Capítulo 21

21

Félix se arropó más apretadamente con la capa. El viento de las montañas era gélido. A medida que caminaban por la cresta, se dio cuenta de lo engañoso que era realmente el paisaje. Lo que parecía una cadena de altos picos era, en realidad, una serie de cadenas que se entrecruzaban y entre las que había muchos valles y lagos.

Allí arriba, la nieve aún permanecía sobre el suelo, y la vegetación era escasa. La única vida salvaje la constituían algunos pájaros que volaban a gran altura, y algunas ovejas que se alejaban saltando con prudencia cuando veían humanos. Abajo había más bosques de pinos que ondulaban casi hasta la orilla de los lagos en algunos puntos. Hacia el norte podía ver lo que parecía un valle yermo. «Qué hace que un valle sea fértil y otro no», se preguntó para luego encogerse de hombros. No era más que otra de aquellas preguntas para las que probablemente jamás hallaría una respuesta.

Detrás de él, los hombres de la tribu de Crannog Mere avanzaban trabajosamente en fila. En la vanguardia de la columna se encontraban las doncellas de la guardia que la Mujer Sabia había destinado para que los guiaran. El mago elfo y el enano estaban de pie sobre la cumbre de la colina, mirando el entorno. Félix se daba cuenta de que no era la salvaje belleza del paisaje lo que atraía su atención, sino el grupo de torres circulares de piedra que estaban situadas en la cima de la cadena siguiente. Se trataba de inmensas estructuras brutales diseñadas para resistir un asedio, y sus únicos ornamentos eran las omnipresentes runas similares a los dibujos tatuados en la cara de los guerreros, allí pintadas en deslumbrantes colores chillones sobre la piedra. Indudablemente, tenían un significado místico. «Tal vez, se lo pregunte al elfo», pensó.

Desde las torres había salido un grupo de guerreros que corrían por la cresta de la cadena montañosa hacia ellos. Contando por encima, había varias veintenas, e iban todos armados. Félix se situó más cerca de Gotrek y Teclis. No tenía duda de que les ofrecerían una cordial bienvenida a los seguidores de la Mujer Sabia, pero no tenía tan claro cómo recibirían a unos desconocidos. Dadas las circunstancias, decidió que era mejor asegurarse.

* * *

En opinión de Félix, los pobladores de Carn Mallog eran más del estilo de los osos que del de los lobos. Se trataba de hombres corpulentos, fornidos y de expresión dura. Tenían el cabello largo y abundante, y unas barbas casi tan largas como las de los enanos, trenzadas y retorcidas para formar toda clase de formas fantásticas les cubrían el rostro. Los tatuajes adornaban sus mejillas y el brazo con que blandían la espada. Enormes mandobles pendían sujetos a sus espaldas mediante correas, y en la mano llevaban largas lanzas. Su atuendo consistía en justillos de cuero y kilts de lana. Largas capas plisadas escondían los hombros de la mayoría, aunque algunos llevaban pieles de oso o lobo. Parecían ser hombres de máxima importancia. Observaron a Teclis y Gotrek con desconfianza, y sus miradas dejaron claro que esas reservas también incluían a Félix.

—Estos hombres tienen espadas —le comentó Félix a Gotrek—. Los de Crannog Mere, no. ¿Por qué?

—Es difícil trabajar el metal en un pantano, humano —replicó el Matatrolls.

—Murdo tiene una espada —dijo Félix sólo por llevar la contraria.

—Yo diría que la intercambió con los hombres de la montaña. Las montañas y las colinas son los sitios donde uno encuentra minas y metales, normalmente.

—¿Y por qué?

El enano se encogió de hombros.

—Pregúntaselo a los dioses —replicó—. Ellos pusieron el metal allí. Los enanos sólo lo sacamos.

Félix vio que no iba a obtener ninguna respuesta mejor que ésa. Teclis devolvió con serenidad las miradas de los hombres, haciendo caso omiso de su abierta hostilidad. Murdo condujo a un hombre enorme como un oso hacia ellos e hizo breves presentaciones. Resultó que el hombre se llamaba Bran MacKerog, y que era el jefe de los hombres de Carn Mallog. No había cordialidad alguna en el saludo que les dedicó, sino sólo sospecha, y tal vez cauteloso respeto.

—Os doy las gracias por auxiliar a la Mujer Sabia —dijo—. Que la luz la proteja.

