DOS
La taberna Jabalí Blanco estaba abarrotada, y el aire olía a cerveza, sudor rancio y humo de tabaco de pipa. Las conversaciones a gritos que mantenían los borrachos y las fanfarronadas de los guerreros que acababan de llegar amenazaban con ensordecer a Félix, pero no se quejaba. En ese preciso momento, necesitaba la alegre calidez de la taberna para que le ayudara a olvidar la visión de los guerreros del Caos. En cierta manera, retrospectivamente eran más atemorizadores que cuando los tenía delante.
Entonces no podía negarse a sí mismo el hecho de que se encontraban en el exterior de la ciudad, pues los había visto y había luchado con ellos. Una cosa era imaginar su presencia, saber que pronto tendría que enfrentarse a ellos, y otra muy distinta era tener la total certidumbre de que un vasto ejército de guerreros malignos se encaminaba hacia allí.
Miró a su alrededor al mismo tiempo que se preguntaba si Ulrika estaría en la taberna. Una parte de él esperaba que no, ya que últimamente habían vuelto a la antigua pauta de amargas peleas y apasionadas reconciliaciones. Las reconciliaciones estaban bien, pero el poeta pensaba que podía vivir sin los conflictos. Dentro de poco, habría bastantes peleas en su existencia como para que también estuviesen presentes en su vida amorosa. En ese preciso momento, lo único que quería era un poco de paz y tranquilidad antes de la tempestad inevitable.
Al mismo tiempo, una parte de él se sintió decepcionada por el hecho de no encontrarla en la taberna. «¿Estará otra vez con Max?», se preguntó. En caso de que así fuese, ¿se trataba sólo de un intento de ponerlo celoso, o estaba sucediendo algo más serio? Sonrió con tristeza. Si era lo primero, tenía que admitir que estaba dando resultado. Por otro lado, no podía estar realmente seguro de que fuese ésa la intención de la muchacha. Ulrika no era particularmente astuta, aunque era mujer, y, a veces, Félix pensaba que las mujeres hacían esas cosas casi por instinto. Decidió que ése no era el momento de preocuparse por el asunto, sino el momento de beber.
Como había sospechado, Snorri Muerdenarices y los demás enanos se encontraban allí, y todos ellos parecían muy lejos de la sobriedad. Era muy posible que hubiesen estado bebiendo desde que se levantaron por la mañana, pues los enanos bebían cerveza como los peces beben agua. Snorri era un enano corpulento, de aspecto aún más belicoso que el de Gotrek. Le habían fracturado y le habían arreglado la nariz incontables veces, y le habían cercenado una oreja de cuajo. En la cabeza, que la lucía afeitada, le habían clavado tres clavos pintados. Félix no sabía cómo se lo habían hecho sin causarle una infección, pero allí estaban. En ese preciso momento, Snorri echaba un pulso con otro Matador, y daba la impresión de que ganaba él.
El oponente de Snorri era un joven enano que más parecía gritar que hablar. Llevaba la cabeza completamente afeitada para dejar a la vista sus nuevos tatuajes, y le habían cortado la barba hasta tal punto que parecía que sólo hacía unos cuantos días que no se afeitaba. Félix dudaba que la barba de Ulli hubiese sido alguna vez mucho más larga. Probablemente él mismo podría dejarse una barba de mejor aspecto.
Cerca de ellos había otro Matador, probablemente el enano más feo que el poeta hubiese visto jamás. Hacía saltar a una moza de taberna sobre sus rodillas, al parecer sin darse cuenta de que todos los hombres y no pocos de los enanos le lanzaban miradas feroces. A Félix le asombraba que la muchacha estuviese siquiera dispuesta a tocar algo tan repulsivo, ya que Bjorni tenía en la cara una colección realmente repugnante de verrugas, que, junto con los dientes que le faltaban, lo hacían tan repelente como una gárgola. Al reparar en que el poeta lo miraba, le dedicó un guiño y una sonrisa impúdica, para luego meter la cabeza entre los pechos de la moza y frotarla adelante y atrás. Ella profirió risillas tontas, y Félix apartó la mirada. Bjorni era incorregible.
Al mirar a su alrededor, el poeta vio a un grupo de hombres corpulentos con armadoras de gruesa placa de metal y capas de piel de lobo blanco echadas sobre los hombros. Se encontraban sentados ante una mesa y bramaban canciones mientras se echaban al coleto jarra tras jarra de cerveza. Uno de ellos captó la mirada de Félix y clavó en él ojos feroces, ante lo cual el poeta se encogió de hombros y apartó la vista. No sentía más aprecio por los templarios del Lobo Blanco que éstos por cualquiera que no fuese seguidor de Ulric. En su opinión se trataba de un puñado de fanáticos intolerantes, pero era lo bastante prudente como para guardarse tal juicio para sí. Por desagradables que pudiesen ser, resultaban guerreros formidables, y, con la proximidad del ejército del Caos, todas las armas iban a ser necesarias. No podía mostrarse demasiado picajoso respecto a los hombres junto a los que luchaba, y esperaba que ellos no tardasen en darse cuenta de lo mismo.
