Prólogo
La tierra se estremeció. Por todas partes, la gente se puso a gritar. Enormes edificios temblaron. Las estatuas de los dioses cayeron de los nichos emplazados en los santuarios de templos antiguos, y se hicieron mil pedazos mientras la tierra se contorsionaba como una serpiente agonizante. Él echó a correr por las calles de la antigua ciudad, donde veía la expresión de terror en los semblantes de su gente. Pasó ante mansiones decadentes, donde los disecados fantasmas de anteriores presagios farfullaban en voz baja a causa del miedo. Delante de él, la enorme columna del Navegante se tambaleó para luego derrumbarse. El Rey Fénix alzó el vuelo del elevado lugar donde se había posado, y pareció que sus manos extendidas se agitaban de terror en dirección al suelo.
Cuando coronó las altas colinas que dominaban el grandioso puerto, una sola mirada hacia los picos que rodeaban la ciudad confirmó sus peores sospechas. Las montañas resplandecían de luz y magia desatada, fuera de control. Incluso desde esa distancia podía percibir el poder desbocado, y sin necesidad de hacer ningún conjuro adivinatorio, supo que sucedía algo terrible con los antiguos hechizos que protegían su tierra y a su gente.
De algún modo, no sabía cómo, se encontró en lo alto de la poderosa muralla que había cobijado el puerto durante una docena de edades. Al mirar hacia el mar, vio lo que había temido más que ninguna otra cosa: una ola inmensa, el doble de alta que la muralla, impulsada por una fuerza que destrozaría la ciudad, se acercaba velozmente. Dentro de ella, poderosos leviatanes sacados de las profundidades que rodeaban el continente insular rugían, bramaban y luchaban para quedar en libertad, pero su fuerza, que habría bastado para destrozar el barco más grande, resultaba inútil contra aquel terrible maremoto.
Sabedor de que cualquier esfuerzo era inútil, que no había manera alguna de que él pudiera hacer frente a aquello, se preparó para resistir y recurrió a todo su poder para emplear su magia defensiva, pero, por algún motivo, como supo que tenía que suceder, nada llegó a él. El poder le cosquilleó allí donde en otra época habría afluido con fuerza.
Con una altura cien veces superior a la del hombre más alto, la ola se encumbró sobre su cabeza y formó una cresta a punto de romper. Por un instante, miró a los ojos de uno de los monstruos atrapados en el interior, y experimentó una cierta afinidad con él; luego, se abrieron de par en par las enormes fauces rosadas de la criatura, los dientes del tamaño de espadas destellaron en las sombras, y la ola descomunal cayó hacia adelante para romperse contra la muralla con una fuerza irresistible.
Se precipitó sobre él —aplastándolo, ahogándolo, derribándolo y empujándolo hacia las profundidades— y continuó avanzando para borrar de la faz del planeta la última y más grandiosa ciudad de los elfos.
De pronto, se encontró en otra parte; en un lugar que no era un lugar, en un tiempo que estaba fuera del tiempo. Allí había presencias, seres que no estaban ni muertos ni vivos, y todos eran poderosos magos. Sus rostros se hallaban marcados por eones de dolor, cicatrices sufridas en una batalla que a ningún mortal debería habérsele pedido que librara. Incluso él, considerado poderoso entre los magos del mundo, se sentía acobardado por el poder de los hechizos que lo rodeaban. Más aún, se sentía aterrorizado por el lugar y el momento en que sabía que se encontraba.
Las presencias espectrales danzaban a su alrededor; ejecutaban constantemente un ritual que no debían interrumpir jamás para no atraer el desastre sobre el mundo. Eran como fantasmas, y sus movimientos, lentos y sufrientes, como los de las figuras de los mecanismos de relojería de los enanos, cuya maquinaria se quedaba paulatinamente sin cuerda. Él sabía que, en otro tiempo, habían sido elfos, los magos más grandiosos de su época, y que se habían sacrificado para salvar su tierra y su pueblo.
—Te saludo, sangre de Aenarion —dijo una voz antigua, seca, polvorienta, pero que aún conservaba el acento ligeramente cantarín de las montañas de Caledor.
