22
En la mortecina luz solar matinal del valle, los acontecimientos de la noche anterior parecían un sueño. Félix intentaba con ahínco hacer caso omiso de su cabeza dolorida y su estómago revuelto. «Se acabó el whisky para mí», pensó. No obstante, al menos los cuentos del elfo acerca de los tesoros habían dado resultado. Félix recordaba vagamente rugientes brindis de borrachos hechos por los tesoros de los Ancestrales. Se preguntó si realmente existirían o si eran simplemente una carnada para la codicia de Bran. ¿Acaso alguien de los allí presentes creía de verdad que iban a poner las manos encima de unos tesoros antiguos? Las probabilidades eran de mil contra una.
Dirigió la mirada hacia el Matatrolls. A pesar de la enorme cantidad de alcohol que había consumido, Gotrek no parecía estar en absoluto peor a causa de la noche de bebida. Félix deseó fervientemente sentirse del mismo modo. Volvió la vista atrás sobre la senda. Allí había muchos de los montañeses, los habitantes del pantano de Crannog Mere y las doncellas de la guardia de la Mujer Sabia. El elfo caminaba conversando tranquilamente con Siobhain, al parecer completamente inconsciente de las miradas de admiración que le dedicaba la mujer, o las miradas de celos de muchos de los hombres. Félix comenzaba a entender por qué los elfos caían tan mal. El resentimiento de los hombres resultaba casi palpable.
En ese momento, avanzaban junto a un precipicio abrupto, y no pensaba correr el riesgo de que alguien lo empujara al vacío por accidente. Habían tomado un sendero muy estrecho que ascendía por la ladera de la montaña. Hacía mucho frío y debajo de ellos se veían nubes. Félix le echó una mirada de soslayo al Matatrolls, que parecía sorprendentemente animado.
«Bueno, ¿por qué no iba a estarlo? Nos encontramos de vuelta en las malditas montañas, y tenemos ante nosotros la perspectiva de una misión suicida en tierras enemigas. Lo más probable es que dentro de poco le sobrevenga el fin». Félix se encogió de hombros. Con la resaca que tenía, la verdad es que no le importaba. Continuó subiendo con paso cansado por la ladera, con la sensación de tener unos mil años de edad.
* * *
—¿En qué estás pensando? —preguntó Siobhain, que parecía preocupada.
—En muchas cosas, aunque de ninguna de ellas puedo hablar ahora —replicó él.
La mujer guardó silencio, aunque Teclis se daba cuenta de que estaba desesperada por saber más. El elfo se preguntó si hacía lo correcto. Estaba sucediendo todo con demasiada lentitud para su gusto. Podía percibir el furibundo poder demente que había más adelante. Parecía tan palpable que le sorprendía que los demás no pudieran notarlo, aunque careciesen de su sensibilidad para la magia.
Lo que estaba intentando era una locura. Aquellas montañas se encontraban plagadas de orcos. El templo estaba lleno de adoradores del Caos, y todo lo que él tenía era aquel pequeño grupo de bárbaros, un enano y un reacio espadachín del Imperio. Las probabilidades contrarias al éxito eran inmensas. No obstante, ¿qué podía hacer?
¿Qué opciones tenía? Podía abandonar ese pequeño ejército y encaminarse hacia el templo en solitario. Si se envolvía en hechizos de protección y ocultación, podría concebiblemente llegar hasta el corazón del complejo del templo sin ser detectado, pero ¿y luego qué?
Kelmain y Loigor eran ambos magos poderosos y estarían luchando en un campo de batalla que habían elegido, probablemente rodeado por sus hechizos protectores. Tal vez habían logrado incluso subvertir a voluntad las defensas de los Ancestrales.
A pesar de la confianza que tenía en sus poderes, las probabilidades no se decantaban a su favor. A menos que pudiera vencer con rapidez a los magos del Caos, sus guardianes podrían vencerlo físicamente a él. Lo único que se necesitaría sería un tajo de espada, y su larga vida habría acabado. Y sabía que no sólo habría espadas, sino toda clase de monstruos adoradores del Caos, y ese gigante del que había hablado la Mujer Sabia. Necesitaría contar con protección física si quería cerrar las sendas de los Ancestrales y batallar con magia hostil, y eso significaba algo más que magia. Necesitaba un ejército y necesitaba el hacha de Gotrek Gurnisson, al menos por el momento.
