29
Teclis se encontraba de pie sobre el antiguo altar de la Cámara de los Secretos. Por todas partes, lo rodeaban signos de catástrofe inminente: los muros se sacudían y enormes trozos de piedra caían del techo, aplastando a pieles verdes y hombres bestia por igual. El gigante aún se movía y debatía, aunque entonces más lentamente, y sus alaridos eran audibles incluso por encima del estruendo de la piedra que se hacía pedazos y de los gritos de pánico. El hedor a azufre de la piedra de disformidad y el Caos colmaba el aire. Ante su visión de mago, vastas tramas de energía entrecruzadas rielaban y danzaban.
Tocó el amuleto que le había entregado la Mujer Sabia. Había llegado el momento de usarlo. Por un breve instante, pensó en seguir a los otros y buscar refugio dentro de los senderos. La magnitud de la tarea lo acobardaba. Apenas quedaba tiempo para cerrar la vasta red de magia que habían creado los Ancestrales. No había alternativa. De todas formas no existía lugar al que él pudiese huir si fracasaba, y no abandonaría a su pueblo. Debía hacer lo que le había mandado la Mujer Sabia. Debía despertar a los guardianes de los Ancestrales.
Elevó una plegaria a Asuryan e inspiró profundamente con la intención de despejar su mente, y luego se encaró con el altar. Era un vasto bloque cuadrado cubierto por runas angulares cuyo aspecto le resultaba familiar. La mayoría de ellas resplandecía. Todas ellas representaban algo. Al principio, le resultaron desconcertantemente ajenas, pero se daba cuenta de que, de algún modo, sus enemigos muertos habían logrado activarlas, y eso significaba que tampoco estaban fuera de sus capacidades; particularmente, cuando se hallaba en posesión de ese talismán. Lo sujetó ante la luz y recitó el hechizo que le habían enseñado. Al instante, el poder pasó de él al amuleto, y de éste parecieron fluir cuerdas de energía que lo unieron al altar. Las runas relumbraron con luz aún más brillante, y la tierra tembló como una bestia asustada.
Carecía de sentido intentar entender las runas, que, de todos modos, eran símbolos. Lo que necesitaba era comprender las fuerzas que representaban. Abrió su mente y concentró toda su agudeza mental sobre el problema. Una runa era tan buena como cualquier otra para su propósito, así que escogió una que reconoció porque había estado presente en todos los portales que había visto, y enfocó su visión de mago sobre ella.
Al aproximarse su punto de vista, advirtió que se trataba de una obra de pasmosa delicadeza. La runa en sí estaba conectada con todas las otras runas mediante una vasta red de fuerzas entrelazadas. Era un universo de ellas. «Como es arriba, así es abajo», pensó, preguntándose si mediante la manipulación de las runas podría manipular las fuerzas mismas. No obstante, ése no era momento para experimentar. Con rapidez, trabajando entre un latido de su corazón y el siguiente, dejó que su conciencia fluyera a través del talismán y se expandiera para abarcar la totalidad de la vasta red mística, del mismo modo que antes se había esforzado por comprender el trazado de la pirámide.
Todo lo que veía tendía a confirmar sus sospechas. El altar era el fulcro de un vasto sistema; su forma contenía un significado más profundo, y había algo en él que le resultaba extraño y obsesionantemente familiar, aunque de momento no podía identificar bien qué era.
La red rieló y comenzó a desvanecerse, y él se dio cuenta de que todo aquello estaba al borde de la desintegración. El corazón comenzó a golpearle el pecho con fuerza. El plinto se sacudió bajo sus pies. Cayeron más piedras. Los alaridos de agonía del gigante le hacían rechinar los dientes. Por un momento, comprendió que la totalidad de aquella vasta red intrincada estaba a punto de estallar y que no había nada que él pudiera hacer para evitarlo. El inestable sistema estaba a punto de expulsar toda su energía en un último torrente destructivo. Esperó a que llegara el final, sabiendo que se encontraba en el epicentro mismo de la inminente destrucción.
