25
La senda continuaba y continuaba a través de la vegetación, pero no se veían más huellas gigantescas, lo que Félix agradecía profundamente. En cambio, el bosque se volvía más pestilente, los árboles más retorcidos y los animales más mutados. Apareció a la vista un venado con dos cabezas. Las arañas grandes como el puño de un hombre correteaban como joyas por las ramas altas. Vadearon una corriente de aguas negruzcas en la que eran visibles partículas débilmente luminosas, y Félix dedujo que aquellas aguas estaban contaminadas por piedra de disformidad. Sus temores se confirmaron cuando oyó lo que decía Teclis.
—Haced correr la voz: no bebáis agua ni comáis nada que encontréis aquí por muy comestible que pueda parecer.
—No creo que nadie necesite que le digan eso —replicó Gotrek.
—Nunca sobra mostrarse excesivamente prudente —lo contradijo el elfo, y por primera vez, el enano no se mostró en desacuerdo.
El aire se hizo más espeso y opresivo, y daba la sensación de que presagiaba una tormenta. De repente, Félix sintió nostalgia del aire puro y la fría lluvia de las montañas. Saltaba de roca en roca por el vado porque no quería que las aguas contaminadas le tocaran siquiera las botas. «¿De qué tienes miedo? —se preguntó—. ¿De acabar con botas mutantes?». El pensamiento no parecía muy gracioso. En la ciudad encantada de Praag había oído hablar de cosas más extrañas. Maldijo a todos los dioses, ya que su destino parecía ser visitar los peores lugares del mundo. Deseó que, aunque fuese una sola vez, la búsqueda de muerte de Gotrek los llevara al harén del Sheik de Arabia o al palacio del Emperador. «Según va nuestra suerte —pensó—, los encontraríamos infestados de mutantes o habitados por magos malignos».
Comenzó a llover. Era una lluvia más tibia que la de las montañas, y a Félix no le gustaba la forma en que le tocaba la piel. Muchas de las gotas se habían filtrado a través de las hojas y las ramas de aquellos detestables árboles contorsionados, que sólo los dioses sabían qué sustancias venenosas podían contener.
Volvió a mirar hacia arriba y creyó percibir el destello de unos ojos como platos. Se concentró. Entre el verde manchado, avistó un monstruoso rostro de dientes podridos hasta el raigón. Antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, una lanza salió disparada y se clavó en él, y un cadáver de goblin cayó en el chapoteante fango.
—¿Me pregunto cuántos más como éste hay por aquí? —dijo mientras Siobhain arrancaba su lanza del cuerpo.
Los guerreros de Albión continuaron adelante. Félix tenía visiones de goblins de ojos desorbitados que lo espiaban desde el fangoso sotobosque, lo que no contribuía lo más mínimo a mejorar su estado de ánimo.
Se obligó a considerar lo que sucedía. Al parecer, no eran los únicos que estaban interesados en el templo de los Ancestrales. ¿Acaso los orcos intentaban apoderarse del templo para usarlo ellos, o estaba pasando algo más siniestro?
Teclis sacudió la cabeza.
—Veo que voy a tener que rodearnos otra vez con el manto de la invisibilidad —dijo.
—No te agotes, elfo —contestó Gotrek.
* * *
Los últimos vapuleados supervivientes de los orcos de Gurag entraron cojeando en el campamento de Zarkhul, que miró al alicaído jefe llamado Kur.
—¿Qué ha sucedido?
—El elfo mató a Gurag. Han vencido nuestra resistencia. Están en el valle. Marchan hacia el templo.
«¿Es ésta la señal que he estado esperando»?, se preguntó Zarkhul. Tal vez. Ya estaban reunidas todas las tribus que habían regresado tras capturar los círculos de piedra, y los chamanes habían absorbido el poder de todas ellas. Éste parecía ser un momento tan bueno como cualquier otro para atacar.
—¡Desenvainad vuestras espadas! Podréis demostrarnos vuestra valentía a todos. ¡Vamos a entrar en la ciudad!
