Capítulo 20

20

Las mujeres estaban armadas con lanzas y pequeños escudos de cuero, y no parecían cordiales. Félix se preguntó por qué lo apuntaban de modo tan amenazador. ¿Acaso no había contribuido a salvarlas? ¿No había matado orcos? De todas formas, se quedó muy quieto. Se cometían errores. Con total facilidad, los malentendidos podían ser fatales cuando había armas involucradas en el asunto.

—Éste es terreno sagrado —dijo una de las mujeres. Era casi tan alta como Félix y llevaba el pelo recogido en numerosas trenzas. Los tatuajes que le cubrían el rostro y los brazos le conferían un aspecto salvaje y bárbaro.

—Lo siento… La próxima vez respetaré vuestros tabúes y dejaré que los orcos os asesinen sobre vuestro terreno sagrado —dijo, y no pudo evitar del todo que la amargura aflorase a su voz.

La mujer pareció a punto de atacarlo, y Félix se preparó para esquivarla de un salto.

—Que haya la paz, Siobhain —dijo una voz temblorosa—. Es un extraño aquí y ha contribuido a salvarnos la vida a todas. Tiene derecho a estar en este lugar.

—Pero no es de nuestra sangre —dijo Siobhain—. Cualquier estúpido puede verlo…

La boca de la mujer se cerró como una trampa de acero, como si acabara de darse cuenta de lo que había dicho. Un rubor, visible incluso en la mortecina luz, se propagó por debajo de sus tatuajes faciales. Un momento más tarde, Félix comprendió por qué. La mujer con la que había hablado tenía los ojos de un color blanco lechoso y obviamente era ciega. La muchacha le echó a Félix una mirada feroz, como si de alguna forma todo fuese culpa suya. El joven Jaeger se encogió de hombros.

—Tú eres Félix Jaeger —dijo la anciana.

Félix tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la boca cerrada. ¿Cómo podía haber averiguado su nombre? «Mediante paloma mensajera, por un hombre de Crannog Mere que se hubiese escabullido en medio de la noche para llevarle la noticia, de muchos modos diferentes», susurraba la parte racional de su mente; pero él sabía que se equivocaba. Había magia implicada en aquello, ya que, muy claramente, la anciana era algún tipo de bruja.

—Bien hallado —añadió la anciana mientras sus dedos realizaban un intrincado gesto que podría haber formado parte de un hechizo o de una bendición.

Félix se encogió, pero no sucedió nada.

—Bien hallada —replicó al mismo tiempo que se inclinaba con tanta elegancia como le fue posible, ya que parecía lo más correcto.

Sintió que la atención de la anciana se apartaba de él, y aprovechó la oportunidad para estudiarla. Era una mujer alta, de rostro afilado pero aún hermosa. Sus ropones eran de gruesa lana gris, y las trenzas de su peinado aún más complejas que las de Siobhain. También en su rostro había tatuajes, pero se habían descolorido hasta resultar casi invisibles, como las inscripciones de un pergamino que hubiese quedado demasiado tiempo expuesto al sol. «¿Cómo puede haber sucedido eso?», se preguntó Félix.

—También tú eres bienvenido a este lugar, Teclis de Ulthuan. Eres el primero de tu raza que pone los pies aquí en milenios.

La voz del elfo, al responder, adquirió un tono sardónico.

—Hasta donde yo sé, soy el primero de mi raza que ha puesto los pies aquí, Oráculo.

—En ese caso, no lo sabes todo —replicó la anciana, cuya voz tenía entonces una calidad cortante.

Félix dedujo que estaba habituada a que la tratasen con más respeto. Ciertamente, los hombres de la tribu parecían reverenciarla, tal como delataban las expresiones de sus rostros.

—De eso ya me he dado cuenta hace más siglos de los que tú has vivido —contestó Teclis con un tono igualmente cortante.

«Que los dioses nos guarden de la vanidad de los hechiceros», pensó Félix. Una extraña sonrisa pasó por el semblante de la anciana, casi como si supiera lo que él estaba pensando. Gotrek gruñó ante las palabras del elfo y avanzó.

—Yo soy Gotrek, hijo de Gurni —declaró sin darle a la anciana tiempo para pronunciar su nombre—. ¿Quién eres tú?

Las doncellas de la guardia y los hombres de la tribu se tensaron ante el tono de su voz, y las manos apretaron más las armas. Gotrek mostraba una suprema despreocupación ante la perspectiva de violencia inminente, y Félix deseó ser capaz de compartir la actitud del enano.

—También tú eres bienvenido, Matatrolls. —Si Gotrek se preguntó cómo sabía quién era él, su rostro no dio señales de que así fuera—. Renuncié a mi nombre cuando adopté el título de Oráculo.

