Capítulo 28

28

Teclis invocó el hechizo de levitación y avanzó hacia arriba por el aire, decidido a situarse por encima de la refriega. Al mismo tiempo, invocó múltiples escudos superpuestos para reforzar los ya creados por sus amuletos. Lo rodeó una brillante esfera dorada. El estruendo de la batalla mermó al amortecerlo los hechizos protectores. A pesar de eso, el alarido de dolor del gigante era casi ensordecedor, como lo fue el ruido atronador cuando cayó al suelo. «¿Qué está sucediendo?», se preguntó, reacio a apartar los ojos de los magos del Caos. Era seguro que el Matatrolls no podía haber eliminado al gigante. Era una proeza que resultaba increíble.

Como es natural, una relumbrante figura dorada flotando sobre la batalla de la cámara, atrajo la atención de otros enemigos. En un sentido, se había convertido en un blanco muy atractivo. Lanzas y rocas ascendieron a su encuentro y se desviaron, repelidas por el poder de sus defensas. Una sonrisa contorsionó el rostro del mago del Caos vestido con ropón negro. Teclis reparó en que la herida que tenía a lo largo del costado ya estaba cicatrizando, al obrar una poderosa magia regenerativa. Había esperado algo similar. Aquel par contaría con toda clase de tortuosas protecciones. Había llegado el momento de empezar a ponerlas a prueba.

Teclis hizo gestos e invocó el nombre de Lileath, y el poder empezó a cantar en sus venas cuando forjó un hechizo pasmosamente potente.

Unas esferas de energía destructiva danzaron en las puntas de sus dedos y dejaron colas de cometa en el aire tras dirigirlas contra sus enemigos. El mago del Caos alzó su báculo como para detenerlas, y una barrera de energía pura rieló al aparecer en el aire. Las esferas doradas chocaron contra ella y estallaron, y sus ondas de choque hicieron ondular la barrera a partir del punto de impacto. La fuerza de la explosión lanzó de rodillas a hombres, mutantes y orcos, e hizo que la capa exterior de sus protecciones se encendiera con un brillo incandescente al neutralizarla.

Su contrincante era a la vez rápido y hábil; eso estaba claro. Pero su velocidad no podía equipararse a la de un elfo. Mientras su enemigo estaba aún comenzando a formar un hechizo ofensivo, Teclis lanzó otro ataque. De él salieron ola tras ola de energía destructiva, un torrente de poder tan enorme que podría haber reducido a escombros la muralla de un castillo.

En torno al mago del Caos apareció un aura negra, al intentar protegerlo sus propios talismanes y defensas. Se volvieron aún más brillantes mientras él se esforzaba por neutralizar la creciente cantidad de energía que le enviaba el mago elfo. Más que eso, le habían dado a Kelmain tiempo suficiente para abortar su hechizo ofensivo e invocar protecciones para sí. Teclis apretó los dientes y le lanzó cantidades aún más grandes de poder, confiado en que al final obtendría la victoria.

En ese instante, percibió un rayo de energía colosal que hendía el aire hacia él procedente del altar. Era demasiado tarde para que pudiese hacer nada que no fuera rezar para que sus defensas aguantaran. Al parecer, el otro mago del Caos había decidido abandonar sus juegos con los controles de los portales y entrar en la lucha.

* * *

Dentro de la cámara central, Félix vio que todo era caos y carnicería. Enormes sombras grotescas danzaban por todas partes al luchar los magos en lo alto como dioses enfurecidos. El gigante salpicado de sangre, ciego, degollado y desjarretado, alzaba las manos e intentaba contener la hemorragia de su cuello. En torno a él, goblins, orcos y hombres bestia sedientos de sangre cabriolaban, gritaban y asestaban estocadas como demonios que torturasen a una deidad caída en algún infierno del más allá. Incapaz de soportar los tormentos, el gigante lanzó puñetazos y aplastó a unos cuantos de sus torturadores, haciendo que los demás huyeran entre chillidos. El monstruo acabó tendido cuan largo era sobre un charco de su propia sangre; unos pocos hombres bestia, demasiado frenéticos para retirarse, fueron aplastados durante sus pataleos.