Muchos otros estaban presentes: soldados de la caballería kislevita y mercenarios de todo el Imperio y allende éste. Creyó percibir el rumor de voces tileanas, y el farfullado acento de Bretonia. Al parecer, allí había guerreros procedentes de todo el Viejo Mundo, y se preguntó cómo se habrían desplazado hasta ese lugar con tanta rapidez. No parecía posible que los rumores de guerra hubiesen llegado hasta el Imperio, y sin embargo…
Se dijo que no debía ser tan estúpido. Aquellos hombres no habían acudido allí a causa de la invasión, sino porque ése era el territorio fronterizo, y al estar tan cerca de los Desiertos del Caos siempre había trabajo para los mercenarios. Probablemente la mayoría de ellos eran guardias de caravana o formaban parte de los ejércitos privados de algunos nobles kislevitas. Al mirar a un hombre altivo y bien vestido que estaba rodeado por fornidos soldados de aspecto brutal, tuvo la seguridad de que algunos de ellos eran los guardaespaldas de nobles viajeros procedentes de su tierra natal. «¿Por qué están aquí? —se preguntó—. ¿Quién puede saberlo?»
Siempre había hombres adinerados a los que les gustaba viajar, así como eruditos y magos en busca de nuevos conocimientos. La mayoría de ellos procedía de la clase gobernante, ya que ¿quién mas tenía el dinero suficiente como para dedicarse a intereses tales? Intentó descartar la idea de que algunos de aquellos hombres pudiesen ser espías de los cultos del Caos. Sabía que era más que probable, pero en ese momento no deseaba entretenerse con pensamientos semejantes.
Finalmente, justo cuando estaba a punto de renunciar, vio el rostro que deseaba ver. Ulrika Magdova entró en la taberna con la cara transformada en una máscara de preocupación, a pesar de lo cual continuaba siendo hermosa. Era alta, esbelta y fuerte como el acero. Llevaba el cabello, de color rubio ceniza, muy corto. Sus ojos azul claro coincidían con los del poeta, y le dedicó una sonrisa tensa. Después, haciendo caso omiso de las impúdicas sonrisas de los mercenarios, avanzó hacia él. Félix tomó una mano de la muchacha y la atrajo hacia sí; ella apenas opuso la más leve de las resistencias. No era buena señal. Ulrika era una de las mujeres más impredecibles que había conocido: dura cuando él esperaba que fuese tierna, y tierna cuando pensaba que se mostraría dura. Casi había renunciado a intentar entenderla, pero al menos en ese momento creía tener una idea aproximada de lo que la inquietaba.
—¿Aún no hay noticias? —preguntó con el tono más dulce que pudo.
—Nada —replicó ella con una voz átona e intencionadamente desprovista de emoción.
Félix sabía que la muchacha había estado recorriendo las salas de guardia y las tabernas, y que había visitado a varios parientes nobles con la esperanza de obtener alguna noticia de su padre. No había visto a Ivan Mikelovitch Straghov ni había sabido nada de él desde que partieron hacia el sur a bordo de la Espíritu de Grungni. No era buena señal. Incluso teniendo en cuenta la enorme distancia que separaba Praag de los Territorios de la Marca, el viejo boyardo ya debería haber llegado a la ciudad, a menos que le hubiese sucedido algo terrible.
—Estoy seguro de que se encuentra bien —dijo Félix, con un tono que intentó que fuese consolador—. Es un hombre duro y llevaba más de cincuenta lanceros consigo. Si alguien puede lograrlo, es él.
—Lo sé. Lo sé. Es sólo que… he oído lo que han estado contando los exploradores acerca del tamaño del ejército del Caos. Lo han comparado con una plaga de langostas. Hace dos siglos que una horda como ésa no sale de los Desiertos. Podría ser incluso más grande que aquella con la que se enfrentaron Magnus el Piadoso y el zar Alexander.
—Eso sólo haría que resultase más fácil evitarla.
—Tú no conoces a mi padre, Félix. No es hombre que rehuya una pelea. Puede ser que haya hecho alguna estupidez.
Ulrika miró a su alrededor con los labios contraídos. Él se sentó en la silla más próxima, le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo para sentarla sobre su regazo.
—Estoy seguro de que no lo haría. Bebe algo; tal vez te ayude a calmar los nervios.
La muchacha le lanzó una mirada furibunda.
—Has estado bebiendo demasiado desde que llegamos aquí.
Era la vieja discusión, el tema que ella siempre sacaba. En comparación con la mayoría de la gente con la que viajaban, él apenas si bebía. Por supuesto que la mayoría de sus compañeros eran enanos, así que eso tal vez no significara mucho.
—Bueno, pues hoy no he estado bebiendo —le aseguró—. He estado en la Puerta de las Gárgolas, luchando.
Ella le echó una mirada de soslayo.
—He visto a los heridos que trasladaban desde allí al templo de Shallya —comentó ella—. Dicen que atacaron miles de guerreros del Caos.
—Más bien era una veintena de exploradores. La horda no ha llegado aún.