El enano se encogió de hombros, e incluso consiguió que esa acción pareciese algo amenazadora. Félix se preguntó si realmente habían recorrido toda aquella distancia sólo para trabarse en lucha con personas que deberían haber sido aliadas. Era necesario hacer algo, y pronto.

—¿Cómo entraron aquí esos orcos? —preguntó—. Éste no es el tipo de lugar con el que uno simplemente tropieza.

—Fueron conducidos hasta aquí —explicó la Mujer Sabia.

—¡Conducidos! —exclamó Murdo, que parecía conmocionado.

—Sí, Murdo Max Baldoch, conducidos.

—¿Qué hombre de las tribus los habría conducido hasta aquí? Estoy seguro de que nadie podría volverle la espalda a la Luz de ese modo.

—Era algo más que un hombre de las tribus, Murdo. Era un miembro del Consejo. ¡Siobhain, haz algo útil! Tú y Mariadh, traednos hasta aquí el cuerpo del desconocido cubierto por la capa negra.

Reinó el silencio hasta que las dos doncellas guerreras regresaron con el cadáver del brujo. La Mujer Sabia avanzó hasta él y le quitó la capucha para dejar a la vista la cara delgada, pálida y cubierta de tatuajes. Las facciones del hombre estaban contorsionadas por el terror incluso después de muerto, y en sus labios aún había saliva. Daba la impresión de haber muerto de puro miedo.

El semblante de Murdo se puso blanco.

—¡Baldurach! —dijo con un tono en el que se mezclaban el miedo y la incredulidad. Los hombros del anciano se encorvaron, y clavó los ojos en el piso que tenía ante los pies—. Entonces nos han traicionado, y lo ha hecho uno de los nuestros —dijo en voz muy baja.

—Algunos hay que escuchan los susurros de los Espíritus Oscuros —dijo la Mujer Sabia.

—Éste no es lugar para hablar de eso —respondió Murdo, al mismo tiempo que lanzaba una mirada significativa a los tres compañeros; pareció abarcar incluso a sus propios compatriotas, aunque Félix pensó que eso podría haberlo imaginado.

—Si no aquí, ¿dónde? —preguntó la Mujer Sabia—. Estos tres deben oír lo que aquí se diga. Diles a los otros que salgan.

Les hizo un gesto a sus guardias, y ellas comenzaron a conducir a los hombres al exterior. La Mujer Sabia dio media vuelta y se adentró más en las cuevas. Caminaba con facilidad y elegancia, sin dar la más mínima muestra del hecho de que era ciega. Félix sintió que el pelo de la nuca se le erizaba. «Hay otros sentidos, además de la vista —se dijo—. O tal vez ella, sencillamente, ha andado durante tanto tiempo por estas cuevas que ha memorizado todos los obstáculos». Una vez más, algo le susurró que no era así.

Gotrek y Teclis echaron a andar detrás de ella. La luz del mago elfo se amorteció un poco, pero aún proporcionaba la iluminación suficiente para ver el camino. Murdo lo miró con lo que podría haber sido miedo, respeto o reverencia, y le hizo a Félix un gesto para que los siguiera hacia la penumbra. Los pesados pasos del anciano le dijeron que había echado a andar justo detrás de él.

* * *

Esa cámara era más pequeña, y en las paredes había tallados más dibujos abstractos, que parecían ser el mapa de un laberinto cósmico. En el centro, había un enorme y perfecto huevo de piedra, sobre el que podían verse dibujos parecidos. El solo hecho de mirarlos hacía que Félix se sintiese ligeramente mareado. En la parte superior del huevo de piedra, había un hoyito sobre el que descansaba algo.

—¿Estás segura de que quieres que estos desconocidos estén aquí? —preguntó Murdo.

—Forman parte de esto —replicó la Mujer Sabia.

Se sentó con las piernas cruzadas a la sombra del huevo, y les hizo un gesto para que la imitaran. Félix y Teclis lo hicieron. Gotrek se recostó contra la pared, con el hacha sujeta descuidadamente entre ambas manos. Murdo le echó una mirada feroz y luego también se sentó.

—¿Qué?

—Se reúnen sombras oscuras, Murdo. Serán puestas en libertad cosas que han estado durante mucho tiempo aprisionadas. Algunos de nuestros hermanos y hermanas han vuelto la espalda a la Verdad y a la Luz, y ahora sirven a eso que nosotros intentábamos contener. La antigua hermandad se ha deshecho. Ha llegado un tiempo de cisma y caos.

—¡Imposible!

—No, Murdo, en absoluto. Nosotros somos meros mortales, y eso es inmortal. Somos falibles y corruptibles. Algunos han caído, como estaba predicho.

»Debía suceder en nuestro tiempo que la antigua confianza fuera traicionada.

»Y traicionada ha sido. Y los orcos encontraron el camino de entrada a este lugar sagrado. Debemos agradecer que sólo fueran orcos lo que Baldurach trajo hasta aquí, y no algo peor.

