UNO

UNO

Félix Jaeger miró hacia el norte desde la torre de la puerta, que se alzaba sobre la muralla exterior de Praag. Como para tranquilizarse, tenía las manos apoyadas sobre la cabeza tallada de una de las enormes esculturas que daban nombre a la Puerta de las Gárgolas. Desde aquel alto punto de observación podía ver con claridad a varias leguas de distancia. Sólo la larga curva serpenteante del río que se alejaba hacia el oeste rompía la monotonía de las interminables llanuras que rodeaban la ciudad.

A lo lejos veía humo de poblados en llamas. Cada vez los ataques eran más cercanos y, en menos de un día, alcanzarían la ciudad. Se estremeció y envolvió apretadamente su cuerpo alto y delgado con la gastada capa roja, aunque todavía no hacía frío. A decir verdad, hacía un calor poco natural. Aquellos últimos días de otoño habían sido más cálidos en Kislev que muchos de verano en su tierra natal, el Imperio.

Era la primera vez en su vida que había rezado para que comenzaran las nieves. El invierno allí resultaba mortífero, un aliado incansable que mataba a los enemigos de Kislev, o al menos eso afirmaban sus habitantes. El Señor Invierno era su más grandioso general; valía por una legión de hombres armados. Se preguntó si viviría lo suficiente como para ver la llegada de esa estación. Tal vez, incluso el Señor Invierno resultase impotente contra los guerreros del Caos y su magia maléfica. Los guerreros del ejército que avanzaba hacia ellos no eran meros mortales, sino adoradores del Caos recién salidos de los Desiertos. De todas las estupideces que había hecho durante su carrera como compañero de Gotrek Gurnisson, posiblemente la peor había sido ponerse en el camino de los ejércitos de los Poderes Siniestros.

Félix apenas se había recuperado de las heridas que sufrió en la batalla contra el dragón Skjalandir y el ejército orco que intentó apoderarse del tesoro de la criatura. El hechicero Max Schreiber lo había curado y había hecho un buen trabajo, pero el poeta aún no estaba seguro de sentirse tan fuerte como antes. Esperaba ser capaz de blandir la espada con la destreza de costumbre cuando llegaran los guerreros del Caos, pues lo necesitaría. En caso contrario, moriría; aunque era muy probable que muriese de todas formas, ya que los jinetes de negra armadura y sus brutales seguidores no eran famosos por su misericordia. Eran implacablemente salvajes y sólo vivían para matar y conquistar en nombre de los demoníacos poderes a los que rendían culto. Ni siquiera las sólidas murallas de Praag lograrían mantenerlos a distancia por mucho tiempo. Si esos malignos guerreros fracasaban, lo conseguiría la magia negra de sus brujos aliados.

No era la primera vez que Félix se preguntaba qué estaba haciendo concretamente allí, de pie sobre las gélidas murallas de una ciudad fortificada y a centenares de leguas de su casa. En ese preciso momento, podría encontrarse en Altdorf, sentado en las oficinas de la empresa de su familia, regateando con los comerciantes de lana y contando oro. En cambio, estaba preparándose para hacer frente a la más grandiosa invasión que había visto el mundo en doscientos años, desde que Magnus el Piadoso rechazó a las legiones de los malditos y volvió a unir el Imperio. Desvió la mirada hacia su compañero.

Como siempre, resultaba imposible saber qué estaba pensando el Matatrolls. El enano tenía un aspecto aún más brutal y hosco que de costumbre. Era bajo; la punta de la cresta de pelo teñido de rojo que se alzaba sobre su cabeza afeitada y tatuada apenas llegaba al pecho de Félix, pero era más del doble de ancho que un hombre. Con una mano, sujetaba un hacha; para levantarla, Félix habría necesitado las dos manos y no poco esfuerzo, y eso que era un hombre fuerte. El Matatrolls sacudió la cabeza, lo cual hizo que tintineara la cadena de oro que pendía sujeta entre la nariz y una oreja. Se frotó con los nudillos el parche que cubría la cuenca vacía de un ojo y escupió por encima de la muralla.

—Estarán aquí al caer la noche, humano —dijo Gotrek—, o mi padre era un orco.

—¿Lo crees así? Los exploradores dicen que queman los poblados a medida que avanzan. Una horda tan numerosa no puede moverse con tanta rapidez.

Félix tenía una idea bastante más precisa del tamaño de la horda que cualquier hombre de Kislev. Había volado sobre ella en la nave aérea, la Espíritu de Grungni, cuando el Matatrolls y sus compañeros enanos regresaban de la ciudad perdida de Karag-Dum. Parecía que había sucedido hacía mucho tiempo, pero sólo habían pasado unos meses. El poeta sacudió la cabeza, asombrado ante lo mucho que había cambiado su vida en el último mes, más que en cualquier otro momento desde que juró seguir a Gotrek y dejar constancia de su fin en un poema épico.

