Capítulo 26

26

Teclis estudió las hebras de poder que percibía a su alrededor. Ya estaba cerca; cerca del negro corazón del misterio cuya resolución lo había llevado a atravesar continentes; cerca del origen de las terribles erupciones de poder que significarían la condena de su tierra a menos que se las resolviera. Sentía la corriente de vastas energías en torno, aún más inmensas que las retenidas por las piedras protectoras de Ulthuan. Comparada con ellas, eso era como comparar un arroyuelo de montaña con el poderoso río Reik.

Allí había algo que no iba bien. Los flujos de energía no eran estables. Palpitaban. Surgían poderosamente en un instante y se desvanecían en la nada al siguiente, como si alguien hubiese invocado sus inmensas energías pero no fuese capaz de controlarlas del todo y, de hecho, estuviese luchando por contenerlas. Ese pensamiento hizo latir el miedo incluso a través de su perfecto autocontrol. Que alguien hubiese despertado a este demonio durmiente sin conocer su verdadero nombre, que hubiese hecho surgir todo ese poder sin disponer de los medios para controlarlo completamente, era algo casi más atemorizador que la idea de que unos malhechores lo hubiesen puesto al servicio del Caos.

Porque si se permitía que el poder que sostenía continentes y era capaz de desplazar mundos de sus órbitas corriera en libertad, tal vez el fin de todo el mundo estaba cerca; ciertamente, el fin de ese templo y esa isla y, como consecuencia inevitable, el de Ulthuan. Peor aún, incluso el control parcial que allí se ejercía era el distintivo de poderosos brujos, quizá superiores a él. No le gustaba la perspectiva de enfrentarse con ellos. Sus opciones eran realmente escasas. Necesitaban continuar adelante, llegar al mismísimo núcleo, y pronto. Continuó avanzando a la cabeza del grupo hacia las profundidades de la pirámide. A su alrededor, el poder aumentaba. A su alrededor, rugía la batalla.

* * *

El corredor acababa en un arco inmenso tras el cual había una cámara de enormes dimensiones que tenía muchas entradas y salidas. Félix la miró y le pareció que no había ritmo ni razón alguna en aquel lugar. Se trataba de un inmenso laberinto trazado de acuerdo con unos principios que él no podía entender. En lo alto, había muchas galerías y pasarelas elevadas. Ante ellos había espacio abierto, y cuando avanzó hasta el borde y miró abajo, vio más galerías que seguían hacia abajo. Era como mirar al interior de un pozo artesano gigantesco.

Le recordó una vez más a la extraña ciudad en la que él, Gotrek y Snorri se habían extraviado durante su viaje por los Desiertos del Caos. ¿Existiría alguna relación entre ese sitio y aquél? Ciertamente existían similitudes entre ambas arquitecturas, aunque ese templo estaba construido en una escala aún más épica que el otro. De pronto, visualizó docenas de lugares como ése dispersos por todo el mundo, unidos por una red de extraños poderes, dispuestos según unas pautas que para la mente de un mortal resultaban tan incomprensibles como el interior de tales edificaciones.

De esa ensoñación lo distrajo la aparición de una horda de orcos en la galería situada por encima y enfrente de donde ellos estaban. Su jefe era una especie de chamán que llevaba un báculo rematado por un cráneo, y que chilló y los señaló. «Vivan los hechizos de ocultación», pensó Félix. Al advertir la presencia de los hombres, los pieles verdes levantaron los arcos y lanzaron una lluvia de flechas hacia ellos. La distancia que los separaba era enorme, pero no podía contarse con que toda la fuerza de los misiles se extinguiera por el camino, así que Félix se agachó detrás de la balaustrada de piedra. Las flechas repiquetearon a su alrededor. Dispararon una segunda oleada, y Teclis las incineró con un hechizo. Al ver eso, los pieles verdes dejaron de disparar y les gritaron provocaciones e insultos en su vil idioma. Gotrek les respondió con unos cuantos en su propia lengua, y los guerreros humanos se unieron a él. El elfo parecía más interesado en ponerlos en marcha otra vez.

Los orcos comenzaron a correr a lo largo de la galería en busca de un camino para llegar hasta sus oponentes. Mientras Félix los observaba, hombres bestia y guerreros del Caos de negra armadura surgieron por otra entrada y se lanzaron de cabeza hacia los pieles verdes. Siguió una monstruosa refriega.