Félix se preguntó si el elfo y el enano estarían tan confundidos como él por todo eso. No daban señal alguna. Teclis parecía concentrarse con ahínco en todo lo que se decía. Gotrek simplemente miraba a la nada, como si se aburriera.

—Dices que forman parte de esto.

—Sí. Unos forasteros han ocupado el templo de los Ancestrales. Han abierto las sendas. Al hacerlo, han dejado una brecha por la que puede escapar el antiguo enemigo.

—¿Quién es el enemigo del que hablas? —preguntó Félix Jaeger.

—Un antiguo espíritu de la Oscuridad, aprisionado desde hace mucho tiempo; fue atado con poderosos hechizos en el amanecer de la historia. Busca poder y el dominio de todo.

—Fue aprisionado usando el poder de los senderos y las líneas de energía —intervino Teclis, que parecía un médico que comentara un caso de fiebres.

La Mujer Sabia asintió.

—Era la única manera. De lo contrarío, ningún mortal habría tenido el poder para hacerlo.

—Y ahora que los flujos de poder han sido alterados, sus grilletes se han aflojado.

—Sí. Aunque ése no es tu problema. Tus preocupaciones son más apremiantes. Tú intentas impedir el hundimiento de tu tierra, ¿no es así?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Los pensamientos y las visiones pueden atravesar las sendas de los Ancestrales con la misma facilidad que los seres vivos. He hablado con los mismos inmortales que hablaron contigo. Me advirtieron de tu llegada. Nuestros destinos están unidos porque vosotros debéis desocupar el templo de los Ancestrales y cerrar otra vez los senderos, o tu tierra estará condenada.

—¿Tenemos que hacerlo nosotros? —preguntó Félix—. ¿Por qué nosotros?

—Porque nadie más en Albión tiene el poder ni los conocimientos necesarios para hacer lo que debe hacerse. El templo está en manos de los Poderes del Caos. Ellos han impelido a los orcos y han esclavizado al dios que reverencian los pieles verdes.

—¿Han esclavizado a un dios? —preguntó Félix—. Con todos los debidos respetos, creo que unos seres que pueden hacer eso, están un poco más allá de nuestra capacidad para solucionar el problema.

No miró a sus compañeros por temor a que el elfo o el enano pudiesen mostrarse en desacuerdo con él. Ambos guardaron silencio.

—No se trata de un verdadero dios, Félix Jaeger. Es una de las creaciones de los Ancestrales, un guardián apostado para vigilar el templo y sus creaciones.

Félix pensó en los demonios araña con los que había luchado en el pantano, y ese recuerdo no hizo nada para incrementar su entusiasmo ante la tarea que le proponían.

—¿Qué clase de monstruos son ésos?

—Uno de los gigantes de Albión, Félix Jaeger.

Félix reprimió un gemido. No tenía necesidad de ver al Matatrolls para saber lo interesado que estaba en el asunto.

—Los gigantes fueron creados hace mucho tiempo por los Ancestrales para que guardaran sus tesoros y sus secretos. Son casi inmortales, pero se dice que a lo largo de los años han sido mutados y se han convertido en una degenerada parodia de las nobles criaturas que en otros tiempos fueron. Cayeron en la adoración del Caos y en otras viles prácticas. Se transformaron en criaturas malvadas y depredadoras de todo lo que era más débil que ellos, pero continuaron cumpliendo con su deber de un modo extraño, obligados por los hechizos que los Ancestrales les impusieron. Se instalaron en los antiguos lugares, hicieron de ellos sus guaridas y los llenaron con sus tesoros mal adquiridos.

La cosa empeoraba cada vez más: ¡tesoros, además de monstruos! Le sorprendía que Gotrek no echara espuma por la boca a esas alturas.

—Y dices que uno de ellos ha sido esclavizado por las fuerzas del Caos.

—Sí, Magrig Un Ojo, el más poderoso de los gigantes de la antigüedad, en sus tiempos matador de dragones y behemoth, antes de que su cerebro fuese enturbiado y adquiriera el gusto por la carne humana.

—¡Ah, bien! Entonces, no es sólo un monstruo gigante corriente —dijo Félix.

—No. Es tan grande como un montículo y puede destrozar las murallas de los castillos con golpes de su garrote.

—¿Y ahora ha sido esclavizado al servicio del Caos? —preguntó Teclis.

—Sí, lo esclavizaron Kelmain y Loigor, dos de los más inmundos y poderosos servidores de El que Transforma las Cosas.

La mujer hizo un gesto, y una visión apareció en la relumbrante niebla que se formó entre sus manos. Mostraba dos brujos en miniatura, gemelos albinos, uno vestido de negro y el otro de dorado. Eran calvos o tenían la cabeza afeitada, y sus dedos parecían garras.