En ese período reciente, había viajado en una nave voladora, había visitado una ciudad enana enterrada en los inhóspitos Desiertos del Caos y había luchado con demonios, dragones, orcos y hombres bestia. Se había enamorado y había mantenido una problemática relación con Ulrika Magdova, mujer de la nobleza kislevita. Había estado a punto de morir a causa de múltiples heridas. Había viajado hasta la corte de la Reina del Hielo, la Zarina Katarin, para llevarle a aquella temible gobernante la noticia del avance del ejército enemigo, y luego había acudido a Praag con Gotrek y los demás para ayudar a resistir la invasión. Le parecía que apenas había tenido ocasión de recobrar el aliento, y entonces se encontraba atrapado en una guerra sin cuartel contra todos los Poderes de la Oscuridad juntos.

Volvió a preguntarse qué razón tenía para estar en la ciudad. Era cierto que aún permanecía fiel al juramento que le había hecho a Gotrek, y que Ulrika se encontraba allí, aguardando a ver si su padre y los hombres que lo acompañaban lograban llegar a Praag antes que la horda del Caos. El poeta sabía que, en ese punto, ella iba a llevarse una decepción.

Se apartó de los ojos un mechón de sus largos cabellos rubios, y luego hizo visera con una mano. A lo lejos, creyó distinguir destellos de una inquietante luz roja y dorada. «Brujería —pensó—. Los adoradores de demonios están usando magia prohibida». Volvió a estremecerse al mismo tiempo que pensaba que, tal vez, habría sido mejor estar en las oficinas del refugio familiar de Altdorf.

Sin embargo, no logró convencerse del todo. Sabía que se había habituado a una existencia aventurera. Incluso antes de sus viajes con Gotrek, la vida de la capital le parecía insoportablemente aburrida. Sabía que, con independencia de que pensara una y otra vez que un poco de aburrimiento le vendría bien a su capacidad de supervivencia, en ese momento le resultaría imposible volver a ser lo que había sido en otros tiempos. Y tampoco tenía muchas oportunidades, de todas formas. Había caído en desgracia al matar en duelo a un compañero de la universidad, y a él y a Gotrek los buscaba la ley por su participación en los alborotos que había provocado el Impuesto sobre Ventanas.

—¿Crees que los kislevitas son los únicos que tienen exploradores, humano? —preguntó Gotrek—. También los tendrán los guerreros del Caos. Ni siquiera ellos están lo bastante locos como para avanzar sin vanguardia. Llegarán aquí dentro de poco.

A Félix no le gustaba especular sobre las cosas a que estaban dispuestos los seguidores de los Poderes Siniestros. En cualquier caso, rendir culto a demonios era locura suficiente. ¿Quién podía saber de qué más eran capaces? Por otro lado, cuando se trataba de hacer la guerra no tenía importancia lo dementes que fuesen. Eran tan mortíferos como cualquier ejército; de hecho, mucho más que la mayoría. En eso, era probable que el Matatrolls estuviese en lo cierto, y se lo dijo. Gotrek se chupó los dientes ennegrecidos.

—El año está demasiado avanzado para que un ejército se ponga en marcha —reflexionó el enano—. Los Señores de la Guerra deben sentirse seguros de que pueden tomar Praag antes de que comience el invierno. O eso, o bien les tiene sin cuidado si pueden o no hacerlo.

—Gracias —respondió Félix con acritud—. Tú siempre mirando el lado positivo de las cosas, ¿no?

Gotrek ladeó la cabeza y escupió por encima de la sólida muralla.

—Deben estar planeando algún truco.

—Tal vez dispongan de magia. Quizá los profetas catastrofistas de la ciudad tengan razón. Es posible que el invierno no llegue este año. Hace un calor insólito.

Las palabras salieron con rapidez y en un tono menos calmo de lo que él habría deseado. Sabía que casi esperaba que el Matatrolls lo contradijese, ya que, a fin de cuentas, el enano tenía más experiencia que él en esas cosas.

Gotrek sonrió, y al hacerlo, dejó a la vista el inicio de las raíces ennegrecidas de la mayoría de sus dientes.

—¿Y ahora quién está mirando el lado positivo, humano?

Entre ambos se hizo un silencio sombrío, y Félix se puso a sondear el horizonte, donde continuaban alzándose nubes de polvo y humo. Habría jurado que oía, procedentes de muy lejos, el sonido de cuernos, el estruendo de las armas al chocar entre sí y los alaridos de los hombres agonizantes. «Todo producto de tu imaginación», se dijo.