—No son necesarios los agradecimientos —replicó Félix al ver que sus compañeros no iban a responder—. Sólo hicimos lo que habría hecho cualquier hombre en esas circunstancias.

En cuanto lo dijo, supo que no era lo más correcto. Dudaba que Gotrek o Teclis le agradecieran que los comparara con hombres. Se daba cuenta de que el pensamiento de que ninguno de los dos era humano, ya había pasado por la mente de Bran. A despecho de su semblante brutal, había una inteligencia rápida en aquellos fríos ojos azules y ese rostro esculpido por la adversidad. Félix dudaba de que, en las tribus de las montañas, un hombre llegase a ser jefe sólo por derecho de nacimiento.

—Beberéis whisky con nosotros —dijo, y Félix no pudo determinar si se trataba de una solicitud, una orden o una invitación.

—Lo haremos —se apresuró a responder por temor a que los otros lo interpretaran mal.

Echaron a andar hacia las torres cuando la noche comenzaba a descender sobre los picos como un manto.

* * *

Teclis avanzaba, cojeando, con Murdo a un lado y Siobhain al otro. Ambos habían vuelto tras hablar con los hombres de Carn Mallog. Después del día que habían tardado en llegar hasta allí, ambos parecían haberlo aceptado. Suponía que entonces les resultaba más fácil por el hecho de que lo hubiese aceptado la Mujer Sabia. Hablaban libre y suavemente en su presencia, al menos mientras estaban fuera del campo auditivo de los demás. Teclis los escuchaba con la mitad de su atención, mientras su mente meditaba acerca de los misterios que le había revelado la mujer Oráculo de los Veraces, y que habían supuesto para él una profunda conmoción.

—La cosa está mal —dijo Murdo—. Los orcos están reuniéndose en las montañas. Corre el rumor de que sus chamanes los han incitado para que intenten reconquistar el valle. Entre ellos ha surgido una especie de profeta. Parece que han morado allí durante tanto tiempo que lo consideran suyo.

—¿De verdad? —preguntó Teclis.

Daba la impresión de que sus sospechas habían sido correctas, y que el templo era la clave de todo eso. Se hallaba en el centro de la vasta red de las sendas de los Ancestrales, y sólo desde allí podían volver a cerrarse aquellos caminos arcanos, aunque parecía que el precio que debía pagarse para lograrlo podía ser muy alto. Volvió a formularse preguntas acerca de las otras cosas que le había dicho la anciana. ¿Era realmente posible que los Veraces hubiesen sido puestos al corriente de secretos que los Ancestrales ni siquiera les habían enseñado a los elfos?

—En efecto, Teclis de Ulthuan, así es —había dicho la mujer a la vez que le dedicaba una sonrisa rara y le tocaba un brazo al hablar. Eso planteaba posibilidades interesantes si sus sospechas eran ciertas.

Sonrió y devolvió sus pensamientos al curso anterior. Una cosa semejante sería, sin duda, un golpe para la vanidad de su pueblo, si era verdad y se hacía del dominio público. Según la Mujer Sabia, parecía que la formación de la Orden de los Veraces se remontaba a los tiempos legendarios en que los Ancestrales caminaban por la tierra. ¿Por qué a los elfos no les habían contado eso? Los Ancestrales tuvieron que tener sus razones para no hacerlo. Tal vez entre los Ancestrales había facciones, como sucedía con todas las demás razas. Quizá no querían que una sola raza poseyera todos los conocimientos mágicos. Después de todo, sólo a los enanos les habían dado la habilidad de los trabajos rúnicos.

—Da la impresión de que podríamos enfrentarnos con un ejército de pieles verdes, además de con uno de adoradores del Caos —dijo Murdo, que dirigió una mirada hacia los picos distantes como si sospechara que podrían ocultar enemigos.

—Eso no sería bueno —respondió Teclis al mismo tiempo que devolvía su atención al hombre—. Tenemos que llegar a la Cámara de los Secretos del templo de los Ancestrales, si quiero hacer lo que debe hacerse.

—Yo te ayudaré en todo lo que pueda —le aseguró Murdo.

—Igual que yo —declaró Siobhain, en cuyos ojos había definitivamente un destello, en opinión de Teclis. Bueno, muchas mujeres humanas lo habían hallado atractivo a lo largo de los siglos, pero de momento debía mantener su mente centrada en otras cosas.