Félix alzó una mano para llamar a una camarera, y la mujer avanzó con paso lento y colocó dos jarras de cerveza sobre la mesa sin que se las pidieran, para luego continuar su recorrido. Félix se llevó el recipiente a los labios y bebió un sorbo. Tenía un sabor amargo, comparada con la cerveza a la que estaba habituado. «Meado de cabra», la llamaba Snorri, y Félix sospechaba que sabía lo bastante como para que la comparación fuese exacta. Snorri era capaz de beber cualquier cosa.
Ulrika alzó la jarra y bebió un buen trago. El poeta jamás se acostumbraría a eso. Las nobles kislevitas bebían tanto como cualquiera de sus compatriotas hombres; cuando bebían.
—¿Has estado en la puerta? —le preguntó un hombre que se hallaba sentado en la mesa contigua.
—Sí —replicó Félix.
—Dicen que desde la puerta podía verse el ejército de la Oscuridad. Dicen que cuenta con diez mil soldados; el doble de diez mil. —El hombre estaba borracho y divagaba.
—Eso no tiene importancia —intervino un tipo atezado con el bigote caído de los soldados de la caballería kislevita—. ¡Se estrellarán contra las murallas de Praag como se estrellaron hace doscientos años!
Eso provocó un rugido de aprobación en las mesas circundantes. Aquél era el tipo de conversación que a los hombres les gustaba oír en las tabernas la noche antes de una batalla. Félix había visto demasiados enfrentamientos reales como para pensar que las cosas fueran como en los libros y poemas que había leído cuando era más joven. Por otro lado, aquellos soldados también parecían haber librado un buen número de batallas, pero continuaban hablando como si fuesen personajes de cuento. Tal vez lo que hacían era como silbar en la oscuridad, para mantener alta la moral. Si hubiesen sido testigos de lo que Félix había visto cuando regresaban de los Desiertos del Caos, no se habrían mostrado tan alegres en ese momento. El poeta intentó apartar a un lado aquellos deprimentes pensamientos.
—No lo sé —dijo un hombre con cara de comadreja desde la puerta—. Mi caravana acaba de entrar en la ciudad, y por el camino nos hemos enfrentado con hombres bestia y jinetes del Caos. Eran duros. Aunque fuesen engendros del Caos, eran duros de pelar. Nunca he visto nada que tardara tanto en morir como esos hombres bestia.
Félix se sentía inclinado a creerlo, y al mirar a Ulrika comprobó que ella también, pero los guerreros de la taberna no querían oír nada parecido.
—¿Qué clase de charla de amigo del Caos es ésa? —exigió saber un enorme tipo gordo al mismo tiempo que dejaba de golpe una pata de pollo sobre la mesa—. ¡Los hombres bestia y los jinetes del Caos mueren con tanta rapidez como cualquier cosa viva si les clavas dos palmos de buen acero imperial en el cuerpo!
Se produjeron más rugidos de aprobación, más risas, más fanfarronadas sobre cuántos enemigos iban a morir en los días siguientes, más charlas sobre cómo se convertirían todos en héroes de la canción del cerco de Praag. Félix volvió a recorrer el entorno con la mirada. Podía ver que había muchísimos que no estaban de acuerdo con esos sentimientos y parecían preocupados. Eran del tipo de hombres que sabían cuándo había algo que merecía su desvelo; hombres de rostro duro, ataviados con armaduras muy usadas, y que, sin duda, manejaban bien las armas que llevaban. Félix no ignoraba que los comentarios que oía eran fanfarronadas, pero no quería contradecirlos. No deseaba ser él quien echara por tierra los ánimos de toda aquella gente, y al parecer el de la cara de comadreja se lo había pensado mejor. Una ciudad que pronto estaría asediada por los Poderes de la Oscuridad no era aún lugar adecuado para permitir que sospecharan que uno era un adorador del Caos.
—Sí, tienes razón —dijo—. Murieron con rapidez cuando yo y mis muchachos les metimos acero en el cuerpo. —A pesar de todo, no logró que su voz fuese demasiado entusiasta.
Félix lo miró con compasión. Resultaba obvio que ese tipo ya se había enfrentado antes con otros hombres bestia, y sabía de qué estaba hablando. Lo que pasaba era que nadie quería escucharlo. Por la manera como Ulrika sacudía la cabeza, se dio cuenta de que estaba de acuerdo con lo que pensaba el hombre con cara de comadreja.
—Los blandos del sur no saben de qué están hablando —masculló la muchacha—. Un gor se comería a ese gordo cerdo del mismo modo que él se zampa el pollo.
Félix sonrió con amargura. Para él, las gentes de Kislev eran sinónimo de dureza, pues vivían en un territorio peligroso y en estado de guerra constante. Jamás se le había ocurrido que pudieran mirarse los unos a los otros con superioridad. Por supuesto, Ulrika había crecido en las fronteras septentrionales, el límite mismo entre los territorios humanos y el Caos. Si alguien de aquella taberna tenía conocimientos acerca de esas cosas, era ella. Se levantó tranquilamente de su regazo.
—Me voy arriba, a nuestra habitación.
El tono de su voz dejó claro que él debía seguirla y, dadas las circunstancias, entre subir o quedarse allí para escuchar aquella cháchara de guerra, lo primero parecía lo más sensato.