Félix se formulaba preguntas acerca de la suerte que parecían tener. ¿Por qué no habían tropezado con ninguna resistencia? ¿Por qué los guerreros del Caos se concentraban en los pieles verdes? De inmediato, se le ocurrió una respuesta. Porque constituían la amenaza más grande. A fin de cuentas, formaban un ejército enorme comparado con aquella pequeña partida. Tal vez los Señores de la Guerra del Caos no habían reparado en la presencia de los humanos entre ellos. «De ser así —pensó Félix—, es sólo cuestión de tiempo que rectifiquen su inadvertencia».

* * *

Su premonición resultó cierta a menos de cien pasos del lugar en que la había tenido. El elfo los condujo fuera del inmenso balcón a lo largo del cual marchaban, hacia el interior de una enorme cámara que contenía más columnas extrañas. Éstas brillaban con una sobrenatural luz verde, y Félix casi pudo percibir el poder que fluía a través de ellas. Las grandes runas relumbraban a lo largo de las mismas. Por una entrada situada al otro lado de la cámara, emergió repentinamente una horda de hombres bestia. A la cabeza, iba un guerrero del Caos de negra armadura, en cuyo pecho ardía un relumbrante símbolo del Ojo del Caos.

Al ver a los intrusos, los hombres bestia aullaron desafíos y oraciones dedicadas a los Dioses Oscuros, y se lanzaron hacia ellos. Los guerreros de Albión avanzaron para enfrentarse con tales criaturas cuerpo a cuerpo, y al cabo de pocos momentos, una loca refriega se arremolinaba entre las columnas.

—Permaneced juntos —dijo Teclis—. No podemos permitir que nos inmovilicen aquí. Se nos acaba el tiempo.

—Y a mí la paciencia —replicó Gotrek, que, mientras hablaba, tajó a una criatura de cabeza de lobo armada con una lanza enorme, y luego abrió en canal a uno con cabeza de cabra desde el cogote a la entrepierna.

Félix paró el ataque de otro gigante con cabeza de cabra, y luego le asestó una estocada por encima de la lanza con la punta de su espada. La criatura chilló al mismo tiempo que se apartaba de un salto para evitar ser atravesada, y su espalda entró en contacto con una de las relumbrantes columnas. Al instante, sus alaridos se intensificaron, y un terrible olor a carne quemada colmó el aire. Cuando se desplomó de bruces, Félix pudo ver que sus hombros y el espinazo eran carne ennegrecida y chamuscada. Al matarla, casi tuvo la sensación de que acababa con su sufrimiento.

Gotrek y Teclis luchaban a medida que avanzaban; el hacha del enano y la espada élfica destellaban al unísono. Félix pudo ver que Teclis era un rival más que digno incluso para un maestro de esgrima humano, pero su destreza se quedaba muy corta comparada con la del Matatrolls. Por cada hombre bestia que derribaba el elfo, el enano acababa con cuatro. No obstante, para ser un hechicero decadente, el elfo no lo hacía nada mal. De vez en cuando, se detenía para pronunciar una palabra de poder y hacer un gesto, y un rayo de energía salía disparado de su báculo para desintegrar a sus enemigos.

Entre ellos tres formaban una punta de lanza tras la cual los guerreros de Albión se abrían camino a tajos a través de la masa de los enemigos inhumanos. El enano y el elfo eran imparables, al menos por lo que respectaba a cualquier poder que en ese momento se les opusiera, pero las gentes de Albión no tenían tanta suerte. Mientras observaba, Félix vio que las filas que rodeaban a Bran iban mermando, derribadas por las zarpas de hombres bestia desesperados. Murdo y Culum acudieron en su ayuda, abriéndose paso a golpes a través de las filas de monstruos, alentando a la guardia del rey montañés y dándoles la posibilidad de salir fuera del atolladero en que estaban acorralados. Gotrek y el guerrero del Caos se encontraron en combate singular. Durante unos breves instantes, el metal estelar chocó con el acero negro forjado en el infierno, y luego el campeón del Caos cayó y sus fuerzas empezaron a retirarse en desorden.

—Adelante, adelante —chilló Teclis—. Debemos llegar al corazón de la pirámide antes de que sea demasiado tarde.

Tal era la urgencia del tono de su voz que ni siquiera Gotrek lo contradijo. La pirámide se estremeció una vez más. El resplandor que rodeaba las columnas adornadas con runas se hizo tan brillante que casi resultaba cegador, y luego se amorteció con gran rapidez. Todo lo que tocaban, cadáveres o seres vivos, lo quemaban. Félix se apresuró al percibir la desesperación del elfo, y sin que la idea de averiguar la causa de la misma le hiciese la más mínima gracia.