Pasó un momento y luego otro. No sucedió nada. Respiró otra vez y meditó lo que había presenciado. Entonces sabía qué le recordaba la forma de la red. Contemplada desde ciertos ángulos, era casi idéntica al mapa que había visto tallado en la Ciudadela Embrujada. Remolinos de energía del Caos se movían a través de toda la estructura. El complejo de energía representado por las runas no era nada menos que un mapa de las sendas de los Ancestrales y de todo el complejo sistema de fuerzas tectónicas con las que estaban interconectados. Vio cómo todo el sistema tenía sus raíces en el reino del Caos, ese otro espacio de energías infinitamente peligrosas. Vio cómo residía a medio camino entre este mundo y el reino de los demonios. En un repentino destello cegador de penetración, vio todos los puntos nodales a través de los que latía el poder.
También vio que entonces el sistema estaba corrompido, infectado por el Caos al haber sido destruidas las protecciones; tal vez a causa de algún colosal accidente cósmico, quizá por designio del mal. «No importa —pensó—. A menos que haga algo pronto, será demasiado tarde». Pero por grandiosa que fuese su comprensión de la hechicería, cualquier cosa que controlara toda aquella vasta red de magia que se extendía por todo el mundo estaba fuera de sus capacidades. No había manera de que pudiese esperar entenderla en el muy limitado tiempo con que contaba. Ése sería el trabajo de toda una vida, e incluso así no estaba seguro de que las mentes mortales pudiesen comprender aquello del todo. Hasta el momento, no había hallado rastro de los guardianes. Había esperado que acudieran en respuesta a su llamada, pero no había nada. Tal vez habían pasado al territorio de la muerte.
La frustración y el miedo lo atormentaban. Había llegado tan lejos y había hecho tanto…, y daba la impresión de que había llegado con una vida de retraso. Él y su gente se hallaban en el extremo de algún vasto chiste cósmico. Lo habían hecho recorrer toda esa distancia sólo para presenciar la condena final de su pueblo. Reprimió una maldición. Tenía que haber algo que pudiese hacer. Tenía que existir algún modo de salvar la situación. Con que sólo pudiese hallarlo…
* * *
Félix siguió a Murdo en su descenso hacia las entrañas de la tierra. Tenía la boca seca y su mano volvía constantemente a tocar el amuleto que le había dado el elfo. No quería continuar adelante. Se daba cuenta de que nunca en su vida había temido a nada tanto como a regresar a las sendas de los Ancestrales. Se sentía como si tuviese los pies metidos en botas de plomo y debía realizar un esfuerzo tremendo para dar cada paso. «Prefiero morir antes que entrar una vez más en ese otro mundo fantástico», pensó.
«Y eso es exactamente lo que te sucederá si no lo haces. Si te quedas aquí serás enterrado vivo en el mejor de los casos, o tragado por la marea del Caos que se aproxima, en el peor. Pero si atraviesas el portal, podrías perder incluso el alma». Tenía que haber otro camino. Tal vez podría hallar la manera de regresar a través de los túneles. Incluso mientras se le ocurría ese pensamiento, sabía que era una locura. No había modo de que pudiese cubrir toda aquella vasta distancia antes de que el templo se derrumbara. E incluso si los dioses le sonreían y lograba hacerlo, se encontraría en un inmenso bosque encantado, rodeado por los supervivientes del ejército del Caos y los pieles verdes, y a centenares de leguas de su tierra natal. No había posibilidad de escapar por ese camino. Se sentía como una rata acorralada por un gato. Tenía ganas de atacar y golpear algo, pero sabía que eso no le serviría de nada.
Más adelante, Murdo se había detenido al llegar a una rampa cuyo aspecto le resultaba familiar. Allende ésta se alzaba un rielante portal lleno de muchos colores cambiantes. Félix creyó ver que en él tomaban forma siluetas demoníacas, pero se dijo que eran sólo imaginaciones suyas. El anciano Veraz había comenzado a entonar las palabras de un hechizo, y en la brillante superficie se produjo un cambio. Comenzó a amortecerse y solidificarse, y Félix creyó verse a sí mismo y ver a los otros reflejados en ella como si se tratara de algún gran espejo opaco. ¿Qué estaba sucediendo? Al menos parecía que el anciano no había estado mintiendo al afirmar que conocía algo de los secretos de los senderos.
