23
Félix corría a través de niebla y confusión. Algunos de los guerreros de las tierras altas habían desenvainado sus enormes espadas, y otros blandían sus lanzas a la vez que miraban alrededor en busca de la nueva amenaza. Aullantes gritos de guerra emergían por todas partes desde la oscuridad que los rodeaba, grandiosos rugidos que delataban la presencia de inmensos orcos corpulentos, y los chilliditos y parloteos característicos de los goblins.
De repente, el resonar de las armas contra las armas atravesó la oscuridad, seguido del crujir de huesos y los alaridos de hombres heridos. Félix chocó con algo grande y rebotó. Necesitó un segundo para darse cuenta de que se había estrellado contra la espalda de un orco, y otro para clavarle la espada en la columna. «Éste no es momento para caballerosidades», pensó.
La lucha era una pesadilla. Disponía de apenas segundos para decidir si la sombra que salía de las nubes era un hombre o un monstruo. Si era un orco, atacaba; si era un hombre, intentaba contenerse. No estaba del todo seguro de lograrlo todas las veces. Tenía la carne de gallina, y en cualquier momento esperaba que un golpe procedente de alguna dirección inesperada hiriera su cuerpo y enviara su alma, chillando, al oscuro reino de Morr. Por los sonidos que lo rodeaban, sabía que era algo que estaba sucediendo con bastante frecuencia.
Necesitaba moverse con cuidado porque sabía que el borde de la senda acababa en un vertiginoso precipicio. Sería estúpido evitar el tajo de un enemigo sólo para precipitarse hacia la muerte en el abismo. La imagen casi lo paralizó. Permaneció inmóvil en el sitio durante un momento, petrificado por la idea de caer hacia la oscuridad de allá abajo. En algún punto situado a su izquierda, se produjo un destello de luz, un resplandor dorado que no era un rayo, sino un hechizo del elfo, y supo que Teclis estaba luchando por su vida en aquella oscuridad.
Desde un punto aún más cercano le llegó el feroz bramido de Gotrek, seguido por los sonidos de la carnicería que el hacha producía. Por la fuerza de la costumbre, Félix se encaminó hacia esos ruidos, pues sabía que en una salvaje refriega como aquélla, el sitio más seguro donde estar era junto al Matatrolls.
* * *
Teclis maldijo la niebla y los extraños flujos de magia que atravesaban las montañas de Albión. Sus hechizos protectores sólo le habían advertido del ataque con unos pocos segundos de antelación. En ese instante, había levantado un escudo a su alrededor.
—Permanece a mi lado —le dijo a Siobhain, y desenfundó la espada.
No lo hizo por pura caballerosidad, sino porque necesitaba que alguien le guardara las espaldas y estaba seguro de que la mujer no le clavaría una lanza por detrás.
—Estoy contigo —respondió Siobhain.
Los flujos de magia eran tremendamente lentos allí. A menos que su conjetura fuese errónea, en ese momento eran todos arrastrados hacia el Círculo de Oghm, que probablemente era el origen del terrible clima. Pensó en intentar canalizar los vientos hacia él, pero decidió no hacerlo porque había demasiadas probabilidades de que se produjera un efecto extraño de retroalimentación. Las piedras distorsionaban enormemente la magia. Siendo así, tendría que echar mano de su propio poder y del poder del báculo de Lileath. Esperaba que con eso bastara.
Con rapidez, tejió una red de adivinación, y envió sondas de magia hacia fuera. Se estremecerían ante la presencia de orcos y pieles verdes, y le advertirían de cualquiera que se encontrara dentro de un radio de unos treinta pasos. A continuación, canalizó un viento normal hacia él para hender la niebla. Momentáneamente separó las nubes y le proporcionó una visión más clara de la senda. Media docena de orcos corrieron hacia él. Gruñó y les lanzó un estallido de energía destructiva. Los orcos aullaron de rabia y dolor al ser atravesados, y sus músculos hirvieron y se desprendieron de los huesos como la carne demasiado cocida. Un orco, situado en la periferia misma del hechizo, sólo quedó ligeramente chamuscado. Saltó hacia adelante a una velocidad cegadora, con la enorme cimitarra cogida con ambas manos, preparado para acabar con el hechicero.
Teclis se apartó a un lado e inclinó el báculo hacia abajo, lo que hizo tropezar al orco. Cuando el monstruo cayó de bruces, el elfo metió la espada por debajo del reborde del casco y le cortó las vértebras del cuello y la médula espinal como lo haría un cirujano. La criatura sufrió interesantes espasmos al perder el control de las funciones motoras y comenzó a agonizar. Teclis no vio razón alguna para acabar con su sufrimiento, y se volvió para mirar a otro objetivo. Siobhain clavó la lanza en la espalda del orco.