Un gran rugido surgió de las hordas reunidas al correr la voz como magia a través de sus filas, y tuvo la seguridad de que incluso los clanes más alejados gritaban con una sola voz al responder a su orden. En momentos como ése, los orcos actuaban como si fuesen uno solo; podía utilizárselos como si fueran una sola espada, y él era el líder de todos.
* * *
Ante ellos estaba la cresta de la montaña. Félix, Gotrek, Teclis y Murdo ascendieron hasta la cima. Se mantenían a la sombra de los árboles y se movían en silencio, aunque al joven Jaeger no sabía cómo algo podría oírlos por encima del constante repiquetear de la lluvia. Al llegar a la cresta de la colina, vieron que allá abajo la tierra estaba pelada. Era un territorio agreste, abierto y rocoso, que llegaba hasta el mismísimo templo.
Félix vio que el zigurat más próximo era grande como una colina y que el complejo templario abarcaba un área tan grande como muchas ciudades humanas. Tal vez, de todas las poblaciones que había visitado, sólo la gran extensión de Altdorf era más grande. Sobre ella flotaba un aura de inmensa antigüedad y extrañeza. Le resultaba fácil creer que ningún ser humano había construido aquello, ni cualquier otro ser parecido a los humanos, como los elfos o los enanos. En los flancos, había empotrados enormes glifos; eran laberintos rectangulares y de ángulos rectos que, de algún modo, parecían atraer la mirada hacia su interior. Tuvo que luchar para apartar los ojos, para evitar reseguir los dibujos. Tenía la sensación de que si lo hacía, si los reseguía hasta el final, podría ser dotado de una extraña penetración cósmica, pero que no era algo que deseara. Entender esas runas quizá significara dejar atrás la humanidad y la cordura.
Se le ocurrió una idea.
—Mapas —dijo.
—¿Qué, humano? —inquirió Gotrek.
—Las runas son mapas de los senderos o de la estructura de los senderos, o de algo relacionado con… —dejó que la frase se arrastrara hasta apagarse, y se dio cuenta de que debía de estar hablando como un demente para los demás.
—Tal vez tienes razón —intervino el elfo—. Es una teoría interesante. O tal vez, sean protecciones. Los símbolos pueden contener representaciones de hechizos. Son modelos de energía mística. Los trabajos rúnicos mágicos de los enanos funcionan así, según creo.
—Cree lo que te dé la gana —contestó Gotrek—, pero esto no nos acerca más a nuestro objetivo.
Como si respondieran a sus palabras, los zigurats se estremecieron.
—Y estamos quedándonos sin tiempo —añadió Teclis—. El poder del interior empieza a descontrolarse.
—¿Entramos? —quiso saber Félix.
—Entramos —asintieron los otros.
Mientras hablaban, unos tambores resonaron por todo el valle. Al parecer, los orcos habían tomado la misma decisión. Murdo retrocedió para hablar con sus hombres, y Bran, con los suyos. Las guardias doncellas sopesaron sus lanzas y se prepararon.
Antes de darse cuenta de lo que hacían, todos acometieron locamente ladera abajo; corrían a la máxima velocidad de que eran capaces, valiéndose de las rocas para ponerse a cubierto. Félix no tenía claro por qué actuaban así, pero algún instinto hacía que quisieran cubrir aquel terreno abierto con tanta presteza como fuese posible. Las murallas del templo ancestral no presentaban promesa alguna de refugio o seguridad, y sin embargo parecían, de algún modo, preferibles a la posibilidad de que los sorprendieran en terreno abierto.
La sola visión de un hombre corriendo bastó para poner en movimiento a todo el grupo. Al aproximarse a las grandiosas estructuras de piedra, el joven Jaeger tuvo la sensación de que estaba observándolo alguna vasta presencia implacable situada dentro del templo de los Ancestrales, y quiso más que nada escapar a esa mirada tan rápidamente como le fuese posible.