Pensó en aquellos dos. Cuanto más tiempo pasaba en su compañía, más veía la obra de la mano del destino. Algún poder los protegía; el elfo no sabía si era para bien o para mal, pero estaba seguro de que allí obraban unas fuerzas antiguas y poderosas, las cuales apenas podía atisbar.
Sonrió. Estaba volviéndose tan supersticioso como uno de los elfos de Athel Loren. El destino, la casualidad o la mano de los dioses, no había diferencia. Sabía que muy probablemente necesitaría su ayuda antes de que todo acabara. Más adelante, la liberada energía de los Ancestrales lanzaba oleadas de poder, visibles sólo para un hechicero, hacia el cielo. Con sólo mirarlas, sabía que un poder semejante no podría ser contenido mucho más. Sólo esperaba que llegasen a tiempo.
Habría dado infinidad de cosas por saber qué se traían entre manos sus enemigos en ese momento.
* * *
Kelmain bajó los ojos hacia Magrig desde la plataforma de piedra situada en un lado del zigurat. El gigante le devolvió una mirada feroz con su único ojo sano. «No eres una criatura bella, ¿verdad? —pensó Kelmain mientras estudiaba el rostro mutado y el enorme cuerpo encorvado—. Bueno, supongo que yo tampoco lo sería si hubiese librado tantas batallas como tú. La última con tu finado y no llorado hermano tiene que haber sido todo un combate, a juzgar por el hecho de que tú perdiste un ojo y él perdió la vida».
—¡Los pequeños pieles verdes vinieron! Magrig mató a muchos, pero vendrán más —dijo Magrig con una voz como el trueno—. Hay muchos de ellos y tienen una magia poderosa. Tal vez, incluso hay demasiados para que Magrig los aplaste.
—Estoy seguro de que harás todo lo que puedas —replicó Kelmain mientras estudiaba las colinas distantes con su cobertura de follaje extrañamente mutado.
El olor a pantano del bosque circundante ofendía su olfato casi tanto como la fetidez del gigante. Se preguntó por qué el gigante parecía entonces tan atemorizador. Sin duda alguna, radiaba el inmenso poder físico de un ser del tamaño de una torre de asedio, pero no se trataba de eso; a fin de cuentas, la diminuta mente del gigante aún estaba firmemente controlada por los hechizos de esclavitud, como lo había estado desde que lo sorprendieron durmiendo al emerger por primera vez por los portales al interior de ese antiguo complejo. No, no se debía a que estuviesen perdiendo el control sobre él.
Necesitó un momento para que la iluminación lo alcanzara. Por supuesto, con su enorme cuerpo achaparrado, su enmarañado cabello rojo y la cuenca vacía del ojo, el gigante le recordaba a una parodia monstruosamente enorme de Gotrek Gurnisson. «¿Es esto significativo? —se preguntó Kelmain—. ¿Acaso es un presagio?». Tal vez debería sacrificar a uno de los cautivos que los hombres bestia habían llevado hasta allí, y estudiar sus entrañas en busca de signos. ¿Era posible que el enano, de alguna forma, hubiese logrado escapar de los senderos? No. Por poderoso que fuese, el enano no era mago. Quedaría atrapado allí hasta el fin del mundo.
Por otra parte, se le acababa el tiempo. Loigor le había informado de que los senderos eran cada vez más difíciles de controlar. Algunos de ellos descargaban ya constantes erupciones de energía caótica, y la locura estaba comenzando a propagarse desde los senderos mutados a los inalterados. No habían regresado muchos de los acólitos de ambos y la partida de guerra de él, y allí, con las tribus de pieles verdes que se reunían en las colinas, los guerreros del Caos eran menos numerosos de lo que a él le habría gustado. Daba la impresión de que comenzaba a erosionarse el miedo y la reverencia que Magrig les inspiraba. Tal vez, ese plan no había sido tan bueno, al fin y al cabo.
«Entonces, ¿por qué nuestros señores nos pusieron a ejecutarlo? —se preguntó—. ¿Por qué mantenemos resbaladizo con la sangre de los corazones de sacrificios humanos ese altar de ahí abajo? ¿Por qué mantenemos a nuestros acólitos, y a nosotros mismos, trabajando sin descanso contra cualquiera que sea la fuerza extraña que intenta cerrar los senderos? ¿Es obra de los malditos elfos? ¿O se trata de otra cosa, alguna sorpresa terrible que dejaron los Ancestrales para impedir que los intrusos usaran sus juguetes?». De ser así, fracasarían. «El Caos rige este mundo —pensó—. Nada nos será negado. Nada».