* * * * *
Ivan Mikelovitch Straghov clavó los ojos en la lejanía. Era un hombre corpulento y en otros tiempos había sido gordo, pero en las últimas semanas había quemado la mayor parte de su grasa. Habían pasado días y días sobre la silla de montar, durmiendo y comiendo donde podían; habían librado batallas desesperadas contra abrumadores números de hombres bestia, y se habían retirado en el último segundo para seguir luchando al siguiente día. Intentó convencerse de que estaban acosando a los flancos del ejército del Caos, ralentizando su avance, dándoles a sus generales algo por lo que preocuparse en retaguardia. Pero sospechaba que esos ataques preocupaban al poderoso ejército tanto como las picaduras de las pulgas a un mastodonte.
Se frotó la venda que le envolvía la cabeza. Volvía a sentir comezón en la herida. Supuso que no tenía de qué quejarse. Si el hombre bestia hubiese sido una pizca más fuerte o si él hubiese parado el golpe con apenas una fracción de segundo de retraso, sus sesos estarían entonces decorando el hacha del monstruo. No obstante, los ungüentos cicatrizantes parecían haber cumplido con su misión, y la herida no se había infectado. A veces se sentía como si tuviese un poco de fiebre, pero eso era todo.
Miró a sus jinetes, situados en torno a él. Eran treinta hombres, todos veteranos. Había partido con más de cincuenta supervivientes del ataque skaven contra su mansión, y durante el viaje hacia el sur había reunido a un centenar más de lanceros. Otros cincuenta se habían marchado como escolta de los carros y las mujeres que se habían dirigido al suroeste, alejándose de la principal ruta de Praag. Esperaba que, de esa manera, algunas de sus gentes pudieran escapar del avance de la horda. Había llevado al resto a la batalla para acosar a los invasores al modo tradicional kislevita: incursiones de ataque y retirada, salvajes ataques nocturnos, emboscadas relámpago. Sus hombres habían luchado bien. Calculaba que le habían causado al enemigo el triple de las pérdidas que ellos habían sufrido, pero no era suficiente; sólo una gota de agua en ese gran océano de porquería del Caos. «Los Desiertos deben haberse quedado vacíos —pensó—. ¿Quién iba a imaginarse que en esas despiadadas tierras podían vivir tantos seres?»
Al igual que todo su pueblo, había estudiado los viejos documentos que relataban las antiguas guerras contra el Caos. Sabía de memoria baladas y poemas épicos. La hazaña de Magnus hablaba de un ejército tan innumerable como las hojas de hierba de las grandes llanuras septentrionales. Siempre había pensado que el poema exageraba, pero entonces sospechaba que tal vez lo había subestimado.
«Estás haciéndote viejo —se dijo— si dejas que semejantes pensamientos ocupen tu cabeza cuando tienes un caballo debajo de ti, una lanza en la mano y un enemigo delante». En ese momento, no podía tener pensamientos tan derrotistas, ya que eran demasiados los hombres que dependían de él. Miró a su alrededor y vio la determinación pintada en todos los rostros. Se sintió orgulloso, pues aquéllos eran hombres que no se rendirían; sabía que lo seguirían hasta las mismísimas puertas del infierno si se lo pedía. Eran como una espada bien templada, y si los blandía del modo adecuado y los orientaba en la dirección correcta, harían lo que les pidiera o morirían en el intento. «Más probablemente lo segundo». Apartó a un lado ese pensamiento.
Se alegraba de que Ulrika no estuviese allí. Esperaba que en ese momento se encontrase a salvo en alguna parte, que le hubiese transmitido la advertencia a la Reina del Hielo y que hubiese tenido la suficiente sensatez como para permanecer en la capital; aunque lo más probable era que no lo hubiese hecho. Siempre había sido voluntariosa, al igual que su madre y, a fuer de sincero, al igual que él mismo. Muy probablemente habría seguido a Félix Jaeger y, dado que éste seguía a Gotrek Gurnisson, cabía suponer que se habría marchado a meterse otra vez en problemas. Lo único que podía hacer era rezarles a los dioses para que la protegieran, y esperar que Ulric no estuviese demasiado ocupado para escuchar las plegarias de un viejo.
—Iremos hacia el sur —dijo con su voz más decidida—. Atacaremos a esos bastardos de pelo azul cuando intenten cruzar el Urskoy, y luego reemprenderemos la marcha. A estas alturas, la Reina del Hielo ya habrá hecho sonar el cuerno de reunión del ejército y estará avanzando hacia el norte, camino de Praag. Nos reuniremos con ella allí y devolveremos la escoria adoradora del Caos a los Desiertos de los que salió.
Los hombres profirieron ásperos vítores, casi como si creyeran cada una de sus palabras, y volvió a sentirse orgulloso de ellos. Al igual que él, habían visto el verdadero tamaño de la horda… y al igual que él tenían que saber que era invencible.
* * * * *
Max Schreiber miró hacia las tinieblas desde las murallas de Praag. Sabía que allí afuera aguardaba el más grande de los ejércitos reunidos por los Poderes de la Oscuridad en doscientos años; se preparaba para barrer las tierras de la humanidad con una marea de sangre y fuego. Quizá los adoradores del Caos tendrían éxito esa vez. Bien sabían los dioses lo a punto que habían estado de lograrlo en ocasiones anteriores, mucho más de lo que creerían posible la mayoría de los hombres vivos en aquel momento. En todas esas ocasiones anteriores habían sido rechazados, si bien a un alto precio, pero cada vez los Desiertos del Caos habían avanzado un poco más y no habían vuelto a retroceder. En cada ocasión, el mundo se había vuelto un poco más corrupto, y los seguidores clandestinos del Caos se habían hecho un poco más fuertes.