—Yo los conozco —dijo Félix, incapaz de evitar que la sorpresa aflorase a su voz—. Seguimos a uno de ellos al interior de las sendas de los Ancestrales. Y estaban en Praag con las hordas del Caos —añadió apresuradamente, antes de que pudiera medir sus palabras.

—Sí —asintió Gotrek—. Allí estaban. Aconsejaban a Arek Corazón de Demonio y sus brujos. Hicieron aparecer aquellas enormes máquinas de asedio y a los demonios que atacaron las murallas.

—¿Son viejos enemigos vuestros? —preguntó Murdo.

—No se harán mucho más viejos si se ponen al alcance de mi hacha —le aseguró Gotrek.

—Eso es bueno —asintió la Mujer Sabia— porque son hombres malvados y es muy necesario que los maten.

Félix totalizó a los enemigos.

—Un gigante, dos brujos de gran poder… ¿Qué más? ¿Tres dragones?

—Los magos tienen su guardia personal, y cada día traen más y más guerreros a través de los senderos. Planean usar los caminos antiguos para invadir muchos territorios. O bien, no conocen las consecuencias de lo que han hecho, o no les importan.

—Así que también tenemos un ejército del Caos. Qué bien; parece bastante sencillo. ¿Entramos simplemente allí y los retamos a todos a combate singular?

—No creo que digas eso totalmente en serio, Félix Jaeger —dijo la Mujer Sabia.

—Te has dado cuenta, ¿eh? Puedo ver por qué te llaman Oráculo. —Félix parecía incapaz de mantener la boca cerrada.

La mano de Murdo se desplazó hacia el cuchillo.

—Demostrarás un poco de respeto…

—¿O qué? Me matarás. De todos modos, parece que vuestra Mujer Sabia puede hacerlo ella sola muy bien.

Félix sabía que había hablado con tono histérico y amargo, pero no podía evitarlo. Era como se sentía. Daba la impresión de que iba a salir de la olla del troll para caer en las llamas. ¿Cómo iban ellos tres a conseguir algo en esas condiciones? Era imposible. Había un ejército de monstruos, un gigante y dos de los magos más poderosos y malvados de la faz del planeta. Carecía de importancia lo fuerte que fuese Gotrek como guerrero o lo poderoso que fuese Teclis como mago, ya que las probabilidades se inclinaban muy claramente en contra de ellos. Sacudió la cabeza mientras luchaba por recobrar el control de sí mismo. ¿Y qué otras novedades había? Ya se había enfrentado antes contra unas probabilidades abrumadoras y había sobrevivido. Él y el Matatrolls se habían abierto paso con las armas para salir de muchos lugares oscuros. Este caso sólo iba a ser uno más. Miró a la Mujer Sabia.

—Te pido disculpas —dijo en voz baja—. Sólo estoy cansado y asustado.

—Es comprensible que estés así en las presentes circunstancias, Félix Jaeger. Redunda en tu propio mérito el hecho de que lo sepas.

—Por un momento, simplemente no vi cómo podríamos lograrlo.

—¿Y ahora lo sabes? —preguntó Teclis, sonriendo.

—Es simple —replicó él—. Lo único que necesitamos es un ejército que mantenga ocupados a los guerreros del Caos. Gotrek y yo mataremos al gigante, y tú puedes hacerte cargo de los hechiceros. Nada podría ser más sencillo.

—Un buen plan, humano —declaró Gotrek, y Félix creyó detectar una pizca de sarcasmo en el tono del Matatrolls, pero no estaba seguro del todo—. Y si el elfo no puede con esos graznadores de hechizos, yo me encargaré de ellos.

—¡Ojalá compartiera tu confianza, Gotrek Gurnisson! —dijo el elfo, cuyos modales no tranquilizaron del todo a Félix.

—Creo que pueden organizarse partes de lo que os hace falta —intervino la Mujer Sabia—. Sólo es cuestión de mirar en la dirección correcta.

«Excelente —pensó Félix—. Una mujer ciega va a aconsejarme sobre la manera de mirar en la dirección correcta para buscar algo». Se guardó los pensamientos para sí mismo, pero la mujer ciega sonrió como si de todas formas los leyera.

—Veamos, Teclis de los elfos —prosiguió ella—, debes tomar esto; yo te instruiré en la forma de utilizarlo, y luego iré a ocuparme de Dugal.

Cogió el amuleto que descansaba sobre el huevo de piedra decorado con intrincados grabados rúnicos, y Félix vio que era de piedra y estaba cubierto por las ya familiares runas. Dado que estaba claro que ella quería que sólo el elfo permaneciera allí, el joven Jaeger se levantó, hizo una reverencia y se marchó.

—Espero que esté enseñándole alguna magia poderosa —dijo cuando se apagó el sonido de las voces murmurantes detrás de él—. Vamos a necesitarla.