Se sintió casi aliviado al pisar la primera rampa que ascendía por un lado de la pirámide, pero bastante menos al mirar atrás. La totalidad del bosque que cubría las colinas que rodeaban la pirámide despertó repentinamente a la vida plagada de orcos. Emergieron a millares de los pestilentes bosques, profiriendo alaridos y entonando cantos. «¿Qué hemos despertado?», se preguntó Félix, que sabía que no había vuelta atrás, ya que, contra tantos enemigos, no había manera de regresar sobre sus pasos. Mientras observaban, las hordas de orcos echaron a correr atronadoramente ladera abajo, avanzando con una fuerza tan irresistible como la de una avalancha. «Tal vez era la mirada de los orcos lo que percibíamos», pensó; pero sabía que se equivocaba.
—Ahí tienes un buen final —le dijo a Gotrek, haciendo un gesto hacia atrás para señalar a aquella horda descomunal.
—Mi final se encuentra dentro de la pirámide —replicó Gotrek con los ojos fijos en la espalda del elfo.
Félix no estaba del todo seguro de lo que quería decir con eso, pero lo tranquilizó todavía menos que la visión de todos aquellos orcos.
—Y ahora, ¿qué? —le preguntó a Teclis.
—Adentro —replicó el otro—. Nos hallamos cerca del origen de todo este poder. Puedo sentirlo. Nuestra búsqueda ya casi ha terminado.
Los gritos de guerra de los pieles verdes se alzaban detrás de ellos.
—De una u otra forma, pienso que tienes razón —respondió Félix.
* * *
Félix calibró el tamaño de la arcada bajo la que pasaban. Era diez veces más alta que un hombre, lo bastante grande como para que pudiese pasar por ella el gigante de su imaginación. «Maravilloso —pensó—. Como si ya no hubiesen bastantes cosas por las que preocuparse».
El lugar estaba iluminado por extrañas luces verdes situadas en el techo, que a Félix le recordaron las que había visto en las sendas de los Ancestrales. También el trabajo de cantería recordaba al de la entrada de los senderos, aunque en una escala mucho más ciclópea. ¿Por qué los misteriosos Ancestrales habían sentido la necesidad de construir allí calles tan enormes? ¿Qué se habían llevado a través de Albión que fuese tan grande? ¿O acaso su imaginación era sencillamente demasiado prosaica para el tema? Tal vez las arcadas eran tan inmensas por una razón completamente distinta. Quizá había algún significado místico en su tamaño y forma que él simplemente no podía comprender. Tal vez, formaban parte de algún tipo de runa que sólo podía ser leída por un dios. «Aunque eso no importa mucho en este momento —pensó Félix—. Si esos orcos nos ponen la zarpa encima, todas esas especulaciones tocarán a su fin». Presa de la agitación, pasó por debajo de la arcada y penetró en los vastos corredores oscuros que se extendían al otro lado.
Cuando entraban, los muros volvieron a estremecerse.
—Ahora debemos darnos prisa. ¡Hacia la Cámara de los Secretos!
Los muros que los rodeaban temblaron una vez más, y las luces del techo se extinguieron; en ese momento, unos pocos hombres profirieron alaridos de miedo. La oscura cámara se colmó repentinamente de amenaza. Teclis avanzaba a grandes zancadas en cabeza del grupo, lleno de confianza. Del extremo del báculo radiaba una luz que les iluminaba el camino y hacía que algunas cosas huyeran a toda velocidad del círculo que proyectaba. Félix atisbó enormes formas de murciélago que ascendían hacia la oscuridad que quedaba bajo el techo. Una vez más fue consciente del tremendo peso de la piedra que los rodeaba. Se encontraba en las profundidades de una montaña artificial, y algo que había en ella le oprimía el alma.
Con cada paso que daba hacia la ancestral oscuridad, aumentaba su certeza de que el lugar estaba embrujado. No sabía qué moraba allí dentro —tal vez los fantasmas de los Ancestrales, quizá los espíritus de otras cosas muertas hacía mucho tiempo—, pero estaba seguro de que allí dentro había algo. Con demasiada frecuencia le parecía que, cuando entraban en una cámara, alguna sombra enorme se marchaba flotando justo fuera de su vista, esperando y observando con maligna inteligencia a que ellos dieran un paso en falso, o tal vez sólo para extraviarlos dentro de la eterna oscuridad.