Al parecer, los Ancestrales habían previsto en parte la catástrofe que se avecinaba, y les habían enseñado a aquellos hechiceros humanos a estar preparados. Los grandes círculos de piedras eran un medio de atrapar y controlar la energía del Caos. Si era verdad lo que había dicho la Mujer Sabia, no habían sido los hechiceros elfos los que habían vuelto las tornas en la antigua guerra contra el Caos, sino los Veraces y sus círculos de piedras. Al drenar al Caos de energía mágica en el momento crucial, habían debilitado su asalto de brujería contra el mundo, aunque a costa de contaminar su propio territorio al funcionar demasiado bien el poder de las piedras.

Tal vez, en eso residía la auténtica razón por la cual las sendas de los Ancestrales se habían contaminado. Quizá era por la energía mágica que había drenado desde Albión al interior de los senderos. Teclis descartó esa teoría. No sabía lo suficiente. Repasó lo que la Mujer Sabia le había contado acerca del templo y del amuleto que entonces pendía sobre su pecho.

Al parecer, no quedaba entre los Veraces ninguno que tuviese el poder necesario para usarlo debidamente, así que esa responsabilidad había recaído en él. Sólo esperaba estar a la altura de la tarea. Lo tocó con sus largos dedos. Por supuesto que lo estaría. Era Teclis, el más grande mago de esa época del mundo. Si él no podía cerrar los senderos, nadie podría, y ése era el pensamiento más preocupante de todos. Si él no podía hacerlo…

Ante ellos se encumbraba la primera de las grandes torres de piedra, y daba la impresión de que llegarían justo en el momento de caer la noche. Pronto hablaría con Bran y los otros acerca del plan de la Mujer Sabia. Y después… Le sonrió a la joven, y ella le devolvió la sonrisa. «Ya veremos lo que haremos», pensó Teclis.

* * *

—¿Cómo es entonces de grande el ejército que tiene tu Imperio, Félix Jaeger? —preguntó Bran, y al instante, prestaron atención todos los corpulentos hombres fornidos que lo rodeaban.

—No conozco el número exacto, pero tiene muchos regimientos —replicó Félix.

Por el camino hacia la torre, el jefe montañés había manifestado un gran interés en el Imperio y sus armas. La guerra era su oficio, según supuso Félix, y simplemente estaba mostrando interés profesional. O eso, o le estaba sonsacando información con vistas a una invasión futura. En cualquier caso, las preguntas y la conversación siempre parecían volver a los temas del poder militar.

Félix no se sintió intimidado ante ese pensamiento. Por lo que había visto de los hombres de Albión, el Imperio tenía poco que temer. Hasta donde podía determinar, no conocían la pólvora; no tenían colegios organizados de magia de batalla, ni acceso a máquinas de guerra, como los tanques a vapor o los cañones órgano. Sus habilidades de forja de metal parecían bastante primitivas comparadas con las que poseían los hombres del Imperio y los enanos. No obstante, había algo en el jefe montañés, una ambición desnuda en sus ojos, que hacía que Félix se mostrara cauteloso cuando hablaba.

—¿Dices que tu pueblo es de comerciantes? ¿No de guerreros?

Los guerreros de la guardia personal del jefe se tocaron con el codo y rieron, como si el jefe hubiese hecho una broma. Félix estaba cansándose un poco de esto.

—Mi padre es comerciante.

—No me refería a eso. Dices que la riqueza de tu nación procede del comercio. ¿Es una nación muy rica?

Félix le dedicó una sonrisa fría. Bran lo miraba como un ladrón podría medir a un comerciante adinerado, o un extorsionador a un tendero. En sus ojos había entonces una codicia desnuda que resultaba muy obvia.

—Muy rica —replicó Félix. Si aquel guerrero de un país atrasado quería abrigar fantasías de saquear el Imperio, ¿quién era él para desengañarlo?—. Pero los enanos tienen todavía más oro que nosotros… —añadió, malicioso.

—Sí, pero si sus guerreros son todos como Gotrek Gurnisson, será difícil luchar para quitárselo.

El joven Jaeger comprendió de inmediato lo que quería decir. Estaba tomando a Gotrek como representativo de todos los enanos, y a Félix como representativo de los hombres del Imperio. El joven no se sintió ofendido. La sencilla verdad del asunto era que Gotrek era mucho más duro que él, aunque algo apestaba en aquella suposición.

—Podrías descubrir que la gente de Félix Jaeger es más dura de lo que piensas —intervino Murdo en el momento de darle alcance e igualar su paso—. Él lo es.