Debajo de ellos, los trabajadores se afanaban para clavar más estacas afiladas dentro del gran foso que entonces rodeaba la base de las murallas. Detrás de ellos, otros trabajaban incansablemente para reforzar la parte exterior del muro con contrafuertes. Gotrek había puesto mucho de su parte en la supervisión de las obras. En circunstancias normales, habría resultado difícil convencer al poeta de que aquellas sólidas fortificaciones necesitaban refuerzo alguno, ya que las murallas de Praag eran diez veces más altas que un hombre, y tan anchas que podía transitar un carro por la parte superior. Torres albarranas erizadas con máquinas de asedio se alzaban a lo largo de la fortificación cada cien pasos, más o menos. Félix podía percibir el acre hedor de fuego alquímico procedente de algunas de las torres. Se estremeció al pensar que ésa era un arma que resultaba casi tan peligrosa para el usuario como lo sería para cualquier enemigo; pero los kislevitas se sentían tan desesperados que el gremio de alquimistas había estado produciendo aquel elemento noche y día desde que habían llegado las noticias de la invasión. Preparaban contenedores de fuego alquímico para las máquinas de asedio.

«A los habitantes y al duque de Praag —pensó Félix—, hay que reconocerles el mérito de haberse tomado en serio las noticias». Habían hecho todo lo que estaba en su mano para reforzar una fortaleza que muchos consideraban inexpugnable. Aquellas monstruosas paredes exteriores no eran más que la primera línea defensiva. Dentro de la ciudad, había otra muralla, más alta y aún más formidable, y, por encima de la misma, sobre un gigantesco pico de roca que se alzaba en las interminables llanuras, se encumbraba la titánica fortaleza que era a la vez ciudadela y palacio del duque.

Félix volvió la cabeza por encima del hombro. Aquella ciudadela era digna de causarle pesadillas a cualquiera, y contribuía más que ninguna otra cosa a mantener la reputación de Praag como ciudad encantada. Sus murallas eran tan fuertes como las de cualquier fortaleza imperial, pero tenían talladas muchas figuras extrañas. Monstruosas cabezas de sonrisa burlona surgían de la piedra, gigantescas figuras atormentadas daban soporte a los contrafuertes y titánicas cabezas de dragones coronaban las torres. Era una obra de arte creada por un escultor enloquecido, y el poeta se preguntó qué clase de mente podía haber concebido y ejecutado algo semejante.

Después de la ciudadela, las paredes blanqueadas y los tejados de tejas rojas de la ciudad constituían un alivio, pero incluso esas cosas tenían para Félix un aspecto extraño, de presagio. Los tejados eran altos y muy inclinados; sin duda, para que la nieve del Señor Invierno resbalase por ellos con mayor facilidad. Las agujas de los templos estaban rematadas con minaretes y cúpulas en forma de cebolla. Aquélla no era la arquitectura del Imperio, y la vista de la misma, tanto como el acento gutural de los soldados que lo rodeaban, le indicaban al poeta que se encontraba muy lejos de su tierra natal. Allí se sentía como un intruso, y el aspecto extraño de la ciudad permitía que su mente les concediese credibilidad a las historias de horror que se contaban acerca del lugar.

Se decía que desde el último asedio de Praag, cuando la ciudad había sido saqueada por las fuerzas del Caos, el palacio estaba encantado, y que allí sucedían toda clase de cosas escalofriantes. Se decía que en las noches en que Morrslieb estaba en plenilunio, los espíritus de los muertos caminaban por las calles y, a veces, las piedras de los edificios adquirían vida; que de la piedra podían surgir nuevas estatuas, aparecer gárgolas donde no las había antes. En circunstancias normales, a Félix le habría resultado difícil creer todo eso, pero en la atmósfera de la ciudad había algo que le decía que esas viejas historias encerraban al menos una parte de verdad. Apartó rápidamente los ojos de la urbe.

En los campos de cultivo que cubrían las vastas llanuras que rodeaban Praag, los campesinos aún trabajaban en la recolección de las cosechas dispuestas en largas franjas de tierra, y conducían el ganado hacia la ciudad. Allá abajo había una actividad febril; muchas personas recogían los últimos y magros restos de alimento. Trabajaban como si su esfuerzo pudiese constituir la diferencia entre la vida y la muerte, y el poeta supuso que así era, en realidad. Si se producía el asedio —no, cuando se produjera el asedio—, cada bocado de alimento resultaría precioso. Los kislevitas lo sabían, pues habían pasado toda la vida en los territorios fronterizos entre las tierras de los hombres y las que ocupaban los Poderes de la Oscuridad.

