24
Félix se situó hombro con hombro con Murdo y Culum, y los tres comenzaron a abrirse paso luchando a través de la masa de orcos y goblins. La roca que pisaban estaba resbaladiza de condensación y sangre, y la forma en que se inclinaba tampoco ayudaba a mantener el equilibrio. El inseguro borde de la senda era una constante fuente de preocupación y, en la niebla, no había manera de saber quién iba ganando.
A Félix le dolían los brazos de tajar orcos y estaba jadeando. Se preguntó qué se habría hecho del Matatrolls y el elfo. Si a cualquiera de ellos le había sucedido algo, él se encontraba en una posición realmente precaria. Era un extraño en una tierra de la que sabía muy poco.
La batalla se había transformado meramente en un asunto de parar golpes y asestar estocadas cada vez que se le acercaba un enemigo. Les guardaba la espalda a sus camaradas, y ellos a él. En el torbellino de la lucha, las personalidades y animosidades quedaron olvidadas. En más de una ocasión, paró un golpe dirigido contra la espalda de Culum. Varias veces, el corpulento hombre portador del martillo salió como una exhalación de la niebla para reducir a pulpa a un orco que atacaba a Félix.
Lo más extraño de todo eran los goblins con alas de murciélago que parecían descender del cielo; atravesaban a los hombres con sus cascos puntiagudos y los arrastraban al vacío por el borde del precipicio. Los pieles verdes no parecían tener el más leve sentido de autoconservación.
De sus labios salía espuma y sus ojos desmesuradamente abiertos delataban el consumo de alguna droga. Félix había visto aquello antes, en las Montañas del Fin del Mundo, situadas en las fronteras del Imperio. Resultaba extraño hallar algo que fuese siquiera vaga y repulsivamente familiar en un lugar tan alejado de su tierra de origen.
En algún punto de la niebla, resonó el trueno y destelló una luz dorada. Félix se sintió vagamente tranquilizado, seguro de que el hechicero elfo aún participaba en la refriega. En más de una ocasión, creyó oír el bramante grito de guerra de Gotrek.
Por último, tras lo que pareció una eternidad en el infierno, el estruendo de la batalla disminuyó. Los bramidos de los orcos se hicieron menos numerosos y asumieron una nota atemorizada al alejarse niebla adentro. Los chillidos, risillas y grititos de los goblins se desvanecieron en la distancia. Poco a poco, las voces de los hombres fueron las dominantes, y los gritos de guerra fueron reemplazados por los de preocupación y por las interrogaciones acerca del estado físico de hermanos, camaradas y compatriotas.
Félix se encontró mirando a Murdo y preguntándose si su propio aspecto sería la mitad de malo que el del anciano. Le goteaba sangre del rostro y los brazos, tanto la roja de los hombres como la verde de los orcos. Tenía unas cuantas heridas, y una sección de la piel de su frente había sido cortada y dejaba a la vista carne rosácea y sangrante. Murdo alzó las manos, murmuró un encantamiento y la herida se cerró para dejar sólo una cicatriz rosada. Félix advirtió que él mismo tenía unos cuantos cortes en los brazos y el pecho, pero su cota de malla parecía haberlo protegido de daños mayores.
Como si se deshiciera un hechizo maligno, la niebla se levantó para mostrar una escena de pasmosa carnicería. La senda estaba cubierta por los cadáveres de hombres, orcos y goblins, e incluso los de algunos monstruos grandes e informes, cuya especie Félix desconocía. Los hombres de Carn Mallog habían luchado con valentía, pero había caído más de la mitad. Sólo quedaban unos cinco de la partida original de Crannog Mere. En el aire, por encima de ellos y rodeado por un aura de poder, flotaba el elfo. Félix olió a quemado y vio llamas donde ardían extrañas máquinas de guerra hechas de madera, situadas sobre los salientes que dominaban la senda.
Gotrek atravesó la masacre con pasos pesados, como un demonio de guerra salpicado de sangre. Parecía ferozmente satisfecho de sí mismo, y pateó con la bota la cabeza cortada de un jefe orco que tenía delante, como un niño que jugara con un balón.
—Veo que todavía estás vivo —comentó Félix.
—Sí, humano, aún lo estoy. Esas eran criaturas débiles, y morir en combate con ellas habría sido un final indigno.
Félix miró las pilas de hombres muertos y se preguntó si habrían estado de acuerdo con la valoración que el Matatrolls acababa de hacer de sus enemigos. De algún modo, parecía improbable.
—Tal vez encontraremos algo más mortífero en nuestra empresa —replicó con acritud.