Una horda de pequeños pieles verdes corrió hacia adelante. Una nube de lanzas cortas salió volando hacia él. No había tiempo para sutilezas. Pronunció una orden, y una ola de llamas consumió la mayor parte de los misiles, y luego él saltó a un lado justo a tiempo de oír cómo se estrellaban contra las piedras.
Fastidiado por el hecho de que unas criaturas tan toscas lo hubiesen cogido por sorpresa, avanzó hasta situarse en medio de ellas. Su espada voló de un lado a otro, atravesando un ojo aquí, una garganta allá. Los goblins respondían con sus armas, pero eran parcialmente desviadas por el campo energético que Teclis había tejido a su alrededor. Se trataba de un sutil hechizo de su propia invención, que usaba la fuerza del golpe de un enemigo contra sí mismo. Cuanta más fuerza imprimían al golpe, mayor era la violencia con que las armas eran rechazadas. El peligro residía en la posibilidad de que golpearan con la fuerza suficiente para sobrecargar el hechizo; por ese motivo, era mejor mantenerse en movimiento, esquivar y agacharse.
Teclis sonrió. Sospechaba que en todo elfo había un núcleo de sed de sangre y de lo que algunos llamarían crueldad. En la batalla, afloraba a la superficie. Había visto caer la máscara de la cultura del rostro de demasiados de sus congéneres guerreros para no reconocer ese rasgo en sí mismo. No le repugnaba como podría sucederle a un humano; era sólo otra interesante emoción que catalogar y, si debía ser honrado, disfrutar. «Tal vez se deba a la contaminada sangre de Aenarion», pensó.
Se echó a reír, y le sorprendió ver que su risa provocaba miradas de horror por parte de Siobhain y los humanos que lo rodeaban. Por supuesto, tal vez ellos no sentían el júbilo de la batalla corriendo por sus venas. A fin de cuentas, no eran elfos. Ni tampoco podían entender lo que eso significaba para él. Se agachó para evitar otro tajo y descargó el extremo del báculo sobre el pie cubierto por una bota de un goblin. La pequeña criatura chilló de dolor y se aferró los dedos partidos; saltó de un modo casi cómico durante unos segundos, antes de que lo atravesara con la espada.
«No —pensó—, ellos no pueden entenderlo». Durante la juventud, él había sido Teclis el debilucho, Teclis el tullido, Teclis el compadecido. Eso había sido antes de que aprendiera a fortalecerse con hechizos y pociones. Entonces su respiración era tan cómoda como la de cualquier otro elfo, y la única señal de su antigua debilidad era la leve cojera de su pierna izquierda, que hacía que fuese apenas menos veloz y grácil que cualquier otro elfo. En otra época, aquellas criaturas podrían haberlo abrumado. En otros tiempos, su hermano habría sido necesario para protegerlo de ellas. «Ya, no», pensó mientras retiraba la espada en medio de un manantial de sangre verde y luego estocaba a fondo para espetar a otro goblin. «Ahora puedo cuidar de mí mismo y disfrutar del combate como debe ser».
Su risa se hizo más sonora y los humanos apartaron la mirada. Sólo Siobhain luchaba a su lado, pero incluso el rostro de la mujer manifestaba miedo. Los pensamientos pasaban como destellos de rayos por su mente. Parecía moverse a tal velocidad que tenía tiempo de contemplar la eternidad entre golpe y golpe. Era extraño, pero el único elfo que había conocido en su vida que no parecía extraer placer de ese salvaje júbilo de batalla era su hermano, probablemente el elfo más mortífero que jamás había existido. «¿Por qué será así?», se preguntó Teclis.
—¿Por qué será así? —le preguntó al goblin, que vomitó la última comida cuando la espada le atravesó el vientre.
El goblin no entendía el idioma elfo, por supuesto, y lo miró como si estuviese loco. Había algo tan irresistiblemente cómico en ese pensamiento que se puso a reír todavía más. Aún reía cuando un descomunal rayo de energía mágica hendió la noche y lo ahogó en un mar de dolor.
* * *
Félix oyó la horrible risa cruel que resonó en la niebla. ¿Qué podía ser? ¿Un orco que reía ante la agonía de su enemigo? ¿Un demonio invocado por uno de sus chamanes? No. Aquella risa tenía algo que le resultaba familiar.
—Es el elfo, humano —informó Gotrek, que estaba junto a él.