Kelmain podía percibir la horrible magia de los pieles verdes que se estaba poniendo en práctica en aquellas colinas. «Tal vez sus chamanes tienen alguna ligera idea de lo que hacemos aquí y están intentando detenernos —pensó—. No les servirá de mucho».
—¡Quédate dentro del templo y aplasta a cualquier cosa que venga hacia aquí! —le dijo a Magrig—. Pero ven si te llamo.
—Escucho y obedezco, ancestral —replicó Magrig.
A Kelmain le complació que el gigante se dirigiera a él con el mismo título que tuvo que haber usado para dirigirse a sus creadores, mucho tiempo atrás. Una vez más percibió el destello verde de la magia de los orcos. «¿En qué pueden andar?», se preguntó al mismo tiempo que se volvía y descendía los escalones para entrar en el corazón del zigurat.
* * *
Zarkhul despertó de su trance. Se sentía inquieto, aunque podía percibir la reconfortante masa de los miles de orcos que lo rodeaba y extraer poder de su presencia. Habían acudido allí desde todos los puntos de la isla. Batallaban para abrirse camino y unirse a sus clanes, atraídos por el ancestral instinto de masas de la raza de los orcos. Estaba sucediendo algo malo. Podía sentirlo. El clima había empeorado. Magrig, el dios durmiente al que le habían hecho ofrendas durante tanto tiempo, se había vuelto contra su pueblo, y entonces sus visiones hablaban de una época de muerte y hambre para las tribus.
Una y otra vez, los Dioses Gemelos le habían mostrado visiones de la tierra abriéndose y comiéndose a los orcos; de inmundos hombres bestia del Caos que emergían de la ciudad-templo como gusanos de un cadáver; de cielos de color sangre de los que caían fuego e inmundo polvo de piedra de disformidad. De alguna manera, sabía, lo sentía en los mismísimos huesos, que si no recobraban la ciudad y expulsaban a los forasteros de sus sagradas piedras, el desastre alcanzaría a todo su pueblo. Los dioses le habían hablado. Le habían concedido poder de convicción y el manto de autoridad que hacía que los jefes lo escucharan, aunque muchos de ellos fuesen sus enemigos encarnizados y, a menudo, hubiesen luchado contra él por el control de uno u otro zigurat.
Entonces, como una manada de bisontes que se volvieran a un tiempo para plantar cara a una amenaza común, las tribus actuaban como una sola. Esas cosas les sucedían a las gentes cuando los dioses les hablaban. Así pues, dejarían a un lado sus diferencias y lo seguirían al Gran Waaagh. Deberían hacerlo, ya que en su última visión había visto que el tiempo se acababa y necesitarían actuar con prontitud para evitar el desastre.
Percibió que algo tironeaba de sus pensamientos y abrió el ojo de su mente. El espíritu del chamán Gurag flotaba ante él, invisible para todos los ojos que no fueran los suyos, y le habló con una voz inaudible para todos, excepto para Zarkhul.
—Los hombres de la montaña se acercan por los pasos secretos. Se han aliado con los elfos.
—¡Coge tus fuerzas y redúcelos a pulpa! ¡Atrácate con su tuétano! —dijo Zarkhul, hablando con una voz que no era una voz.
—Sí, esta noche comeremos carne humana, y también de elfo.
El espíritu rieló y desapareció cuando Gurag regresó a su cuerpo. «Es extraño —pensó Zarkhul— que alguien que tiene un físico tan obeso se vea a sí mismo como un guerrero tan orgulloso y musculoso en su forma espiritual».
Tras descartar ese pensamiento, el señor de la guerra de los orcos devolvió su atención a los zigurats de la ciudad-templo que se extendía allá abajo. Toda una vida de guerrear entre sus calles contra sus anteriores rivales lo había dotado del conocimiento de las mejores líneas de ataque, así como de los pasadizos secretos que corrían bajo la ciudad. Con un poco de suerte, los recién llegados no estarían al corriente de su existencia. Como ofrenda a los Dioses Gemelos, construiría sobre sus cráneos una montaña tan alta como los zigurats. En la cumbre de la misma colocaría el cráneo de Magrig y sus dos extraños compinches humanos. Sólo cuando hubiese hecho esas ofrendas, quedarían apaciguados los dioses. Sólo entonces se evitaría el desastre.