Félix se preguntó si algún campesino del Imperio podría haber trabajado con tanta calma. Lo dudaba. Probablemente se habrían marchado todos mucho antes, y habrían abandonado los campos de cultivo, dejando que la cosecha se pudriera. Algunas zonas del Imperio se encontraban muy alejadas de la guerra contra el Caos, y Kislev se erigía como baluarte entre las provincias más cercanas y el eterno enemigo. Una parte de los habitantes del Imperio dudaba incluso que los guerreros del Caos existiesen. Ése era un lujo que no podían permitirse en Kislev.

Otra mirada a los alrededores lo tranquilizó un poco. A lo largo de la muralla ya estaban situados enormes calderos para el aceite hirviendo, y gigantescas catapultas erizaban las torres. El poeta dudaba que la ciudad pudiese ser tomada por alguno de los ejércitos reunidos por el Imperio, aunque la horda que se aproximaba estaba lejos de ser un ejército de mortales corrientes. Sabía que en ella había monstruos, hombres bestia y brujos malignos, así como guerreros dementes que poseían dones especiales otorgados por los Poderes Siniestros. Por donde cabalgaban los ejércitos del Caos, transitaban la magia maligna, la plaga y la corrupción purulenta.

Aún peor; el poeta sabía que era muy probable que el enemigo que avanzaba hacia ellos tuviese aliados dentro de la propia ciudad. Los adoradores del Caos eran numerosos y no todos eran mutantes ni llevaban la ornamentada armadura negra de los guerreros. Cabía la posibilidad de que algunos de los hombres que se encontraban trabajando allí conspirasen para abrir las puertas de la ciudad durante la noche. Uno de aquellos capitanes de la nobleza podría estar planeando envenenar a los soldados o conducirlos a una emboscada. Por propia experiencia, sabía que esas cosas no eran infrecuentes. Apartó a un lado aquellos sombríos pensamientos, pues no era un buen momento para entretenerse con ellos.

Se miró una mano y se sorprendió al ver lo firme que era su pulso. Había cambiado desde que él y el Matatrolls comenzaron sus vagabundeos. En otra época, el simple conocimiento de lo que avanzaba por las llanuras quemando las pequeñas poblaciones le habría convertido las entrañas en agua. En ese momento, era capaz de permanecer allí y comentarlo serenamente con el enano. «Tal vez no son los adoradores del Caos los que están locos, sino yo».

Sus agudos ojos azules detectaron un movimiento en el horizonte. «Nubes de polvo —pensó—, hombres que cabalgan a gran velocidad y vienen hacia aquí». Miró a lo alto de la torre de vigilancia que dominaba la puerta de la ciudad, donde había hombres con vista de halcón, provistos de telescopios. Uno de ellos se llevó un cuerno a los labios y tocó una nota larga, a la cual respondieron otros toques procedentes de las demás torres.

En cuanto sonaron los cuernos, las campanas comenzaron a doblar con su sonido más grave por toda la ciudad. Los hombres que trabajaban abajo recogieron las herramientas con calma y se encaminaron hacia las puertas. En los campos de cultivo, los campesinos metieron los últimos nabos en las cestas, se las colgaron del hombro y se dirigieron a la entrada. La velocidad de los hombres que conducían sus animales hacia la ciudad aumentó de modo perceptible. Detrás de él, el poeta oyó el sonido de los hombres armados que corrían a las murallas.

—Tal vez el duque esté loco, pero no puede decirse nada de la eficiencia de su guardia —comentó Félix.

Al instante deseó no haber hecho aquel comentario, pues no era nada sensato cuestionar la cordura del gobernante de una ciudad en guerra, aunque sólo hubiese repetido lo que decía la mayoría del pueblo. Lo que resultaba aceptable en tiempos de guerra y lo que era aceptable en tiempos de paz constituían dos cosas muy diferentes.

—Si tú lo dices, humano… —replicó Gotrek.

El Matatrolls no parecía muy impresionado, pero nunca lo estaba por nada propio de los seres humanos. Los miembros de la Antigua Raza eran así. Jamás admitirían que entonces hubiese algo que no fuese peor que dos mil años antes. Félix pensaba que se trataba de una gente que estaba muy orgullosa del pasado.