Peor aún, la contaminación de piedra de disformidad del aire iba en aumento. Sentía una presión en los oídos, encima de la cabeza, dentro de las mejillas, que se intensificó hasta resultar casi dolorosa. Incluso le dolían los dientes. No dudaba de que el elfo tenía razón. Estaban aproximándose al núcleo de la más poderosa magia con la que Félix se hubiese tropezado jamás. Percibía que fuerzas aletargadas durante mucho tiempo despertaban por todas partes a su alrededor.
Incluso Gotrek parecía percibirlo, ya que sus movimientos eran cautelosos y su cabeza iba de un lado a otro, vigilante. Félix reparó en que las runas del hacha del enano habían comenzado a relumbrar con su propia luz interna, lo que, según la experiencia de Félix, nunca era una buena señal.
Detrás, podían oír los resonantes gritos de los orcos, cuyo sonido parecía reverberar como el trueno a través de las antiguas cámaras. Los bestiales rugidos se amplificaban una docena de veces hasta transformarse en la voz de un dios furioso. Mentalmente, Félix podía visualizar aquel vasto ejército de pieles verdes que salían por los corredores lenta, inexorablemente, como una irresistible ola verde que llenara toda la estructura.
A Félix le parecía increíble que pudiesen haber llegado tan lejos sin tropezar con algún tipo de resistencia. Según su experiencia, las fuerzas del Caos nunca renunciaban a nada que hubiesen tomado sin presentar batalla. A menos, claro está, que fuese una trampa. La repentina certeza lo conmocionó. ¿Acaso los estaban atrayendo al interior de la pirámide para perderlos? ¿Serían sacrificados de algún modo horrible como parte de algún espantoso ritual? ¿Habrían sido ya tragados vivos por el vasto dios oscuro que era la pirámide misma?
Intentó apartar el pensamiento de su mente y reparó en otra cosa. El amuleto que le había dado el elfo estaba lo bastante tibio como para que pudiese sentirlo sobre el pecho. Al tocarlo con los dedos, le sorprendió lo caliente que estaba y vio que las runas que lo adornaban, escritas en fluida y grácil escritura élfica, brillaban con luz propia. Algo había activado el poder protector.
Procedentes de la lejanía, captaba otros sonidos: los bramidos de guerra, el entrechocar de las armas. En alguna parte había hombres o cosas parecidas a los hombres que salmodiaban los nombres de los Dioses Oscuros, y los orcos respondían con gritos guturales en su idioma bestial. Hasta el momento, en el sendero que seguían, no se habían encontrado con nada. Eso hacía que se pareciese más a una trampa, como descender por la garganta de una bestia colosal que en cualquier momento pudiese tragarlos y hacerlos caer en su descomunal estómago. Aferró con fuerza su espada, como si de ese modo pudiese aferrar también sus miedos y controlarlos.
Otro pensamiento se insinuó en la mente de Félix. No se encontraban dentro del cuerpo de una gran bestia; estaban atrapados en el funcionamiento de una inmensa máquina infernal, como los ingenios que los enanos usaban para procesar la mena y trabajar el metal, sólo que ésta procesaba almas y producía… ¿qué? No podía ni comenzar a imaginarlo. De repente, se encontró con que anhelaba entrar en acción. Tenía los nervios tensos y la frente cubierta de sudor. Le parecía intolerable esperar cualquier muerte terrible que estuviese a punto de caer sobre ellos. Tuvo que luchar contra el impulso de echar a correr hacia la distante refriega, de lanzarse al centro de la estúpida carnicería, de ahogar su conciencia en olas de frenesí asesino.