Félix se sorprendió de verlo porque Murdo se había vuelto carne y uña con Teclis. Al echar una mirada atrás, vio que el elfo caminaba muy cerca de Siobhain. Sin duda, lo que Félix pensaba que estaba sucediendo entre ambos no podía suceder. O tal vez, sí. Quizá Murdo estaba comportándose con discreción.

—Hablaremos más de estas cosas cuando hayamos entrado en la torre —dijo Bran, que no parecía querer continuar la conversación en presencia de Murdo—. Ahora tengo que hablar con mis jefes. Ha sido un placer, Félix Jaeger. Y también verte a ti, Murdo Max Baldoch.

Mientras observaba al corpulento montañés alejarse con paso fanfarrón, Murdo se echó a reír.

—Es un buen hombre, pero codicioso, y también famoso como saqueador.

—Eso había deducido —asintió Félix.

—Un consejo para sabios —añadió el Murdo—: no le hables demasiado acerca de las riquezas de tu tierra natal, o podría olvidarse de todo el asunto que tenemos entre manos e intentar convencerte para hacer una expedición contra el Imperio.

—¿Todos vuestros jefes son como él?

—Desgraciadamente, la mayoría lo son. Preferirían saquear a los demás antes que criar sus propias reses. Es lo que hace que resulte tan difícil unir a nuestro pueblo, como no sea ante una amenaza tremenda.

—Bueno, ahora estáis ante una, ¿no?

—Ya lo creo, Félix Jaeger. Ya lo creo.

* * *

Una vez que hubieron barrado la puerta de la torre, Félix se sintió como un prisionero. Las paredes eran enormes y gruesas, y el lugar estaba en penumbra y olía a cuerpos humanos sin lavar, animales y humo de madera. Los cuerpos se apretujaban por todas partes en la semioscuridad. Se dio cuenta de que, en circunstancias semejantes, sería demasiado fácil clavarle una daga en la espalda a alguien, a menos que pudieran ver en la oscuridad, como el elfo o el enano.

Se dijo que no había nada de lo que asustarse. Habían llegado allí con la bendición de la Mujer Sabia, y nadie los atacaría. Hacerlo constituiría un insulto imperdonable hacia ella y los dioses de Albión. Sonrió amargamente para sí. «En eso sólo cuentas con la palabra de ellos», se dijo. ¿Y acaso la propia anciana vidente no había insinuado que había quienes obraban contra ella y contra los suyos? ¿Quiénes eran, exactamente, los suyos?

Se sintió como si una vez más estuviese atrapado dentro de un gigantesco laberinto. No conocía la manera de moverse por él y no podía dar nada por sentado. El enano apareció a la vista, caminando con pesados pasos. Bueno, casi nada. Podía dar por seguro que el Matatrolls sería tan turbulento como siempre. No estaba seguro de que eso fuese una ventaja cuando se estaba encerrado en una fortaleza sellada a cal y canto con una horda de hombres armados. Siendo tantos, dudaba de que ni siquiera Gotrek pudiera vencer.

Estudió el lugar en busca de una vía de escape, pero no pudo ver ninguna. La torre era de una simplicidad bárbara. Había una sola estancia inmensa con una gigantesca hoguera de leña en el centro. El humo ascendía a través de una serie de agujeros abiertos en los pisos de arriba y escapaba por la parte superior de la torre. Se dio cuenta de que la totalidad de la construcción era una gigantesca chimenea. Por lo que dedujo, cada una de aquellas inmensas torres pertenecía a una familia, y todas las familias formaban parte de un extenso clan. Así era la organización social de esa zona de Albión.

Desde las sombras en las que se encontraba, podía oír unas voces que hablaban. Una era la atronadora voz de Bran.

—Hemos enviado mensajeros a los otros clanes con la noticia de vuestra llegada. Se encontrarán con nosotros en el Círculo de Ogh. Los pieles verdes fueron demasiado lejos cuando atacaron las cuevas sagradas.

—Sí —asintió Murdo—, así es.

—Tenemos tiempo de sobra para beber un trago —declaró Bran.