Los muros temblaron otra vez. El olor a piedra de disformidad se intensificó, y Félix tuvo la sensación de que si se quedaba allí lo sofocaría. Parecía que el elfo había fracasado en su tarea, ya que los temblores se producían con mayor frecuencia.
Murdo le habló a su gente. Uno a uno, atravesaron el portal y desaparecieron. Félix miró al Matatrolls, y vio que Gotrek avanzaba con el hacha en alto, como preparado para matar a un enemigo. El joven Jaeger dio un paso adelante para reunirse con él y sintió que una mano se posaba sobre su hombro.
—He abierto el camino, muchacho. Es seguro; no tengas miedo. Ahora tengo que volver para ayudar al elfo.
Félix se detuvo, a medias agradecido por la interrupción, a medias desesperado por acabar cuanto antes con aquella dura prueba.
—¿Estás seguro? Quería hacerlo él solo.
—Hay cosas que uno no puede hacer en solitario, y ésta es una de ellas. Ahora me marcharé. Que la luz te proteja.
—Y a ti —replicó Félix mientras observaba cómo el anciano cojeaba ascendiendo por el corredor—. Buena suerte.
Luego avanzó hacia el vórtice. El frío se deslizó sobre su cuerpo. El pánico se apoderó de él. Tuvo una repentina sensación de aceleración tremenda.
* * *
Teclis observó desesperadamente el gran mapa rúnico, buscando algo, cualquier cosa que lo ayudara. Sabía que su tarea casi no tenía esperanzas de éxito, pero se negaba a darse por vencido. Rápidamente sondeó los límites exteriores de los senderos y no encontró nada útil, así que devolvió su atención a un sitio más cercano, a la pirámide misma. Era el centro de todo aquello y seguramente encerraba algo. Los fantasmas de la isla de los Muertos no lo habrían enviado allí, en caso contrario.
Otro recuerdo pasó por su mente: las columnas que contenían los esqueletos de slann muertos hacía mucho tiempo. No sabía por qué ese pensamiento se le había ocurrido en aquel momento, como no fuese tal vez porque tenía en la mente la idea de los fantasmas. Quizá los hechiceros atrapados le habían enviado la idea. Carecía de importancia. Buscó el glifo que simulaba la estructura mística del gran zigurat y dejó que su atención fluyera hasta la sala de las columnas. «Sí —pensó—, ahí hay algo. Algo débil, pero presente de todos modos». Extendió un débil zarcillo de esencia mágica y activó las columnas.
Al instante, percibió que otra presencia se extendía para tocarlo a través de la intrincada red de energía. Al principio, desconfió, preguntándose si no se trataría de alguna clase de trampa, si un demonio no estaría haciendo sentir su presencia a través del sistema contaminado por el Caos que estaba desintegrándose. Protegió su mente, pero la presencia era persistente y no tenía el tacto del Caos. Había algo lento, extraño y frío en ella. Una sensación de poder e inteligencia perpleja, de alguna grandiosa criatura de sangre fría que despertara de un largo sueño.
«¿Quién eres?». El pensamiento no estaba expresado en idioma elfo y no pudo captar toda la extensión de su significado, pero la esencia estaba clara. «¿Por qué nos has despertado?».
—Soy Teclis de los elfos, y busco vuestra ayuda para evitar el desastre.
Visualizó mentalmente lo que estaba sucediendo, y lo proyectó al exterior.
«¡Ah!, eres miembro de una de las razas jóvenes, a los que contribuimos a enseñar en los días de la vida. Tu raza ha cambiado muchísimo en muy poco tiempo».
Teclis sonrió irónicamente. No era eso lo que pensaban los elfos. Se creían conservadores e inmutables, con una civilización que había durado eras.
«Un parpadeo en el tiempo de los Ancestrales, los Grandes».
—¿Quiénes sois? —preguntó Teclis.