* * *

Cuanto más penetraban en las profundidades de la pirámide, más le costaba a Teclis mantenerlos ocultos ante los hechizos de sondeo y defensa. Ya le había fallado una vez la concentración, y los había visto el chamán orco. Los flujos de energía mágica estaban volviéndose caóticos, en parte por la acción de los poderes centrados en el templo y en parte por las vastas energías que liberaban los chamanes pieles verdes y los brujos del Caos. Los segundos constituían pequeños cambios comparados con los primeros, pero dadas las circunstancias introducían incertidumbres en la matriz.

Cada hechizo que se hacía era como un diminuto grano de arena que se desplazara en un desierto. En sí mismo no era nada, pero su diminuto peso añadido a una duna hacía que toda ésta temblara y cambiara de forma. Lo mismo sucedía allí. Tal vez un día, si sobrevivía, registraría sobre papel sus teorías al respecto. De momento, tenía otras preocupaciones.

Con el fin de no contribuir a ese torbellino, estaba recurriendo al poder contenido en el báculo y a sus propias energías, y eso era extremadamente agotador. Poseía polvo de ciertas raíces y hierbas que lo ayudarían, pero prefería no usarlos a menos que tuviese una necesidad absoluta. El precio que se pagaba por la energía renovada era la pérdida de concentración y agudeza intelectual, y en ese momento necesitaba contar con todas sus facultades.

Su grupo era demasiado pequeño para arriesgarse a que se viera atrapado en otra refriega. Estaba quedándose sin tiempo. Necesitaba hallar la ruta más segura hasta el corazón de ese laberinto y enfrentarse con los hechiceros que obraban allí, y necesitaba las armas de los hombres y el enano para que lo protegieran. Sabía que iba a tener que arriesgarse a usar un hechizo propio, y confiar en el hecho de que cualquier otro mago presente estuviese muy probablemente demasiado absorto en las complejidades de la magia de batalla para reparar en algo tan sutil como lo que iba a intentar.

Les hizo a los otros un gesto para que esperaran, cerró los ojos y murmuró el hechizo de visión total. Al principio, como sucedía siempre, no se produjo ningún cambio; luego, lentamente, las fronteras de su percepción comenzaron a expandirse hacia el exterior como una burbuja que se inflara con lentitud. De repente, fue capaz de situarse fuera de sí mismo y mirar hacia abajo, con una vista que abarcaba trescientos sesenta grados. Se sintió mareado mientras su mente se esforzaba por adaptarse a unas percepciones para las que jamás había estado destinada, por ver las cosas desde una perspectiva desde las que normalmente no las veía ningún mortal. De no haber sido por las décadas de práctica y los siglos de disciplina que tenía en su haber, dudaba de que pudiese haberlo hecho. Por lo que sabía, ningún humano había alcanzado jamás la flexibilidad mental necesaria para ejecutar ese ritual sin consumir antes una potente droga alucinógena. Al parecer, sólo los elfos podían hacerlo, y los Ancestrales que se lo habían enseñado a ellos, por supuesto. Tal vez los slann también podían, pero ¿quién sabía de qué era capaz aquella extraña raza de batracios?

Se dio cuenta de que se estaba distrayendo al intentar su mente escapar a la presión a la que él estaba sometiéndola. Inspiró profundamente, ralentizó los latidos de su enloquecido corazón con un pensamiento, y dejó que su consciencia continuara expandiéndose.

Vio todos los corredores que radiaban desde la posición que ocupaba en ese momento. Vio que la mayoría estaban desiertos, pero que por algunos corrían hombres bestia y que los orcos avanzaban sigilosamente. Daba la impresión de que, en las proximidades, la batalla por la posesión de la pirámide había llegado a una nueva fase de acecho sigiloso, debido a que cada bando intentaba pillar al otro por sorpresa. Sus percepciones continuaron expandiéndose con rapidez, igual que se dirigen hacia el margen de una laguna en calma las ondulaciones que provoca una piedra al caer en ella.

Vio zonas aisladas de salvaje lucha donde batallaban orcos y hombres bestia. Vio chamanes que lanzaban hechizos con varas de hueso y brujos de Tzeentch que respondían con encantamientos de sutil complejidad. Sintió como un dolor dentro del cráneo el desgarramiento que eso le causaba al tejido de la realidad.

Su visión continuó avanzando cada vez más, hasta que vio toda la pirámide como si fuera un termitero hirviente de violencia y conflicto, lleno de hordas de monstruos dedicados a causarse daño mutuamente. Vio enormes trolls y monstruosos ogros dragón. Vio grotescos monstruos carentes de extremidades y criados en el infierno, todos boca y ojos, que saltaban hacia la batalla con vociferantes goblins sobre el lomo. Vio arpías que aleteaban entre las galerías y descendían sobre aulladores orcos negros para arrancarles los ojos con garras afiladas como navajas.