Un gran número de soldados pasaron junto a ellos por lo alto de las murallas. La mayoría llevaba arco, y unos pocos de mayor graduación blandían espadas mientras gritaban órdenes. Iban todos ataviados con el tabardo del león alado que constituía el símbolo de Praag, el mismo que ondeaba en un centenar de estandartes por encima de ellos. Un oficial corrió a toda velocidad hacia Félix y el enano. Parecía a punto de ordenarles que se marcharan de allí, pero le echó a Gotrek una sola mirada y se convenció de lo contrario. Nadie sabía quién era el Matatrolls, en realidad; sin embargo, era de dominio público, que él y su compañero habían llegado a Praag en aquella poderosa nave voladora que había llevado hasta allí la noticia de la invasión y las órdenes de la Reina del Hielo. Félix había oído rumores que decían que Gotrek y los otros Matadores eran emisarios de Karak-Kadrin, la vanguardia de un potente ejército de enanos que acudiría a ayudar a Kislev en esa hora de necesidad, y esperaba fervientemente que fuese cierto. Por lo que había visto de sus enemigos, los habitantes del norte iban a necesitar toda la ayuda que pudiesen conseguir.

Se preguntó cuándo regresaría la Espíritu de Grungni y qué refuerzos traería consigo. La nave aérea de Malakai Makaisson era un arma poderosa, pero no sabía qué podría hacer contra el ejército que avanzaba hacia ellos. Malakai había prometido regresar con soldados, pero en realidad era algo que no dependía de él, ya que era Matatrolls e ingeniero, no rey. Llevaría ayuda de los enanos sólo en el caso de que la enviaran sus gobernantes. «O tal vez no», pensó el poeta. Había centenares de Matadores en Karak-Kadrin, y era muy probable que los miembros de ese culto de buscadores de la muerte acudiesen a la lucha, tanto si se lo ordenaban como si no. A fin de cuentas, ¿en qué otro lugar tendrían más posibilidades que allí de hallar una muerte heroica? Si algo podía expiar los pecados que los habían hecho convertirse en Matadores, sin duda, era el hecho de caer en batalla contra las hordas del Caos.

Félix miró a su alrededor para ver si se encontraba presente alguno de los otros enanos. No había ninguno a la vista. Era probable que Snorri, Ulli y Bjorni estuviesen aún en la taberna Jabalí Blanco, echándose al coleto tanta cerveza como les fuese posible mientras se deleitaban los unos a los otros con quejas acerca de lo floja que era la cerveza de los humanos. El anciano Borek, el maestro del saber, había regresado a Karak-Kadrin con Malakai Makaisson. Aún lloraba la pérdida de su sobrino, Varek. Félix no se lo reprochaba. Había momentos en los que él mismo echaba de menos al callado joven erudito. Era una pena que Varek hubiese dado su vida para salvar la nave aérea del ataque del dragón Skjalandir. «Mejor él que tú», pensó una parte de su mente, y se sintió muy avergonzado. Sabía que no debería pensar cosas semejantes.

* * * * *

Las nubes de polvo se hacían más grandes. Félix distinguió hombres montados. En la espalda de cada jinete había sujeto un palo con plumas que parecía el ala de un pájaro. Félix desconocía el significado más profundo de ese emblema, pero sabía que era el distintivo de la caballería de élite kislevita, aunque en ese momento no resultaba tan selecta. Los hombres se veían vapuleados y cansados. Si se había producido un enfrentamiento, era fácil apostar cuál había sido el bando perdedor. Detrás de ellos podía ver otros jinetes ataviados con armadura negra y montados en negros corceles. No necesitó la mascullada imprecación de Gotrek para saber lo que eran, pues también él había luchado contra guerreros del Caos.

Mientras escupía otra imprecación, Gotrek avanzó hacia la escalera. Si los adoradores de demonios llegaban hasta las puertas de la ciudad, quería estar allí para recibirlos. Félix lo siguió al mismo tiempo que sacaba la espada de la vaina, y no supo si sentirse decepcionado o contento al ver que no daba señales de energía mística a punto de entrar en acción. Al parecer, el arma había cumplido con su propósito cuando la usó para matar al dragón. A su espalda, oyó que los guerreros rugían gritos de guerra y desafíos, así como palabras de aliento destinadas a los lanceros alados, pues también ellos se habían dado cuenta de quiénes perseguían a sus compatriotas.

Al llegar al pie de la torre, vio a otros lanceros alados que salían a caballo por la puerta de la ciudad, y tuvo que refugiarse en la entrada del pie de la escalera para evitar que lo arrollaran. Cuando pasaron los jinetes, contempló las expresiones ceñudas de sus rostros. Podía comprenderlos, ya que la perspectiva de enfrentarse con guerreros del Caos tampoco le gustaba a él.

En cuanto los jinetes hubieron pasado, los campesinos continuaron entrando en la ciudad, y Félix se halló empujando en sentido contrario a una marea de cuerpos sudorosos y sucios. De no haber sido por la presencia del Matatrolls, que caminaba delante de él, probablemente la masa lo habría arrastrado de vuelta al interior de las murallas; pero el caso era que la multitud se dividía en torno a Gotrek como una corriente de agua se arremolina en torno a una roca. El poeta consiguió atravesar el puente de tierra apisonada que cruzaba el foso que rodeaba las murallas de la urbe, y luego echó a correr. Unas pocas zancadas lo situaron junto al enano, y entonces aminoró el paso.