Lo único que en ese momento necesitaba era una señal de los chamanes que le indicase cuándo comenzar el ataque. Esperaba que no tardase mucho en llegar.
A lo lejos destelló el rayo y rugió el trueno. Zarkhul se preguntó si ésa era la señal. «Probablemente, no», pensó. Un fenómeno atmosférico semejante era demasiado corriente allí para constituir un presagio.
* * *
Félix avanzaba por la senda de montaña sin que la conversación mantenida con el elfo lo hubiese tranquilizado en lo más mínimo. El aire era entonces más frío y el tiempo estaba cambiando tan bruscamente como lo hacía siempre en las montañas. Se veían nubes en el valle que se extendía más abajo, las cuales fueron ascendiendo lentamente por los flancos de la montaña hasta convertirse en una niebla que reducía incluso a los hombres más cercanos a una forma borrosa. Félix se preguntó si eso sería obra del elfo o de algún enemigo, y luego se dio cuenta de que no le importaba.
De la niebla surgió ante él una enorme figura cuadrada. Se sintió más tranquilo al oír la malhumorada voz del enano mascullando algo en su lengua nativa. De repente, resonó el trueno y a lo lejos destelló el rayo, cuya luz fue difuminada por la niebla hasta convertirse en un breve resplandor intenso, que luego se apagó. Félix se preguntó si eso sería peligroso y si un rayo podría caerle encima. Se sentía muy vulnerable, como un insecto que atravesara un cristal donde una mano podría aplastarlo en cualquier momento.
—Maldito sea este clima —dijo.
—Es extraño —comentó Gotrek—. En todos los años que he pasado en las montañas, nunca había visto nubes que llegaran con tal rapidez ni truenos tan fuertes.
—El clima de Albión es una maldición —dijo Félix.
—Puede ser que tengas razón, humano. De lo que no cabe duda es de que aquí hay algo que lo altera.
Murdo emergió de la niebla, silencioso como un espectro.
—Los Círculos Ogham.
—Deduzco que eso tiene alguna importancia —dijo Félix Jaeger.
—A veces. En las zonas de los círculos de piedra, a menudo el clima está mutado. En los últimos años ha empeorado todavía más.
—Entonces, ¿esas piedras contienen un enorme poder mágico?
—Sí, son obra de los Ancestrales.
Tenía aire de saber más, pero de no tener intención de comunicarlo. Tal vez, era verdad. Siempre resultaba difícil saberlo, con cualquier clase de hechicero. A veces, se mostraban insondables y misteriosos porque sabían algo; otras, porque ocultaban su ignorancia. Como profano, Félix no estaba en posición de determinarlo.
—¿Por qué los orcos han acudido aquí al mismo tiempo que nosotros? ¿No puede ser una coincidencia?
—¿Quién puede saberlo con los pieles verdes? A veces, parece que se apodera de ellos una locura colectiva, y hacen cosas en masa por ninguna razón discernible. Es como cuando los lemmings se lanzan por un acantilado, o como la migración de las aves. Tal vez sus dioses les hablan. Quizá las piedras también son sagradas para los orcos. En los lugares de poder, a menudo es fácil atraer la atención de los dioses y los grandes espíritus.
—Bueno, esta noche será una noche para eso —dijo Félix—. Ciertamente, este tiempo no es natural.
—No —reconoció Murdo—, no lo es. Tal vez cuando hayáis logrado el éxito en vuestra tarea, el mundo volverá a la normalidad, si lo que dice el elfo es verdad.
—Tal vez —respondió Félix.
Se produjo otro lejano destello de luz difuminado por la niebla, y luego llegó el trueno, esa vez mucho más cercano, y toda la montaña pareció estremecerse. Félix apenas pudo evitar dar un respingo, de tan repentina y violenta que había sido la explosión. Se preguntó qué probabilidades de avalancha habría allí, y luego decidió que no quería saberlo. Por la forma en que iban las cosas, sabía qué tipo de respuesta iba a obtener. Un momento más tarde, una llovizna tan fría como hielo de montaña comenzó a mojarle la cara.
—Perfecto —dijo—. Era lo último que me faltaba para que el día estuviera completo.
Las palabras acababan de salir de su boca cuando un alarido resonó en la oscuridad.
»Como siempre, he hablado demasiado pronto —dijo al mismo tiempo que se volvía hacia el origen del grito.