El enano le asestó un tajo de revés a un orco que cargaba y lo cortó en dos. Félix alzó un brazo para evitar que lo cegara el chorro de sangre y se encontró trabado en combate con otro orco. La fuerza de los golpes de la criatura le entumecía el brazo. Retrocedió, parando golpes a medida que se movía y maldiciendo la mortecina luz que hacía que fuese doblemente difícil concentrarse en la destellante arma del enemigo. Sintió que pisaba algo blando con un talón. Era un cadáver. Se esforzó por mantener el equilibrio y responder golpe a golpe al ataque del orco con el fin de evitar que lo empujara hacia atrás y lo hiciera tropezar con el cuerpo. Oyó que los gritos de batalla del enano se alejaban hacia la oscuridad.
Era un error. Félix era un hombre fuerte, pero el orco era más fuerte que él. Sus golpes estaban a punto de arrancarle la espada de la mano y hacer que volara por el aire. Sabía que no podría resistir mucho tiempo en ese tipo de combate. Necesitaba aprovechar una oportunidad y acabar rápidamente con la situación. Se agachó para dejar que el arma del orco pasara por encima de su cabeza y luego asestó una estocada con la espada que atravesó el vientre del orco. El monstruo profirió un rugido ensordecedor y le lanzó un golpe con su enorme puño. La fuerza del impacto hizo danzar estrellas ante los ojos de Félix. El dolor le provocaba mareos. Salió dando traspiés en una dirección, y el orco se alejó tambaleándose en la dirección contraria para ser tragado por la niebla. Desde todas partes, le llegaban los sonidos de la batalla y aquella monstruosa risa penetrante.
«Concéntrate», se dijo Félix mientras se esforzaba por retener la comida en el estómago y no desplomarse sobre el suelo pegajoso de sangre. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo de voluntad para mantenerse en pie. En torno a él sonaron pasos apresurados, y pequeñas siluetas ataviadas con justillos de cuero provistos de capucha lo rodearon. Proferían risillas cacareantes y cabriolaban al acercarse.
«Esto no tiene buen aspecto», pensó. Se produjo un destello de luz verdosa, y la monstruosa risa del elfo cesó.
* * *
Teclis se esforzaba por no perder el sentido. Sabía que había tenido suerte porque sus defensas mágicas habían absorbido la mayor parte del impacto, pero a pesar de eso el dolor le corría por todas las terminaciones nerviosas mientras luchaba por contener y disipar la mortífera energía palpitante que lo atravesaba.
«Estúpido —se dijo después de que los pensamientos volvían a ser fríos y claros—. Esto te sucede por ceder al impulso asesino. Te ha pillado por sorpresa alguien que esgrime el poder. Y se trata de alguien hábil». Se había mantenido tras un hechizo de ocultación y había economizado su poder hasta estar lo bastante preparado para asestar lo que debería haber sido un golpe mortal. Y casi lo había logrado. No obstante, no bastaba con un casi.
Tras haber revelado su presencia, para la vista de mago de Teclis, el chamán piel verde era tan visible como un faro sobre una colina en una noche despejada. Sonrió al ver el resplandor amarillo verdoso de energía de orco que rodeaba a su enemigo. Era la conocida firma mágica de los chamanes. Obtenían su energía de algún modo poco habitual. El aura se hizo más brillante cuando el chamán lanzó otro rayo. Esa vez, Teclis estaba preparado y su propio hechizo de respuesta deshizo la red de extraña energía antes de que hubiese recorrido la mitad de la distancia que los separaba. Teclis respondió con un rayo de poder, pero el contrahechizo del orco fue veloz y potente. Contaba con la ventaja de estar descansado y tener los sentidos claros. Teclis aún tenía que afrontar las consecuencias del primer ataque del chamán. Esperaba que eso no resultara ser fatal.
Peor aún, su tejido de adivinación le decía que más pieles verdes se acercaban por ambos lados; al menos, tres de ellos, y más que los seguían. «¿Dónde está la muchacha?», se preguntó. Perdida en alguna parte de aquella condenada niebla, por desgracia. Con la atención centrada en el chamán, él era vulnerable. Podía defenderse físicamente, y probablemente ser derribado por el chamán. Podía enfrentarse con el chamán, y acabar herido por una espada a causa de ello. Podía dividir su atención y luchar con menos eficacia en ambos frentes. Ninguna de las opciones resultaba particularmente atractiva. No obstante, tenía que decidirse por una, y pronto, ya que la muerte se le acercaba cada vez más.
* * *
Félix se obligó a permanecer erguido, decidido a morir de pie, al menos. Cuando vieron que la presa estaba dispuesta a resistir, los goblins aminoraron la marcha.
—No sois demasiado valientes, ¿eh? —dijo mientras blandía amenazadoramente la espada.