Había mucho que no podía ver, ya que ciertas áreas estaban protegidas por extrañas runas. Otras quedaban ocultas a su vista por deslumbrantes remolinos y corrientes de energía cósmica que lo cegaban cuando intentaba concentrarse en ellas. Obligó a su mente a reparar en lo que podía ver y memorizar lo que debía, y luego concentró su atención en lo que estaba buscando: el extraño y vasto núcleo de poder que acechaba profundamente en el corazón de aquella demente estructura.

Esa parte fue fácil, ya que su atención se vio atraída hacia allí como una polilla hacia una llama o un nadador que se ahoga hacia el centro de un remolino. Vio los hechizos de vigilancia colocados allí para protegerlo. Eran potentes y poderosos, pero carecían de la sutileza y poder de las protecciones de los slann. Con suerte, habilidad y concentración, podría esquivarlos. Hizo navegar su conciencia por las intrincadas tramas a la vez que evitaba los tropiezos y pozos místicos, e intentaba no disparar ninguna de las alarmas. Le parecía que era un trabajo agónicamente lento y doloroso, pero sabía que, en realidad, aún se hallaba en el momento que mediaba entre un segundo y el siguiente. Al pasar, vio a los guerreros que aguardaban en el centro y al ser descomunal que se paseaba por el corazón de la pirámide, y percibió su furia, su cólera primitiva. Luego, al fin, su mente encontró lo que buscaba: la cámara central, el corazón de la demencia, el lugar por donde el poder fluía, procedente del mundo de más allá, al interior del reino de los mortales.

Vio una enorme estructura, empapada en sangre que de algún modo sugería que era un altar de sacrificio, y los controles de alguna compleja máquina. Vio las pilas de cadáveres que sólo los dioses sabían en nombre de quién habían sido sacrificados. Vio gigantescas columnas a ambos extremos de la sala; a través de ellas, se canalizaba toda la energía mágica condensada y recogida. Vio la vasta e intrincada red de fuerzas que radiaban desde aquel lugar hacia un centenar de otros. Allí se encontraba uno de los grandes nexos de las sendas de los Ancestrales, tal vez el más grande, si se exceptuaba el inmenso abismo que se abría en el Polo Norte.

Entonces veía de dónde procedían todos los guerreros del Caos y los hombres bestia. Entraban a través de las sendas de los Ancestrales y emergían allí. Incluso mientras observaba, un aumento de energía lo advirtió de la llegada de otra partida de guerra. Observó cómo, de inmediato, recibían órdenes de los hechiceros que controlaban el lugar y salían corriendo hacia la batalla.

Así pues, allí tenía, al fin, a los seres que habían trabajado para abrir ese lugar: gemelos albinos casi idénticos, de aspecto vulpino. Uno iba vestido con ropas de hilo de oro, y el otro, con un ropón del negro más profundo. De inmediato, percibió que se trataba de magos de vasto poder oscuro. Algo los unía, un lazo de sangre y magia que le recordaba al que le unía a él y a su gemelo, sólo que más fuerte. Percibió su malevolencia y alegría mientras trabajaban, y se dio cuenta de que no estaban en absoluto cuerdos. No les importaba si destruían esa isla o el mundo. Tal vez se alegrarían si eso sucediera. No había ninguna manera de que él pudiera persuadirlos para que se detuvieran, así que esa remota posibilidad acababa de quedar eliminada. Dos personajes como ésos deberían ser vencidos por la fuerza. Sólo esperaba poseer la fortaleza suficiente para cumplir la tarea.

Mientras observaba, pudo ver que uno de ellos estaba haciendo hechizos similares a los suyos para guiar las fuerzas del Caos contra los orcos. El otro supervisaba la máquina del centro de la cámara, aparentemente sin darse cuenta de que había despertado fuerzas que escapaban a su poder de control, o sin importarle que así fuera.

Teclis anuló el hechizo, y su conciencia regresó de inmediato al contenedor que era su cuerpo. Sacudió la cabeza y comprobó los hechizos de ocultación que había tendido sobre el grupo, y que entonces eran más necesarios que nunca. Si uno de aquellos magos los percibía antes de que llegaran al sanctasanctórum, podría lanzar contra ellos los suficientes guerreros del Caos y hombres bestias para vencerlos. Creyó que sus tejidos eran apretados y eficaces. De momento, su mayor temor era que uno de los lacayos de los hechiceros informara a éstos de su presencia. Contra eso, la única defensa era la presteza.