Max tenía conocimientos sobre esas cosas. Había pasado la mayor parte de su vida dedicado a ellas, siempre que no estudiaba magia. Cuando ingresó en su hermandad secreta, hizo el juramento de oponerse a los adoradores de los Poderes Malignos por todos los medios a su alcance. En ese momento, se preguntaba si ese juramento lo habría conducido al lugar de su muerte. Al mirar hacia la noche, podía ver la descomunal nube de magia oscura que flotaba sobre el lejano ejército. Para sus sentidos entrenados en la hechicería, las corrientes de poder que fluían eran evidentes. Sabía que allí afuera estaban trabajando magos poderosos, que movilizaban fuerzas que deberían haber sido demasiado grandiosas como para ser controladas por cualquier alma mortal.
«¿Quién ha dicho que sean mortales?», se preguntó Max con amargura. No tenían por qué serlo. El tiempo fluía de manera extraña en los Desiertos del Caos, y una de las razones más comunes por las que los hombres se sometían a la Oscuridad era que, a veces, se les concedía la inmortalidad, o algo parecido. Y no se trataba de una vida eterna en algún paraíso lejano al que uno iba después de su muerte, sino de la auténtica juventud eterna en carne y hueso, en el mundo. Vida eterna y poder; dos cosas a cambio de las cuales muchos hombres entregarían su alma sin escrúpulos.
Max sabía también que eran unos estúpidos por hacerlo. No había nada que no tuviese un precio, en particular el poder otorgado por los Señores Oscuros del Caos. Eran como prestamistas que cobraban intereses altísimos. Entregabas tu alma, una cosa pequeña e intangible de cuya existencia dudaban realmente muchas personas, y al hacerlo renunciabas a todo. Entregabas tu vida y tu voluntad a los Oscuros. Dejabas de ser tú mismo y acababas como mera marioneta que danzaba según los hilos movidos por poderes mucho más grandiosos que tú mismo.
Al menos, eso le habían enseñado a Max. Hasta entonces no había visto nada que lo hiciera dudar de ello, pero si alguna vez había deseado dudarlo era en ese momento. Cuando la única alternativa a una muerte dolorosa consistía en la condenación eterna, no parecía haber mucho donde escoger. Ciertamente, los sacerdotes de Sigmar, Taal, Ulric y Morr tenían sus textos y podían decirte qué te aguardaba más allá de la sepultura. Y sin embargo, tampoco ellos se mostraban ansiosos por dejar atrás la carne, con independencia del paraíso que sin duda los esperaba. Max no era un campesino ignorante. No creía necesariamente que los poderes mágicos que manejaban los sacerdotes les hubiesen sido otorgados por los dioses, ya que él mismo había esgrimido demasiado poder para creerlo. A los templos no les gustaba el hecho de que se hubiese roto el monopolio de la magia que habían tenido durante mucho tiempo, y por eso continuaban persiguiendo a los hechiceros como Max siempre que podían.
Sacudió la cabeza en un intento de librarse del estado anímico tenebroso que lo dominaba, y del que intentó culpar a la presencia de toda aquella magia oscura que giraba a lo lejos. Allí estaba él, muy dispuesto a no creer en la existencia de los dioses benevolentes, y sin embargo demasiado ansioso por creer en los Poderes del Caos. Se dijo a sí mismo que los dioses existían y que algunos de ellos auxiliaban a la humanidad. Sería mejor que creyera eso y se guardara sus dudas para sí, o los cazadores de brujas irían a buscarlo.
Ese tipo de hombres no se sentían en absoluto entusiasmados por el hecho de que él fuese un mago, y no había pasado demasiado tiempo desde la época en que los hechiceros eran quemados en hogueras como los seguidores del Caos, y se veían obligados a practicar sus artes en secreto. Además, en la ciudad todavía quedaba mucha gente deseosa de hacer asado de hechicero, cosa que podía ver por la forma en que murmuraban al verlo con los largos ropones y el báculo.
Bueno, pues que murmuraran. En los próximos días, necesitarían sus poderes y agradecerían tener la ocasión de contar con ellos tanto si pensaban que procedían directamente del infierno como si no. Cuando un hombre estaba herido de muerte y su única esperanza residía en la magia, dejaba sus prejuicios a un lado con rapidez; al menos, la mayoría de los hombres.
Devolvió su atención a las corrientes de magia. Podía sentir el poder latiendo a través de las piedras que tenía bajo los pies, obra de los enanos o de antiguos sacerdotes; en realidad, no tenía importancia. Los hechizos eran potentes y habían sido reforzados a lo largo de los siglos por personas que sabían cómo hacer encantamientos protectores. Max agradecía ese hecho, ya que al menos la ciudad contaba con alguna defensa contra la magia maligna. Las mismas runas protegían las murallas interiores, y algo aún más fuerte defendía la ciudadela.