«Somos los guardianes que recibieron de los Ancestrales el encargo de supervisar el gran diseño. Entregamos nuestras vidas para que nuestros espíritus pudiesen permanecer y vigilar la obra, pero algo salió mal y tuvimos que cerrar los senderos para evitar la catástrofe. Hemos dormido y nuestro poder ha sido drenado y ahora se cierne la catástrofe. Otros han interferido en el modelo y lo han conformado de acuerdo con sus propios designios, y han causado gran daño».
Las imágenes pasaban por la mente del elfo. Vio a su propia gente construyendo sus piedras protectoras y extrayendo poder. Vio a los ancestros de los hombres de Albión, altos, orgullosos y mucho más avanzados que los hombres de la actualidad, construyendo sus grandiosos círculos de piedra. Entonces veía que, por bien intencionadas que hubiesen sido sus acciones, habían distorsionado las cosas. Más imágenes pasaron por su mente y sus visiones se remontaron más atrás en el tiempo, hasta la apertura del gran portal de disformidad y los estragos que eso había causado en el modelo mágico de los Ancestrales.
«¡Ah!, allí está la causa. Ay, aunque nosotros tuviéramos toda nuestra fuerza, deshacer eso estaría fuera de nuestro alcance. Deshacer eso estaría fuera del poder de los dioses».
—Entonces, ¿no hay nada que pueda hacerse? —inquirió Teclis—. La obra de los Ancestrales será deshecha, y mi tierra, destruida.
«No, joven; si tú estás dispuesto, hay una manera. Tú tienes un gran poder y con él tal vez podamos cerrar los senderos y sellarlos, al menos temporalmente».
—Cualquier respiro será bueno, pero ¿durante cuánto tiempo?
«Latidos del corazón del Gran Guardián. Diez ciclos de la tierra alrededor del ojo del cielo. Tal vez veinte».
Teclis pensó en ello.
—No es mucho.
«No es mucho, y tiene un precio».
—Decidme cuál es.
«Una de las columnas se ha desmoronado. Una de nuestras almas se ha perdido. Necesitamos un sustituto para que nuestra formación vuelva a estar completa».
—Estáis hablando de muerte, de un sacrificio en vida. De mí mismo.
«Si».
Teclis no necesitó tiempo para tomar una decisión.
—Acepto. ¿Qué debo hacer?
«Eso no será necesario, elfo», dijo otra voz que Teclis reconoció como perteneciente a Murdo. Sabía que el anciano estaba ahora de pie sobre el altar y posaba una mano sobre su hombro, unido a él por el contacto, a un tiempo allí y en este mundo del otro lado.
«Yo sé más de esto que tú —continuó Murdo—. Mi pueblo ha estudiado los misterios de los diseños. Mis ancestros recibieron las enseñanzas de estos seres de sangre fría. Yo tengo más posibilidades. Además, soy viejo y deberé abandonar pronto este mundo. A ti te quedan aún siglos de vida».
—Sólo si tenemos éxito —replicó Teclis.
«Debemos tenerlo».
—Muy bien. Procedamos.
* * *
Félix se sentía como si la cabeza estuviese a punto de explotarle. Algo había salido muy mal. Miles de imágenes pasaban a gran velocidad por su mente. Vio visiones de muchas cosas, de lugares, mundos y burbujas dentro de los senderos. El momento parecía prolongarse eternamente. Percibía cosas voraces que iban a por él y sabía que los demonios estaban otra vez tras su pista. Se sentía como si estuviese rodando interminablemente por los corredores de infinitud a una velocidad fantástica. Procedente de algún punto lejano, percibió que el poder latía a través de las sendas de los Ancestrales como si hubiese despertado algo aletargado durante mucho tiempo. Las cosas voraces se le acercaron aún más, y tuvo la aterradora sensación de que iban tras él y sólo tras él, que de alguna manera percibían su presencia y querían devorar su alma.
De repente, allá delante apareció otro vórtice, y se preguntó si sería posible que llegase hasta él a tiempo.