El amuleto se calentó aún más sobre su corazón, y las runas del hacha de Gotrek relumbraron con luz más brillante. Las auras que ardían sobre los amuletos de Teclis casi lo deslumbraban, y a la luz de su resplandor sobrenatural podía ver los rostros de los demás humanos. Parecían todos extraños y bestiales; sus sombras eran las de monos encorvados, y sus rasgos evidenciaban expresiones de odio y violencia elementales. Culum le lanzó una maligna mirada feroz. El semblante de Siobhain parecía contorsionado por un odio demencial. Bran miraba furtivamente de un lado a otro, como si temiera que uno de sus compañeros pudiese clavarle una lanza en la espalda y reclamar la corona. Todos parecían atrapados en algún sueño demente.
El elfo le lanzó una mirada, y por su semblante odioso y extraño pasó una expresión preocupada.
—Es este lugar —dijo—. Retuerce la mente. El Caos y la magia de los Ancestrales se han entrelazado para producir algo que los mortales no están preparados para soportar. Conserva la calma. Resiste. Pronto estaremos donde tenemos que estar.
Como para burlarse de sus palabras tranquilizadoras, los sonidos de violencia se intensificaron, y toda la pirámide tembló como si la golpeasen con un martillo gigantesco. Las luces volvieron a encenderse entre oscilaciones, y un extraño sonido gimiente y agudo colmó el aire. Félix no quería pensar en qué podía hacer que una estructura de piedra tan vasta como aquélla se estremeciese como una bestia temblorosa. Sentía que estaban poniéndose en libertad fuerzas capaces de partir el mundo como si fuese un huevo, y deseó encontrarse en cualquier parte menos allí.
* * *
Ante ellos había una enorme plaza abierta al cielo. Que el lugar poseyó un tejado en otro tiempo era evidente por el hecho de que había por todas partes enormes piedras hechas pedazos. Poderosas columnas de piedra se erguían para dar soporte a un techo que ya no existía. También presentaban signos de erosión, el musgo había crecido sobre su intrincado trabajo de cantería, y había penachos de vegetación de color ocre que realzaban unas líneas y ocultaban otras.
En lo alto, nubes negras se arremolinaban en el cielo; destellaban en tonos rojizos como si estuviesen contaminadas con polvo de piedra de disformidad. Descomunales rayos se lanzaban hacia la tierra y, ahora, debían de estar cayendo bastante cerca. La vista del cielo abierto incrementó la claustrofobia de Félix en lugar de disminuirla, ya que le recordó que en breve volverían a sumergirse en la oscuridad estigia. Allí el aire no era fresco, y transportaba rastros de alguna nueva corrupción. Teclis profirió lo que podría haber sido una maldición en idioma elfo y avanzó hacia la base de una de las columnas.
Había sido completamente corroída, y una mano blanca asomaba de la roca. Félix se aproximó y, al mirar por encima del hombro del elfo, vio que no era una mano humana. Sólo tenía tres dedos de hueso, y éstos eran más gruesos que los dedos de cualquier hombre. El elfo dio unos golpecitos sobre la piedra con el extremo de su báculo, y ésta se desmenuzó para dejar a la vista un esqueleto que era sólo remotamente humano.
El esqueleto se desplomó de bruces y repiqueteó sobre el piso. El elfo debía de haber ejercido alguna clase de energía arcana, porque no se hizo mil pedazos como Félix había esperado, sino que cayó como si tropezara y estuviese animado. Por un segundo, Félix temió que aquella cosa estuviese siendo devuelta a una especie de no vida, como los esqueletos y zombis con los que había luchado en las ruinas de Drakenhof. Otros también retrocedieron. Sólo Gotrek y el elfo permanecieron inmóviles.
Al no ver ningún peligro inmediato, el joven Jaeger avanzó con cautela. El esqueleto pertenecía a un ser casi tan alto como un hombre, aunque más ancho, y algo en la forma de la cabeza y la disposición de las extremidades sugería que se trataba de un batracio. «Si se hubiese cruzado un sapo con un mono, el resultado podría haber tenido un esqueleto así», pensó Félix.