—Te saludo, Señor de los Dragones —replicó él, que sabiendo a quién se dirigía, se preguntó si aquello era un sueño a pesar de estar seguro de que no lo era.
—¿Así que todavía se nos recuerda entre los vivos? —inquirió la voz.
—Se os recuerda y se os honra.
—Eso es bueno. Compensa en parte nuestro sacrificio.
En la voz había un rastro considerable de autocompasión; algo comprensible, según supuso. Probablemente él habría sentido lástima de sí mismo si se hubiese visto atrapado en el centro del enorme vórtice durante cinco milenios, luchando para conservar entera la red de hechizos que mantenía a flote el continente insular.
La escena rieló como un reflejo sobre la superficie de la agitada agua. Pareció que las pálidas y espectrales figuras retrocedían, y él se alegró. Tal vez debía dejar que se marcharan, pero sabía que lo habían llevado hasta allí con alguna finalidad.
—¿Por qué estoy aquí? —gritó, y fue como si sus palabras reverberaran a través de infinidad de cavernas y resonaran en épocas lejanas.
—Las viejas barreras están derrumbándose. Las sendas de los Ancestrales están abiertas. No podemos mantener el Tejido ante eso.
—¿Qué debo hacer yo?
—Busca la fuente de la conmoción. Encuentra a la mujer Oráculo de los Veraces. Ella te dirá lo que necesitas saber. Cierra los antiguos senderos. Apresúrate y ve solo. A lo largo del camino, y bajo las formas más inesperadas, encontrarás los aliados que necesitas. Ve. Queda poco tiempo. Incluso esta comunicación está debilitándonos, y debemos conservar la poca fuerza que nos queda.
Mientras las palabras aún resonaban ascendiendo desde el fondo del infinito, la voz se apagaba. Un miedo tremendo se apoderó de él.
* * *
El archimago Teclis se sentó bruscamente, apartando las sábanas de seda y destapando los cuerpos desnudos de sus compañeras. Lo cubría un sudor frío que podía oler incluso a través de los almizcleños perfumes que llevaban las dos cortesanas.
—¿Qué sucede, mi señor? —preguntó Shienara al mismo tiempo que la preocupación afloraba a su hermoso y estrecho rostro—. ¿Qué os aqueja?
—Nada —mintió él.
Entretanto se había levantado de la cama y había cojeado hasta el otro extremo del dormitorio. Allí cogió una copa y una botella para decantar vino tallada en forma de dragón.
—¿Ha sido otra vez ese sueño, la pesadilla?
Él la miró con frialdad.
—¿De qué pesadilla hablas? —inquirió.
—Habláis en sueños, mi señor, y agitáis los brazos, así que lo he deducido.
—No he tenido ninguna pesadilla —replicó él a la vez que invocaba su poder. A diferencia de lo sucedido en el sueño, éste afluyó con fuerza a su interior—. No he tenido ningún sueño. Deberías olvidar todo esto.
El hermoso rostro de ella reflejó un cierto desconcierto cuando el hechizo la alcanzó. Shienara lo miró y sonrió con expresión interrogativa.
—Duerme —le dijo él—, y cuando despiertes, no recordarás nada.
Al instante, ella se desplomó junto al cuerpo de su gemela. Él se encogió de hombros y deseó dormir tan profundamente como ellas, sabedor de que ya nunca lo lograría sin el auxilio de la magia, y eso era algo que entonces no podía permitirse. Lo acometió un sentimiento de culpa momentáneo por tener que tratar de aquel modo a un congénere elfo, pero vivían tiempos extraños y maléficos, y la seguridad era de la máxima importancia.
Los enemigos Ancestrales despertaban, al igual que los antiguos dioses. Todos los oráculos y los adivinos desde allí hasta Catai predecían la catástrofe. Sus propias cartas estelares decían lo mismo. Bebió un sorbo del amargo vino, que bajó con facilidad por su interior.
Hizo un gesto y su ropaje flotó a través de la habitación hasta envolver su cuerpo desnudo. Se puso un par de zapatillas hechas con la más fina seda de Catai, y luego alargó un brazo y el báculo saltó a su mano. Salió cojeando del dormitorio y avanzó por los resonantes corredores de su hogar ancestral. Se encaminó hacia la sala de trabajo, consciente de que, como siempre, buscaría consuelo en el conocimiento. Los pocos servidores de avanzada edad que aún estaban despiertos se escabulleron, ya que, por su entrecejo fruncido, sabían que era mejor no interrumpir su estado de ensueño.