* * *
Guiado por los espíritus de los guardianes antiguos, Teclis se puso a trabajar. El conocimiento fluyó a su interior y comenzó a entender el descomunal complejo de energías que corrían por los senderos. Vio cómo cada parte estaba diseñada como una máquina de refinada construcción. Entonces la máquina estaba averiada, y el hecho de que aún funcionara parcialmente estaba llevándola al desastre como un carruaje que aún fuese arrastrado por el camino a pesar de tener un eje roto. Lo que debía hacer era cerrar los portales con el fin de que no atrajeran aquellas delirantes energías descontroladas.
Abrió los ojos y recorrió la cámara principal con la mirada. Murdo yacía sobre el altar. Teclis consideró lo que estaba a punto de hacer y le repelió. Había pasado toda la vida pensando que el sacrificio de seres pensantes era un acto de barbarie y que el hecho de que los elfos oscuros hicieran cosas semejantes era lo que los diferenciaba de su propio pueblo.
Se dijo que Murdo se había ofrecido voluntariamente, que renunciaba de buen grado a su vida y por un bien mayor, del mismo modo que los antiguos maestros slann lo habían hecho hacía milenios. Las dudas lo asaltaban. Murdo no era un slann, tal vez, el ritual ni siquiera daría resultado. ¿Cómo podía abrigar la esperanza de unirse con aquellos antiguos fantasmas de una especie extraña? Teclis sabía que podría llevar a cabo el sacrificio y, a pesar de ello, tal vez todo sería en vano. Había una muy buena probabilidad de que así fuera. E incluso en el caso de que tuvieran éxito, la solución sólo sería provisional, décadas como máximo. La vieja herida abierta del portal del norte continuaría existiendo. Se forzaría una vez más la apertura de los senderos. Para un elfo como él, una década no era un período de tiempo muy grande. ¿Qué sentido tenía?
Intentó librarse de su desesperación. Lo importante era que conseguirían más tiempo. En una década él podría aprender más, dominar fuerzas mucho mayores, regresar allí con más abundantes conocimientos y más poder. Valía la pena correr el riesgo, valía la pena ganar tiempo. Si lo lograban.
—¿Preparado? —le preguntó a Murdo.
El anciano asintió con la cabeza. Era evidente que quería hablar, pero no podía. A despecho de su valentía, había miedo en sus ojos. Teclis consideró sus propias dudas y le parecieron pequeñas comparadas con las que debían asaltar a Murdo. Yacía con las extremidades extendidas, en la posición indicada por el slann, con la cabeza y los pies alineados con los ancestrales polos de poder místico.
Teclis pronunció las palabras que le habían enseñado, contorsionando la garganta al luchar por proferir las extrañas sílabas. Sólo los siglos de práctica en las lenguas arcanas le permitieron hacerlo. Mientras pronunciaba las palabras, descubrió que su visión interior se retorcía al fluir a través de él la comprensión y el poder. No tenía ningún cuchillo sagrado como el de los antiguos sacerdotes magos, pero su espada haría las veces de cuchillo. Al llegar al clímax del ritual, con el templo estremeciéndose como una bestia asustada y las fosas nasales colmadas de olor a piedra de disformidad y podredumbre, clavó la espada para luego abrir con el filo el pecho de Murdo, sacarle el corazón y regar el altar con sangre. Se estremeció ante el dolor que se manifestaba en los ojos del anciano; sin embargo, una parte de su ser oculta en la oscuridad y percibida sólo a medias por él experimentó una secreta satisfacción. La brecha que separaba el más elevado de los altos elfos del más oscuro de los oscuros, no era tan grande, después de todo. Sintió un estremecimiento ante lo enfermizo de su satisfacción. La sangre manaba vertiéndose sobre el altar y corriendo por los ancestrales canales rúnicos.
Teclis aguardó una señal. No sucedió nada. Después de todo aquello, nada. Murdo había entregado su vida en vano, y Teclis había violado las leyes de su propio pueblo para nada. Reprimió una maldición y controló el impulso de lanzar un poderoso rayo de energía contra el altar. Lo estudió con sus ojos y su visión de mago, y siguió sin ver diferencia alguna. La sangre continuaba manando y la luz abandonó los ojos del anciano. Nada, todavía.