Dudaba que ni siquiera un demonio del Caos fuera capaz de atravesar las murallas de hechizos que rodeaban Praag, aunque, por supuesto, no podía estar seguro del todo, ya que ningún hombre mortal sabía realmente de qué eran capaces los más poderosos servidores del Caos, pues eran fuertes más allá de toda medida. Tal vez, dentro de poco, él mediría esa fuerza. Lo único que podía hacer era rezar para que no fuese así.
Se había dedicado una enorme cantidad de poder y energía místicos a la defensa de aquella ciudad, y Max se preguntó por qué. Cualquier pueblo menos testarudo que los kislevitas habría abandonado la zona mucho tiempo antes; pero ellos no. Era la Ciudad de los Héroes, símbolo de la eterna lucha contra las fuerzas del Caos; jamás renunciarían a ella mientras alentara un solo ciudadano.
Se apoyó sobre el báculo e inspiró profundamente. Las murallas de hechizos resistirían mientras lo hicieran las murallas de piedra, pero si estas últimas eran derribadas, dudaba que los encantamientos pervivieran. Ésa era la auténtica amenaza: si las máquinas de asedio destruían la obra de cantería, los hechizos que los muros contenían acabarían por disiparse. Se preguntó si los defensores que lo rodeaban tenían alguna idea de los horrores que vendrían a continuación si eso llegaba a suceder. En realidad, era mejor que lo ignorasen. No había necesidad de hacer que cundiera la desesperación.
Max sabía que, a pesar de la naturaleza desesperada de la situación, lo único que él estaba haciendo era intentar distraerse del verdadero problema: Ulrika. La amaba con desesperación y locura, y sabía que no podría tenerla. La muchacha estaba con Félix Jaeger y daba la impresión de que eso era lo que quería. Por supuesto, había momentos en los que no eran felices, lo cual le daba a Max la esperanza de que, si rompían, tal vez ella recurriera a él para consolarse. El hecho de que sus esperanzas fuesen tan escasas resultaba deprimente y no poco incómodo, pero en realidad era lo único por lo que podía rezar.
Lo cierto era que resultaba irónico. Allí estaba él, un hombre conocedor de muchos de los más oscuros secretos de la magia, un hechicero capaz de dominar a monstruos y demonios, y sin embargo, no podía dejar de pensar en una mujer. Ulrika lo tenía sujeto con tanta fuerza como cualquier estrella de cinco puntas que hubiese retenido jamás a un demonio, y ni siquiera parecía darse cuenta de ello. Había llegado incluso a confesarle su amor en una noche de borrachera, en Karak-Kadrin, pero ella había hecho caso omiso y, desde entonces, le había dado sólo un trato amistoso. En cierto modo, resultaba humillante.
Era un hombre apuesto, poderoso y modestamente adinerado a causa de la práctica de la hechicería. Muchas mujeres lo habían encontrado atractivo, aunque en años anteriores él había estado demasiado concentrado en los estudios y la búsqueda de conocimientos mágicos, para prestarles demasiada atención. Entonces había encontrado, por fin, a una a la que deseaba, y ella ni siquiera se dignaba concederle una segunda mirada. Una parte de él era lo bastante sabia como para preguntarse si ese hecho constituía una porción del atractivo de la muchacha; en caso de que ella lo hubiese querido desde el principio, tal vez él no la habría deseado tanto. Conocía el corazón humano y sabía lo perverso que podía ser.
Aunque eso carecía de importancia, porque ya estaba atrapado. Dedicaba tanto tiempo a las ensoñaciones en las que la salvaba de un peligro y se ganaba su gratitud como al estudio. Sabía que aunque los cuatro Grandes Poderes del Caos se manifestaran en el exterior de la ciudad, él permanecería allí mientras ella estuviera dentro de las murallas. Resultaba irritante, porque sentía que había llegado a nuevas alturas de poder, y no ignoraba que debería estar concentrando sus energías en el estudio. Entonces tenía la certeza de ser igual a cualquiera de sus antiguos maestros por lo que respectaba al puro poder mágico, y había llegado a esa maestría cuando aún era joven. Tal vez se debía a todas las aventuras que había corrido en los últimos tiempos, a todo el estrés soportado, a todos los hechizos que había hecho en circunstancias difíciles, pero sentía que había adquirido una potencia enorme en los meses anteriores.
Sacudió la cabeza a la vez que se preguntaba por qué dedicaba tanto tiempo a preocuparse por una sola mujer cuando el mundo entero estaba al borde de que lo hicieran pedazos. Durante la estación pasada, había presenciado ataques skavens en el norte, incursiones de un dragón en las montañas, tribus de orcos en marcha. Daba la impresión de que alguien estaba agitando un nido de avispones colmado de fuerzas malignas. ¿Había alguna relación entre todas esas cosas? El instinto y la experiencia le dijeron que, con toda probabilidad, la había.