Estaba seguro de que se avecinaban tiempos oscuros. Era imposible no hacer caso de los sueños, y aun así, hacía tiempo que había aprendido lo imprudente que era esa actitud.
* * *
Situada en las más profundas bodegas de la mansión, la sala de trabajo le proporcionaba un refugio. Al entrar, pronunció las órdenes, y las protecciones se situaron en el lugar adecuado de inmediato. El aire vibró a causa del poder. Ni siquiera el demonio más poderoso podría atravesarlas.
Un homúnculo cautivo se movió con lentitud dentro de un frasco de líquido conservante, y le hizo un gesto ausente al pasar él, cojeando. La criatura no se sentía muy complacida con su habitáculo. Diminutas agallas le latieron en el cuello, y las pequeñas alas correosas agitaron el líquido hasta enturbiarlo. Él le dedicó una sonrisa fría, y la criatura se inmovilizó en medio de un gesto. Pocas cosas en ese mundo o fuera de él tenían la valentía suficiente para hacerlo enfadar cuando estaba de malhumor.
Avanzó por la estancia, pasando ante ordenadas hornacinas que contenían artilugios místicos y series de volúmenes, elaboradamente indexados, escritos en un centenar de lenguas, vivas y muertas. Al final, encontró lo que buscaba, un extraño aparato que había desenterrado de entre las ruinas de una antigua ciudad de Catai, hacía casi dos siglos. Se trataba de una esfera maciza de bronce cubierta de verdete. Las extrañas runas grabadas en ella le recordaban la obra de los decadentes habitantes de Lustria.
Teclis se sentó con las piernas cruzadas ante la Esfera del Destino y pensó en su sueño. Era la tercera vez que lo tenía en menos de un mes, y en cada ocasión había sido más claro y vivido. No obstante, los antiguos no le habían hablado hasta esa noche. ¿Realmente había conversado con los fantasmas de los hechiceros ancestros que protegían su tierra? ¿Habían atravesado las barreras que los confinaban y se habían comunicado con él? Sonrió con amargura. Sabía que los sueños podían ser enviados para advertir de un peligro y para causar un daño, pero tampoco ignoraba que a veces los sueños no eran otra cosa que su mente más profunda que le hablaba, que daba forma a sus miedos e intuiciones. Algún poder amistoso o sus propios instintos más profundos —no importaba qué— estaban intentando advertirle de algo. Tenía que actuar.
No era necesario ser un gran hechicero para saber que algo andaba mal en el mundo. Los informes de los capitanes águila les llevaban relatos de desastres acaecidos en los territorios más lejanos. En Catai, los Señores de la Guerra se habían alzado en rebelión contra el Mandato del Cielo. En Arabia, un fanático que se daba a sí mismo el nombre de Profeta de la Ley estaba incitando a los nativos para que purificaran su tierra de todo mal…, y su definición de «todo mal» incluía a cualquiera que no fuese humano. En las ciudades de su imperio subterráneo, los skavens se agitaban. Los ejércitos del Rey Brujo caminaban una vez más por la tierra de Ulthuan. Los ejércitos elfos se reunían y avanzaban hacia el norte para enfrentarse con ellos, y las flotas elfas patrullaban constantemente los mares septentrionales. Pero hacía un mes él había sido llamado a Lothern, a la corte del Rey Fénix, para hablar de estos asuntos, y una vez allí, le dijeron que se preparara para la guerra.
Pasó las manos sobre la esfera. Las bandas de metal que la formaban se contrajeron sobre sí mismas y dejaron a la vista una gema blanca lechosa que latía con luz propia. Pronunció las palabras de invocación que había hallado en un pergamino del reinado de Bel Korhadris, de casi tres mil años de antigüedad, y las luces danzaron sobre la superficie de la gema. Chasqueó los dedos, y las velas de incienso alucinógeno, concentrado a partir de hojas de loto negro, se encendieron y comenzaron a arder. Inspiró profundamente las emanaciones y abrió al máximo sus sentidos de mago; en ese momento sintió que su visión era absorbida hacia el interior del cristal. Durante largos instantes, nada sucedió. Sólo veía negrura y no oía más que los amortiguados latidos de su corazón. Continuó con la invocación, haciendo sin esfuerzo un hechizo que a un mago menos dotado le habría llevado toda una vida dominar.