—Un slann —dijo Teclis—, un miembro de una de las razas antiguas, los servidores elegidos de los Ancestrales. Fue emparedado aquí, en medio de estas columnas. Encontraríais un esqueleto similar en la base de cada columna. Fueron sepultados vivos.
—Pero ¿por qué? —quiso saber Félix.
—Como parte de algún ritual destinado a consagrar este lugar. Las almas tenían la misión de guardianes. Tal vez eran ofrendas a lo que fuera que reverenciaran los Ancestrales. O quizá el propósito fuera tan ajeno a nosotros que no podemos comenzar a entenderlo siquiera. ¿Quién sabe? Algún día, cuando tengamos más tiempo, me gustaría volver y examinar este sitio. ¿Quién sabe qué secretos contiene?
—Esto no nos lleva a ninguna parte —intervino Gotrek al mismo tiempo que alzaba el hacha con gesto amenazador—. Continúa guiándonos, elfo. Llévanos hasta el centro de esta cosa.
Teclis interrumpió sus ensoñaciones, pero se detuvo para echarle una última mirada interrogativa al esqueleto. Félix pensó que lo entendía. ¿Cuánto tiempo hacía que esa criatura había vivido, había respirado y había caminado al sol? Milenios, por lo menos. Antes del nacimiento del Imperio. Antes de que surgiera la primera civilización humana en la antigua Nehekhara. ¿Qué clase de mundo había contemplado? ¿Qué extrañas maravillas había presenciado? Por un breve instante, Félix comprendió también una parte del atractivo que tenía la nigromancia; poder hacer que una criatura semejante hablara y entregara sus secretos. Se estremeció y apartó los ojos al mismo tiempo que se preguntaba de dónde procedían esos oscuros pensamientos. «Este lugar está realmente afectándome», pensó.
Como uno solo, salieron del grandioso patio y volvieron a adentrarse en las entrañas del templo.
* * *
Félix estudiaba el corredor que los rodeaba a medida que marchaba por él. En esa zona, era ancho como una calle, y las únicas barreras protectoras eran los arcos de soporte que sobresalían de las paredes cada cincuenta pasos más o menos. Si había alguna cámara que diera al corredor, estaba sellada tan astutamente que era indetectable. Desde que habían descubierto el esqueleto en la base de la columna, Félix sospechaba que había por todas partes cámaras ocultas, cadáveres y secretos. Le resultaba demasiado fácil imaginar estancias selladas en las que legiones de batracios habían entregado la vida a sus perversos dioses, dentro de las cuales latían siniestras máquinas con la energía de las brujerías ancestrales.
En lo alto, las luces verdosas relumbraban de modo sobrenatural y proyectaban una pálida luminiscencia que ocultaba casi tanto como iluminaba. Las sombras danzaban grotescamente cuando la luz oscilaba y luego se intensificaba insinuando, tanto como los estremecimientos de la tierra, la presencia de máquinas secretas, cuyo flujo mermaba y aumentaba en torno a ellos. Una vez más surgió en la mente de Félix la imagen de alguna enorme y compleja máquina totalmente incomprensible. Pero estaba dispuesto a creer que allí se estaban canalizando poderes que podían, lenta e inexorablemente, desplazar continentes.
Al ocurrírsele este pensamiento, oyó que los sonidos de la batalla reverberaban una vez más por la inmensa estructura.
* * *
El ruido de un enfrentamiento furioso estaba cada vez más cerca. Félix entrecerró los ojos para sondear la oscuridad lejana, y vio que orcos y hombres bestia luchaban salvajemente en el siguiente cruce de corredores. Dos poderosas olas de monstruos se habían encontrado, y ninguna de ellas estaba dispuesta a ceder terreno. Félix no podía decir cuál estaba ganando, aunque no le importaba. Sólo quería estar fuera de aquel lugar, lejos de la eterna oscuridad que los rodeaba.