Por un breve instante, Félix perdió de vista al Matatrolls mientras intentaba evitar que también lo aplastara a él. De la oscuridad emergieron algunos de los hombres de Albión y las últimas doncellas de la guardia, lideradas por Siobhain. También los acompañaba Murdo, cuya lanza estaba rodeada de un extraño resplandor mientras de su punta se evaporaba una niebla negra de aspecto corrupto, como si hubiese estocado algún ser maligno de sangre corrosiva.

—Por la Luz, que a mi corazón le hace bien verte vivo, Félix Jaeger —dijo el anciano—. Aquí presentaremos una última resistencia digna de los héroes de la antigüedad. Debemos matar a esos hechiceros inmundos o morir en el intento.

Los demás blandieron sus armas y formaron en torno a ellos. Félix estaba menos interesado en las últimas resistencias heroicas que en encontrar a Gotrek. Sabía que si caía el Matatrolls, no tendría ninguna posibilidad de escapar de ese pozo infernal. Y no estaba en absoluto seguro de que un intento desesperado de matar a los hechiceros fuese a servir para algo. Con los brujos derrotados, las fuerzas que habían puesto en libertad podrían descontrolarse del todo. No obstante, sospechaba que Teclis estaba allí por eso.

—¡Debemos encontrar al Matatrolls! —bramó. Al ver las miradas de los hombres de Albión, añadió—: Su hacha puede acabar con esos lanzahechizos.

En ese momento, por el rabillo del ojo, vio a los goblins, que parecían pulular sobre algo. Sin comprobar si los demás lo seguían, Félix cargó hacia ellos. Al cabo de una docena de zancadas, ya derribaba al primero de los pequeños pieles verdes de un golpe y atravesaba a otro con su espada. Dos rápidos tajos decapitaron a un nuevo par. Al advertir la presencia del atacante, se volvieron para hacerle frente. El impulso hizo que el joven Jaeger pasara por encima de otro goblin. Asestó un golpe con la bota que hizo volar a un piel verde como un gato pateado y a otro le clavó una estocada en el pecho. Cogiendo la espada a dos manos, tajó como un leñador a los que tenía delante, y se encontró cara a cara con Gotrek.

El Matatrolls estaba hecho una pena. Sangraba por una docena de cortes menores, se apoyaba en el mango del hacha para sostenerse y el cadáver de un goblin colgaba de su puño como un conejo con el cuello partido. Otros yacían, pisoteados, bajo sus pies.

Gotrek le dedicó una aturdida mirada de incomprensión, lo que no resultaba sorprendente considerando el vapuleo que había recibido.

—Tú —dijo—. Tú has venido para dejar constancia de mi fin, entonces.

—Vaya un fin —replicó Félix con la esperanza de arrancar al Matatrolls de su trance—. Abrumado por una horda de mocosos.

—No son mocosos, humano. Son demasiado grandes para serlo.

Llegó Murdo y se detuvo junto a él.

—Tú posees magia curativa; ¡haz algo! —le espetó Félix.

Murdo asintió con la cabeza y les hizo un gesto a los otros, que formaron un círculo en torno a él y el Matatrolls. El anciano comenzó a salmodiar. Félix esperaba que el hechizo surtiera efecto porque, según iban las cosas, tenían una desesperada necesidad del hacha de Gotrek.

En lo alto, la dorada figura de Teclis resplandecía de luz; al ser atacado desde ambos flancos por los dos brujos del Caos, daba la impresión de que sus defensas comenzaban a fallar. El olor a azufre de la piedra de disformidad colmó el aire cuando la materia pura del Caos empezó a emerger de uno de los portales. El templo se estremeció debajo de sus pies. El joven Jaeger no tenía necesidad de ser un hechicero para saber que el fin estaba muy cerca.