Gotrek se encogió de hombros y alzó una mirada feroz hacia el elfo, como si le fastidiara ver que todavía estaba vivo. O eso, o bien estaba considerando si el hechicero sería un oponente lo bastante digno como para acabar con su desdicha. Félix esperaba sinceramente que no se tratara de esto último. Luego, advirtió que el elfo hacía gestos hacia algo.
—Supongo que será mejor que veamos qué ha descubierto —decidió el joven Jaeger.
* * *
Más abajo de donde se hallaban, podían ver un vasto valle rodeado por montañas. En el centro del valle, envuelta en arremolinadas nubes negras e iluminada por rayos, vieron una enorme estructura.
—El templo de los Ancestrales —dijo Félix.
—En efecto —asintió Teclis—. El templo de los Ancestrales.
Félix estudió los edificios, que, para ser visibles desde aquella altura, debían ser inmensos. Cada uno tenía la forma de un zigurat, una pirámide escalonada con siete enormes niveles. Cada nivel tenía talladas runas, y se accedía a él desde una rampa que partía del nivel inferior. Extrañas rampas y túneles unían los zigurats, pasando entre los árboles, que parecían haberse tragado el resto de la ciudad. Las resplandecientes luces del interior indicaban que el lugar estaba ocupado, encantado o era refugio de alguna horrible brujería, o quizá las tres cosas.
Gotrek sacudía la cabeza con desconcierto.
—¿Qué sucede? —preguntó Félix.
—Me recuerda a algo, eso es todo.
—¿A qué?
—A los zigurats de los enanos del Caos.
—¿Crees que puede existir alguna relación? —inquirió Teclis.
—No lo sé, elfo. Ni tampoco quiero especular más.
—Como quieras —replicó el elfo—. Les diré a los otros que descansen un poco. Necesitarán todas sus fuerzas para mañana.
* * *
La senda descendía serpenteando por la ladera contraria de la montaña hasta los valles ocultos. Avanzaban con precaución, sin creer del todo que los hechizos del elfo los ocultaban como afirmaba él. Esa mañana no habían visto ningún orco, pero nunca se sabía.
—¿Estás seguro de que tu magia funciona? —preguntó Félix—. No veo ninguna diferencia.
El elfo le dedicó una sonrisa cansada.
—Tú te encuentras dentro del ámbito del hechizo.
—¿Cómo funciona?
—Extravía las miradas y la magia adivinatoria. Sólo si alguien se nos acerca a una docena de pasos advertirá nuestra presencia. Ahora, si tienes la amabilidad, hasta que nos encontremos a cubierto de los árboles, debo concentrarme para mantenerlo.
Al ir avanzando, Félix reparó en que el entorno cambiaba. El aire era más cálido y había un repugnante hedor pútrido en él, peor que cualquier podredumbre que hubiese olido en el pantano. A medida que descendían, el terreno estaba más mojado y aumentaba la vegetación. Al principio, sólo algunos negros árboles nudosos se aferraban a la ladera de la montaña, con las raíces entretejidas en piedras y tierra; resultaron ser sólo los primeros centinelas de un vasto ejército de vegetación, una horda de inmensos árboles y arbustos que ni remotamente parecían normales. Los hongos plagaban sus ramas, las enredaderas los estrangulaban como serpientes, y extraños animales pululaban por sus inmensos troncos. Enormes telarañas destellantes reflejaban la mortecina luz del sol. Félix no sentía ningún deseo de ver a las criaturas que las habían tejido.
Gotrek los miró y escupió.
—Odio a los árboles casi tanto como odio a los elfos.
Teclis se echó a reír.
—¿Qué te han hecho a ti los árboles, Gotrek Gurnisson? —quiso saber.
Félix se preguntó si al elfo le gustaba vivir peligrosamente, ya que el Matatrolls no era alguien a quien se pudiese provocar a la ligera. Gotrek le echó una mirada de ferocidad.
Los hombres de Carn Mallog avanzaban en silencio, y unos pocos se habían despojado de las pieles con que se cubrían al aumentar el calor. Bran caminaba junto a Murdo y Siobhain, y un ligero brillo de sudor le perlaba el rostro. Parecía nervioso y un poco furtivo. Con independencia de lo que pudiese haber pensado antes, era evidente que no le gustaba la idea de adentrarse más en aquel lugar corrompido. Félix no podía reprochárselo, ya que finalmente había reconocido el ligero y picante olor a azufre del aire.
—Piedra de disformidad —murmuró el joven—. Esto no es bueno.
—Estás en lo cierto, Félix Jaeger —asintió Teclis—. Es, en efecto, el azote de los antiguos.