De pronto pareció que flotaba sobre Ulthuan. Podía ver perfectamente incluso en la oscuridad, y observar aquellas cosas que sólo son visibles para un mago. Vio los flujos de magia retenidos por las piedras protectoras que mantenían la isla a flote sobre las olas. Sacada a la superficie por la magia del mundo más antiguo hacía milenios, entonces necesitaba la misma magia para no hundirse bajo las aguas. En sus sueños, él había hablado con aquellos que mantenían esos hechizos. Sabía que era algo significativo. Vio los diminutos destellos que eran sus colegas hechiceros haciendo magia y las intrincadas estructuras de los hechizos al ser tejidos por los maestros del pueblo más mágico del mundo.
Al percibir una alteración en las corrientes de energía, lanzó su conciencia a toda velocidad en la dirección de la que procedía. A lo lejos, en el norte, vislumbró la abominación que aguardaba en el remoto polo. Latía de energía, concluido su letargo, con la promesa del fin del mundo. Aún no había despertado del todo, y sin embargo…
En apenas unos latidos de corazón, los ojos de su espíritu flotaron por encima de los Desiertos del Caos, tan cerca de la influencia de la abominación polar como se atrevía a llegar, y abarcaron las hordas de guerreros de negra armadura que estaban acampadas en las frías llanuras, y las monstruosas legiones de cornudos hombres bestia que las seguían. Vio las enormes corrientes de energía del Caos que los vientos de la magia llevaban hasta ellos, pero no percibió allí nada que pudiese causar alteración alguna en su isla. A pesar de todo, el tamaño de aquellos ejércitos de invasión resultaba inquietante. Era algo mucho más grande que lo que podía reunir el menguado poder de los elfos, y él sabía que sólo se trataba de una pequeña fracción de lo que estaban congregando los Poderes Oscuros.
Hizo que la esfera describiera un arco a través del cielo hacia la antigua ciudad de Praag, y vio que aún continuaba en ruinas, aunque sus pobladores realizaban valerosos esfuerzos por reconstruirla. Había algo interesante: estaban presentes los enanos. Al parecer, los antiguos enemigos de su pueblo habían acudido a ayudar a los humanos en aquella hora de necesidad.
Dejó que sus ojos se demoraran sobre la gran ciudadela, envuelta como estaba en hechizos que ni siquiera él podía atravesar, y se preguntó qué se guardaría en las profundidades subterráneas de aquella cumbre fortificada. ¿Qué antiguo secreto llevaba a los ejércitos del Caos hasta allí una y otra vez? ¿Qué ancestrales juramentos obligaban a los humanos a reconstruir su ciudad encantada, a la vista del ininterrumpido ciclo de destrucción? La especulación era interesante, pero no lo conducía a ninguna parte. Simplemente confirmaba lo que ya había oído: que en el Viejo Mundo se estaba produciendo la mayor invasión en muchos siglos, y temía que se necesitaría algo más que el poder de hombres y enanos para rechazarla.
Elevó su punto de vista hasta que la curva del mundo dormido quedó debajo de él y las líneas de la energía que fluía a través de la noche como una enorme telaraña fueron visibles para sus ojos, incluso a través de las turbulentas espirales blancas de las nubes. Las inspeccionó con atención en busca de indicios, y los encontró. En el norte de la isla de Albión, las líneas de energía normalmente fluían hacia Ulthuan; entonces, lo hacían tan débilmente que, a veces, parpadeaban y se apagaban. Otras relumbraban con luz brillante, y enormes latidos de energía corrían por encima del mar en dirección al continente insular. Desde los Desiertos del Caos, salían pulsaciones de energía que corrían hacia Albión y luego disminuían. Desde Albión, las corrientes continuaban adelante, ondulando hacia el Imperio, Bretonia y Ulthuan.