* * *

Teclis maldijo su exceso de confianza cuando el dolor pareció destrozarle el cuerpo. En un instante, había pasado del ataque a la defensa desesperada. Confiado en su certidumbre de poder vencer al del báculo negro y seguro de que el gemelo del mago del Caos continuaría ocupado en intentar controlar las energías que había puesto en libertad, no había tenido en cuenta que pudiese abandonar esa tarea para acudir en ayuda de su hermano. Al hacerlo, había convertido la situación en doblemente desesperada, porque a menos que se hiciese algo con el nexo de fuerzas que se deshacía en torno a ellos, el desastre acabaría con todos. Desgraciadamente, de momento lo único que Teclis podía hacer era intentar apuntalar sus defensas y resistir, esperando contra toda lógica que se produjera un milagro que le otorgara la ventaja sobre sus enemigos antes de que le sobreviniera la muerte.

Obligó a sus labios a dibujar una sonrisa que contenía tanto dolor como alegría. Con independencia de lo que sucediera, caería luchando. Si se llegaba a lo peor, liberaría todas las energías contenidas en su casco y su báculo en un último golpe cataclísmico. Moriría, pero arrastraría a aquel par consigo. Pero ¿quién salvaría a Ulthuan? El pensamiento se removía constantemente en el fondo de su mente, pero no tenía ninguna respuesta para él.

* * *

—Basta, anciano, basta —dijo una conocida voz malhumorada—. Uno más de tus hechizos, y me estallará la cabeza.

Félix se volvió a mirar y vio que el Matatrolls tenía mejor aspecto. No estaba exactamente bien, pero era capaz de moverse y pensar. Su cuerpo cubierto de sangre seca constituía una visión desagradable, pero sujetaba el hacha con firmeza y caminaba con paso seguro. De cerca, les llegaban los sonidos de la batalla, dado que los últimos humanos de Albión defendían la posición contra las hordas atacantes. Félix tenía el brazo cansado de tanto asestar golpes a orcos y hombres bestia.

—Hay unos hechiceros que debemos matar —dijo Félix.

—¿Uno de ellos es un elfo? —inquirió Gotrek.

—No.

—Qué lástima…, pero supongo que tendré que conformarme con esos cerdos adoradores del Caos.

Gotrek irrumpió a través de las líneas de hombres y, como un nadador que se zambulle en aguas profundas desde un alto peñasco, se lanzó una vez más hacia la batalla. Félix lo siguió de cerca.

* * *

Loigor reía al atraer más y más energía para lanzarla contra el hechicero elfo. Le sorprendía que éste aún resistiera. Él y su hermano le habían lanzado el poder suficiente para matar a un demonio o aplanar una montaña pequeña. Asombrosamente, su enemigo aún vivía, aunque entonces Loigor podía sentir que estaba debilitándose. Un poco más, y estaría acabado. Y era mejor así, realmente, considerando lo a punto que estaba de hacer erupción el nexo. Y si eso sucedía, ese templo, la totalidad de la isla y una buena porción del continente desaparecerían con él.

Loigor sonrió. «¿Es esto tan malo?», se preguntó. Cierto era que ya no podrían desplazar los ejércitos del Caos a través de los senderos. Por otro lado, las tierras de hombres y elfos sufrirían una devastación tan enorme como no habían soportado en milenios. Las ciudades de los hombres se derrumbarían. Los supervivientes se verían arrojados de vuelta a la barbarie y serían presas fáciles. Las fuerzas del Caos los arrasarían. Los supervivientes se arrastrarían ante los ídolos de sus nuevos dioses antes de ofrecer sus llorosas almas sobre los altares ennegrecidos.

Por supuesto, existía el pequeño problema de que él y Kelmain también podrían morir, pero incluso eso podría evitarse. Aún quedaban formas de escapar por unas pocas de las sendas de los Ancestrales abiertas. Podrían matar al elfo, retirarse y dejar a sus seguidores y atacantes librados a su suerte. Cuanto más lo pensaba, más atractiva le resultaba esa opción.