«Espera». Por el rabillo del ojo, creyó ver que las runas comenzaban a relumbrar en una nueva configuración. Percibió un tirón de poder a través del hechizo que lo unía con el altar, y le dio más energía. Las runas empapadas de sangre comenzaron a brillar. Vio que el espíritu de Murdo salía del cuerpo y era atraído hacia abajo, al interior del altar. Mientras sus labios aún entonaban las palabras y su corazón continuaba latiendo, Teclis liberó su propio espíritu para seguirlo. Una vez más, su visión fue arrastrada al interior de un infinito laberinto de energía. Vio el espíritu del anciano, entonces con aspecto joven y bañado en luz, que era atraído hacia otros doce con aspecto de grandes sapos erectos, pero dotados de un aura de inteligencia, y poseedores de una nobleza y poder que impresionaron incluso a Teclis. El espíritu de Murdo se unió a ellos y ocupó un vacío que había en la fila, y de inmediato comenzaron a hacer su gran hechizo. Teclis se unió a ellos para transmitirles su propio poder y desempeñar el papel que en tiempos antiguos habrían llevado a cabo los sacerdotes magos vivos: hacer de enlace entre el mundo de los vivos y ellos.
«Habrá dolor», dijo la voz dentro de su cabeza, y no mentía. Al convertirse en uno con ellos, se dio cuenta de que ellos eran uno con el gran trazado de los senderos y podían sentir su corrupción dentro de sí mismos como el más puro dolor. En efecto, el portal mutado del norte era para ellos una herida que les causaba un tremendo sufrimiento. Peor aún, no podían hacer nada para aliviarla siquiera. Teclis podía entender entonces por qué habían cerrado los senderos y se habían retirado al letargo. Soportar durante milenios un dolor semejante los habría conducido a la locura.
En cambio, se concentraron en los distintivos rúnicos, lo que atraía poder desde el reino del Caos. Cerrar el paso no iba a ser fácil. El puro poder primordial del reino demoníaco se abría paso por la fuerza a través de las brechas que dejaban las runas, como la lava que mana a través de la corteza terrestre.
Sintió que el dolor aumentaba al esforzarse ellos por cerrar los senderos. Era una presión prácticamente insoportable. Se obligó a concentrarse, recurrir a las más profundas reservas de su ser y centrarse en el hechizo. En algún lugar muy remoto, su cuerpo aún entonaba las palabras. Quería retirarse al interior del mismo, hacer que cesara el dolor sólo por un instante, pero sabía que eso sería fatal: si abandonaba el círculo antes de que el hechizo concluyera, todo fracasaría.
Teclis continuó salmodiando el hechizo mientras, una a una, las runas quedaban selladas. El dolor crecía. Se preguntó si alguna vez cesaría, o si moriría de sufrimiento, y su espíritu quedaría atrapado allí para siempre.
Una pequeña parte serena de su mente rezaba para que los otros hubiesen escapado. No sería buena cosa quedar atrapado dentro de los senderos de los Ancestrales cuando éstos quedasen definitivamente cerrados. El dolor aumentaba en su mente y lo abrasaba. Las tinieblas flotaban en la periferia de su mente. Intentó desesperadamente aferrarse a la conciencia mientras hacía un último esfuerzo.
* * *
Félix sintió que una enorme ola de presión pasaba sobre él. No estaba seguro de qué sucedía, pero su velocidad parecía aminorar. Al mismo tiempo, aumentaba la sensación de presencia maligna, como si las cosas que lo perseguían estuviesen acortando distancias. Intentó acelerar mediante la voluntad, pero nada sucedió. En el fondo de su mente creyó oír demoníacos aullidos de triunfo. Sabía que estaría perdido si caía en sus zarpas. Teclis no podría salvarlo, y no veía a Gotrek por ninguna parte.
Al sentir que unas garras se tendían hacia él, se tendió en busca del vórtice. Estaba cerca, aunque tal vez no lo bastante, y creyó percibir unos dedos fantasmales sobre su capa. Se tendió más, estirándose al máximo. Ya casi había llegado. Entonces estaba seguro de que algo lo tocaba, unos dedos sutiles que se volvían más fuertes y escamosos. Los aullidos de triunfo eran más sonoros dentro de su mente y se cernía sobre él una eternidad de tortura.