* * *
Vidente Gris Thanquol recorrió la cámara con una mirada feroz. Estaba indignado. ¿Cómo se atrevían los imbéciles del Clan Moulder a acusarlo de fomentar esa absurda rebelión? Si eran incapaces de obligar a sus esclavos a obedecer, no era culpa suya. Recorrió con mirada feroz la estancia que constituía su prisión, abarcando el mobiliario vivo, que era el distintivo del clan que lo tenía cautivo. Había un sillón cubierto de pelaje que cuando se sentaba se amoldaba a su cuerpo y una criatura abotagada como un globo que orinaba vino de hongobayas. Había una alfombra que se retorcía bajo sus patas como un ser vivo y unas extrañas ventanas de membrana translúcida que se abrían cuando daba una palmada con las patas delanteras…, al menos, en la mayoría de las ocasiones, cuando los del Clan Moulder no pensaban que intentaría escapar.
¡Escapar! La idea misma lo fastidiaba. Era un vidente gris, uno de los Elegidos de la Gran Rata Cornuda, por encima de cuyo poder e influencia se encontraba sólo el mismísimo Consejo de los Trece. No necesitaba escapar, ya que podía ir y venir a su antojo sin necesidad alguna de darles explicaciones a seres inferiores. Agitó la cola y frunció el hocico, para luego frotarse los retorcidos cuernos de cabra que coronaban su cabeza. Al menos eso era en teoría, aunque los del Clan Moulder no parecían estar de acuerdo.
Era todo culpa del bufón de Acechador. Thanquol lo sabía. Él estaba detrás de todo eso. Aquella obesa monstruosidad de Izak Grottle se lo había insinuado durante su última entrevista. De alguna forma, dando muestras de una astucia demoníaca de cuya existencia Thanquol jamás había sospechado, su antiguo subalterno había escapado de la cautividad y había provocado la rebelión de los esclavos skavens contra sus señores. Al parecer, afirmaba que las mutaciones que se habían producido en su cuerpo contrahecho durante su permanencia en los Desiertos del Caos eran algún tipo de bendición de la Gran Rata Cornuda, y que él era un profeta destinado a liderar a la raza skaven hacia glorias aún más grandiosas. Thanquol no sabía qué lo indignaba más: el pensamiento de su propio cautiverio, o el hecho de que su indigno servidor reclamara para sí una autoridad aún mayor que la de un vidente gris. De algún modo, no le sorprendía que incluso Acechador hubiese encontrado allí, entre los zoquetes del Clan Moulder, tontos lo bastante insensatos como para creer unas mentiras tan obvias. Un pueblo que tenía unos líderes lo bastante estúpidos como para encarcelar a Vidente Gris Thanquol era, sin duda, lo suficientemente idiota como para creer cualquier cosa.
La puerta se abrió, y la risa entre dientes de una voz grave anunció la llegada de Izak Grottle. Thanquol estudió con ojos fríos a quien había sido su subalterno durante el fracaso de Nuln. Nunca habían sentido mucha simpatía el uno por el otro, y el cautiverio de Thanquol había hecho poco por mejorar la situación. El skaven del Clan Moulder se lamió el hocico con una larga lengua rosada antes de meterse dentro de la boca una pequeña criatura viva, que profirió un chillido al morir. Grottle eructó, y se le vieron los colmillos manchados de sangre, un espectáculo que resultaba desconcertante incluso para un skaven tan endurecido como Thanquol. No recordaba haber visto en toda su vida un skaven tan descomunalmente gordo como Izak Grottle, ni uno que estuviese tan satisfecho de sí mismo.
—¿Estás dispuesto a confesar que has participado en este plan atroz? —preguntó Grottle.
Thanquol echó una mirada feroz al que había sido su subalterno. Consideró la posibilidad de invocar los vientos de la magia para hacer que aquel skaven gordo saltara en pedazos allí mismo, pero abandonó la idea. Necesitaba atesorar poder como un avaro atesora piedra de disformidad, ya que no tenía ni idea de cuándo podría necesitarlo para escapar. Si al menos aquella bola de extraña piedra de disformidad que le habían dado los magos del Caos no se hubiese evaporado misteriosamente antes de comenzar las rebeliones, habría tenido energía hechicera más que suficiente para lograr la huida. A veces, Thanquol se preguntaba si habría alguna relación entre aquellos dos acontecimientos, pero decidió que eso habría significado que dos humanos lo habían engañado, lo que era claramente imposible, así que descartó la ridícula idea.
—Ya te he dicho que no sé nada de ningún plan —chilló Thanquol, enfadado.
Grottle anadeó hasta llegar a la silla viviente, sobre la cual se dejó caer. El mueble flexionó las patas y profirió un angustiado gemido al mismo tiempo que se hundía bajo el peso del skaven.
—Eso es una tontería: una tontería. El Consejo de los Trece tendrá noticias de esta insolencia. No toleran ninguna falta de respeto hacia quien despachan para cumplir con una de sus misiones.
Eso era una verdad absoluta. Sólo un estúpido se inmiscuía en un asunto sancionado por los Trece Señores de la raza skaven. Por desgracia, resultaba obvio que el Clan Moulder estaba lleno de estúpidos.
—¿Y cuál era, exactamente, la misión del Consejo que debías cumplir? —quiso saber Grottle, haciendo caso omiso del enfado de Thanquol como podría haberlo hecho con las enojadas quejas de un cachorro—. Si has venido al territorio Moulder a cumplir con una misión, ¿por qué no fueron informados de ello los Señores de Pozo Infernal?