En ese momento, vio que una conocida silueta de enano avanzaba hacia él a través del torbellino de la batalla. Aún más asombroso que el hecho de que el elfo aún estuviese vivo, era que Gotrek Gurnisson también lo estuviese. Eso lo decidió: de ninguna manera iba a quedarse allí para encararse con aquella hacha si podía evitarlo. «Que así sea, —pensó—. Dejemos que estos estúpidos luchen hasta la muerte». Podrían matar al elfo, y escapar.

* * *

Félix esquivó un enorme bloque de piedra que había caído del techo. Mientras avanzaba a través de la refriega, daba traspiés como un borracho sobre la cubierta de un barco sacudido por la tormenta. Sabía que los temblores de tierra iban empeorando, y el olor a azufre era más intenso. De todos, sólo Gotrek avanzaba fácilmente, con paso tan seguro como el de un gato.

El pánico se propagó por el terreno de batalla. Ni siquiera la ferocidad de los orcos y el furor de los hombres bestia podían mantenerse ante un templo que se desmoronaba. El gigante que agonizaba en medio de la batalla, había despejado el espacio. Ya eran muchos los combatientes que habían emprendido la huida con la esperanza de escapar a la tremenda destrucción del templo, aunque Félix no tenía la más remota idea de dónde pensaban que iban a esconderse. Si la estructura se derrumbaba, lo que parecía más que probable, no habría ningún lugar seguro al que ir.

Unos pocos de ellos, presas del miedo, se lanzaban al interior de los portales abiertos. Algunos eran tragados por las olas de materia del Caos que se acercaban. Otros desaparecían en las sombras. Después de los encuentros que había tenido él dentro de aquel extraño laberinto extra-dimensional, no los envidiaba. El pánico creaba un problema diferente. Tenían que luchar para abrirse paso hacia adelante a través de una masa de cuerpos decidida a escapar a toda costa. Los goblins pasaban por encima de los hombros de los orcos, los hombres bestia y los pieles verde huían hombro con hombro, pues su animosidad había quedado eclipsada por la magnitud de la catástrofe inminente.

Félix seguía al Matatrolls, que se abría paso a hachazos a través de la masa de enemigos. Todos los presentes parecían haber sido presas del pánico. Todos compartían la misma sensación de final inminente. El joven Jaeger estocaba a cualquiera que pareciese intentar rodear al Matatrolls y así, al fin, llegaron al gran plinto sobre el que se alzaba el altar.

Enormes látigos de terrible energía saltaban desde allí para azotar a la flotante forma del mago elfo, y los escudos de luz que lo protegían parecían amortecerse más y más. Félix sabía que si no lo salvaban pronto, llegarían demasiado tarde.

Gotrek saltó sobre el plinto y corrió hacia el brujo del Caos ataviado con ropón dorado. El hombre, parecido a un buitre, percibió su presencia y alzó el báculo; el olor a ozono y azufre colmó el aire cuando un gigantesco rayo de energía salió disparado hacia el Matatrolls. Gotrek alzó el hacha, cuyas runas brillaron con tal fuerza que su imagen residual quedó impresa en el campo visual de Félix. Casi había esperado que el Matatrolls acabara incinerado, pero no: Gotrek permaneció de pie aunque se le chamuscaron el pelo y la barba. Si algo consiguió eso, en todo caso, fue provocarle una locura frenética. Los enanos se tomaban con mucha seriedad los daños causados a su vello facial.

El Matatrolls cargó contra el mago y, mientras lo hacía, la lanza de Murdo pasó volando por encima de su hombro para clavarse en la carne del brujo por cuyo rostro atravesó una expresión de pánico. Félix sabía que jamás olvidaría aquella cara. Parecía más aturdido que dolorido, como si no pudiese creer del todo lo que estaba sucediéndole, y luego Gotrek lo acometió.