Y entonces, algo cambió. Algún poder se desplazó dentro del extraño laberinto extradimensional. El vórtice que tenía ante sí pareció girar con mayor lentitud al drenársele la energía. Los aullidos de triunfo se transformaron en alaridos de pavor. Algo había asustado a sus perseguidores. Sintió que retrocedían, que se alejaban como si intentasen desesperadamente llegar a un refugio antes de que se produjera algún acontecimiento terrible. Tal vez el elfo había tenido éxito. Quizá había cerrado los senderos de los Ancestrales para impedir el acceso del Caos.
Otro pensamiento surgió en la mente de Félix. Tal vez había cerrado los senderos también para cualquier otro, y de ser así, él quedaría atrapado en aquel lugar junto con los demonios, si éstos no lograban escapar. Desesperado, se contorsionó y se lanzó hacia el vórtice. Entonces era más pequeño, más débil, y se cerraba con rapidez. Dirigió su cuerpo como un buceador que se zambulle, y le rogó a Sigmar que lo protegiera. Durante un largo momento no sucedió nada, y luego, de alguna manera, se encontró al otro lado, cayendo de regreso, una vez más, al mundo que conocía.
Aterrizó de cara, cuan largo era, sobre dura piedra, y permaneció tendido allí, jadeando. Cuando alzó la mirada, vio al Matatrolls de pie junto a él, y por encima de los hombros del enano, a los supervivientes humanos y una raja de cielo azul. El aire olía a sal y agua de mar.
—¿Qué te retuvo, humano? —inquirió Gotrek.
—Es mejor que no lo sepas.
—¿Dónde está Murdo?
—No volverá a reunirse con nosotros, ni tampoco Teclis, según creo.
—En su caso, no se pierde mucho.
—¿Crees que lo han conseguido?
—Bueno, hasta ahora no se ve ninguna señal de que el mundo se acabe, pero tal vez será mejor que esperemos unos días para estar seguros.
Félix se puso de pie y avanzó cojeando hacia la luz. Habían emergido en mitad de un acantilado de creta que dominaba un mar brumoso. Se oían los gritos de las gaviotas y un sol acuoso se filtraba a través de espesas nubes. Siobhain y Culum lo miraron con ferocidad, pero no tenía intención de permitir que su hostilidad lo afectara, al menos no en ese momento. Se sentía como un hombre al que hubiesen concedido un nuevo plazo de vida, y tenía intención de disfrutarlo.
En el momento en que este pensamiento pasaba por su cabeza, comenzó a llover.
* * *
Teclis se sentía como si le hubiesen dado una paliza monumental con un enorme garrote de madera. Le dolían los huesos y los músculos, y la cabeza le latía como si un goblin la estuviese usando de tambor. El aire era fétido y olía a piedra de disformidad y muerte. El gigante muerto que yacía cerca del altar hedía peor que un pozo negro. El elfo se encontraba a millares de leguas de su tierra, sin ningún medio de transporte, dentro de los restos derrumbados de un antiguo templo embrujado y muy probablemente rodeado de orcos y hombres bestia.
No permitió que nada de eso lo inquietase. Aún estaba vivo y los senderos de los Ancestrales se habían cerrado. La amenaza de la catastrófica destrucción de los continentes había desaparecido por un tiempo. Lo habían logrado. Posó la mirada sobre el cadáver de Murdo y le cerró delicadamente los ojos de mirada fija. Se preguntó dónde estaría entonces el espíritu del anciano. ¿Atrapado dentro de las piedras junto con los slann? Al no tener su propia columna, inevitablemente se corrompería y, con él, el hechizo que habían tejido.
Teclis sabía que iba a tener que regresar allí y ver qué podía hacer al respecto, probablemente con un ejército y una hueste de magos, pero en ese momento, estaba cansado y muy lejos de casa, y necesitaba un sitio para dormir. «Dejemos para mañana los problemas de mañana», se dijo mientras se alejaba cojeando en busca de un sitio seguro donde recobrar sus poderes para comenzar el largo camino de regreso a Ulthuan.