Teclis alzó una mano y les hizo un gesto para que se detuvieran. Todos los hombres y mujeres prepararon sus armas, apuntando las lanzas y agitando las espadas. Félix no estaba seguro de qué utilidad podían tener unos espadones tan descomunales, aunque fuese en unos corredores tan anchos como ése, ya que dudaba de que hubiese espacio para que más de dos o tres hombres armados con ellas pudiesen luchar lado a lado. En un espacio estrecho, resultarían una amenaza tan grande para sus amigos como para sus enemigos.
—No —dijo el elfo—. No lucharemos. Todavía, no. Tenemos que encontrar otro camino.
Aguardaron en tensión para ver si la batalla se desplazaba hacia donde ellos estaban; pero no fue así. Por el contrario, retrocedía con respecto a ellos y se alejaba. El pequeño ejército de humanos comenzó a avanzar otra vez.
Llegaron a otra rampa que descendía hacia las profundidades. De ella manaba un olor fétido de agua estancada y contaminada por piedra de disformidad y podredumbre rancia. Había moho en los muros, una peculiar excrecencia de color negro que parecía venenosa. Había carcomido las antiguas tallas de la piedra y había conformado grotescas formas nuevas que eran insinuaciones de gárgolas y monstruos sin serlo del todo.
Sin detenerse, Teclis los condujo hacia abajo, oscuridad adentro. Félix miró al enano, pero éste parecía sumido en lóbregos pensamientos; su mente daba la impresión de haberse vuelto hacia el interior, como sucedía a menudo antes de los momentos de extrema y explosiva violencia.
Incluso la rampa que descendía era inmensa. Bajaba abruptamente hacia una oscuridad que se ahondaba cada vez más al volverse aún más oscilantes las luces verdes del techo. Félix avanzaba a la cabeza de la columna, junto al elfo y el enano, cuya presencia le resultaba tranquilizadora incluso allí. Luego, sus ojos captaron algo que lo dejó pasmado. Ante ellos, el camino estaba bloqueado por lo que parecía un muro roto formado por púas. Al acercarse más vio que no eran púas, sino huesos que formaban parte de otro esqueleto, mucho más grande que el anterior. Una monstruosa caja torácica se encumbraba ante él. Caminó a lo largo de una columna vertebral hecha pedazos, hacia un cráneo de aspecto bastante humano que había sido destrozado por algún potente golpe.
Era el esqueleto de un gigante que bloqueaba el corredor en su totalidad. Su tamaño encajaba a la perfección con la criatura que él había imaginado al ver la enorme huella dejada en el fango del bosque.
—No creo que haya sido sepultado aquí como parte de algún ritual antiguo —dijo Félix.
Lo inspeccionó en busca de estigmas de mutación, pero no halló ninguno. Los huesos eran descomunales, más gruesos que los de un hombre normal en proporción al tamaño, y el joven Jaeger dedujo que el gigante, en vida, había sido proporcionalmente mucho más ancho que un hombre. No obstante, no presentaba cuernos ni zarpas. Faltaban algunos de los huesos de brazos y piernas, pero vio que los restos partidos y rajados yacían cerca. Entonces, se acordó de que los orcos y los hombres bestia rompían los huesos para chupar el tuétano. Reprimió un estremecimiento.
—¿Qué podría haber matado y devorado a un gigante? —preguntó sin esperar realmente una respuesta.
—Otro gigante —respondió Gotrek, ceñudo.
Avanzó hasta situarse debajo del inmenso costillar y se detuvo a contemplarlo durante un segundo, como si estuviera comparando su tamaño con el del muerto. Félix se preguntó qué le andaría por la cabeza. Comparada con aquella criatura descomunal, incluso la enorme hacha de Gotrek era menos que el juguete de un niño. No constituía un pensamiento tranquilizador. La huella que habían visto en el exterior era reciente, y en su mente surgió la imagen de un gigante caníbal lo bastante fuerte como para matar incluso a su poderoso congénere.
Por las expresiones de todos los hombres que lo rodeaban, se dio cuenta de que la misma idea se les había ocurrido a ellos. Con visible renuencia, continuaron descendiendo hacia las profundidades de la pirámide.