¿Qué estaba sucediendo allí? ¿Qué magia era ésa? Aquellas redes de energía se remontaban a las épocas más antiguas… ¿Qué o quién podía estar utilizándolas para sus propios fines? Estaba seguro de que no se trataba de nada bueno. Hizo volar rápidamente el punto de vista de la esfera hacia Albión. La visión se lanzó hacia las barreras mágicas que rodeaban la isla, hacia el interior de la niebla, y allí quedó detenida.
«No sirve», pensó. Albión siempre había estado rodeada de hechizos destinados a ocultarla a los ojos foráneos. Era evidente que tales hechizos aún se mantenían. «No —pensó—; eso no es del todo cierto». Entonces, producían una sensación diferente. Tenían una sutil contaminación; de malignidad, y de algo más.
Pensó brevemente en lo que había visto, y en su mente comenzó a surgir una horrible sospecha. Recordó fragmentos de ciertos textos prohibidos que habían sido escritos por hechiceros elfos dementes en las épocas del amanecer del mundo. Se trataba de leyendas sobre los dioses más antiguos del mundo que hablaban de cosas que era mejor olvidar. Pero, al parecer, alguien las había recordado. Alguien había perturbado las cosas que era mejor no tocar. El miedo hizo presa de su corazón cuando pensó eso. Necesitaba consultar ciertas fuentes antiguas, y debía hacerlo en aquel momento. Si lo que suponía era verdad, no había ni un instante que perder.
* * *
El amanecer encontró a Teclis en el balcón de la biblioteca con un libro abierto sobre el regazo y la cara descansando sobre las manos. La vieja mansión construida en la ladera de las colinas más altas que dominaban la ciudad de Lothern le proporcionaba una buena vista del puerto. El agua estaba serena como la de un charco; ni el más leve atisbo de la enorme ola de sus sueños amenazaba la ciudad.
Por un instante, deseó encontrarse de vuelta en la Torre de Hoeth, con la biblioteca más grande del mundo al alcance de la mano y sus colegas magos con los que consultar; pero era un deseo necio. La política lo había llevado hasta allí. No le gustaba aquella morada, cuya propiedad compartía con su hermano. No le había gustado cuando eran niños, ni tampoco le gustaba en aquel momento. Demasiados recuerdos; demasiadas evocaciones de largas veladas de enfermedad. Le recordaba en exceso a un hospicio o a uno de esos templos de eutanasia a los que acudían los viejos y los cansados de la vida para acabar su existencia en paz y cómodamente.
Apartó de sí esos pensamientos. En el preciso momento en que lo hacía, la tierra se estremeció. Fue algo muy suave. El vino que tenía en la copa apenas se agitó con leves ondas. Los muros de la vieja mansión temblaron muy ligeramente. Tal vez se trataba de un terremoto natural, pero él lo dudaba. Todas las señales eran claras. Algo estaba interfiriendo en los antiguos hechizos que mantenían unido el continente insular de Ulthuan e impedían que volviera a desaparecer bajo las olas. Y si no se intervenía, su pesadilla se convertiría en realidad.
Aldreth, uno de los servidores más viejos, salió al balcón, y Teclis supo que sucedía algo importante. El anciano elfo tenía orden de no molestarlo por nada menos relevante que una citación del propio Rey Fénix.
—Vuestro hermano desea hablar con vos —dijo.
Teclis sonrió con acritud. No podía negar que se encontraba en casa. La mansión era tanto de Tyrion como suya, y los servidores le eran tan leales a su gemelo como a él. «Más leales a mi gemelo», pensó cáusticamente. Por supuesto, su hermano se marcharía si él le transmitía el deseo de permanecer a solas, ya que sus modales eran tan perfectos como todo lo demás en él. Teclis devolvió la mirada al mar. «Hoy estás de un humor espantoso», se dijo.
—Haced que entre mi hermano —pidió—, y preparad comida si le apetece.
* * *
—Es un poco pronto para estar bebiendo esa cosecha —observó Tyrion al salir al balcón, en cuya voz había un atisbo de reprobación que habría sido equivalente a un atronador coro de desaprobación por parte de cualquier otro.
