Una caravana de carros se dirigía al sur, luchando por el camino con goblins y monstruos no muertos. Aquel par estaba siempre allí, luchando como diablos. Ante las puertas de una fortaleza en llamas, el Matador derrotaba a toda una tribu de jinetes de Lobos y perdía un ojo en el proceso. Arek vio una ciudad de enanos en ruinas, batallas con monstruos y encuentros con fantasmas.
La sucesión de escenas se aceleró. Encuentros con magos, hombres lobo y hombres malvados. Edificios que ardían en otra ciudad imperial mientras un ejército de hombres rata recorría las calles. Una enorme nave aérea atravesaba los Desiertos del Caos y llegaba a Karag-Dum. El Devorador de Almas regresaba, aunque para ser derrotado una vez más por aquel par de aventureros. Se enfrentaban con un poderoso dragón y lo mataban. Batallaban contra un ejército de orcos y lograban sobrevivir.
* * *
De repente, la cascada de visiones cesó. Un último cambio colmó el aire y una profunda sensación de presagio se apoderó de Arek. La escena se volvió negra, y durante el más breve de los instantes se halló encarado con un rostro gigantesco, cuyas facciones parecían rielar y cambiar; a veces, se parecían a las de un demonio con cabeza de pájaro, y otras, semejante a un hombre de increíble belleza con ojos de relumbrante luz.
De inmediato, supo que estaba contemplando al Señor Tzeentch. El ser le sonrió con aire burlón y ante él apareció una última escena.
Edificios en llamas. Guerreros de cabeza astada luchaban con humanos en las calles. Se vio a sí mismo tendido en el suelo, con la armadura hendida y rota; su cuerpo yacía decapitado y echado sobre la nieve. Por todas partes se veían cuerpos totalmente destrozados de hombres bestia y guerreros del Caos. Se vio de nuevo trabado en combate con el enano, y se encontró esperando, cautivado, el momento de su inevitable triunfo.
La escena se ennegreció y fue reemplazada por otra, en la que vio cómo el hacha salía disparada y lo decapitaba.
Una tercera visión lo llenó de espanto: Gotrek Gurnisson y su compañero humano de pie junto a su cadáver, heridos pero triunfantes, mientras el hombre sujetaba la cabeza cortada de Arek. Continuó mirando la imagen, conmocionado, y ésta comenzó a desvanecerse. Se quedó petrificado en el centro de la tienda de los hechiceros.
* * *
—Vuestra visión no ha servido para tranquilizarme —dijo al fin, y Kelmain miró a Loigor. Una vez más, Arek percibió, con incomodidad, que entre ellos tenía lugar una comunicación sin palabras.
—Ese tipo de visiones no son siempre exactas —dijo Kelmain, por fin, al mismo tiempo que se acariciaba una pálida sien con las uñas doradas.
—A veces, los demonios maliciosos interfieren por razones personales. Nuestros hermanos mayores tienen un extraño sentido del humor —añadió Loigor.
—¿Habéis visto lo mismo que yo? —preguntó Arek.
—Vimos a uno de los Dioses Ancestrales de los enanos forjando el hacha. Vimos una gran parte de la historia de esa arma. Vimos el cerco de Karag-Dum. Vimos cómo Gotrek Gurnisson recibía el hacha. Vimos… tu muerte.
—¿Cómo es posible? Yo pensaba que el Ojo sólo mostraba el pasado.
—El Ojo es un artefacto peculiar. Sólo puede revelar ciertas cosas… —comenzó Loigor.
—Normalmente, muestra sólo el pasado —lo interrumpió Kelmain—, o lo que la gente piensa que es el pasado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Arek, y Kelmain miró a Loigor.
Arek sabía que estaban intentando decidir cuál de ellos le daría la explicación.
—El reino del Caos del que finalmente fluye toda la magia es otro plano más o menos contiguo a éste… —comenzó Loigor.
—Está compuesto totalmente de energía… —volvió a interrumpir Kelmain.
—Que puede ser extraída por aquellos que tienen los dones necesarios para hacerlo —concluyó Loigor.
—¿Y? —preguntó Arek.
—Existen conexiones entre los dos planos. Las emociones poderosas, las esperanzas, los sueños, los miedos, todos agitan el mar de energía que constituye el verdadero reino del Caos —explicó Kelmain.
—Los acontecimientos que crean esas emociones fuertes pueden dejar una huella en el plano del Caos. Batallas, asesinatos y cosas parecidas. Lo mismo pasa con tus sueños y miedos. Esas huellas flotan por ahí como…
—Burbujas —dijo Loigor—. El Ojo puede transportar esas huellas hasta nosotros si se las invoca de la manera correcta. Se necesita un artefacto del poder de éste para buscar dentro de los girantes vórtices de energía y seleccionar las que desea ver quien lo maneja.
—Pero estáis diciendo que lo que acabamos de ver no es necesariamente verdad.
—Yo creo que la mayor parte es verdad en lo esencial. Puede ser que no sea del todo preciso, pero es bastante exacto en la mayor parte de los aspectos.
—¿Y qué me dices de la última visión?
—Podría ser algo que tú mismo trajiste al ritual —explicó Kelmain.
—Una proyección de tus propios miedos ocultos —añadió Loigor con tono burlón.
—O podría ser una advertencia enviada por el Señor Tzeentch para decirte lo que sucederá si continúas por este camino.
—Resulta difícil saberlo. Este tipo de visiones son siempre crípticas.
—También lo son vuestras interpretaciones, al parecer.
—No somos más que humildes servidores de nuestro querido Señor —replicó Loigor. Cuando hablaba de ese modo, Arek nunca estaba seguro de si se refería a Tzeentch o a él mismo, y sospechaba que la ambigüedad era deliberada.
—Vosotros conocéis a ese enano —dijo Arek.
—Sabemos de él —lo corrigió Kelmain—. En el pasado ha estropeado, sin saberlo, algunos de nuestros planes.
—Sospechamos que es, aunque no lo sepa, un compañero escogido de los enemigos de nuestra causa.
—Ciertamente, ha sido alterado por la potente arma que esgrime.
—Si el enano estuviera muerto, ese futuro jamás tendría lugar —dijo Arek—. Si no está para blandir esa hacha, el arma no podrá matarme.
—Tal vez, o quizá el hacha encontrará a otro que la esgrima.
Arek pensó en eso durante un momento y llegó a una decisión. El enano tendría que ser eliminado, y habría que hacer desaparecer el hacha.
—¿Tenéis agentes dentro de la ciudad?
—Muchos.
—Encargaos de que mueran el enano y su secuaz humano. Aseguraos de que el hacha desaparezca y de que no la encuentren demasiado pronto.
—Haremos lo que podamos —le aseguró Kelmain, y su sonrisa burlona se ensanchó—. Si la visión procedía del Señor Tzeentch, sería una blasfemia que intentásemos interferir en el destino que tiene planeado para ti.
—De todas formas, hacedlo.
—Como tú desees.