Los goblins que tenía delante retrocedieron, pero otros aprovecharon su distracción para acometerlo por la derecha y la izquierda. Sólo el raspar de las botas sobre la roca lo puso sobre aviso. Barrió con la espada a un lado y a otro, lo que los hizo retroceder; giró sobre sí, por si alguno se le acercaba por detrás, y completó el giro para encararse con los primeros atacantes, que habían recobrado el valor y volvían a avanzar.
«Esto no va a llevarme a ninguna parte», pensó. Si permanecía allí, moriría. Actuando de modo instantáneo, se lanzó hacia adelante al mismo tiempo que con la espada hendía la apretada masa de pieles verdes y los derribaba con su mayor peso y ferocidad. Golpeaba furiosamente a derecha e izquierda, y era recompensado por el raspar de la hoja contra el hueso y los agónicos chillidos de sus enemigos. Un momento más tarde se hallaba libre, de vuelta en la principal refriega de la batalla. Se encontró cara a cara con Murdo, Culum y los hombres de Crannog Mere.
—Me alegro de veros —dijo a la vez que se unía a sus filas en el momento en que ellos se preparaban para enfrentarse con otra acometida de orcos y goblins.
* * *
Teclis ascendió rápidamente en al aire invocando el hechizo de levitación. Dio un paso hacia el cielo al final del salto con la esperanza de confundir a los enemigos y quedar fuera del alcance de sus armas. Oyó gruñidos de desilusión procedentes del suelo cuando los pieles verdes se dieron cuenta de que la presa los había esquivado. Según había sido su intención, la niebla había ocultado sus movimientos.
Pero no había eludido al chamán. El verde resplandor salió disparado hacia arriba; era un volcánico chorro de energía y requirió toda su habilidad para detenerlo. El mortífero efecto del estallido anterior ya había cesado, y era libre para concentrarse en la tarea más inmediata. Contuvo el hechizo de su oponente dentro de un orbe de energía, y luego envió un arco de poder a estrellarse sobre él. Por un breve instante, los contrahechizos del chamán resistieron, pero luego se derrumbaron uno a uno. Los talismanes estallaron en brillantes lluvias de chispas al sobrecargarse. La figura del chamán se transformó en una estatua de luz de color bronce fundido con la forma de un orco monstruosamente obeso, y luego la carne fue arrancada de su cuerpo, el esqueleto se desvaneció, y él desapareció del mundo para siempre.
Teclis ascendió por encima de la batalla y, por un momento, permaneció sobre los bancos de niebla. Era una sensación divina. Podía oír los sonidos de la batalla que tenía lugar allá abajo, pero aún no formaba parte de la misma. Era libre para considerar sus opciones.
Dado que no quería que volvieran a pillarlo por sorpresa, Teclis envió sondas adivinatorias al exterior, zarcillos de magia destinados a alertarlo de la presencia de cualquier mago enemigo o hechizo hostil. No era algo infalible y dudaba de que un sondeo de escala tan amplia pudiese detectar la presencia de alguien que se hallara bajo un hechizo de ocultación, pero esperaba ser capaz de percibir algo extraño. Resultaba difícil allí, en Albión, con los flujos de energía tan trastornados por la presencia de los círculos de piedra.
Nada. Eso era bueno. Pondría en libertad un poco de poder y vería qué podía hacer ante aquel ataque. Justo en ese momento, algo salió volando de la oscuridad hacia él. Se apartó a un lado y el objeto pasó a gran velocidad junto a su cuerpo; el ropón onduló con la corriente de aire que desplazaba. Por un instante, captó un breve atisbo increíble de lo que parecía un goblin con un casco puntiagudo y enormes alas de cuero que agitaba. Sacudió la cabeza, casi incapaz de creer lo que veían sus ojos. La criatura tenía que haber sido disparada por una catapulta; era la única explicación posible. Pudo oír sus dementes risillas mientras desaparecía de la vista entre las nubes y se precipitaba hacia el abismo.
Teclis sondeó todo el entorno. Sobre un grupo de rocas situadas en lo alto, vio más goblins y algunas extrañas máquinas que usaban para lanzarse al aire. ¿Era posible que aquellas criaturas suicidas hubiesen estado cayendo como granizo sobre la batalla desde el principio sin que él se hubiese dado cuenta? Desde luego, eso parecía. Mientras observaba, otros fueron lanzados al aire y desaparecieron entre los bancos de niebla. Momentos más tarde, llegó el sonido de gritos.
Lo que parecía alguna clase de jefe lo señalaba a él para que lo miraran. Vio que algunas de las máquinas estaban siendo reorientadas en su dirección. Atacó con una tormenta de luz que despejó el montículo de piedras con un estallido tras otro de pura energía mágica. Máquinas y voladores se encendieron por igual. Una vez que estuvo seguro de haber acabado con los enemigos visibles, se preguntó qué iba a hacer a continuación.