—No hay necesidad de correr tanto. Da la impresión de que la batalla vendrá a nuestro encuentro —dijo.

Era verdad. Los kislevitas que se aproximaban corrían ante sus perseguidores, en dirección a las puertas, mientras que los refuerzos que acababan de salir se dispersaban en una larga línea y se preparaban para cargar. El rápido cambio de formación impidió que Félix tuviese una buena perspectiva de la acción, pero a pesar de eso podía oír alaridos, gritos de guerra y el sonido de las armas al impactar contra la carne. «Tal vez esto no es una idea muy buena», pensó. Esperar en terreno abierto para recibir a un jinete que corre a la carga no parecía un plan muy inteligente, y se preguntó si debería mencionárselo a Gotrek. Quizá no. El Matatrolls había redoblado los esfuerzos a fin de meterse en la batalla.

Delante de ellos, los primeros jinetes en fuga habían pasado junto a los que habían salido de la ciudad para auxiliarlos, y Félix pudo ver el miedo que afloraba en sus rostros. Galopaban como hombres que hubiesen visto abrirse las puertas del infierno a sus espaldas y, dado lo duros que eran los jinetes kislevitas, el pensamiento no resultaba tranquilizador. Cualquier cosa que pudiese hacer que los lanceros alados rompieran filas y huyeran era, con toda probabilidad, algo que consternaría al más valiente. Miró por encima del hombro hacia las murallas cubiertas de guerreros, y se sorprendió al ver lo poco que se habían alejado de la ciudad y el gran trecho que habían recorrido perseguidos y perseguidores mientras él y Gotrek bajaban de la torre. Si los caballeros situados ante ellos rompían filas y huían, era muy posible que los guerreros del Caos lograran traspasar las puertas. De pronto, Félix se dio cuenta de que no tenía ni idea de cuántos había. No creía probable que pudiesen tomar la ciudad, pero tal vez lograrían mantener las puertas abiertas hasta que llegaran refuerzos. Cosas más extrañas habían sucedido en tiempos de guerra. En cualquier caso, no sería bueno para la moral de los defensores que los adoradores de demonios lograsen poner el pie en la ciudad en etapa tan temprana del cerco.

Ante ellos, el capitán de los jinetes dio la orden de cargar, y Félix vio cómo los caballos levantaban las patas delanteras y luego salían a galope tendido hacia los enemigos, mientras los gritos de guerra hendían el aire. Momentos más tarde se produjo el choque de las lanzas contra los escudos; vio que saltaban chispas y oyó el rechinar de las puntas de las lanzas contra las armaduras. Gritos y rugidos bestiales colmaron el aire. Un jinete fue desarzonado; los caballos se encabritaban; los hombres morían. De modo repentino, la fila de kislevitas se rompió, pues los lanceros de ligera armadura no eran rivales para los guerreros del Caos y sus pesadas corazas.

La contemplación de la escena no afectó a la determinación que movía a Gotrek a participar en el combate. Con un potente rugido, se lanzó para zambullirse en la refriega como un nadador que saltase desde las rocas a aguas peligrosas. Félix lo siguió, consciente de que sus probabilidades de supervivencia se verían muy incrementadas si durante la lucha permanecía cerca del Matatrolls. Una figura de negra armadura atravesó la masa al mismo tiempo que hendía la cabeza de un kislevita con una enorme espada rúnica de ébano, y cargó hacia ellos. Gotrek se echó a reír y le bramó un desafío que el jinete pareció entender, pues espoleó los flancos acorazados de la montura y la dirigió en línea recta hacia el Matatrolls.

En los breves instantes que el jinete necesitó para recorrer la distancia que los separaba, al poeta le pareció que el tiempo se prolongaba. Todo sucedía como con gran lentitud, como en una pesadilla. Reparó en la elaborada ornamentación de la armadura del guerrero del Caos, que lucía gruñentes cabezas de hombres bestia y demonios. Vio las extrañas runas malignas que relumbraban a lo largo de la hoja de la espada, y el rojo resplandor de ascuas que iluminaba, desde el interior del adornado casco con alas de murciélago, los espacios donde deberían haber estado los ojos. Pequeños chorros de llamas mágicas salían de las fosas nasales del corcel, lo que a Félix le trajo el incómodo recuerdo del dragón con el que se había enfrentado no hacía mucho tiempo. Los ojos del animal también resplandecían con luz roja.