Félix miró al elfo. Por primera vez, supo que estaba en presencia de alguien que podía responder a sus preguntas y que, a diferencia del Matatrolls, parecía disfrutar enseñando.
—¿Qué es la piedra de disformidad? —inquirió al mismo tiempo que se daba cuenta de que no era el único que escuchaba, y que su pregunta parecía haber captado la atención de todos.
—El material puro del Caos —replicó Teclis—. Solidificado, coagulado, destilado, alguna combinación de las tres cosas. Es el producto puro de la magia oscura.
—Una vez vi a un skaven consumir esa sustancia —comentó Félix.
—En ese caso, se trataba del skaven más insólito, porque la piedra de disformidad es muy venenosa, incluso para los mutantes como los hombres rata. He leído que algunos videntes grises pueden absorber cantidades de una forma refinada y extraer energía de ella. De ser así, no puedo imaginar que conserven la cordura o la salud durante mucho tiempo, aunque su poder brujo sería inmenso.
Félix pensó en el brujo skaven con el que él y Gotrek se habían encontrado tan a menudo. La descripción del elfo encajaba fácilmente con tal criatura.
—La piedra de disformidad procede de Morrslieb, la luna del Caos —intervino Murdo—. De ella se rompen trozos que llegan a la tierra en forma de grandes lluvias de meteoros. Esas lluvias caen regularmente sobre Albión, donde algo parece atraerlas. Tal vez sean los círculos de piedra. Es posible que sea ésa su finalidad.
—Yo no lo creo así —lo contradijo Teclis, pero al ver la expresión de vejación que afloraba al rostro del anciano, se corrigió—. Permíteme que lo diga de otro modo. Creo que Morrslieb podría muy bien estar hecha de piedra de disformidad, y ciertamente las lluvias de meteoros que describes han sido corroboradas por muchos cronistas elfos, pero no creo que Morrslieb sea la única fuente de piedra de disformidad, pues no es más que un enorme y extraño fenómeno astronómico. Y no creo que los círculos de piedra hayan sido hechos para atraer a los meteoros, aunque muy bien podrían hacerlo. Creo que tienen otra función.
—Podrías tener razón —concedió Murdo, que obviamente no quería discutir con el elfo.
—Todo esto es muy interesante —intervino Félix—, pero me preocupan más los efectos que la sustancia podrían tener en nosotros.
—En el aire hay apenas restos diminutos —le aseguró Teclis—, y de uno u otro modo, dudo de que vayamos a permanecer aquí durante el tiempo suficiente como para que nos afecte demasiado.
—Eso es muy tranquilizador —dijo Félix, que resistió el impulso de señalar que mientras el elfo estaba probablemente protegido por su magia, el resto de ellos no lo estaba.
La senda serpenteaba bajando cada vez más por la ladera de la montaña, y el follaje que los rodeaba se hacía más espeso. Desde el sotobosque les llegaban muchos extraños gruñidos, bufidos y sonidos de bestias grandes que se movían entre el ramaje. Los guerreros de Bran se ponían visiblemente más nerviosos, y la tensión aumentaba. La cabeza de Gotrek iba de un lado a otro mientras observaba la maleza en busca de amenazas.
—Puedo ver por qué el gigante se corrompió —dijo Teclis—, si éste es el lugar donde mora. Un millar de años harían mutar la mente de cualquiera.
—Si su mente ya no estaba mutada, para empezar —intervino Gotrek con voz cargada de significado.
—También su forma física podría muy bien haber mutado —añadió el elfo, haciendo caso omiso del Matatrolls.
—¿En qué sentido? —quiso saber Félix, cuya boca se había secado repentinamente.
—Es muy probable que sea aún más grande y que presente muchos estigmas del Caos. Podría haber sufrido muchas mutaciones que hiciesen que fuese más difícil matarlo.
Félix pensó en el troll contra el que él y Gotrek habían luchado una vez debajo de las ruinas de Karak-Ocho-Picos. Alguien había colgado con una cadena un trocito de piedra de disformidad en torno a su cuello, y le habían sucedido todas las cosas que acababa de describir el elfo. El joven Jaeger se maravilló ante la profundidad de los conocimientos de Teclis. Parecía saber muchísimo acerca de muchas cosas. «Supongo que es una de las ventajas de vivir durante siglos y ser un poderoso hechicero», pensó. Pero sería algo de lo que valdría la pena dejar constancia cuando escribiera la crónica de las aventuras del Matatrolls. Algunos eruditos estarían dispuestos a pagar por ese tipo de información, aunque Félix no estaba seguro de querer que su obra atrajese la atención de ese tipo de gente, porque eso haría que el libro también fuese interesante para los cazadores de brujas y los censores del Imperio. «Así pues, tal vez deje fuera el tema», pensó.