—Sabes de sobra cuál era mi misión. Fui enviado para apoderarme de la nave aérea de los enanos, para que el Consejo pudiera estudiarla y averiguar sus secretos.
«Bueno, es casi verdad», pensó Thanquol. Él era un representante del Consejo, y había acudido al norte por propia iniciativa para intentar la captura de la nave aérea. Y lo habría logrado de no ser por la incompetencia de sus subalternos y la intervención de aquel condenado par, Gotrek Gurnisson y Félix Jaeger. ¿Por qué esos dos aparecían siempre para frustrar sus planes mejor trazados?
—Eso afirmas tú, pero los ancianos presienten que les ocultas algo. Sin duda, no es ninguna coincidencia que no haya habido más que una serie ininterrumpida de desastres en el Clan Moulder desde tu llegada.
—No me culpéis a mí si no podéis mantener bajo control a vuestros propios esclavos —chilló Thanquol, picajoso, y para reforzar la frase, sacudió la cola y tendió ante sí las zarpas con gesto amenazador.
Grottle, sin embargo, no se acobardó. En lugar de eso, se rascó el largo hocico con una de sus garras, mucho más largas que las del interlocutor, y continuó hablando como si Thanquol no le hubiese respondido.
—En cuanto llegaste tú, perdimos un potente regimiento de nuestros mejores guerreros alimaña en el ataque a la madriguera de los soldados caballo. Luego, una enorme horda de guerreros del Caos procedente del norte empezó a asolarlo todo a su paso. Como si eso no fuese ya bastante malo, desde que llegaste no ha salido bien ninguno de nuestros experimentos y, durante uno de ellos, el extraño mutante que te acompañaba consiguió liberarse y organizó a sus propios satélites contra nosotros. Los ancianos piensan que todo esto no puede ser una coincidencia.
Thanquol meditó acerca de las palabras del miembro del Clan Moulder. En todo aquello parecía existir una pauta siniestra, que, para mentes menos iluminadas que la del propio Thanquol, daba la impresión de que estaba implicado. Pero el vidente gris sabía que, por una vez en su larga vida plagada de intrigas, no era el responsable. No había hecho nada, ni siquiera había hablado con Acechador desde que habían llegado al gran cráter de Pozo Infernal. Pensó con sumo cuidado las palabras que iba a pronunciar.
—Tal vez vuestros ancianos han hecho algo que ha desagradado a la Gran Rata Cornuda. Tal vez les ha retirado su favor.
Grottle volvió a reír entre dientes.
—Eso se parece mucho a lo que tu compañero ha estado diciéndoles a nuestros esclavos skavens.
Thanquol se sintió indignado. ¿Cómo se atrevía aquel gordo estúpido a sugerir que pudiese existir algo parecido a la igualdad entre él y un simple guerrero skaven?
—Acechador Lenguadelatora no es mi compañero; es mi subalterno.
—¿Así que admites que eres la mente directora que hay detrás de ese agitador? —dijo Izak Grottle al mismo tiempo que asentía con la cabeza, como si eso no hiciera más que confirmar sus sospechas.
Thanquol se mordió la lengua. Acababa de meterse de cabeza en la trampa. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué tenía la mente tan brumosa? ¿Por qué carecía de su astucia habitual? Era casi como si se hallase bajo la influencia de un hechizo. Sus pensamientos habían estado un poco confusos desde que lo había capturado la horda del Caos. Un brujo cuya mente estuviese menos protegida de lo que Thanquol sabía que estaba la suya habría sospechado que lo habían hechizado. Por fortuna, en el caso de Thanquol eso era imposible. Unos meros humanos no podrían haber embrollado sus pensamientos…, ¿verdad?
—¡No! ¡No! ¡Mi antiguo subalterno! —dijo—. No tengo nada que ver con este levantamiento.
Grottle le dirigió una mirada en la que se combinaban la franca incredulidad con la apreciación culinaria, y Thanquol se estremeció. Sin duda, ni siquiera Izak Grottle se atrevería a devorar a un vidente gris, ¿verdad? El gordo skaven se le acercó más aún. A Thanquol no le gustaba el brillo que había en sus ojos, pero justo cuando Grottle se encontraba al alcance de la zarpa, se abrió la puerta y entró un grupo de skavens apergaminados con aspecto de viejos. Al instante, Vidente Gris Thanquol e Izak Grottle se arrojaron al suelo boca abajo y se humillaron. La voz cascada de uno de los ancianos skavens habló primero.
—¡Levántate, Vidente Gris Thanquol! Tienes mucho que explicar y poco tiempo para hacerlo. Tu antiguo satélite ha llevado nuestra ciudad al borde de la guerra civil, y necesitamos tu consejo para detenerlo.
Thanquol se puso a temblar e intentó no segregar el almizcle del miedo, pero luego captó plenamente las palabras del anciano. Necesitaban su ayuda. La ciudad hervía al borde de la anarquía. Allí tenía una palanca que podría usar para abrir las puertas de su prisión, una llave que podría utilizar para lograr su libertad. De repente, la situación parecía muy prometedora.