El guerrero del Caos galopaba hacia ellos. El poeta no creía haber visto nunca un caballo tan grande como aquél, que se parecía más a una colina de músculos en movimiento que a una bestia de montar. Podía ver enormes tendones que se contraían y retorcían debajo de la piel negra como la noche, mientras pequeñas nubes de polvo saltaban al aire bajo los cascos. Allá donde las herraduras negras golpeaban piedras, saltaban chispas. De alguna manera, Félix se encontró con que ya tenía la espada en la mano. Sentía que las fuerzas lo abandonaban por completo, pero había estado en las suficientes batallas como para saber que se trataba de una ilusión. No ignoraba que, cuando llegase el momento, se movería con tanta rapidez y fuerza como necesitase. Al menos, esperaba que fuese así.

Gotrek, apenas un poco más adelante que él, se mantenía firme, el hacha en alto y la audaz mirada fija en el enemigo. El jinete rió con desprecio al ver que aquellos dos intentaban cerrarle el paso. El caballo estaba cada vez más cerca, y de los labios manaba saliva sanguinolenta. Tenía los amarillentos dientes manchados de rojo, y Félix vio que no eran dientes de caballo, sino afilados colmillos de lobo. No supo por qué se sentía sorprendido, ya que había visto mutaciones mucho más extrañas entre los seguidores del Caos. Cuando ya se encontraba cerca, el jinete se inclinó a un lado sobre la silla para asestarle mejor el golpe a Gotrek, pero el Matatrolls permaneció quieto como una estatua, aguardando. Al menos, eso esperaba Félix: que estuviese a la espera, ya que aunque nunca había visto que Gotrek se quedase petrificado en medio de la batalla, siempre había una primera vez para todo.

En el segundo inmediatamente anterior al impacto, el Matatrolls se movió. Lanzó con el hacha un golpe rápido e irresistible como el rayo a las patas del corcel del Caos. La bestia se derrumbó mientras la sangre manaba a borbotones de las extremidades hendidas, y el jinete dio un salto mortal desde la silla y resbaló por la tierra apisonada hasta detenerse a los pies de Félix con el estruendo que haría un terremoto al sacudir la tienda de un quincallero. Casi sin pensarlo, Félix atacó con la espada; la clavó en la garganta del hombre y atravesó la cota de malla que cubría la piel entre el casco y el peto. El guerrero del Caos gorgoteó, y por el agujero salió sangre a borbotones. El poeta retiró la espada y le asestó un mandoble que separó la cabeza del torso. Pasó de largo ante el corcel herido, sin sentir lástima alguna. Podía ser que la montura fuese una bestia tonta, pero también cabía la posibilidad de que no lo fuese. Algunas de esas criaturas resultaban insólitamente inteligentes. Todos eran enemigos caídos.

Él y Gotrek corrieron para adentrarse más en la batalla, y fue como verse atrapados en un torbellino de carne. En torno a ellos, los caballos se encabritaban y se pateaban los unos a los otros, y los lanceros les asestaban estocadas a los adoradores de negra armadura. Los hombres luchaban con desenfrenado salvajismo. Gotrek avanzaba con mortífero poder; producía tajos a diestra y siniestra, y mataba a todo lo que se interponía en su camino. Félix iba detrás de él para protegerle las espaldas, y hería a cualquiera que intentase atacarlo por detrás. Al cabo de pocos segundos, se encontraban de pie tras una barrera de caballos muertos y hombres agonizantes. El poeta oyó más gritos de guerra procedentes de la retaguardia, y supo que los soldados salían de la ciudad para unirse a la refriega. El pataleo de los cascos de los caballos le indicó que algunos de los lanceros alados se habían reagrupado y regresaban a la lucha. Unos pocos momentos después, el equilibrio de la batalla se había invertido, y los guerreros del Caos emprendieron la fuga con los kislevitas tras ellos. Desde las murallas de la urbe les llegó el estruendo de los vítores.

* * * * *

Félix se encontró con los ojos alzados hacia un joven noble kislevita que montaba un hermoso corcel blanco, y cuyas cejas y cabello eran casi tan blancos como la montura. Tenía los ojos de un azul gélido, y la armadura era más pesada y costosa que la de cualquiera de los soldados rasos. La espada de empuñadura de oro que blandía hablaba de considerables riquezas. Félix creyó reconocerlo por haberlo visto en la breve audiencia que habían mantenido con el duque; se trataba del hermano del gobernante, Villem.

—No muchos hombres habrían abandonado la seguridad de la ciudad para enfrentarse a una carga de los malditos —dijo al mismo tiempo que se acariciaba el largo bigote pálido que le caía hasta más abajo del mentón. Era una moda entre los jóvenes de la nobleza kislevita—. Parece que os debemos algo más que el hecho de habernos traído la advertencia de nuestra bella gobernante, la Zarina.