El hechicero alzó el báculo para parar el hacha. Gotrek rio como un demente al descargar el arma en un destellante arco. Impacto sobre el báculo y lo cortó en dos; una brillante energía manó explosivamente de él, pero el hacha continuó de modo inexorable y cortó en dos al mago. No contento con eso, Gotrek hizo pedazos más pequeños con el cadáver. Pequeños rayos salieron del cuerpo hacia abajo, como si muchos hechizos estuviesen descargándose en el altar.

El segundo mago del Caos gritó al morir su gemelo. Se volvió a mirar el cuerpo y, por un segundo, un dolor terrible, todo el sufrimiento que parecía haber evitado su hermano, se reflejó en su rostro. Su concentración se interrumpió y en ese instante descendió sobre él un río de incandescente poder élfico. Por un momento, quedó silueteado por una llamarada, y Félix vio pequeñas líneas de oscuridad que se desenredaban dentro del resplandor; luego, el mago del Caos desapareció. El río de poder pasó por encima del cadáver de su hermano y limpió la tierra de su inmundicia.

Félix se encontró de pie, con los supervivientes de los hombres de Albión, sobre el gran plinto de la cámara central del templo de los Ancestrales. Teclis descendió desde lo alto para reunirse con ellos. Estaban dentro de lo que parecía una isla de cordura, mientras el Caos hacía erupción por todas partes a su alrededor.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Félix.

—Debo deshacer la obra de estos dementes —respondió el elfo—. Debéis marcharos antes de que este lugar sea destruido.

—Una idea con la que estoy completamente de acuerdo —le aseguró Félix—, pero ¿cómo propones que lo hagamos?

Hizo un gesto hacia la multitud de enemigos que estaban huyendo y los muros que parecían a punto de desplomarse en torno a ellos.

—Hay un solo medio de hacerlo —replicó el elfo al mismo tiempo que señalaba los portales aún abiertos que descendían hacia las sendas de los Ancestrales.

Varios de ellos parecían libres de la contaminación del Caos, pero Félix negó con la cabeza.

—¡Ah, no! —dijo—. Yo no voy a volver a entrar ahí.

—No hay otra forma —insistió el elfo.

—No sabemos cómo orientarnos a través de los senderos. Allí dentro hay demonios.

—No todos los senderos están mutados. Yo conozco el camino —declaró Murdo—. Conozco los rituales. Puedo hacer que salgamos de ellos.

—Muy bien —concluyó el elfo—. Ahora, marchaos. Yo tengo trabajo que hacer aquí.

—¿Estás completamente seguro de que puedes hacerlo? —preguntó Murdo.

—Si yo no puedo, nadie puede —replicó el elfo—. Marchaos.

—Si hay algo que yo pueda hacer… —dijo Murdo.

—Rezar —contestó el elfo—. ¡Marchaos ya!

Murdo condujo al lastimoso grupo de supervivientes hacia la abertura de la pared. Miró las runas de la arcada y luego les hizo un gesto para que la atravesaran. Gotrek observó al elfo que se volvía hacia el altar, y se detuvo durante un largo momento, como si estuviese a punto de decir algo, aunque luego giró sobre sus talones para seguir a Murdo. Parecía darse cuenta de que aquél era trabajo para hechiceros y que no había nada que él pudiese hacer allí.

Félix le tocó un hombro al elfo.

—Buena suerte —le dijo.

—También para ti, Félix Jaeger —replicó el elfo—. Ten cuidado. En los senderos, esas cosas aún podrían acudir a ti.

Félix llegó a la arcada.

—Espero que lo consiga —le dijo a Gotrek.

—Si fracasa, habrá una cosa positiva en ello —declaró el Matatrolls.

—¿Cuál?

—Un elfo menos en el mundo.

Avanzaron hacia el interior de la antigua oscuridad que conducía hacia las sendas de los Ancestrales. Detrás de ellos, el elfo comenzó a cantar un hechizo.