Todos los huéspedes fueron conducidos hasta una larga mesa y sacaron whisky. Todos estaban a la cómoda distancia de un grito del jefe. Bran dio palmas, y los violinistas y gaiteros comenzaron a tocar mientras llegaban las bandejas de comida. Al cabo de poco rato, Teclis y Murdo ya se atareaban con ambas orejas del jefe, explicando la situación y respondiendo a sus inquisitivas preguntas. El corpulento montañés pareció captar la importancia de lo que le decían con gran rapidez mientras tragaba whisky y arrancaba bocados de una pata de oveja. Félix se encontró con que su atención vagabundeaba; ya había oído bastante acerca de los senderos y sobre desastres como para tener material para toda una vida, y el whisky le encendía un agradable fuego en el vientre. «Tal vez —pensó—, cuando los demás se marchen de este lugar, yo me quedaré. Las cosas han llegado muy lejos —se dijo—, cuando eso es lo que se considera una fantasía agradable».

Sintió que una presencia suave se acomodaba a su lado. Era Morag, una de las doncellas de la guardia. Era bonita, con rostro pecoso, nariz chata y cabello marrón rojizo muy corto. Ella alzó los ojos y sonrió, y él le devolvió la sonrisa.

—Bueno, háblame del elfo —pidió ella—. ¿Cuánto hace que viajas con él?

Félix suspiró y comenzó a hablar.

El golpe de un vaso sobre la mesa devolvió su atención a Teclis y Bran.

—No. Es una locura —declaró Bran—. No conduciré a mi gente a una trampa semejante.

En su voz había una vehemencia clara.

—Si vosotros no nos mostráis el camino elevado que lleva al valle del que habló la Mujer Sabia, nadie lo hará. La maldición continuará pesando sobre el territorio, y en parte será por vuestra culpa. —La voz del elfo era persuasiva, pero Bran no parecía tener muchos problemas para resistirse a su lógica.

—Los orcos conocen el camino. Estará vigilado. Esperad hasta que se reúnan los clanes, y luego forzaremos un paso.

—No tenemos tiempo —dijo Teclis—. Se necesitarán semanas para reunir un ejército, y ya no contamos con semanas. Como máximo, nos quedan días.

De pronto, Félix concentró toda su atención en lo que se decía. Eso era algo nuevo. Había pensado que entrarían en el valle con un ejército, pero parecía que el plan había cambiado. «Es muy agradable que te confíen tantos detalles», pensó Félix.

—Estoy diciéndote que los pasos estarán vigilados.

—Los pieles verdes están concentrando sus fuerzas sobre el templo. Dejarán allí un pequeño destacamento, en el mejor de los casos.

—Un destacamento pequeño es cuanto necesitarán para retenernos en los pasos. Aunque llevase conmigo a todos mis guerreros, sería imposible forzar la entrada contra una resistencia decidida.

—Yo soy un hechicero de grandes poderes. Estoy seguro de que será difícil, pero no imposible.

—Me trae sin cuidado si esgrimes el poder de los dioses porque no iré contigo —insistió Bran—. Aunque consiguieras entrar en el valle, lo encontrarías lleno de orcos.

—Si podemos entrar en el valle, creo que puedo ocultar nuestra presencia ante los ojos vigilantes, al menos durante el tiempo que tardemos en llegar hasta el templo.

—¿Y si no puedes? Yo me reuniría con el Alto Rey de las Piedras de Ogh, y nos enfrentaríamos con todo el ejército de pieles verdes.

—El territorio podría no sobrevivir tanto tiempo —le aseguró Murdo—. Si el poder de dentro del templo queda totalmente en libertad…

—No, Murdo —dijo Teclis—. Me doy cuenta de que el noble Bran ya ha tomado una decisión. No lo presiones. Iremos nosotros solos. A fin de cuentas, cuando lleguemos a la Cámara de los Secretos, seremos todavía menos para repartirnos sus tesoros…

—¿Tesoros? —preguntó Bran con una nota por completo diferente en la voz—. Háblame de esos tesoros.

—No. Ya has tomado una decisión. ¿Por qué quieres oír hablar de los tesoros?

—¿Por qué cualquier hombre quiere oír hablar de tesoros? ¡Continúa hablando, elfo!

Gotrek le echó una mirada de asco, y Félix se dio cuenta de que también él les prestaba atención.

La noche iba avanzando. Morag se marchó. Félix se emborrachó cada vez más, hasta que casi no pudo mantener abiertos los ojos. Encontró un lugar oscuro bajo un enorme soporte de madera y se envolvió en la capa. A despecho del ruido que hacían los bebedores, exhausto, se sumió casi de inmediato en un sueño.