—Yo no soy un hombre —respondió Gotrek—. Como puede ver con claridad cualquier necio, soy un enano.

Los guerreros que rodeaban al noble se sobresaltaron y llevaron sus armas a la posición de ataque. «Bien —pensó Félix—. No basta con tener enemigos fuera de la ciudad. Ganémonos algunos también dentro de ella».

Para su sorpresa, el recién llegado se limitó a reír. El poeta había oído decir que el hermano del duque, como la mayoría de los miembros de la familia gobernante, estaba loco. Al parecer, su locura llegaba hasta el punto de tolerar comportamientos que otros habrían tomado por graves insultos. Cualquiera que fuese la razón, Félix se sintió agradecido.

—Ya había oído decir que los miembros de la Antigua Raza eran orgullosos y susceptibles, y más aún los Matatrolls —dijo.

—Ningún Matatrolls tiene nada de lo que sentirse orgulloso —replicó Gotrek.

—Como tú digas —concedió el otro, aunque su tono jocoso indicaba que no acababa de creérselo—. Que todos los aquí presentes sean testigos de que yo, Villem, de la Casa de Kozinski, os estoy agradecido por vuestra valentía y me encargaré de que seáis recompensados.

—La única recompensa que yo quiero es un lugar en la vanguardia de la batalla que se avecina.

—Eso será muy fácil de arreglar, amigo mío.

El poeta rezó para que el Matatrolls no hiciese algún tipo de observación sarcástica. A fin de cuentas, ese hombre no era un simple noble, y Gotrek estaba a medio camino de suscitar una pelea con el hermano del duque que gobernaba Praag.

—Me aseguraré de que mi hermano y señor tenga noticia de vuestras proezas.

—Gracias, mi señor —dijo Félix.

—No; soy yo quien debe daros las gracias a vosotros. Tú eres un hombre del Imperio, y no muchos serían capaces de recorrer tanta distancia para luchar y, tal vez, morir en defensa de nuestras tierras. Una valentía semejante debe ser recompensada.

El poeta alzó los ojos hacia Villem. Daba la impresión de ser un hombre de habla elegante y aspecto agradable, pero Félix había aprendido a desconfiar de los nobles por corteses que fuesen. De todas formas, ése no parecía ser un momento muy adecuado para expresar lo que pensaba en voz alta, ya que, según los rumores, Villem podía ser un enemigo particularmente desagradable.

—Lo único que queríamos era una buena pelea —dijo Gotrek, descontento—. Y una cosa es segura: no la hemos conseguido aquí.

—Espera unos pocos días más, amigo mío —le respondió Villem—. Entonces, la lucha será tan ardiente y dura como cualquiera pueda desear, incluso un Matatrolls.

El séquito del noble asintió para manifestar su acuerdo, y tampoco Félix vio razón alguna para dudar de aquellas palabras. Gotrek se limitó a escupir al suelo y clavar una mirada feroz en la lejanía, donde los jirones de humo se elevaban en el horizonte.

—Que vengan —dijo, y Villem profirió una carcajada alegre.

—Es buena cosa que en la ciudad haya, al menos, un guerrero ansioso por enfrentarse con el enemigo —declaró—. Eres una inspiración para todos nosotros, Gotrek, hijo de Gurni.

—Es justo lo que siempre he querido —respondió Gotrek con acritud.

Si el enano reparó en las miradas asesinas de los lacayos del noble, no lo demostró. El Matatrolls apenas si manifestaba respeto alguno por los gobernantes de su propio pueblo, y ni el más mínimo por los humanos.

El poeta se preguntó si aquélla sería una característica que el día menos pensado haría que los matasen a ambos. Tenía ganas de disculparse por la actitud del Matatrolls pero, de todas formas, sabía que era más que probable que Gotrek lo contradijese, así que mantuvo la boca cerrada y rezó para que Villem fuese tan tolerante como parecía.

El noble no dio señales de sentirse ofendido, lo cual, en opinión de Félix, era positivo, ya que al alcance de la voz había millares de soldados que habían jurado defender a Villem y la ciudad.

—Ahora debo marcharme, pero seréis bienvenidos en el palacio en caso de que decidáis visitarnos —declaró, y luego partió a gran velocidad.

—Ésa es una invitación que, sin duda, aceptaré —masculló Gotrek con tono sarcástico mientras miraba las espaldas de los que partían.

Uno de los consejeros se volvió para lanzarle una mirada feroz; en sus ojos había una expresión asesina.

«Me pregunto quién nos matará antes —pensó Félix—. ¿Los kislevitas o los adoradores del Caos?»