Teclis levantó los ojos hacia su hermano. Era tan alto, tan erguido. Tenía las extremidades perfectas y carentes de encorvamientos; el semblante, honrado y franco; la voz, tan hermosa como la campana de un templo que repica para saludar el alba. «Resulta asombroso —pensó— que esta criatura dorada sea mi gemelo. Da la impresión de que los dioses le prodigaron a él todos sus dones y me dejaron a mí como una cosa mal hecha».
—¿Debo interpretar eso como que no vas a acompañarme, hermano?
Sabía que estaba siendo injusto. Los dioses le habían otorgado un don para la magia que no tenía igual en esa época del mundo, y también la voluntad necesaria para usar tal poder como era debido. No obstante, había momentos en los que habría cambiado alegremente todo eso por la popularidad natural de Tyrion, por su serenidad y cortesía, por su capacidad para ser feliz incluso en los momentos más infelices y su resplandeciente buena salud.
—Por el contrario, mi deber fraternal es evitar que bebas en solitario. Sólo los dioses saben a qué podría conducir eso.
Ahí estaba el famoso encanto, la capacidad de cambiar el humor reinante con una sonrisa y un chiste aparentemente casual. Tyrion cogió la jarra y llenó una copa. En él no había ninguna formalidad, ni rastro de los vacuos rituales elfos que Teclis tanto despreciaba en las reuniones sociales. Era más bien el descuidado gesto del guerrero que se encontraba más cómodo en el campamento que en la corte del Rey Fénix, y sin embargo, era exactamente lo que su hermano sabía que lo haría sentir mejor. Teclis podía entender por qué había en la corte quienes comparaban a su hermano con el Malekith de los tiempos antiguos, antes de que el Rey Brujo revelara sus verdaderas lealtades. Conocía a su hermano desde que habían nacido, y ni siquiera él estaba seguro de cuánto artificio había en su naturalidad cuidadosamente estudiada.
Tyrion saludó con una mano, y Teclis alzó la mirada. Desde el balcón que se hallaba situado por encima de ellos, Shienara y su hermana, Malyria, le devolvieron el saludo. Miraban a Tyrion con la mezcla de franco deseo y admiración que siempre había despertado en las mujeres. Era inútil, por supuesto, dado que su hermano sólo tenía ojos para su consorte, la Reina Eterna. A diferencia de la mayoría de varones elfos, él jamás había sido infiel.
—¿En honor de qué es este brindis de primeras horas de la mañana? —preguntó Tyrion.
—Del fin del mundo —replicó Teclis.
—¿Tan mal se presentan las cosas? —inquirió Tyrion.
—Al menos, hablamos del fin de nuestro mundo.
—No creo que el Oscuro vaya a vencernos esta vez —dijo Tyrion.
Era exactamente lo que Teclis había esperado que dijera, pero entonces tenía un aire vigilante, cauteloso. De repente, adquirió el aspecto exacto de lo que era: el guerrero elfo más mortífero en veinte generaciones.
—No es nuestro pariente oscuro y sus lacayos lo que me preocupa, sino la propia Ulthuan. Alguien, o algo, está manipulando las piedras protectoras y el poder que subyace en ellas.
—Entonces, ¿los terremotos y las erupciones no son coincidencias? Ya lo había sospechado.
—No, no lo son.
—Así pues, te marcharás dentro de poco.
No era una pregunta, y Teclis sonrió al asentir con un gesto de cabeza. Su hermano siempre lo había comprendido mejor que cualquier otro ser vivo.
—¿Quieres compañía para el viaje? Se supone que yo debo conducir la flota hacia el norte para enfrentarnos con el engendro de Naggaroth, pero si lo que dices es cierto, estoy seguro de que el Rey Fénix podría prescindir de mis servicios.
Teclis negó con la cabeza.
—La flota te necesita. Nuestros ejércitos te necesitan. En el lugar al que voy, los hechizos serán mucho más útiles que las espadas.
Teclis dejó la copa con brusquedad sobre la mesa de fino marfil, y el vino estuvo a punto de salpicar los pergaminos que había estado escribiendo la mayor parte de la noche.
—Por favor, ocúpate de que copien esto y se lo entreguen a su majestad y a los maestros de Hoeth —le dijo a Aldreth—. Ahora debo partir. Tengo un largo camino por delante y poco tiempo para recorrerlo.