La fina capa de tierra que cubría la senda rocosa iba haciéndose más gruesa a medida que descendían hacia el valle, y al hacerlo se transformaba en un horrible fango pardo negruzco que se adhería a las botas de Félix y producía sonidos de succión cuando levantaba los pies para caminar. Algo mojado y viscoso le tocó la cara, y él se estremeció pensando en los dedos de los ahogados o los tentáculos de algún monstruo particularmente detestable. En cambio, vio que sólo era una enredadera que pendía de una de las ramas de lo alto. Las ramas se arqueaban por encima de ellos, formando un corredor a través del denso bosque que los rodeaba. El joven Jaeger se maravillaba ante el cambio de ambiente. Apenas unas horas antes habían estado temblando en las brumosas alturas. Entonces, se encontraban en una tibia semiselva que le recordaba a los relatos sobre el Continente Oscuro que había leído durante su juventud. El silencio se ahondaba y podía oír su propia respiración. Tenía la certeza de que estaba a punto de suceder algo terrible.
Los largos momentos se arrastraron tan lentamente como babosas que bajaran por un muro, y él dejó escapar un largo suspiro cargado de su propia sensación de alivio. Avanzó un poco más y se encontró al borde de un enorme charco lleno de agua marrón y fangosa. Los bordes de la tierra ascendían como los de una taza para contenerla y en la forma había algo vagamente familiar.
Sacudió la cabeza y se preguntó por qué una enorme silueta vista en las salvajes tierras primitivas de Albión le resultaba familiar a un muchacho urbanita de Altdorf. Lentamente, la comprensión se filtró en su cerebro; poco a poco, la enormidad de lo que estaba viendo se iluminó en su mente. Se dijo que no podía ser verdad. Era una mera casualidad lo que hacía que la forma tuviese el aspecto que tenía.
—Es una huella —dijo Teclis.
—Sí —añadió el Matatrolls con cierta satisfacción feroz—. Lo es.
—No puede ser —dijo Félix en voz baja, y midió con sus pasos un lateral de la enorme pisada.
El largo era exactamente igual a dos de sus zancadas. Si se tendía a su lado, sería casi tan larga como alto era él.
—La criatura debe medir al menos seis veces más que yo.
—Y con eso, ¿qué quieres decir, humano?
Félix consideró las palabras que acababa de pronunciar y se dio cuenta de que no quería creer que nada tan enorme pudiese caminar sobre la tierra bajo la forma de un hombre. Por otro lado, el solo hecho de que él temiera el encuentro con una criatura semejante no significaba que ésta no pudiese existir. En el pasado se había encontrado con muchos monstruos enormes, así que ¿por qué no un gigante?
Intentó recordar si algunos de los ruidos que habían oído anteriormente podrían haber sido las pisadas de un monstruo como ése. ¿Cómo podía saberlo? ¿Qué sentido tenía especular? En cambio, consideró la posibilidad de encontrarse con una criatura así e intentó imaginar su escala. En el mejor de los casos, él le llegaría a la pantorrilla, así que atacarla con su espada sería como si un niño lo atacara a él con un alfiler. Podría cogerlo con una sola mano y arrancarle la cabeza de un mordisco. Se apresuró a apartar la imagen de su cabeza y se volvió hacia Teclis.
—Espero que conozcas algún hechizo para controlar a los gigantes —dijo.
—Los gigantes de Albión son criaturas voluntariosas y muy resistentes a la magia, según se dice.
—Y sin embargo, esos magos del Caos controlan a uno.
—Tal vez, esos informes sean incorrectos. Es posible que la criatura haya hecho un pacto con el Caos. Quizá ellos tienen acceso a hechizos que yo ignoro, Félix Jaeger. Soy uno de los magos más grandes, es cierto, pero no lo sé todo.
—Éste es un momento histórico —se mofó Gotrek—. Quizá la primera vez en la historia en que un elfo ha admitido algo así. Asegúrate de dejar constancia de eso, humano.
—Asegúrate de dejar constancia de todo —corrigió Teclis—, si sobrevives.
En algún lugar distante, algo profirió un bramido, y le respondió el sonido de cuernos y tambores.
—Parece que no sólo hay gigantes —comentó Teclis—. Por el sonido, también hay orcos y goblins.
—Eso es tranquilizador —dijo Félix mientras seguían avanzando por la senda.